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Capítulo 6: Traición

LADO B: JAMIE

A las cuatro de la mañana, Emma ya estaba dormida en mi sofá. Yo podía seguir despierto un poco más, siempre había sido de trasnochar. Además, no estaba trabajando, así que me sentía relajado y tranquilo, como si todo estuviera en su lugar.

De alguna manera, ya tenía la amistad de Emma, y eso era más de lo que esperaba. No es que no pensara que fuera una chica interesante, pero había algo en ella que me sorprendió. Era más sencilla de lo que había imaginado. Mi padre siempre decía que los gestos valían más que las palabras, y eso me quedaba grabado en la cabeza. Al principio, había notado que Emma era evasiva, como si tuviera una barrera invisible alrededor de sí misma. La forma en que no podía sostenerme la mirada, su postura algo encorvada, como si quisiera protegerse, me decía todo lo que necesitaba saber. No era alguien que se armara de una coraza por carácter, sino por miedo. Miedo a lo que los demás pudieran hacerle.

Y aunque no entendía bien cómo había llegado a defender a Vic frente a Eloy, algo en su reacción me decía que había más en ella de lo que dejaba ver. Tal vez no se daba cuenta de lo que estaba haciendo, pero había algo en su interior que no la dejaba ceder ante el miedo al rechazo. Tal vez estaba más conectada consigo misma de lo que pensaba.

Yo sabía cómo hacerla sentir segura. De alguna forma, ya lo había comprobado. Por eso, durante toda la noche, había evitado hablar sobre sus poesías y sus canciones. No quería que se sintiera vulnerable por eso. Quería que supiera que mi interés no tenía que ver con lo que hacía o no hacía, sino con quien era. Solo quería una amistad genuina, un espacio donde pudiera sentirse cómoda siendo ella misma.

Es un beneficio para ambos, Emma. No lo sabes aún, pero tu vida será un sueño conmigo, pensaba mientras la observaba dormir. Algo sobre esa tranquilidad en su rostro me decía que tal vez, solo tal vez, esta noche había sido algo especial. Y era la primera vez que invitaba a una chica a mi casa, y no era para lo que la mayoría pensaría.

De repente, Emma se despertó y saltó del sofá como si la hubieran electrocutado.

—¡Dios mío, me quedé dormida! —exclamó con una mezcla de sorpresa y pánico.

Era un desastre: ojeras marcadas, ojos entrecerrados por las lagañas, el pelo hecho un caos, y la ropa arrugada, manchada de lo que debía ser un resquicio de la noche anterior. Ella se movía de un lado a otro, recogiendo sus cosas de forma apresurada mientras miraba su teléfono como si de eso dependiera su vida.

—Tranquila, Emma —le dije, intentando calmarla—. Si sigues así, un auto podría atropellarte.

—¡Hace dos horas debía estar en el trabajo! —gritó, sin dejar de correr de un lado a otro—. ¡Lo siento! Me quedé dormida en tu sofá. Anoche estaba tan cansada, pero me divertí mucho.

—Yo también me divertí —respondí, extendiéndole un café que acababa de preparar. Pero ella lo rechazó, demasiado absorbida en lo que parecían ser sus problemas.

—Tengo que irme —resopló, y me di cuenta de que su angustia era real. En sus ojos había algo que no podía ignorar—. Mi supervisor ha estado molesto todo el mes. Creo que quiere mi puesto para su hermana y solo busca excusas para que me despidan.

Antes de que pudiera responder o decir algo que la tranquilizara, Emma ya estaba fuera de la habitación, corriendo sin siquiera esperar el ascensor. Salió por las escaleras sin mirar atrás, como si cada segundo fuera una emergencia.

—¡Ten cuidado al cruzar la calle! —grité, preocupado. No pude evitar pensar que si no tenía cuidado, algún auto podría atropellarla.

Aunque ella no me escuchó, una parte de mí no pudo dejar de pensar en cómo todo en su vida parecía estar al borde de un colapso, pero aún así se mantenía en pie, dando lo mejor de sí.



Me había salvado de un gran problema, ya que, minutos después, la puerta de mi departamento se abrió.Había olvidado que Debra tenía un juego de llaves de mi casa, y aunque no me agradaba, después de nuestra última discusión, ella había decidido que era necesario para recuperar su confianza. Tenía que aceptarlo. No quería perderla. Era la mejor novia que cualquiera podría desear, y ella era mía.

Era la figura perfecta de reloj de arena, y aunque su nariz y senos fueran falsos, su belleza era real. Su cabello parecía hecho de hilos de seda, y amaba cómo mantenía su piel siempre brillante y bronceada, sin siquiera vivir en el Caribe. Los labios de Debra me volvían loco: la forma en que los mordía cada vez que se disgustaba, o cómo se cruzaba de brazos antes de lanzar su pequeña y venenosa opinión. No tenía miedo de decir lo que pensaba, su personalidad era avasallante, y la gente prefería callarse antes que discutir con ella. Incluso cuando no tenía razón, nunca daba marcha atrás. Era una líder, extrovertida, audaz... pero, como todos, tenía sus puntos débiles.

Su padre le hacía saber que no le agradaba, y su madre siempre demostraba favoritismo hacia su hermano. Ella había tenido que aprender a hacerse notar para ganar algo de cariño, y esa era solo una de las muchas razones por las que necesitaba ser el centro de atención. Su fortaleza era también su debilidad, pero muy pocos podían darse cuenta de ello.

—¿Qué es todo este desastre? —preguntó al entrar, y de inmediato adoptó ese gesto de asco que, aunque me encantaba, también me volvía furioso.

