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Capítulo 8: Bajo tierra

Nyjeume observó con cuidado las múltiples ilustraciones que su compañera le había entregado, leyendo cada una de las anotaciones escritas en los papeles aunque no podía comprender ni la mitad de lo que estaba escrito allí, por más prolija que fuera la letra de su compañera.

Los dibujos eran extremadamente detallados, y contenían medidas que el joven de ojos violáceos no lograba entender por completo. Allí se encontraban variados diseños de espadas de todo tipo; largas, cortas, finas... Se notaba que Centenar estuvo trabajando en eso por muchas horas, aunque solo fueran bocetos rústicos se podía entender a la perfección lo que simbolizaban sin necesidad de leer nada.

— Se me ocurrió cuando estaba buscando a Yoru ayer. Vi una de mis espadas en la pieza de los cachivaches, y... Pensé que, si soy la última elfo minera, no puedo dejar el arte de la forja morir.

Ella estaba muy seria, con nada más que determinación en su mirada. Hacía rato no se la veía tan animada, ni Nyjeume pudo evitar sonreír con suavidad ante este buen cambio.

— Están muy buenos tus dibujos, – respondió el dríade, dejando las ilustraciones sobre una mesa, fijándose que no se dañaran. — Pero tenemos que cuidar a Samuel. No creo...

— Puedes traerlo, – interrumpió Centenar, sonriendo también. — Su celular puede poner alarmas, así que le podremos dar su medicación cuando la necesite. Me enseñó cómo activarlas, así que, por favor... Sé que a ti no te pasará nada, pero...

Su compañero miró hacia otro lado en completo silencio, sin saber bien cómo responder a eso. La joven soltó un suspiro y empezó a agarrar sus dibujos, sin protestar ni decir nada, como si hubiese decidido rendirse de un momento a otro. Esto significaba mucho para ella, y quizá podría servir; no perdían nada con probar ya que nadie más tenía alguna otra posible solución.

— De acuerdo, – susurró Nyjeume, logrando que la chica volviese a desbordar alegría con dos simples palabras. — Pero solo por esta vez. No me gustan los lugares donde no llega el sol.

Sintió que unos brazos lo envolvían con fuerza. Aunque se quisiera apartar, Centenar tenía muchísima más fuerza que él, así que cualquier intento sería en vano.

— Gracias, chico dríade, – susurró ella, con la voz casi inaudible. El joven de ojos violáceos creyó sentir algo húmedo cayendo por su espalda, pero decidió no hacer comentario alguno.

— ... Voy a buscar a Samuel. ¿Me podrías soltar, por favor?

Ella obedeció, y Nyjeume logró ver la más tenue de las sonrisas decorando su rostro, como si la esperanza hubiera regresado a su melancólica alma. Eso suspiró con calma y fue hacia la habitación de Samuel, quien se encontraba durmiendo con todo su cuerpo de lobo apoyado sobre su almohada.

Estaba acurrucado con uno de sus múltiples peluches macabros, como si fueran muñecos que lo reconfortaran de alguna forma. Ese tenía cabello realista, y una mirada penetrante compuesta de cinco ojos de colores varios. Tendría que correr esa cosa horrorosa para agarrar a su amigo, lo que hizo que el dríade sintiera un escalofrío a través de toda su espalda. Tuvo tanto cuidado en sus acciones que el cachorro ni siquiera se inmutó. Es más, incluso parecía que estaba roncando un poco.

Nyjeume volvió a la parte pública de la cafetería con el cachorro entre los brazos, sabiendo bien que sería el encargado de su bienestar por el resto del día. Centenar no se encontraba en ningún lado, así que el dríade se sentó a esperar, acariciando el lomo de Samuel con suavidad para pasar el rato y no aburrirse en el mientras tanto.

Aún tenía bacterias, pero... A él ya no le interesaba mucho eso. Su amigo estaba tranquilo y sería capaz de sanar sin mucho sufrimiento de por medio; el joven de cabellos de liana ya no se encontraba preocupado. Sus pensamientos se enfocaron en otra cosa, algo que había ocurrido el día anterior, cuando acompañó a Samuel a agarrar algo para comer.

