Capítulo 16
M: Linkin Park - Leave out all the rest.
Los silencios abruptos tienen muchos significados: quizás el mejor es la incomodidad, formada luego de que se dice o se escucha una imprudencia. Lucía permaneció en total silencio mientras su jefe se pasaba la mano por el cabello y se alborotaba el fleco. Acababa de decirle, precisamente, una imprudencia.
Clavó la mirada en el suelo, sin saber qué decirle para compensar sus palabras.
—Pues yo creo que tiene razón —dijo Raúl, indeciso de si burlarse de César o marcharse para que éste se controlara un poco. Él le dirigió una mirada de advertencia—. ¿O no?
—Tampoco es que disfrute del que me estén repitiendo que soy un imbécil.
—Pero yo no dije que fueras un imbécil —intervino Lucía, alarmada por el rumbo que había tomado su comentario.
De pronto, sintió un nudo en la garganta, por la vergüenza.
—Pues yo sí que lo creo —se rio Raúl ahora sí, repantigado en un sofá—. Ve y habla con Ana, así le demuestras a la señorita que no eres un truhan.
Al escucharlo, Lucía percibió un calor en las mejillas, producto del arrepentimiento; ojalá hubiera mantenido la boca cerrada: porque nunca en su vida se había tomado una libertad como aquella. La de llamar truhan a su jefe.
Pero es que Ana parecía tan decepcionada, que no pudo sino pensar que César la había estafado en sentimientos.
—Eres la ostia, tío. De verdad —bufó Raúl, levantándose de un salto y yendo hacia la cocina.
El aludido, que se había guardado las manos en los bolsos del pantalón y quitado el abrigo de encima, observó con perspicacia cómo Lucía enarcaba ambas cejas en su dirección. El gesto, en sí, no podía significar otra cosa que la increpación más sutil que podía percibir en ese momento.
Por eso, y por no querer ser más la ostia, sacudió la cabeza y caminó por el pasillo.
Empuñó la palma de la mano y la levantó, respirando lo más hondo que pudo antes de golpear tres veces la madera de la puerta. Sin embargo, al ver que nadie abría, la ofensa se dibujó frente a él como algo fidedigno. Antes no lo hubiera creído para tanto, porque Ana no era exactamente el tipo de mujer cuyas acciones se fomentaban por una emoción.
Volvió a tocar, convenciéndose cada vez más de que, por él, Ana estaba... cambiada.
Es decir: no estaba ni por asomo angustiada; en realidad, la certeza que la había invadido en la cabina del avión, a lo mejor mucho antes de que se hubiera dado cuenta, gobernaba su pensamiento: era algo macabro, si se le prestaba atención.
No podía estar decepcionada de un hombre que se asustaba por la magnitud de un sentimiento. Y, de hecho, la tristeza que había surgido al principio era nada más un vestigio en su pecho, como una arritmia leve.
—¿Podemos hablar? —cuestionó él, apenas ella abrió la puerta.
En respuesta, Ana le hizo una seña y se movió a un lado para dejarlo entrar.
Tras cerrar, volvió sobre sus pasos y se recargó en contra del gran alféizar en su habitación. César tenía aspecto de no saber por dónde iniciar, aunque ella no tenía idea con exactitud a qué le quería dar inicio.
—Te escucho —sentenció con fuerza.
César se limitó a tragar saliva.
—Lucía dice que soy un truhan —suspiró, mientras se cruzaba de brazos.
Pero estoy aterrado, en realidad.
—¿Y quieres que yo la desmienta o...? —inquirió Ana, adoptando una postura tranquila.
—En lo absoluto —susurró César, sin saber que su voz había salido como un chisporroteo. Se lo veía más blandengue que otras veces, como si el cansancio de las anteriores veinticuatro horas le hubiera caído encima sin misericordia—. Perdóname. Yo no quería...
