Ciertamente, debo confesar que en los abismos de la ansiedad que me envolvían, tu presencia se tornó una necesidad imperiosa, una luz en la oscuridad de mis pensamientos tumultuosos. Mis disculpas sinceras por colocar en tu nombre el peso de mis expectativas, por anhelarte en medio de la borrasca que se desataba en mi interior.

Tú, en aquel entonces, representabas la única constante en un mundo volátil, el único refugio en el que podía depositar mi confianza frágil. Eras aquel faro que me guiaba entre las aguas turbias de mis emociones desbordadas, la única certeza en medio de la incertidumbre que me rodeaba.

La vulnerabilidad, esa fragilidad que rehuimos mostrar al mundo, se volvió palpable en tu presencia. Temí que al revelarla, me dejarías expuesto y desamparado, y, en cierto modo, así fue. Pero entiendo ahora que, en ocasiones, son las grietas de nuestra humanidad las que nos permiten conectarnos con otros de manera profunda y auténtica.

Aunque el camino que recorrimos estuvo marcado por tropiezos y desencuentros, no puedo negar que cada paso compartido dejó una huella indeleble en mi ser. Quizás el dolor de aquella época se convierta, con el tiempo, en una lección que trasciende las estaciones de nuestras vidas, un recordatorio de que incluso en la adversidad más cruda, hay belleza en la experiencia compartida.

Hoy, al mirar atrás, no albergo rencores ni reproches. Reconozco que cada uno de nosotros es un protagonista en la narrativa de nuestra propia existencia, y nuestras acciones, aunque a veces dolorosas, están moldeadas por nuestras propias luchas y búsquedas de significado. Así que, en lugar de resentimiento, elijo escribir, porque escribo para no sentirme solo, siempre lo he hecho, sabiendo que todos somos piezas de un rompecabezas cósmico en constante evolución.