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Capítulo 1: La cafetería del bosque

Era una mañana tranquila, aún con los fuertes vientos que movían todas las hojas de los eucaliptos. O, al menos, el sonido de las ramas meciéndose al ritmo de la brisa le resultaba relajante a cierta criatura que habitaba esas tierras. Era por algo muy obvio; los árboles eran el hogar de las dríades, y todo lo que se relacionaba a ellos les era muy calmante aun cuando fuese algo tan simple como una rama partiéndose.

Que hubiesen dejado que una pequeña manada de hombres lobos construyeran algo en los bosques no iba a cambiar nada de eso, aunque la paz de Nyjeume hubiera sido interrumpida por ellos.

Aún no sabía cómo era que esa familia que nadie conocía había conseguido que su tío les hubiera dado permiso de instalarse allí, aunque sospechaba que los kitsunes habían movido los hilos detrás de escenas así la "cafetería" pudiese existir entre los miles de eucaliptus que ocultaban la magia del resto del mundo.

Los seres de clorofila no podían alejarse mucho de ellos, y quizá su rey había considerado que necesitaban "socializar" con los demás habitantes del bosque, ahora incluyendo a los sarnosos de ciudad. Eran cosas políticas que al joven dríade no le interesaban en lo absoluto, la poca importancia que le brindaba a esto siendo porque eso fue el elegido para espiar a los medio-caninos con su mirada violácea; su nueva misión era confirmar que esos perros nunca recolectasen más frutas y granos de los necesarios para mantener a flote su negocio, que no arruinaran ni una sola rama u hoja sin motivo alguno... Y que no mearan en ningún Árbol-hogar, puesto a que la luna llena los volvía tan tontos como cualquier canino de los poblados humanos.

El dríade aún no podía descifrar cómo mierda una cafetería iba a ser de ayuda en un bosque de criaturas no-humanas; lo que su tío había dicho de "socializar" nunca les fue necesario hasta hacía tres meses atrás, es más, había estado prohibido por el mismo Hyarereme antes de que se le ocurriera esa estúpida idea. El joven de cabellos de liana no le veía ninguna necesidad a conversar con otras criaturas... pero no podía negar el hecho de que le agradaba la calidez de estar dentro de la construcción hecha a base de ramas, raíces y frondosas hojas. Las paredes y muebles estaban mayormente recubiertos con musgo, y resultaban cómodamente suavecitos al tacto.

Al menos había algo bueno de parte de los hombres lobos: el menor de ellos tenía casi la misma edad que él, aunque era mucho más fuerte y alto, pero igual era muy cuidadoso con sus movimientos. Su nombre era Samuel, y cada vez que sonreía mostraba hoyuelos decorados por algunas pecas tan rojizas como su cabello, mostrando unos dientes tan afilados como los de cualquier canino. Además, su nariz era igual que la de un lobo, teniendo el mismo tabique que un humano, pero con la punta siendo grisácea y más grande de lo que sería habitual. Sus manos tenían las mismas almohadillas y garras de un lobo; el chico y sus dos papás habían logrado dominar la técnica de sostener cosas aún con el problema del filo de sus uñas, siendo extremadamente precisos y delicados con cada agarre necesario en la vida diaria. Incluso habían aprendido a usar el rectángulo de imágenes movedizas sin que se rompiera, tocando distintas cosas en su superficie con muchísima habilidad, siendo este uno de los grandes misterios que envolvían a esos perros. ¿Cómo es que no se lastimaban con sus propias zarpas, tan afiladas como estaban?

A veces, uno de los sarnosos más grandes acompañaba a Samuel a visitar la civilización, y sólo regresaban con geles y cremas, aparte de productos para cuidarse por si alguien resultaba herido o se enfermaba. Nyjeume había visto que el pecoso se pasaba uno de los geles en el cuerpo, que tenía escrito "testosterona" (o eso aclamaba Samuel que la etiqueta decía) en un color súper brillante; su compañero le dijo que no se tenía que preocupar por eso pues le servía para poder lucir como él quería, aunque se lo tenía que poner cada semana sin falta, aunque se lo tenía que poner cada semana sin falta, o el efecto se iría.

