M: Franco de Vita - Tú, ¿de qué vas?
Eran pocas las ocasiones en las que ella se había logrado sentir así: reducida, pequeña, sin aire. Sostuvo la palma en la nuca de César y absorbió su aroma, acarició la nariz del Marqués con la propia y, sin abrir los ojos, dijo—: Solo unas pocas veces he temblado de miedo...
César frunció el ceño y se permitió observarla; de cerca, Analey parecía una muñequita de porcelana, con su piel bien cuidada, tersa y brillante, sus ojos verdes como joyas preciosas, sus labios tiernos: como una adicción.
—¿Por qué miedo? —preguntó él con un hilo de voz, susurrando contra sus labios.
Ella aspiró hondo, inhalando el olor de César.
—Esto puedo ser un sueño, o... —Tragó saliva, lento. Sintió la amargura subir por su garganta y cómo su tráquea se contraía—. Podría ser solo un espejismo.
Confundido, César recorrió su cintura y levantó una mano, hasta posicionarla en la mejilla de la mujer, que seguía sin abrir los párpados. Imaginó a lo que se refería, pero a ciencia cierta no estaba seguro.
—¿Hay alguna diferencia entre los dos? —quiso saber el Marqués; había hecho de sus labios una línea compacta, amedrentado y atormentado de pronto.
Entonces cayó en la cuenta; él y ella, lo que eran, lo que habían sido y el fantasma que yacía entre ambos. Meneó su cabeza, azorado y suspiró, con un sentimiento entrecortado, cosa que para Ana fue bastante notoria.
—Un sueño es producto de tu subconsciente —narró ella, dubitativa, despegando los labiosa apenas—, un espejismo es algo que ocurre, pero que luego desaparece y que más tarde sabes que, aunque estuvo frente a ti, era solo momentáneo.
«Te irás», pensó ella.
César conocía muy bien los túneles sin salida, ya que gran parte de su vida se la había pasado viviendo en uno. Ana, por otro lado, no parecía la persona que caía en ese tipo de hoyos, o más bien de laberintos, aquellos oscuros pasajes de los que tardas en salir. Pensó en Emilio, en la forma tan funesta de engañarla, en el cómo perdió tiempo mintiendo, y en cómo, de manera tan absurda, la había dejado pasar.
«Si hubiera sido yo», pensó y se sintió cruel y despiadado al hacerlo.
No era lo correcto, sin embargo. El muerto, muerto está y, aunque duela, en el sepulcro es donde debe quedarse.
—Ahora vuelvo —susurró, contra sus labios. Luego se retiró.
Raúl, desde su lugar, contuvo una mirada. Miró a Lucía y sonrió, no sin antes pestañear dos veces y tratar de inquirir con sus ojos castaños a César, pero éste ni siquiera le dirigió la mirada.
Inerte, el Marqués pidió a la asistente que por favor le proporcionara algún medicamento para los mareos; una de las chicas se puso de pie y caminó hasta el pequeño bar que tenía la cabina. Le entregó un cilindro de color púrpura, una botella de agua natural, y ofreció su ayuda.
"No. Estamos bien", la había cortado sin dar más explicación y marchó con semblante meditabundo de regreso hacia el baño. Antes de siquiera pensar en abrir, César recordó la última vez que había escuchado la voz de Emilio: y casi parecía que estaba ahí. Miró a un lado, a donde había un cancel de aluminio antes de la puerta de acceso; Emilio y su reflejo estaban presentes, atormentándolo, quitándole la poca paz que mantenía en su alma.
Era como si la felicidad plena le fuera negada. Emitió un gemido, al tiempo que cerraba los ojos y contenía el aliento. Raúl quiso pretender que podría ayudarlo. La verdad es que no se puede ayudar a un adulto que tiene todas sus cuerdas mentales en su lugar, tampoco se lo puede orientar, ni levantar: es cosa de fortaleza interior, de voluntad propia. Como un drogadicto, como la enfermedad de la dependencia emocional; no se cura hasta que no se acepta la realidad.
