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Capítulo 10







M: Reik - Ya me enteré.






—¿Es en serio? —le preguntó Ana a César, que esbozó una sonrisa.

Ella, consciente de lo mucho que se parecía aquel gesto al de Emilio, pero con un toque particular, aun así; se arrebujó la falda y fingió que no estaba cómoda en su sitio. Mantuvo la mirada fija en las facciones de César y éste, imitándola, seguía sin mirar a otro lado.

César se encontró, de pronto, como en una humareda de sensaciones: por un lado, estaba eso que Ana le hacía sentir, lo que se negaba a aceptar y por otro, lo que llevaba en la sangre, el poder que sentía cuando de negocios se trataba.

Para él los objetivos estaban claros; en los planes de su hermano, aquellos que había dejado inconclusos, ampliarse hacia otro continente era el primero y el más dificultoso.

—No es tan difícil como parece —les aseguró a los presentes, luego de unos minutos.

Se puso de pie y fingió que se acomodaba la corbata, pero en realidad estaba desanudándola un poco para aminorar la presión que el ambiente tenso ejercía en su respiración.

—Señor Medinaceli —repuso otro hombre, mucho antes de que la aludida pensase en responder siquiera. Era Marcelo Ferrato, un accionista que había sido profesor de Emilio y Ana en la universidad—; no es que los presentes dudemos de su capacidad para lograr una expansión así de... cómo llamarla... —dudó. El hombre no quería ver al Marqués a los ojos y por un momento trató de imaginar que quien aguardaba era su antiguo colega y ex alumno, pero le resultó imposible realizar una comparación. Por muy sencilla que fuese, Emilio y César eran polos opuestos, tanto que a este último parecía que todo mundo le tenía miedo. Incluyéndolo—... quizás la palabra sería temeraria.

El Marqués sonrió, más para sí mismo que para cualquiera de los miembros de la junta directiva. Recargó ambos antebrazos en la silla presidencial en la que se hallaba sentado, escrutando las miradas de cada uno de los accionistas: trece en total, contando a Ana. Trece con él. Trece que tenían miedo, trece personas que sucumbían ante un mundo que él ya había explorado y al mismo que se había encargado de dominar.

Porque había tenido qué elegir y el resultado de perder era decepcionante.

—Yo prefiero llamarlo ambicioso —señaló Ana, mientras se cruzaba de brazos.

Él enarcó una ceja, meditabundo. Agachó la cabeza y se mesó el cabello, sintiendo una línea de estrés que inundaba su cuerpo como un parásito. Empezó por las manos, cuando sintió que de pronto le sudaban. Como si quisiera recorrer cada extremidad de su fisonomía; esta sensación hormigueó su antebrazo, su hombro, a la altura de los bíceps, su clavícula y por último la parte baja de su mentón.

Respiró hondo y se puso de pie, aun deteniendo la mirada en los accionistas, que esperaban con desesperación. La mayoría añoraba lo que el Marqués estaba proponiendo, pero como una vez había dicho Emilio, todo llegaba a su tiempo y no querían, ninguno, ver la empresa derrumbada por tomar una decisión que a algunos se les antojaba precipitada.

—Esta ya no es una empresa de proporciones minúsculas —les espetó, las manos ocultas en el interior de sus bolsillos—. La mediocridad les ha quedado pequeña. Emilio lo sabía.

—Pero Emilio no daría un paso sin antes haber calculado el terreno —se burló Analey. César guardó silencio porque esa mañana en especial no tenía humor para tolerar las rencillas con su cuñada, que eran un vaivén de distintas tonalidades. La gente de su entorno comenzaba a ser partícipe de la pésima relación que ambos tenían, y las miradas que él recibía no eran otras sino de prejuicio—. Y no creo que tú sepas qué haría tu hermano en este caso. Sigue siendo muy pronto.

—Pues tal vez no sé qué es lo que quería mi hermano —consideró César, al tiempo que acariciaba su mentón con la mano derecha—. Pero si lo que necesitas es que alguien haga una valoración, bien podrías adelantarte y observar las posibilidades. Al fin y al cabo, la dirección será tuya dentro de poco.

A Ana ese dentro de poco le hacía mucho ruido, y estuvo a punto de preguntar qué tanto significaba, pero se contuvo al grado de que mordió el interior de sus mejillas. Clavó la mirada en la penetrante de su cuñado, que no hacía más que lucir un semblante frío y lejano a cualquier enojo: todo era una provocación y ella lo sabía. Sin embargo, causaba el efecto contrario.