Había estado ayudando al pecoso a caminar y ambos charlaban con calma, sin apuro alguno. Hasta que el hombre lobo tropezó, cayendo sobre Nyjeume; sus rostros quedaron muy cerca el uno del otro, con sus labios a escasos centímetros de distancia, como si estuvieran a punto de besarse por error.

No tuvieron chance alguna de hablar sobre eso. Él se transformó en lobo y estaba durmiendo plácidamente, y quizá no despertaría en varias horas.

Así que, por primera vez en años, Nyjeume escuchó a su alma y acercó su cara a la peluda cabeza de su compañero. Sintió mil flores abrirse cuando besó la mejilla de Samuel con suavidad de tal forma que él no se percató de nada, aunque no tenía remordimiento alguno.

Eso rió de manera casi inaudible, con una sonrisa que le iluminaba todo el rostro; desbordaba felicidad, del tipo que no había sentido desde su infancia. Sus lianas estaban repletas de pétalos violáceos y no podía hacer nada más que intentar acomodarlos de una forma que no le molestase la visión, sin dejar de sentir cosquillas en el pecho. Era una sensación muy extraña, que se le hacía tan exótica como la idea de salir de la protección arbórea del bosque.

Estaba muy feliz y emocionado, casi olvidaba como esa combinación se sentía en todo su ser. Si tuviera corazón, estaría tan agitado como si hubiera corrido una carrera de mil kilómetros de distancia sin pausa alguna. Era incapaz de hacer nada que no fuera sonreír, nunca se sintió de esa forma; no recordaba hacía cuánto no sentía ese tipo de alegría.

— Ya estoy lista, Nyjeume, vámonos.

El dríade se tapó el rostro al escuchar que Centenar se acercaba, aunque esto no haría nada para ocultar sus flores. No quería ver a su compañera a la cara; se burlaría, o se enojaría porque él se atrevió a apoyar sus labios en un ser que no tenía clorofila, tal y como su tío reaccionaría si se enterase...

O eso pensaba el dríade. Su instinto le dijo que debía sentir vergüenza por lo que había hecho, aun cuando nadie lo vio besar a Samuel en la mejilla al no estar rodeado de nada más que sillas y mesas. Para Hyarereme, eso solo era razón para dejarlo marchitarse con ayuda de la Rama Sagrada.

Pero su compañera no se burló en ningún momento. Nyjeume se dio cuenta de que ella fue directamente a acariciar al cachorro, sin siquiera dirigirle la mirada al joven de cabellos de liana. Eso se calmó antes de que Centenar volviera a hablar, agarrando un objeto con correas a los lados que la chica le entregó.

— Puse mis bocetos allí. Quizá Samuel puede viajar dentro de mi mochila, así no lo tienes que cargar durante todo el viaje, – explicó ella, con seriedad en la voz. Se la veía muy concentrada, por fin determinada por algo que no fuera descansar.

Nyjeume colocó a su amigo con cuidado dentro de la cosa hecha para guardar objetos, siguiendo las instrucciones de la chica al pie de la letra. No cerró la mochila por completo, para que Samuel no se ahogue por falta de aire, pues él no producía oxígeno y eso a veces se le olvidaba a su cuidador.

El hombre lobo seguía dormido, aunque ahora no producía ruido alguno; Se lo veía cómodo, descansando sobre varios papeles que contenían cosas que Nyjeume era incapaz de entender.

Y así, los tres jóvenes emprendieron el viaje hacia el antiguo hogar de Centenar, quien guiaba al dríade con emoción en los ojos. Ese sentimiento se transformó en melancolía cuando llegaron a la cueva principal, la que le daba paso al mundo subterráneo oculto bajo las rocas.

— ¿Estás segura de que quieres volver? – preguntó él, al verla tan... triste. La vio tan mal que incluso apoyó una mano en el hombro de su compañera, sin saber qué otra cosa hacer para animarla.

— La verdad... no lo estoy. Pero debo hacerlo, por el bien de todos nosotros. – La chica soltó un suave suspiro, con una mirada de gratitud dirigida a su acompañante. — Soy la única que puede hacer esto, Nyjeume. Vamos.