En su mente, Raúl se sentía hipócrita: él no era nadie para corregirlo, él, precisamente, no era quién para indicarle por dónde ir. El español apenas y sabía lo que él mismo quería para su vida: porque cuando pasas del sexo, cuando quieres a alguien para contarle lo que sientes, cuando llegas a una casa vacía, donde no se escucha más que el eco de tus propios lamentos, es entonces que lo corporal sobra.
No puedes sustituir la necesidad de amar con la necesidad de expulsar tensión (que era así como él veía a una relación extramarital). Casi como por reflejo miró a Lucía, quien tenía los audífonos colocados en los orificios de sus orejas; la observó con cuidado, buscando algo desproporcional en su figura. No era la chica más guapa del mundo, pero todo lo que faltaba en ella de buen físico, fácilmente cambiaba por una mente brillante, una compañía placentera, una palabra de aliento y una sonrisa cándida.
—¿Estás? —preguntó sonriendo, ella no lo escuchó, no obstante.
Suspiró y se hundió en el asiento, sin dejar de escrutar sus rasgos aniñados.
Lucía no usaba mucho maquillaje, por lo que su rostro se veía diez años más joven de lo que en realidad era. Vestía de manera tan simple, que a leguas de distancia se notaría lo poco que le importaba el pensamiento del mundo.
Sonrió, melancólico, y luego la mirada de la joven se levantó, atrapándolo en el acto. Permanecieron así, uno in fraganti, la otra nerviosa. Aunque nadie lo sabía, Raúl siempre conseguía sacarla de sus casillas y, pese a que éste la miraba siempre, sus ojos no demostraban aquello a lo que ya estaba acostumbrada.
No. Ahora veía en él un gesto apacible, como si tuviera mucho así. Se permitió creer que el madrileño veía algo en ella diferente: algo que no encontraba en sus muñecas de piel tersa y manos suaves.
—¿Qué? —inquirió, mirándolo, tragando saliva como si fuera púas de alambre recocido.
El nudo bajó por su garganta, terminando en su estómago a una velocidad impresionante. Se arrellanó, incómoda, en el asiento, quitó sus auriculares y frunció el ceño.
Raúl se encogió de hombros y sonrió, provocando que Lucía se sonrojara.
—Nada —zanjó, tras un largo silencio.
Cesar tomó un poco de aire y por fin abrió la puertecilla. Adentro, Ana seguía recargada contra la misma pared, con la vista clavada en su propia imagen en el espejo. En sus ojos pudo ver la cuestionante a la que no podía enfrentarse: no todavía.
Medinaceli nunca se había sentido intimidado y, frente a la seguridad que ella emanaba, estaba perdiendo todo el control sobre sí mismo. Y dolía. Dolía que Ana no estuviera temiendo nada. Una parte de él quería gritar, gritar de felicidad, gritarle al mundo que podía merecerla.
La otra no hacía más que preguntarse si a Emilio...
Un desgraciado común y corriente poseyendo una joya tan preciosa; quizás, de los ángeles más sagrados para Dios. «No. Nunca. Jamás», pensó. «Ana no es una propiedad, ella no es un objeto, nunca será para mí». Ahogó un gruñido y extendió la botella, el medicamento, sin mirarla a los ojos. Ella volteó su cuerpo, temerosa y tomó lo que César ofrecía.
Algo estaba mal y estuvo furiosa, pero nada podía cambiar lo que entre los dos había sucedido, nadie podría opacar lo que sentía en el pecho. Porque, ¿cómo cortas de tajo con algo que nació por naturaleza, casi por obra divina? Simplemente no se puede.
—Ya está —dijo, en un gemido, pensando en lo miserable que podía llegar a ser.
Ana asintió, lo vio darle la espalda y el hundimiento en su corazón no tardó en posicionarse en el lugar habitual. Quería llorar, pero algo en su cabeza no la dejó. Tampoco podía enojarse con César por huir así: lo entendía a pesar de que parecía que él mismo apretaba ese lugar tan sagrado dentro de ella, era una humillación y por primera vez en su vida no importó.
Daba lo mismo. Ahí donde estaba, en ese lugar tan reducido y carente de oxígeno, un sitio que la obligó a confesarse, no hizo más que pensar en que se volvería loca.
