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Capítulo 5: Cercanía


LADO A: EMMA

Los alimentos se deslizaban sobre la banda mecánica y eran arrastrados hacia mí, que los pasaba, uno a uno, por la luz infrarroja. "¿Efectivo o tarjeta?", "¿quién sigue?" El trabajo en el mercado de la ciudad era lo más insano, me sentía un completo robot. ¡Y podía asegurar que los robots actuales tenían más libertad creativa en sus empleos! Ya me sabía el repertorio de la música de memoria, las publicidades intermitentes. Quería que el maldito día terminara, pero a la vez sentía que solo esperaba por un mañana en el que todo se repetiría, y así se me iban los días, las semanas, los meses, los años... ¿con qué objetivo? Un sueldo miserable a cambio de las horas y los años más valiosos de mi vida. El trabajo era una maldita estafa normalizada.

"Cerveza, cerveza, cerveza, pizza congelada, cerveza", decía mientras pasaba uno a uno los alimentos de un tipo al que no miraba a la cara.

—¿Eres tú, Emma? —me preguntó. Alcé la vista.

Era Jamie, el tipo que había leído toda mi libreta.

—Soy yo —respondí, sintiendo un nudo en el estómago, evitando mirarlo—. ¿Efectivo o tarjeta?

Jamie pagó por todo con una tarjeta negra a nombre de Jamie Hart. Me extendió su documento aunque no se lo pedí. Vi su fecha de nacimiento, tenía veintiuno y su cumpleaños había sido el día de la fiesta del SUM. No había nadie más en la fila y el mercado iba a cerrar sus puertas.

—Solucioné las cosas con Debra —me dijo, aunque no le pregunté ni me interesaba—. Le expliqué que eres amiga de los chicos. También le conté que eres compositora y estoy tratando de convencerte para estar en la banda.

Solté una inesperada risita y luego mordí mi labio. Jamie era insistente pero carismático. No se daba por vencido. ¿Era real que veía talento en mí? No le creía, me generaba repelús. En veinte años, personas como Vic o Jamie eran las primeras en querer acercarse a mí. Tenía que desconfiar.

—El mercado está por cerrar —le dije, mirándolo a los ojos. Me costaba hacerlo porque tenía un encanto inusual, pero no dejaría que la cobardía me volviera a ganar como en aquellos días de escuela.

—¿Quieres venir a casa a comer? —preguntó con una sonrisa de oreja a oreja. Tenía dientes perfectos para vivir comiendo chatarra—. Quiero mostrarte algo de música, creo que te gustará.

—¿Qué...? —balbuceé.

—Piénsalo —Jamie tomó sus cosas y se marchó—, tengo pizza congelada y mucha cerveza.

Me quedé helada frente al mostrador. Ni siquiera recordaba cómo cerrar la caja. ¿Qué debía hacer? No era su amiga, y no le agradaba a su novia. ¿Era seguro estar a solas con él? ¿Un hombre querría la amistad con una desconocida?

Los empleados del comercio se fueron uno a uno, y yo me demoré un poco más. Al final, decidí regresar a mi casa, no tenía que alterarme. No tenía ni el número de departamento de Jamie. A lo mejor era una "forma de decir", no existía una invitación real.

Las calles de la ciudad se volvían solitarias al momento del cierre, pero una persona estaba parada frente a la puerta de salida: Jamie. Caminé despacio hacia él, que tenía sus auriculares puestos y no se había dado cuenta de mi presencia. Entonces pude observarlo con detenimiento. Tenía aspecto de punk, pero limpio, su ropa parecía de buena calidad, sus jeans negros, sus múltiples cintos y cadenas, incluso su camiseta destrozada era una farsa, como si cada agujero hubiera sido planificado por alguna marca de ropa. Aun así, no podía dejar de pensar que se veía bien. Era como si supiera qué estilo resaltaba mejor su personalidad y sus facciones delicadas, sus ojos verdes delineados, haciendo juego con su verde cabello alborotado y largo al mejor estilo grunge de los noventa.

Noté que mis manos transpiraban, había un ligero temblor en mi cuerpo. Debía mantener mis emociones a raya porque sabía bien que venían de la falta de experiencia, y del hecho de que Jamie era el primer chico que me buscaba y me invitaba a su casa. No debía malinterpretarlo porque él era un chico demasiado amistoso que ya tenía una novia. No solo eso, sino que sabía bien que lo único que parecía interesarle de mí eran esas poesías baratas en mi libreta.

Llegué a él y se quitó los auriculares para saludarme otra vez. Tenía un perfume fresco que iba a tono con el verano y la noche.

—¿Vamos a casa? —preguntó.

¿A la mía o a la suya?

No quería preguntarle de forma directa porque no quería negarme.

—¿Qué hacías esperando afuera? —pregunté mientras lo seguía a la parada del autobús.

—El mercado estaba por cerrar, no tenía sentido volver solo. Incluso si no aceptabas mi invitación, es tarde para regresar sola a casa.

Él daba por hecho que había aceptado su invitación, eso me relajaba porque no me ponía en una situación incómoda.