Ambos se quedaron callados al entrar a las minas, decidiendo dejar de lado cualquier tema de conversación. El joven de ojos violáceos se dedicó a observar los cristales que iluminaban el camino, fascinado por la variedad de colores que estos desprendían aún sin la luz del sol.

Nunca había visto algo tan bello como esos minerales. ¿Sería irrespetuoso llevarse un par para su colección de chucherías? No quería ni preguntar, la verdad.

El ambiente entre los visitantes se sentía algo incómodo. Nyjeume trató de pensar en algún tema para hablar con su compañera, para amainar los atormentados pensamientos que debían estar invadiendo la mente de Centenar. Sus labios se movieron antes de que las palabras se le escaparan de la boca, unos instantes después.

— Bueno... ¿De qué material vas a hacer la espada? – exclamó él en un tono tan suave, que podría contar como un susurro. La chica lo miró, sonriendo ante su pregunta, actuando como si en ningún momento hubiera estado triste.

— De diamante; el mineral más duro de toda la tierra. Va a ser muy difícil, pero llegué a ver a los ancianos moldear el diamante como si fuera vidrio... Me tomará un buen rato hacer eso.

Nyjeume frunció el ceño. Tenía una sensación extraña en lo profundo del pecho, como una presión que iba creciendo a un ritmo muy lento con cada paso que daba hacia las profundidades de la tierra.

No sabía qué era un "diamante" o un "vidrio", pero no quería parecer tonto con sus preguntas de cosas que, para su acompañante, eran lo más obvio del mundo. Se dedicó a seguir a su compañera sin hablar, tratando de memorizar cada vuelta que realizaban en ese largo trayecto sin destino aparente. O, bueno, esa era la sensación que tenía eso.

Los cristales empezaron a hacerse más grandes, apareciendo con incluso más frecuencia y fulgor que aquellos fuera de las cavernas. Centenar se veía emocionada, aunque no se adelantó. Al contrario; se dio media vuelta, y se sentó, sin preocuparse de que se podría ensuciar el pantalón con polvo.

— Ya estamos cerca del centro. Descansemos un rato, – dijo la elfo, estirando sus brazos luego de hablar. Nyjeume sabía que solo había decidido descansar por él, no porque ella necesitara un respiro. — Samuel sigue dormido, ¿no?

Su compañero revisó dentro de la mochila de inmediato, encontrándose con que el cachorro se había escondido debajo de los papeles sin hacer ruido alguno, y podía ver el lento subir y bajar de su pecho al ritmo de su respiración.

— Sí, ¿por qué? – respondió, aunque la pregunta no se entendió ya que la chica lo interrumpió, buscando compartir secretos como lo hacía con el pelirrojo.

— Ay, es que quiero saber, ¿por qué floreciste ayer? ¿Te confesaste tú, o se confesó él? – exclamó ella, agarrando con cuidado un pico que estaba en el suelo. Suspiró al sentirlo en sus manos, pero no se volvió a desanimar.

— ¿De qué hablas? No me gusta Samuel.

Nyjeume estaba serio, y su voz no revelaba nerviosismo alguno. Aún así, sintió algo aparecer en la punta de una de sus lianas, y maldijo sus flores en silencio. Era obvio que Centenar se iba a dar cuenta, o incluso ya sabía la verdad sin necesidad de preguntarle nada.

— Eres un mentiroso, no te volveré a preguntar porque harás lo mismo. Aunque... creo que harían una bonita pareja.

Su compañero pasó a tener la cabeza muy pesada de un momento a otro, con algunos pétalos incluso estorbando sus ojos y casi yéndose para atrás. Miró hacia otro lado por vergüenza, y continuó caminando sin fijarse si su compañera lo seguía o se había quedado atrás.

Ella se levantó al instante, soltando un par de risitas al andar, con una de sus sospechas confirmadas. No le costó nada alcanzarlo; el dríade estaba caminando muy despacio, como si algo le doliera. Centenar apuntó hacia unos cristales particularmente brillantes y transparentes, que tenían un fulgor más cegador que el de todos los minerales de antes combinados.