Cuando caminó de regreso a su sillón no lo miró siquiera; esperó, incluso y se obligó a mirar a otro lado. Luego de unos minutos, decidió que era mejor dormir. Las horas que restaban no pensaba lucir derrumbada, no demostraría la importancia que su repentino rechazo tenía.
Para ella, las palabras siempre estaban por demás: hechos, el hombre tenía que aprender a vivir de hechos. Ella solo quería que él demostrara sentir lo mismo. Aunque fuera un poquito.
César la miró cuando hacía mucho ya que estaba dormida: recorrió la firmeza de su cuerpo, la actitud de fortaleza a la que él se estaba inclinando. Iban para el segundo aniversario luctuoso de Emilio y él ya estaba loco por su mujer: por su viuda, lo corrigió alguien en su mente. Pero no tenía derecho. Le temblaba todo, no podía frenarlo, como un huracán que se prevé, pero que de igual manera no tiene cómo detenerse.
Ana, para él, era como toda esa furia del destino que se venía en su contra. Y sí, miles de veces había pensado en redimirse, y el orgullo, mismo que ahora no podía dejar de recluir cuando estaba frente a ella, lo hizo parar. Un pensamiento egoísta lo azotaba: porque la deseaba con cada parte de su cuerpo. Se estremeció, cuando la vio removerse en su asiento.
No quería parecer loco ni decir mentiras: quería que fuera suya no una vez, sino siempre. Siempre.
Lo vio entrar y salir poco después, pero su semblante estaba sumergido en una oscura careta de muerte: la que tenía tiempo sin ver, aquella que pensó que no vería más. Por un minuto, poco más, Raúl quiso ir y ver cómo estaba, pero a veces el silencio otorga más calma que una palabra impulsada por la preocupación.
—No puedes evitar preocuparte por él, ¿cierto? —le dijo Lucía, dándose cuenta del escrutinio hacia su jefe.
Vio al hombre de barba de candado y cabello despeinado asentir, con desgano; suspiró y negó repetidas veces con la cabeza.
—Hay cosas que se salen de nuestras manos —le espetó la chica, sin mirarlo—, pero él sabe que estás aquí —continuó—, que estamos aquí —se corrigió al instante.
—¿Lu? —susurró, tomando todo el valor que podría tener consigo en ese momento. La mujer alzó ambas cejas, sonriente, suspicaz, haciéndolo temblar de pies a cabeza—. ¿Cuándo saldrás conmigo?
Lucía hizo como que pensaba un poco. Se rascó la barbilla y ladeó la cabeza, tomando diferentes vistas del apuesto hombre sentado a su frente: iba ataviado en un terno que no era conjunto, un pantalón de mezclilla, una camisa gris, medio desabotonada, sin saco y sin corbata; le agradaba su aspecto despreocupado.
—¿Quieres una charla motivacional? —preguntó, sonriendo—. ¿O la edad te está cayendo sobre los hombros?
El español clavó la mirada en César, que veía por el ojo de buey, circunspecto, airado y estresado. Se veía como él, dejando pasar las oportunidades, permitiendo que el tiempo se le escurriera entre los dedos; moriría solo por ser egoísta y no quería ser lo que odiaba tanto. No quería ser como su padre.
—Un poco de ambas, supongo —respondió—, solo necesito intentar algo de lo que no sepa nada.
—¿Enamorarte, por ejemplo?
Raúl esbozó una sonrisa preciosa, dejando ver sus dientes perfectamente alineados y blancos.
—Por ejemplo.
Lucía tanteó la respuesta y lo miró, buscando la broma en su letanía.
—Bueno, el amor no puede aprenderse —contradijo ella, sin dejar de observarlo—, si no quieres verte como César, basta con que digas lo que sientes sin tener miedo. Aunque suene cursi, así es la realidad del ser humano: nacimos para complementarnos.
Raúl agachó la cabeza y cerró los párpados. Al abrirlos, se encontró de nuevo con la mirada ambarina de Lucía.
—La verdad es que no suena cursi para nada —aceptó—, y lo de tener miedo a cualquiera podría pasarle.
—¿Estás reconociendo que le temes al compromiso?
—¿Por qué entonces crees que no seguí insistiendo contigo?
Entonces entendió: definitivamente, la mujer y el hombre habían nacido para complementarse.
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