Había una cosa extraña y espeluznante creciendo en su mente para con él; no sabía cómo llamarla, pero estaba creciendo y era consciente de que no podía detenerla, aunque lo intentara. Así que suspiró, rendida, sabiendo lo que quería decir que los miembros de la junta estuvieran del lado de César.

—No sería mala idea, Ana —interpuso otro accionista, de cabello ralo y muecas suaves—. Si tú lo haces yo pongo toda mi aprobación en ello.

Una sonrisa triunfal se dibujó en los labios del Marqués. En la sala se formaron murmuraciones, algunas en contra y otras que ponían en tela de juicio la carga laboral que implicaba colocar un brazo de su empresa en otro mercado diferente del que ellos conocían.

—Creo que será mejor que lo consultemos con la almohada —zanjó ella, evadiendo los distintos comentarios que flotaban en el aire.

Varios la observaron marcharse... Y a César ir detrás de ella. Más de uno comenzaron a realizar sus análisis, los pormenores y quizás a considerar la propuesta. Después de todo, ese día habría tenido que llegar tarde o temprano; de modo que saberse en manos de otro Medinaceli resultaba igual de conciliador que si Emilio hubiese sido el apoderado.

A medio pasillo, justo a la altura de la oficina donde trabajaba Raúl, César le dio alcance y tiró de su muñeca para hacerla detenerse.

—¿Cuál es tu maldito problema? —inquirió, asegurándose de bajar la voz para que ninguna secretaria, cuyos cubículos se encontraban ordenados en línea recta conforme el pasillo se alargaba en el interior del edificio, los oyera.

Ana sonrió, un tono de ira sostenido en la mirada. Arrancó del agarre del Marqués su extremidad y apuntó hacia su rostro con el dedo índice antes de decir—: , César. Tú eres el problema.

El autocontrol había quedado relegado al pasado, a cuando Emilio se encargaba de todo sin obligarla a tomar tantas decisiones: hasta ese momento, ocho o nueve meses después de su muerte, Ana no se había dado cuenta de todo lo dependiente que era de su marido, de cuánto peso le quitaba el no meter las narices en el ala administrativa.

Saberse presionada por César se volvía su condena personal: porque a pesar de que tenía una vaga idea de por qué él seguía viviendo en México, manejando Alameda, su empresa, desde allí, ninguna excusa resultaba conciliadora. A veces quería que él se fuera, que regresara a su mundo de hielo, pero otras... otras veces, cuando lo tenía cerca, así de cerca, el solo imaginar su partida terminaba siendo otra cadena perpetua.

Cosas sencillas se habían vuelto inevitables con él viviendo en la casa: desde que Alison se había marchado a la universidad. Ana sentía curiosidad por su voz y por su intelecto, por la manera nítida en la que veía el mundo y en la que hablaba de negocios. También, aunque pareciera un hombre impenetrable, tenía sus ratos de desgarbo y había sido testigo de más de uno de ellos.

Y con esos momentos venían sus mayores problemas: los que hacían de su raciocinio una tejedura débil.

—Dime por qué —contestó César, que la miró con una necesidad nueva.

La mujer, cabizbaja, se tocó el puente de la nariz.

—No soy una mascota a la que puedas controlar —susurró—. Tienes que entender eso.

—Dices que el problema soy yo, pero no quieres asumir la dirección de AlaBal. Explícate porque no entiendo —repuso él, con tono distante, acercándose más para que nadie escuchara—. ¿Me voy o no me voy?

La pregunta del millón. Ana sopesó sus palabras y terminó comprendiendo que no podía responder. No podía decir nada sin parecer una ridícula infantil. Observó cómo César asentía y apretaba los ojos, como conteniendo la ira.

César contenía la ira muy seguido si se trataba de ella.

—No te gustan las órdenes. Menos si las tienes que acatar —La mujer sonrió. Él Marqués se cruzó de brazos—. Emilio quería esto, Ana. Tú lo sabes.

—Entonces se trata de lo que Emilio quería ¿no?

Ana intentó reprimir la culpa que cada vez lastimaba menos. Cada día que pasaba, todas las horas que trabajaba y que sabía que él estaba a tan solo unos pasos, el recuerdo de Emilio pesaba menos, salvo en esos instantes en los que el mayor de los Medinaceli se encargaba de regresarlo al presente, como si todavía existiera.

No podía evitar sentirse entre la espada y la pared, e incluso la esperanza de recuperar la normalidad en su vida era día con día más invisible.