—Primero —lo interrumpió ella, levantando un dedo e irguiéndose—: no hay nada por lo que tengas que pedir perdón. —Se acercó a él con tanta cautela que al percibir su aroma sintió un vuelco en el estómago y el corazón, algo tosco y unánime, casi como si sus órganos estuvieran armando un carnaval—. Segundo: es lógico que tengas miedo si hace años que no sabes cómo tratar a una mujer.
Se sentía furioso consigo mismo, de eso no le cabía la menor duda. Además, su corazón hacía de su cuerpo una maquinaria de calor. Sabía que Ana estaba en lo correcto y que, de alguna forma misteriosa, por primera vez en su vida, no le molestaba que alguien le llamara cobarde: porque tampoco tuvo que negarlo y sentirse culpable por ello.
Estaba bien tener miedo, después de todo.
Luego de años escondiéndose del mundo, reconoció un atisbo de anhelo en su mente, y era por ella: por ella nada más. César ladeó la cabeza y se obligó a mirarla durante largos segundos, esperando que notara lo que deseaba decir.
—Parecerá ridículo —dijo, cortando por fin el silencio abrumador que se había alargado más de lo que pretendía—, pero no puedo evitar pensar en Emilio cuando te veo así...
—Así, ¿cómo? —se extrañó ella, abrazándose a sí misma.
—Con ambición.
Era todo lo que podía decir para describir lo que sentía. Para... intentar resignarse y dejarse llevar por sus sentimientos. Sus sentimientos que eran sinceros. Como nada en su vida hasta ese momento.
—Explícate mejor —le apremió, con una mirada dulce.
César alzó una mano, la derecha, y le acomodó las hebras rebeldes del cabello, hacia atrás del oído.
—Que te veo y pienso que no es posible que yo pueda tener tanta suerte. —Se rio, pero la verdad era que la pena que rumiaba su mente no tenía nada de divertida—. Joder —Ana alzó la mirada y se fijó en la barba insípida que él se dejaba en el rostro; tenía rasgos finos y duros al mismo tiempo, y cada una de sus facciones destilaba seguridad—. No me lo merezco. Y, aun así, te quiero, ¿sabes? Eso se llama ambición.
—Una vez Emilio me pidió el divorcio. Unos tres años antes de que muriera —dijo Ana, poniéndole las manos en el pecho.
César sabía que había cosas de su hermano que aún no le contaba, pero lo había hecho —no decírselo— por protegerla; porque antes hubiera sido más difícil explicar que sufrir por quien no ha sido honesto contigo es una pérdida total de tiempo.
En el interior, él sabía perfectamente qué cosas no se pueden ocultar y por qué.
—Creo que fue un momento de desesperación —consideró la mujer, sonriendo—. Mi madre siempre decía que todo en la vida tiene un porqué. En ese entonces, me dejé guiar por la idea de que, tirar por la borda siete años de relación, era lo que menos quería hacer. —Hizo una inspiración profunda, como si el recuerdo le calara en la garganta y le impidiera continuar—. Le pedí que lo intentáramos y él accedió.
Mientras la escuchaba, César se preguntó si sus suposiciones acerca de Emilio no hubieran podido ser más incorrectas: había podido interpretar su engaño como una manera de demostrar su incapacidad de ser sincero, no como la muestra mayor de lo infeliz que era.
En un abrazo que trataba de explicar entendimiento, envolvió a Ana contra su pecho y respiró con tranquilidad. Aunque estaba aturdido por la imagen austera que poseía del difunto, tenerla a ella entre sus brazos era suficiente como para alejar el remordimiento.
—Eso está en el pasado, César —musitó la mujer, el rostro escondido en su cuello—. Es lo que quiero que entiendas. Yo amaba a Emilio, pero no puedo sentarme a recordarlo y esperar vivir de ello.
—Sigo pensando que no lo merezco.
Ana negó con la cabeza, una sonrisa en sus labios.
—Patrañas —susurró y se apretó más a él.
