XXIII
Constante.
Cuando esa palabra se me venía a la mente, pensaba en ecuaciones matemáticas que eran un dolor de cabeza en la secundaria.
Las cenas familiares los domingos.
Mi tía criticando mi ropa y yo mandándola indirectamente al diablo.
Creí que lo constante no sería más que cosas sin sentido.
Hasta que la vi a ella, quien a diario compraba dos almuerzos y ofrecía uno al que no tuviera lo suficiente para costeárselo.
Hasta que, todos los finales de año invitaba a cualquiera a una fiesta navideña.
Hasta que constantemente sonreía hacia mí y me brillaban los ojos cuando pestañeaba con dulzura.
Entonces se me olvidaron las ecuaciones, los comentarios o las cenas, y me di cuenta de que lo constante siempre fue ella, y no le había dado la atención que merecía.
Hasta que sus besos fueron constantemente dejados en mi cada noche y cada mañana.
Hasta que me volví suyo.
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