El dríade le había preguntado si eso era algún tipo de magia, curioso por primera vez sobre algo de los invasores pulgosos. Su compañero se rió en su cara, murmurando algo sobre de que eso tenía razón de cierta forma, y le revolvió las lianas verde oscuro que le servían de cabello, apartándose para preparar un café con leche para sí mismo mientras dejaba a su compañero estar confundido sin explicarle bien sus palabras. ¿Acaso era un secreto tan prohibido que no debía ser revelado a nadie más? Si no, no tenía sentido que fuese algo oculto...

Quería quejarse, recalcar el hecho de que no tenía conocimiento alguno sobre los poblados humanos y sus intrincadas tradiciones. Pero no podía decir mucho; cada vez que la manada iba a la civilización, el pecoso le traía cosas urbanas de recuerdo, pequeñas chucherías que creía que le gustarían a Nyjeume. Lo que, por supuesto, era una suposición bastante certera; eso amaba todas las pequeñas cosas que le eran entregadas, regalos dedicados solamente para sus violáceos ojos y usados como una forma de obtener aprobación. Y la verdad, estaba funcionando, porque ahora al menos se comunicaba con los pulgosos en vez de dedicarles silencio absoluto cuando le dirigían la palabra.

Sus objetos favoritos de la zona urbana eran las campanas y los cascabeles; había miles de tamaños, colores y decoraciones para esas cosas, sin contar el misterioso sonido que producían al ser movidos de un lado a otro, el cual cambiaba según las características individuales de cada objeto. Quizá se emocionaba demasiado con esas pequeñas cosas humanas, pero eran demasiado interesantes para sus ojos y oídos; es más, parecía que esos sonidos metálicos molestaban a los hombres lobo por su aguda audición , aunque no producían queja alguna con tal de ver que el dríade se alegrase con algo, que reaccione de forma positiva a un objeto por más mundano que sea.

Y a eso le encantaban esas chucherías de metal, sin tomar mucha importancia sobre la sensibilidad de los pulgosos ante sus bellos sonidos. Le gustaban tanto esas campanillas y demás cosas que entraban en sus palmas, que la familia de hombres lobo terminó dejándole un cuarto a Nyjeume para que pudiera guardar su creciente colección en algún lado en el que no sufrieran peligro alguno. Aún cuando tenía la tarea de espiarlos, ellos eran tan amables con él, alguien a quien apenas habían conocido cuando se mudaron al bosque y casi ni sabían nada de eso... ¿qué pensarían si supiesen sobre sus intenciones detrás de su compañía? No quería ni pensar en lo que le podrían llegar a hacer con las fauces y garras de lobo que poseían en su ser.

Eran buenas criaturas, o eso creía el joven de ojos violáceos. Pero no podía sacarse la sospecha de que, en cualquier momento, esa amabilidad que tenían se desvanecería tan rápido como había aparecido. No debía actuar como si sus acciones no tuvieran consecuencia alguna, tenía que tener cuidado y dedicarse a hacer lo que le pedían sin decir nada; Tal y como le pasaba con su tío, solo que sin riesgo de morir por desobediencia, por hablar demás. Prefería mil veces estar con esos perros que con su propia clorofila.

Incluso le habían permitido decorar su habitación como eso quisiera, aunque le obligaron a dejar una cama por si quería pasar la noche en ese lugar. Lo único que cambió del lugar fue añadirle un pequeño mueble que él mismo fabricó con su magia, dedicado completamente a guardar su colección de chucherías que Samuel le regalaba; la hizo con ayuda de un par de sus lianas y ramas caídas de eucaliptus, siguiendo el modelo de las cajoneras de la cocina, aunque tomó varios intentos que quedaron esparcidos por el pequeño lugar que ahora era de él y de nadie más. Nyjeume dejaba que estos restos se descompusieran naturalmente, e incluso colocó un poco de pasto sobre estos, lo que hizo que el suelo de su lugar propio tuviese pequeños brotes alrededor del suelo bajo sus pies. Incluso había un par de flores por ahí, aunque aún no florecían del todo.