— ¡Mira, Nyjeume! ¿Ves eso? ¡Es lo que buscamos! – anunció ella, empezando a picar para recolectar el mineral, moviendo un poco las orejas de la emoción. — Sabía que Decimal tenía algunos diamantes cerca de su forja, pero no creí que eran tantos... Serán suficientes para la espada.

Nyjeume no pudo comprender bien lo que la chica le dijo, pues empezó a sentirse mareado de un momento a otro. No corría ni una brisa de viento en esos agobiantes túneles, eran demasiado herméticos para su gusto. Apoyó una de sus manos en su frente, sin poder alegrarse junto a su compañera.

— ¿Nos podemos ir ya? – susurró, mirando sus pies descalzos. Estaba cansado, no podía hablar en un tono más alto.

Centenar protestó, dándose media vuelta mientras le respondía.

— No, tonto. Aún no hice la espada, tengo que ir a mi forja y... ¿Eh? ¿Te sientes bien?

Eso se tuvo que sentar, masajeando sus sienes con cuidado con cada movimiento que daba. Esa vez fue Centenar la que apoyó una mano en su hombro para intentar ayudar de alguna forma, con muchísima preocupación en el rostro.

— Yo... Creo que estamos muy lejos de los árboles, – musitó, mirando en dirección hacia donde él creía que estaba la salida. Su mirada estaba llena de desesperación. — Nunca me había alejado tanto de ellos. Lo lamento, pero no creo poder seguir. Te esperaré aquí.

— Ay no... no creí que te haría mal. Es mejor que te quedes. Ya vuelvo, descansa un rato.

Ella le sonrió con suavidad, sacando sus bocetos de la mochila sin molestar mucho al cachorro que dormía entre las hojas. Volvió a caminar, mirando hacia atrás cada tanto para comprobar que el dríade estuviera bien, hasta que se perdió entre los túneles y el joven de cabellos de liana no la pudo ver más. Sin tener nada en qué concentrarse, terminó tratando de dormirse usando la cosa con correas como almohada, evitando al lobo para no lastimarlo.

Se sentía tranquilo. Sus ojos se fueron cerrando poco a poco, hasta que logró su objetivo. Sabía que estaba seguro allí, pues nadie entraba a las minas desde lo que ocurrió con los elfos por miedo a que el basilisco regresara sin aviso alguno.

Pudo soñar por primera vez en varios días, aunque fuese algo que le daba vergüenza; lo que vio en sus sueños tenía relación con lo que casi ocurría el día anterior. Después de todo, no podía dejar de pensar en cómo sus labios casi se juntan con los de su único amigo, y cómo Samuel no se hubiera apartado de eso de no ser porque escucharon a alguien llorar cerca de ellos.

En el mundo onírico, Nyjeume se encontraba cerca de un lago, con los pies sumergidos en el agua y una suave sonrisa adornando su rostro. El pecoso se encontraba nadando alrededor y decidió acercarse a su acompañante, mostrando todos sus colmillos entre risa y risa.

Samuel se sentó en la orilla, junto al dríade, y lo miró por unos cuantos segundos. Le nació una alegre expresión en la cara, mientras se acercaba al rostro del joven de ojos violáceos, agachándose un poco para llegar a su altura.

Y sus labios se juntaron, moviéndose sin prisa alguna, siendo un beso tan suave como el algodón más puro. La humedad de la boca de su amigo se sentía algo extraña, pero al joven de cabellos de liana no le importó en lo absoluto de tan concentrado que estaba.

Hasta que despertó, encontrándose con que la realidad era completamente distinta.

Técnicamente, su amigo lo estaba besando... en su forma de lobo. Le lamía la cara mientras movía la cola con alegría, solo le faltaba ladrar como un perro.

— ¿Qué estás haciendo? Para, – ordenó Nyjeume sin mucha seriedad en la voz pues reía al hablar. Se escuchó una melodía proveniente de la mochila, a lo que él se estiró para sacar cosas de allí. — Es hora de tomar tu medicina. Sé un buen perrito y abre bien la boca, ¿sí?