—Estuve probando mi consola nueva y trasnoché —respondí mientras recogía las latas y los platos, tratando de ocultar que había más de uno. No quería que notara que habíamos pasado la noche con alguien más. —¿Y tú, qué haces aquí tan temprano?

—Deberías estar componiendo, para eso te conseguí un lugar con RedBlack. —Debra lanzó su cartera al sofá y se dirigió a la cocina en busca de algo para beber—. Parece que estás tirando a la basura la oportunidad que te estoy dando. Odio verte actuando como un niño jugando a esas estupideces.

Ya va a empezar con su mierda.

Mis nervios se pusieron tensos, y mi corazón comenzó a latir más rápido. Detestaba cuando me hablaba de esa manera, como si le debiera todo. Ella no sabía, pero todo lo que había hecho para llegar hasta aquí lo había trazado yo, y de alguna forma, eso no parecía importarle.

—Estoy relajado porque todo está resuelto, Deb —respondí con una sonrisa forzada, aunque la verdad era que sentía como si un peso enorme estuviera sobre mis hombros cada vez que comenzaba su monólogo de maltratos.

—Tú y tus amigos solo han hecho canciones de mierda —dijo, y su forma de comunicarse siempre era a través de humillaciones—. No me voy a quedar mucho más tiempo con un músico fracasado que se pasa la vida jugando videojuegos para niños.

Mis puños se tensaron, y en esos momentos era cuando más quería mandarla a la mierda.

—Deb, ya te dije que está resuelto —repetí, ahora sin la sonrisa. La molestia era evidente en mi tono. Sabía que no me creía, pero lo que más me enervaba era cómo disfrutaba llevarme al límite. Ella quería moldearme a su antojo a través de sus golpes psicológicos, y la odiaba por ello.

Su sola presencia me generaba una ansiedad insoportable. Todo lo que antes podía encontrarle de bueno se volvía malo cuando se dirigía a mí de esa forma, minimizándome y haciéndome sentir incapaz de lograr cualquier cosa. Según ella, todo se mantenía en orden porque creía que tenía el control. ¡La gran organizadora Debra estaba ahí para hacer las cosas por los demás! Tan ingenua... El único motivo por el que seguía con alguien como yo, tan "fracasado", era porque conmigo podía mantener amistades genuinas, algo que no lograba con nadie más. Nadie la soportaba, y no le importaba, mientras tuviera el control de la relación. Cuando todo esto terminara, ella quedaría sola, y esa era su mayor pesadilla. No era más que una niña berrinchuda, buscando en los demás el amor que sus padres nunca le dieron.



Mi humor cambió de un momento a otro, y no era por la falta de sueño ni por el alcohol corriendo por mis venas. Estar con Emma era como tomar un té helado en la playa, una sensación fresca y reconfortante. Estar con Debra era como beber el peor café mientras hacía la fila para pagar impuestos: amargo, estresante y sin ninguna recompensa.

Mi tranquilidad había sido arrebatada, y ahora sentía la necesidad de hacer algo para que mi tiempo tuviera sentido. Mientras Debra se acomodaba en el sillón y ponía una de sus estúpidas series americanas, yo me dirigí a la habitación y encendí mi laptop. Allí, guardaba cada hoja de la libreta de Emma. Antes de devolvérsela, había tomado fotografías de cada página. Tan rápido como pude, imprimí todo.

¿Qué haría si Emma seguía negándose a cooperar con la banda? No podía quedarme de brazos cruzados, así que tomé la decisión. Imprimí todo.

Es por un bien mayor, Jamie, me dije a mí mismo, intentando justificar lo que estaba haciendo.

Una parte de mí sabía que lo hacía porque Debra me presionaba. Necesitaba sentirme seguro, y esa seguridad la encontraba en las palabras de Emma, atrapadas en su libreta. ¿Sentía culpa? Sí. ¿Vergüenza? También. Pero, en mi mente, todo esto sería un bien para todos. Todo por el bien de la banda, por el bien de mi futuro.

—¿A dónde vas? —preguntó Debra al verme tomar mis llaves.

—Tengo que hacer un encargo y luego voy a lo de Benny a ensayar. —respondí sin darle muchas explicaciones.

Debra puso los ojos en blanco, fastidiada.

—¿No pueden ensayar en otro lado? —preguntó—. Está esa idiota de Victoria. Manicurista fracasada, ¡su tono de voz es tan irritante! Es una zorra como todas tus amiguitas.

No tenía tiempo para sus planteos absurdos. La inseguridad y la envidia de Debra eran tan obvias que casi me daban lástima. Decidí no perder más tiempo con sus comentarios y, con una leve sacudida de cabeza, me alejé de ella. Tenía algo mucho más importante que hacer.

Subí a un taxi y me dirigí al registro nacional de propiedad intelectual.

—Quiero registrar las letras y música de estas canciones —dije a la recepcionista con firmeza.

—Debes rellenar el siguiente formulario y abonar el trámite —me respondió, extendiéndome el papelerío—. Dime a nombre de quién estarán registradas las letras y si tiene coautor o pseudónimo.

—Solo las registraré a nombre de Jamie Hart, mi nombre. —dije sin vacilar.

En ese instante, vi mi nombre al final del documento. Estaba hecho. Miré a mi alrededor, casi con miedo, temeroso de ser descubierto en mi fechoría, pero no había nadie cerca. El sudor frío recorrió mi espalda y ya no había vuelta atrás. Seguiría con mi plan de ganarme a Emma por las buenas, pero ahora tenía un seguro de vida si las cosas se complicaban.

Las letras de Emma me pertenecían.

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