Los medio-caninos se habían asustado al ver su creación de madera; al principio, creían que varios dríades habían sido sacrificados para su construcción, a lo que Nyjeume rió por primera vez desde que trabajaba allí. Era demasiado obvio que la madera no era de ningún Árbol-hogar, puesto que era demasiado áspera como para ser parte del reino de su especie. Era gracioso que todavía los perros no supieran diferenciar entre árboles sin magia y aquellos que sí servían como refugio para los seres de clorofila cuando no estaban haciendo la fotosíntesis.

Había momentos en donde la ceguera ante la magia que la pequeña manada tenía resultaba un poco ridícula, a eso le daban ganas de burlarlos por eso aunque mantenía los labios sellados cuando esos impulsos aparecían en las profundidades de su alma. Ellos podrían tener todos los instintos ferales de cualquier cánido que pudiese ser nombrado, pero no podían distinguir entre plantas habitadas por dríades o las que se mantenían vacías y sin habitantes que no tuviesen pelo o plumas... los medio-caninos incluso podían oler presas a kilómetros de distancia, pero su debilidad era identificar la magia inherente al Bosque Energético, que quedaba al sur del hábitat de los humanos y casi rodeaba una ciudad.

Quizá lograrían agudizar sus sentidos mágicos con el tiempo, aunque Nyjeume no tenía muchas esperanzas de que esto llegara a ocurrir algún día; no importaba cuánto quería enseñarles, eso no lograba hacer que comprendieran las diferencias que los Árbol-hogar tenían con otros árboles. No podían notar cómo cambiaba el ambiente, eran incapaces de siquiera sentir la sensación similar a humedad que invadía el cuerpo de uno al estar cerca del refugio de un dríade. Era cómo si alguien visitara el mar por primera vez luego de vivir siempre en una zona muy árida; algunas criaturas incluso se llegaban a descomponer al estar frente a un Árbol-hogar, por lo que tendían a evadir las zonas arboladas llenas de criaturas con clorofila, así que mantener en secreto en dónde quedaba el centro de su reino de raíces era algo estúpido... bueno, Hyarereme temía que el resto de las bestias se enojara con su gente y decidiera talar sus tallos, aunque la madera especial que tenían estos árboles mágicos era más dura de lo que aparentaba.

Aun con todo esto, los hombres lobo no se daban cuenta de la diferencia entre lo energético y lo que no tenía nada de especial ... era muy desesperante, aunque no había mucho por hacer más que suspirar e ignorar su incompetencia en ciertas áreas de la vida cotidiana en el bosque norte.

Al menos ellos podían 'cocinar', como ellos le decían a quemar comida perfectamente saludable y en el mejor estado en el que podía estar. Decían que así era más rica, y sonreían los tres juntos mostrándole los dientes al mismo tiempo cuando hablaban de las extrañas cosas de su cultura, similar a la de los humanos y aún así única. A veces esto resultaba un poco intimidante, pero el joven de ojos violáceos ya se estaba acostumbrando cada día más. Al menos, ya ni se inmutaba cuando esto pasaba, sólo soltaba un suave suspiro y seguía haciendo lo suyo.

La cafetería que los hombres lobo habían abierto se encontraba en un claro con poca vegetación, y Keri decía que la construcción era la combinación perfecta entre rural y urbano cada vez que veía al chico con lianas jugar con el celular de Samuel o con sus chucherías para sacar el 'estrés', lo que sea que eso fuera. El dríade no terminaba de entender, pero no podía negar que el edificio era bonito.

El lugar estaba mayormente construido con árboles que varias criaturas de clorofila habían manipulado con su magia, así que el techo eran las copas y ramas de estos; todo hecho a base de hojas y helechos que cubrían bastantes agujeros, casi sin dejar agujeros sobre las cabezas de los visitantes del lugar. Tenía forma semi redonda, y poca luz solar bajaba al suelo, aunque era la suficiente para poder ver sin ningún problema; cuando era de noche o las nubes cubrían todo el cielo, usaban champiñones brillantes para iluminar la zona, aunque seguramente usarían luciérnagas en cuanto llegara el verano dado a que no costaba tanto encontrarlas por allí.