El cachorro comió su pastilla sin protestar, para sorpresa de su amigo. Como recompensa, eso acarició su pelaje, mirándolo por un rato mientras se mantenía en silencio absoluto para observar todo lo que los rodeaba.

Escuchó los pasos de Centenar antes de poder ser capaz de verla. Traía una armadura de metal en las manos, y llevaba un objeto largo atado en su espalda. Estaba muy feliz, hasta caminaba dando saltitos de la emoción.

— ¡Lo logré, quedó perfecta! – anunció ella, con una enorme sonrisa en el rostro. — También agarré mi armadura, va a servir para algo, y... ¡Ah! Samuel despertó, qué lindo es.

El hombre lobo ladró, como si estuviera saludando a la recién llegada. Su amiga tenía las manos ocupadas y no podía acariciarlo, pero le habló como si se estuviera dirigiendo a un bebé. Nyjeume tuvo que fingir una tos para llamar su atención.

— ¿Puedo ver la espada? Nunca vi un... diamante, – preguntó él, observando la pared cuando se dio cuenta que la elfo volvía a estar seria.

— Claro, agárrala. La hechicé para que sea incluso más útil, con los libros que Decimal dejó por ahí. Es genial.

Con cuidado de no lastimar a Centenar, el chico se levantó y agarró la cosa que estaba en la espalda de la chica... era muy pesada. ¿Cómo era que ella podía llevar el arma tras la espalda, y sonreír?

Apoyó la espada en el suelo antes de que se le resbalara, sacándola de su funda de a poco. De allí dentro salió un fulgor tan brillante que le obligó a cerrar los ojos, como si estuviera observando el sol directamente. Al volver a abrirlos luego de un rato, su vista ya se había adaptado al brillo, y Nyjeume pudo ver un arma tan hermosa como los incontables cristales que iluminaban las minas.

— Es bellísima, – susurró el dríade sin intención de ser oído por nadie. No podía apartar la mirada del arma, anonadado con todas y cada una de las partes de este objeto.

— Lo sé. Es una pena que se romperá cuando la use, pero no había otra forma de darle más filo, – explicó Centenar, soltando un suspiro. — Solo tengo una oportunidad.

Su mirada revelaba tristeza, pero pasó a revelar ira combinada con odio en cuestión de segundos. Seguía teniendo seriedad en su expresión, ocultando lo que realmente sentía.

— ¿Centenar?

La elfo miró al dríade, frunciendo el ceño sin volver a esconder sus sentimientos. Estaba furiosa,y su ira era más evidente con cada agitado latido de su corazón.

— Vengaré a todos los elfos mineros, – anunció ella, inhalando con profundidad antes de hablar otra vez, en un fallido intento de calmarse a sí misma. — Mataré al maldito basilisco, le cortaré la maldita cabeza, y no podrá lastimar a nadie más.

El joven de cabellos de liana no respondió. El camino de regreso fue silencioso, pero él sintió que su compañera no tenía ganas de charlar. Es más, lo primero que hizo Centenar al llegar a la cafetería fue llevarse todo a su habitación. Ni siquiera fue a tomar algo, del odio que sentía; lo más probable era que haya ido a desquitarse con algo en la habitación, y el dríade no tenía muchas ganas de estar en medio de una elfo enojada y lo que sea que recibiera el foco de su enojo.

Así que eso solo se sacó la mochila de la espalda, agarrando a Samuel con cuidado mientras lo miraba mover la cola como si nada hubiera ocurrido. Lo estaba observando, y Nyjeume le dedicó una pequeña sonrisa.

— Ya estamos en casa otra vez. Vamos, tienes que estar calentito o empeorarás, – dijo él, caminando al hablar. — Fue un día lleno de aventuras. Yo ya estoy cansado, aunque tú dormiste todo el día.

Samuel ladró como si estuviera respondiendo. Al ver su cama, saltó de los brazos de su acompañante y se ocultó entre las sábanas, como si fueran un refugio al que tenía que acceder rápidamente. Fue algo adorable.