Sentir que se estremecía si le acariciaba los brazos y el rostro, y que absorbía su olor como para quedarse con él por un tiempo prolongado, eran todas reacciones muy íntimas de su cuerpo.
Ana lo provocaba tanto que la barrera entre el enojo y la atracción se había destruido por medio de sus palabras sin que pudiera evitarlo. De modo que aceptarse prendado hasta el cuello de su perfume, de su mirada y otras muchas cosas en ella, ya no le resultó raro del todo.
—No te voy a mentir —Él le hizo levantar el rostro, agarrando su mentón—. Me siento fatal contigo. Por... muchas cosas.
Ella se retiró y caminó hasta la cama, donde se sentó, sin dejar de mirarlo.
—Emilio y yo nos acostumbramos el uno al otro —murmuró, con gesto de pesadez—. Y creo que ese fue nuestro error. De cualquier forma, aunque quisiera, todo eso fue lo que me trajo hasta este punto en el que me encuentro ahora mismo. Contigo.
César la escuchaba, expectante, mientras imaginaba cómo se había sentido su hermano en una relación en la que, aparentemente, no había habido nada más que un papel, una decisión amortiguada por el cariño y el respeto y años de promesas que al fin y al cabo habían quedado en calidad de incumplidas.
Hasta que pasó lo inevitable y lo perdió para siempre, dejando en su lugar un tumulto de sentimientos encontrados y una viuda a la que se moría por amar con libertad, César nunca había comprendido que Emilio era un ser humano como él, con el mismo derecho de cometer errores.
A pesar de ser menor, y de poseer un carácter difícil y diferente.
—Al menos tú tenías convicción —concluyó él, sin decir más.
Tenía unas ganas terribles de contarle que Emilio había muerto en compañía de una mujer de la que, probablemente, se había enamorado. Y con la que tenía un hijo.
—¿A qué te refieres? —inquirió Ana, extrañada.
—Dijiste que fue él quien pidió el divorcio —espetó, desviando la idea inicial—. Y en mi familia eso es como no tener los pantalones suficientes como para afrontar la decisión que tomaste.
—¿Por eso te enojaste porque se casó conmigo?
Él asintió.
—Eran demasiado jóvenes —susurró, caminando hacia la cama y sentándose junto a ella, con un leve espacio separándolos—. Me parecía inminente que eso saliera mal tarde o temprano, y no era que se los deseara. Sino que...
—César —La miró tras oír su nombre, y se dio cuenta de cuán hermosa le parecía. De cerca, sus ojos destilaban más pasividad que nunca, y más ilusión también. Se moría por ser el causante de esa ilusión—. Esto ya no es más acerca de Emilio. Es acerca de mí y de ti. —Cuando se encontró inspeccionándola con más ahínco, le hormiguearon las manos y algo serpenteó en su columna; electricidad—. Solo vasta que lo digas y yo me olvido de esto. No pued...
Él la interrumpió, besándola con fuerza, y la atrajo hasta sí al tiempo que ella se sujetaba de sus hombros.
César acunó con sus manos el rostro de ella y la tomó por la nuca para que no lo hiciera parar; había permitido que le dijeran truhan porque eso, comparado con lo que sentía hacia sí mismo, era nada. Así que ya no podía escuchar más que le insinuaran que no sentía algo por Ana.
Porque lo sentía todo. Desde curiosidad hasta una tensión sexual que no iba a confesarle a nadie.
A lo mejor no era un hombre de señales, o de flores, de canciones; pero tenía sangre en las venas y unas terribles ansias por saberla enamorada de él.
—Te quiero en mi vida, An. Y puedes estar segura de que jamás he estado tan seguro de nada como de esto.
Ana parpadeó, y se hundió en el calor que le ofreció su cuerpo al atraerla otra vez. Zanjado el tema de la inseguridad, ella sintió que los síntomas vertiginosos anteriores habían rendido frutos después de todo.
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