El piso era de madera, cubierto de hojas secas que caían de arriba; era mucho más fácil de limpiar que la tierra. Sumado al sonido del crujir de las hojas que se escuchaba al pisarlas, parecía ser una mejor opción a la alternativa de simples raíces y corteza. También resultaba más fácil caminar sobre terreno plano, pero Nyjeume nunca lo admitiría, ya que eso significaría que prefería estar encerrado en ese edificio a sentir los suaves vientos de su hogar.

Ahora mismo él tenía dos clientes, quiénes no se inmutaron por nada más que por su orden o por hablar entre ellos mismos; eran el kitsune más pequeño que el dríade había visto, y uno de los pocos humanos que eran permitidos sin más en las interminables arboledas donde se encontraba la cafetería, contando a las brujas. Y es solo ocurría porque el moreno era el mejor amigo del pequeño zorro, porque si no... bueno.

Nyjeume no creía que los humanos deberían siquiera tocar el pasto del bosque, pero no había nada que hacer más que cerrar la boca aun sabiendo que muchísimos habitantes del bosque opinaban de igual manera. El niño había encontrado a su amigo perdido entre miles de árboles y básicamente lo adoptó gracias a sus suaves guantes, al principio creyendo que también era de su especie y solo estaba transformado en humano; y ahí estaban, tomando un café juntos como si fueran familia sanguínea o algo por el estilo. Resultaba extraño, pero el joven de cabellos de lianas no podía quejarse en voz alta puesto a que los podría espantar o hacerlos enojar por accidente, así que tan solo se sentó en el mostrador y se puso a jugar con la punta de una de sus lianas. Aún seguía observando al dúo de cabello negro, con labios sellados e intentando que sus ojos púrpuras pareciesen ocupados con otra cosa.

... Estar concentrado en ellos dos le hizo sobresaltarse ante el mínimo ruido de pisadas detrás de él, sumado a que quien estuviera allí puso su mano en su hombro con algo de firmeza. Al voltearse se encontró con uno de los hombres lobos, aunque era muy obvio que iba a ser uno de ellos puesto a que sus habitaciones estaban detrás del mostrador; la cocina era como una sala de estar, en medio de las zonas donde dormían y donde Nyjeume guardaba los regalos que Samuel le daba.

— Buenos días, Nyjeume, –musitó el de cabellos rojizos, aguantando un bostezo mientras hablaba. Su cara aún tenía algo de pelaje de la noche anterior; hubo luna llena en ese entonces, y el pelo era la única pista de lo que ocurrió, de que se había transformado en lobo. Su acompañante suspiró, y limpió las mejillas de su compañero con una servilleta, obteniendo unas suaves risitas con tal acción.

— Tienes que limpiarte cuando vuelves a tu forma humana, Samuel, –reprochó eso, mirando a su compañero con los ceños un poco fruncidos. — La próxima vez no te limpiaré yo.

— Siempre me decís eso, pero siempre me ayudás, – exclamó Samuel, mostrando sus colmillos con una amplia sonrisa como él tendía a hacer. — Por eso no me preocupo tanto. Sí que me baño, pero algunos pelos siempre te quedan... es como cuando te vas a cortar el pelo, ¡pueden quedar en tu piel por muchos días!

— A mí no me pasa. A ti.

— Claro, pero, vos entendés a lo que me refiero, – musitó el hombre lobo mientras movía una mano al hablar, para después sacarle la lengua a su amigo. — ¿Estás vigilando a Reti y a Yoru otra vez?

— Podría decirse que sí, – admitió Nyjeume, apoyando su cabeza sobre sus manos. — No confío en ese humano.

— Reti no es tan malo como vos creés. Le tenés que dar una oportunidad, podrían ser buenos amigos... ¿Sabías que a él le gustan las plantas?

— Con un solo humano me basta, gracias. Y eso ya lo sé; él siempre se lleva algunos recuerdos de sus visitas al bosque, ¿cómo esperas que siquiera confíe en él, Samuel? Siempre se roba plantas de mi hogar y nadie le dice nada, como si a nadie le importase que desaparezcan más que a nosotros los dríades, – argumentó el de cabello de lianas, cruzándose de brazos y soltando un bufido. Hizo una mueca antes de volver a hablar. — Nunca nos vamos a llevar bien. Y prefiero que sea así, no quiero ser amigo de un roba-plantas.