—¿Qué quieres tú? —preguntó César, con la voz aterciopelada.

—Viajar a Europa, no, claro está —respondió, abriendo los ojos, pero evadiendo la mirada de él—. Voy a pensarlo. Mucho, ¿está bien?

Tras sonreír, César asintió y la contorneó, para caminar por el pasillo en dirección de la antigua oficina de Emilio... pero que él había vuelto toda suya.

Se llevó una mano al pecho y contuvo un gemido. Al girar sobre sus talones, pudo notar la mirada extrañada de más de una empleada. Sin embargo, dentro de sí misma, había una fuerza que la obligaba a levantar la cabeza. Así que seguía adelante y en ese momento, prefirió encerrarse en documentos. Aunque no pudiera erradicar de su mente la idea de que estaba ocurriendo algo entre ellos.

A lo mejor César se sentía igual que ella cuando estaban a solas, y lo que era peor; a lo mejor él se sentía igual de culpable por aquellas emociones.

Cuando se dejó caer en su silla, detrás del escritorio cuya superficie estaba hecha de cristal, imaginó que él ni se imaginaba por qué ella se negaba a ampliar el territorio de la empresa. Ana padecía vértigo desde pequeña. Y junto con lo que César le hacía sentir, quizás la sensación de altura, de mareo, de mariposas en el estómago, iba a terminar por matarla si se subía a un aparato tan monstruoso como los aviones de pasajeros.

La última vez que había tentado a su suerte había sido casi doce años atrás, cuando Emilio y ella se conocieron en un lugar de Toronto al que su amiga la había obligado a ir.




Raúl abrió la puerta, con un leve temor tiritando en sus labios. Lucía le había comentado la pequeña riña de los "cuñados"; a él no le parecía extraño, pero cuando la asistente de su mejor amigo mencionó que César solamente se había quedado callado ante una acusación fuerte por parte de Ana, comprendió que no todo estaba bien.

Optó por ir a buscarlo, preguntando si ya se encontraba en su oficina.

—¿Puedo?

No hubo respuesta.

César estaba de espaldas, con una mano recargada en su frente y la otra oculta bajo el escritorio. Lo inspeccionó con cuidado, y él mantuvo su cuerpo rígido, sin mover un músculo. Dio unos pasos al frente hasta que estuvo junto al mueble, se sentó en una silla: sin hacer demasiado ruido, como si estuviera a punto de romper algo.

—¿Qué sucedió? —quiso saber.

Medinaceli quitó la mano de donde estaba, al tiempo que se arrellanaba en el asiento y recargaba la cabeza en el respaldo. Miró a su amigo, con algo de melancolía en los ojos; estos tenían una expresión ausente y fatigada.

—¿Es por Ana? —insistió Raúl.

—Nunca en mi vida había tenido que usar tanto la carta de la paciencia. Te lo juro. Estoy harto de que me toque los...

—... César —le interrumpió su amigo—. Conmigo no tienes por qué hacerte el duro, tío.

El Marqués suspiró, sonrió y luego dijo—: No entiendo cómo una sola mujer puede sacar lo mejor y lo peor de mí casi al mismo tiempo.

—¿Tanto así? —preguntó el madrileño, curioso y sonriente.

César se encogió de hombros, cerró los párpados y se llenó de aire los pulmones para luego soltarlo de a poco. Como si estuviera haciendo una especie de técnica de yoga para tranquilizarse.

«Pero lo que él tiene no se cura», pensó Raúl.

—¿Por qué no hablas con ella?

—¿Qué carajos se supone que le voy a decir? —Se enfureció Medinaceli, se mordió el interior de la mejilla y añadió—: Es la viuda de mi hermano de la que estamos hablando. Que no se te olvide.

«Y que no se me olvide a mí también», se dijo.

—Supongo que eso es lo que te tiene así ¿no? —inquirió el español, escrutando las facciones de su mejor amigo—. Es que sí. Esto es grave. —Negó con la cabeza, aparentando confusión y echando la espalda por completo en la silla—. No vaya a ser que Emilio te venga a reclamar porque te gusta su mujer.

—Como sea —escupió César, poniendo los ojos en blanco; su voz más engolada que de costumbre—, no hay nada que se pueda hacer.

Raúl, por otro lado, estaba seguro de lo que sucedía. No solo porque conocía muy bien a César, sino porque él y Ana eran los únicos que seguían manteniendo las apariencias. 

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