El dríade se sacó los abrigos, quedándose solo con una remera y un pantalón que le quedaban bastante grandes. Estaba dispuesto a acostarse al lado de su amigo, hasta que vio que el pelirrojo volvía a tomar su forma humanoide. Escondía todo menos la cabeza mientras se estiraba, con una sonrisa en el rostro.

— Nunca había ido a las minas. – Samuel se recostó una vez más luego de hablar, listo para volver a dormirse. — ¡Fue divertido! Los cristales eran muy bonitos.

— Tienes razón. Casi le pregunto a Centenar si me podía llevar alguno, y... Un segundo. ¿Te acuerdas del viaje?

El hombre lobo se tapó por completo, sin permitir que Nyjeume viera su cuerpo desnudo aunque a eso no le molestara en lo más mínimo. El dríade se sentó a su lado, mirando a otro lado mientras sentía que sus flores empezarían a aparecer, más por la vergüenza que Samuel le había contagiado que por su propia timidez. Se calmó al escuchar a su acompañante hablar una vez más.

— Em... esta vez estaba consciente. No entendí bien qué dijeron, pero me acuerdo de cómo se veía todo, – respondió, saliendo de su escondite de algodón y lanilla. Tenía puestas ropas viejas para dormir, que apenas le entraban. Estaba incluso más alto que cuando recién se conocían, los medio-humanos crecían de formas extrañas.

— Entonces, ¿eso que hiciste fue un beso?

La cara del pelirrojo imitaba el color de su cabello, y muchos otros tonos de rojo decoraron sus mejillas mientras analizaba qué responder. En vez de negar la pregunta, intentó defenderse con otro argumento, aunque no se lo veía enojado en absoluto.

— No lo digas así, ¡Vos lo hiciste primero! Aparte, solo lamí tus labios, no creo que cuente... – musitó él, con la mirada fija en uno de sus varios peluches macabros. — No debí haberlo hecho cuando no podías negarte. Perdón.

Por esta vez, el joven de ojos violáceos ni siquiera intentó ocultar sus flores, su vergüenza. Se sentía feliz, aún con mil pétalos entre sus lianas. Así que, con cuidado, agarró la mano de su compañero y entrelazó sus dedos.

Su mano era enorme; Tenía las mismas almohadillas en la palma y los dedos que un lobo tendría en las patas. Samuel se preocupaba tanto por él, que intentó no lastimarlo con sus garras por más difícil tarea que eso fuera.

— No tienes porqué disculparte. Yo... volvería a hacerlo, contigo, – admitió Nyjeume, con la más tenue de las sonrisas decorando su rostro.

El pecoso por fin lo miró a los ojos, con su mirada llena de una felicidad muy contagiosa; Parecía estar apunto de llorar, aunque no hubiera ni una pizca de tristeza en su ser. Antes de que su amigo pudiera preguntar qué ocurría, Samuel le habló de forma tan suave que parecía estar susurrando, lo que casi le da escalofríos al dríade de la cabeza a los pies.

— ¿Puedo?

La sonrisa de Nyjeume alcanzó sus orejas.

— Claro que sí, cachorrito.

Su compañero parecía un tomate maduro del intenso color que su cara había tomado. Se acercó al dríade con lentitud, concentrado en sus labios aun cuando estaba lleno de nerviosismo, para luego apoyar su mano libre en una de las mejillas de su amigo con toda la delicadeza del universo e incluso más. El joven de cabellos de liana podía sentir el dióxido de carbono del otro, mientras sus bocas se juntaron con suavidad, en un mero roce cauteloso. No fue un beso muy largo; ninguno de los dos tenía experiencia alguna en esas cosas. Tampoco querían que el otro se sintiera incómodo y, aunque sus labios apenas se habían tocado, estaban felices.

— Hace rato quería hacer eso, – musitó Samuel, apoyando su cabeza en el hombro del dríade. Tosió un poco antes de volver a hablar. — Te quiero mucho, Nyjeume. ¡Qué lindo regalo de cumpleaños que me diste!

Su acompañante soltó una pequeña risa antes de responder.

— Yo también te quiero, Samuel.

Y los dos se quedaron allí, durmiendo tranquilamente. Nadie los molestó.

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