— Bueno, en eso tenés razón. No te lo puedo negar, – admitió el hombre lobo, rascándose la parte de atrás del cuello. — Vigilarlo no va a cambiar eso, así que... ¡hagamos otra cosa, dale! Hay que aprovechar ahora que no hay nadie a quien atender.

Samuel no podía estar quieto por mucho, tenía demasiada energía para su propio bien, y siempre trataba de hacer que su compañero le 'hiciera la segunda' como le gustaba decir. Una de las formas de hacerlo calmarse un poco era agarrar sus mejillas, las cuales siempre se teñían de rosa o incluso rojo cuando esto ocurría. Y ese día no hubo ninguna excepción; Nyjeume puso sus manos verde claro en la piel del otro, cuya piel se tornó de un lindo tono escarlata que combinaba con su cabellera.

Aunque esto era algo raro... él se transformaba en un lobo, no en un camaleón. A menos que fuera mitad hombre-camaleón, pero el dríade no sabía con certeza si ese tipo de criaturas siquiera existían... Los camaleones no eran mamíferos, y este hecho le generó dudas al dríade, quien no se echaba para atrás al momento de preguntar casi cualquier cosa que se le viniera a la mente al el de cabellos rojizos, quien tendía a intentar responderle todo lo que podía.

— Samuel, ¿Por qué cambias de color? – preguntó Nyjeume, mientras su cabeza se movió ligeramente hacia el costado al hablar.

— ¡No estoy sonrojado! – protestó el hombre lobo, cubriéndose la cara con sus manos mientras cerraba los ojos. Se escuchó la profunda risa de uno de sus papás, los cuales estaban encargados de la cocina; seguramente era Gastón, ya que su audición era la mejor de entre la familia de tres.

— Ahora estás incluso más rojo.

— ¡No estoy avergonzado! – argumentó Samuel, negando con la cabeza sin descubrir su rostro. — No me pasa nada, Nyjeume.

— Nunca dije nada sobre vergüenza. ¿Es por eso que estás rojo, Samuel? ¿Acaso te hago sentir incómodo? – cuestionó eso, con un tono que dejaba su lado divertido asomarse, aunque sea por unos escasos momentos. — ¿Te doy vergüenza?

— ¿Qué? No... – musitó su acompañante, dando la impresión de que era más pequeño de lo que realmente era por cómo sonaba su voz. Por fin sacó sus manos de su cara, tan solo para agarrar las de su compañero, clavando un poco sus garras en su piel sin darse cuenta. — ¡Sos mi amigo! No me das vergüenza, Nyjeume. Perdón por hacerte sentir así por mi sonrojo...

— Bueno, ¿cómo quieres que lo sepa? Los dríades no hacemos esto del... sonrojo. Ninguno cambia el color de su piel cuando siente timidez, o lo que sea.

Fue entonces que Samuel abrió sus ojos como platos, olvidando la vergüenza que estaba sintiendo, y se acercó a Nyjeume más de lo socialmente aceptable. Estaba muy cerca, pero su aliento era refrescante y él no quería apartarlo; el dióxido de carbono era bueno para sus lianas, le servía como alimento así que él no protestó por la cercanía, aunque estuviera invadiendo su espacio personal.

A veces se le hacía incómodo, pero Samuel nunca hacía nada más que aproximarse de pronto y sonreír, como mucho abrazarlo si se encontraba muy feliz o emocionado por algo. O lamerle las mejillas para intentar hacerlo reír un poco.

— ¿Cómo que no te sonrojás? – preguntó el chico de cabellos rojizos, sus ojos marrones observando curiosamente a su compañero. Puso un dedo en su nariz, y ahí fue cuando el más bajito intentó alejarse del hombre lobo. — ¡Tenés piel! ¿Cómo no te vas a sonrojar?

— Eso debe causarse por la sangre, la cual yo no tengo.

— ¿¡Qué!? ¿¡Cómo que no tenés sangre!? Eso te mataría, Nyjeume... ¿O sos un zombi? Esos existen, me lo dijo mi papá, aunque son muy raros.

Nyjeume no pudo evitar soltar un par de risitas, aunque trató de suprimirlas cuando vio que el pecoso le sonreía con suavidad; su pecho se sentía extraño al verlo sonreír así, y todo lo raro podía ser peligroso. Debía evitar esa extraña sensación cueste lo que cueste.

— Samuel, algunos libros me consideran un tipo de planta, tu mismo me lo has dicho, – explicó el muchacho de ojos violáceos, encogiéndose de hombros. — Tengo clorofila, hago fotosíntesis y tengo la vitalidad de un árbol. No culpo a los escritores de esos libros... Porque, la verdad, es fácil confundirse si nunca vieron un dríade de cerca.

— ¡Oh! Debe ser por la clorofila que tu piel es tan suavecita, – musitó Samuel, poniendo una mano en su mentón de forma pensativa. — Por eso te gusta tanto el sol, ¿no? Y por eso vas tanto al claro.

— Allí es donde los rayos del sol caen sin ser bloqueados por las hojas, y queda muy cerca de aquí. Mis lianas y mi Árbol-hogar están saludables gracias a eso, no es que me guste el sol ni nada por el estilo.

— Oh, ya veo. Así que, um... ¿Cómo funciona eso? En los mitos, los dríades... – El chico fue interrumpido por el bufido de Nyjeume, quien se cruzó de brazos y empezó a negar con la cabeza sin siquiera dejar que Samuel terminara lo que iba a decir.

— Los mitos fueron hechos por los humanos que no pueden poner un solo pie en este bosque... – susurró, observando como Reti tenía una de sus preciadas plantas a su lado, encerrada en una pequeña jaula de plástico marrón carente de rejas. Frunció el ceño, manteniendo la vista fija en él por unos momentos. — Todas esas estúpidas historias son mentiras de la humanidad, y no debes siquiera escuchar nada de lo que digan aquellos exploradores fallidos... no saben nada del Bosque Energético, ni saben dónde empieza o dónde termina con precisión. Ni saben que la magia se extiende más allá de las montañas del oeste, así que, ¿qué saben ellos de nosotros?

— Supongo que tenés razón. Bueno, considerando que no sos una chica... – empezó a explicar Samuel, pero tragó saliva al darse cuenta de que el otro frunció el ceño al escucharlo, cruzándose de brazos. — Me refiero a, um, ya sabés... Siempre dicen que las, no, los dríades son siempre mujeres, y tus lianas son re largas... Así que, bueno, es súper fácil confundirse. Vos entendés.

— No, no lo entiendo. No hay mujeres dríade, ni hombres. Solo somos dríades, no es tan complicado de entender.

Su compañero tragó saliva, sin saber bien cómo responder o qué decir. Balbuceó un poco antes de mirar al suelo en silencio, aceptando que no podría decirle mucho.

El hombre lobo se había puesto algo nervioso ante ese intercambio de palabras, al intentar explicarle bien los estereotipos de género humanos a alguien que no tenía la menor idea (ni interés) sobre éstos. El dríade sólo soltó un largo suspiro, y se fue a atender a otra clienta que había llegado mientras ellos conversaban, sabiendo que no iban a poder seguir hablando al menos por esos momentos o hasta que Samuel volviera a recuperar la compostura.

— ¡Hola! – exclamó la recién llegada, dedicándole una sonrisa al joven de cabellos de liana aunque eso no se la devolvió. — ¿Me das un jugo de lluvifruta y un par de galletas de sésamo?

La cliente era una elfo, la cual siempre visitaba la cafetería después de sus jornadas diarias en las minas de las cavernas más profundas de todo el bosque (o incluso del mundo entero, aunque Nyjeume no conocía mucho de la Tierra como para saber con certeza). Ella siempre aparecía con los cristales más extraños y brillantes de todos o a veces armas llenas de magia que la elfo había forjado con sus propias manos, y raras veces se aparecía sin tener nada nuevo para compartir; cuando esto ocurría, les pagaba con información sobre cómo conseguir más ingredientes, o les enseñaba un poco del idioma universal del bosque a los hombres lobo, quienes no sabían ni como decir hola en ese lenguaje puro.

— ¿Algo más? – musitó Nyjeume, extendiendo su mano para recibir la paga antes de empezar a trabajar. Esta vez obtuvo una daga dorada, la cual parecía iluminarse dependiendo de cómo le daba el sol. Estaba caliente al tacto, sin llegar a quemar su piel, y le agradaba esa sensación aunque no dijo nada al respecto.

— No, nada, – dijo la chica, apoyándose en el mostrador sin preocupación alguna. Jugaba con los redondos aretes metálicos de sus grandes orejas, los cuales seguramente también fueron forjados por ella misma. — ¿Cómo está todo por aquí, chico dríade? ¿Ha pasado algo interesante en estos días?

Ella estaba muy interesada en socializar, aunque normalmente sólo lo hacía con Samuel (¿por qué estaban todos tan interesados en hablar?); el chico de piel verde clara casi nunca le respondía, así que quizá ella consideró su pregunta como una invitación a la charla.

Era un poco muy molesta, pero, a decir verdad, todos le parecían molestos en algún aspecto para el joven dríade. Siempre había algo que le molestaba, aunque sabía que, si decía esto en voz alta, su tío se enojaría muchísimo y...

Y nadie sale ileso de ver a Hyarereme enojado. Así que era mejor mantener la boca cerrada, manteniendo opiniones más como ideas que como palabras, conceptos abstractos que nadie más que su propia mente algún día llegaría a escuchar.

—... No ha pasado nada, chica elfo, – susurró Nyjeume, decidiendo que por una vez le podía responder a la de cabellos castaños. Eso la miró por unos momentos para ver cómo respondía, por primera vez curioso sobre ella; la daga dorada le había mejorado el humor aunque sea un poco.

La elfo se sorprendió tanto que movió sus orejas de forma brusca, y sus aretes de distintos materiales le molestaron un poco. Tenía uno de cobre, uno de oro y uno de plata en cada oreja, los cuales eran tan brillantes que podían distraer a cualquiera. Hasta abrió la boca, dejando que una mosca se posara en su lengua y la hiciese toser un poco.

Nyjeume decidió ignorar esto, y fue a pedir socorro a su compañero; Samuel era quien normalmente atendía a la chica, y era el único de los dos que sabía preparar jugo de lluvifruta sin que se hiciera nube en sus manos. Quizá era por esta razón que el pecoso se había hecho amigo con la clienta, por saber hacer su bebida favorita de la mejor manera posible.

Era extraño, pero todos le resultaban extraños a Nyjeume. Por ejemplo, todos los elfos tenían nombres matemáticos; eran todos unos nerds como decía el pelirrojo, y era difícil poder recordar cómo se llamaba la herrera que estaba frente a él. ¿Diez-diez, veinte, cien...? Los dríades no tenían mucha necesidad de aprender cosas tontas como matemáticas, así que el joven de ojos violeta no tenía ni la menor idea sobre números más que para contar a duras penas los árboles que cuidaba antes de volverse espía.

Tampoco le importaba. No le interesaba ni la chica de orejas puntiagudas, ni la 'Cafetería Forestal'; tan sólo estaba en ese lugar porque su tío lo había obligado. Se iría si pudiera, pero los hombres lobo ya confiaban en él; estratégicamente hablando no habría ningún beneficio en abandonar la misión, aunque a veces Nyjeume simplemente quería esconderse en su Árbol-hogar y nunca volver a salir aún cuando eso le costara la vida.

Los pulgosos eran muy amables con él, eso no lo podía negar. Pero... tener que recordar cada pieza de información que obtenía, y después dársela a Hyarereme como si hablara de flores y plantas, eso era lo que le molestaba... Aunque no podía hacer nada más que obedecer, evitando siempre recibir golpes o insultos de parte de su propia clorofila.

Porque si no, lo sacaría como había hecho con su padre, y eso no quería compartir su mismo destino aunque la extrañara con toda el alma.


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