—Lo hago a diario —respondí y subimos al transporte, teníamos un sitio al fondo y lo aprovechamos—. Es la vida del trabajador promedio, ¿tú no lo haces?

Jamie se rió, intuí que mi curiosidad me delató.

—Soy ilustrador freelance y tengo un emprendimiento de ropa con mis dibujos —dijo, y quedé atónita. Al menos ya entendía lo de la ropa nueva—. No me imagino trabajar para un jefe, creo que si alguien tiene una habilidad debería trabajar de forma independiente. Por eso no entiendo cómo estás trabajando en ese mercado, ¿cuánto tiempo, ocho, diez horas?

Carraspeé mi voz. Podía darme cuenta a leguas que era un niñito privilegiado que no había experimentado la carencia material.

—No todos tenemos las mismas oportunidades —dije, sintiéndome atacada—. Todos tenemos un cerebro y aptitudes, a veces el contexto no ayuda.

—Creo que el único contexto que no ayuda es el que te bloquea la mente —respondió y no entendí bien al principio—. Las cosas no van a ser fáciles cuando sales de tu zona de confort, incluso si esa zona de confort es una mierda, pero es lo que conoces, es donde te sientes seguro. Sin embargo, una vez que atraviesas la incertidumbre y la incomodidad, nunca más quieres volver a esos sitios que te limitan.

Quería responderle con algo, pero el cansancio me ganaba. La filosofía también era un privilegio de clase, y consideraba que sería una discusión sin fin. Jamie parecía ser favorecido en varios aspectos, y quizás yo era algo cobarde en haberme quedado en el primer empleo que me habían contratado. Mi madre me decía que había sido afortunada, sin embargo, yo sentía que mi vida carecía de total sentido.

Seguí a Jamie hasta su departamento, era en un sexto piso. Mientras subíamos por el ascensor, hablábamos de las nuevas películas que se habían estrenado en el cine, al cual no iba nunca. Me sorprendía que tuviéramos los mismos gustos. En cuanto a géneros y actores, preferíamos las obras extrañas, el humor absurdo y la comedia negra, detestábamos el romance, el drama de época, y coincidíamos en que los de la academia no sabían nada de terror.

Al ingresar a su casa, noté cómo cada mueble estaba impecable y parecía sin estrenar. Aunque había un poco de desorden, todo lucía demasiado ostentoso para estar dentro de un complejo de edificios viejos y maltratados. Sus enormes sofás frente a una enorme televisión, su mesa de cristal con sus sillas tulip, sus electrodomésticos con pantallas táctiles y sus cortinas blackout, me hacían pensar que incluso un basurero podría verse bien con el dinero suficiente.

—¿Vives con tu chica? —pregunté, la ansiedad carcomiéndome. Me rascaba los brazos y mis ojos no dejaban de recorrer el lujo.

De nuevo temblaba y transpiraba. Estaba dentro de la casa de un chico, un chico que no conocía y que tenía novia. Me era impensado para mí, que siempre me había considerado una idiota incapaz de entablar una conversación normal y relajada. Pero Jamie era del tipo extrovertido que lograba hacer la situación más fácil, ya que siempre era quien daba el primer paso.

—Vivo solo —Jamie se dirigió a la cocina, donde guardó las compras, y enseguida puso la pizza congelada en el microondas—. Puedes pasar al baño y tomar asiento, hay mucha música que quiero mostrarte.

Me dirigí al baño y lavé mi rostro con abundante agua helada.

—¿Qué mierda estás haciendo, Emma? —me pregunté a mí misma, al ver mi rostro demacrado frente al espejo. Tenía enormes ojeras violáceas bajo mis ojos, mi piel estaba seca, mis hombros se habían hundido, pero me seguía mirando.

Las paredes blancas, la televisión gigante, los muebles caros... Estaba en un lugar que no merecía. ¿Por qué había aceptado? No quería perderme la oportunidad de conocer lo que un chico como él podía ofrecerme, pero al mismo tiempo me sentía un intruso. En la vida de Jamie, yo no pertenecía.



Esa noche, por fin pude relajarme a su lado. Mientras comíamos, Jamie ponía diferentes vídeos musicales como si creyera que no los conocía. A cada rato tenía que repetírselo: no vivía en una burbuja. Conocía a todos esos malditos artistas de moda, porque me gustaba escuchar de todo un poco. Y ese eclecticismo me daba la apertura que necesitaba para componer mis propios temas, pero Jamie parecía sorprenderse como si fuera una revelación.

—Me has sorprendido, Emma —dijo con una risa contagiosa—. Bien, ¿qué te parece si escuchamos algo de RedBlack? ¿Cuál es tu álbum favorito?

—¡No! —exclamé sin pensarlo, y Jamie saltó en su lugar, asustado.

Un silencio incómodo nos envolvió. Las palabras se quedaron atoradas en mi garganta, y un nudo de incomodidad creció entre nosotros.

—Ya te cansé, ¿no es así? —preguntó, y pude ver un leve rubor en sus mejillas. Parecía avergonzado—. Me dejé llevar.

Miré la hora, nos habíamos pasado dos horas y media comiendo y escuchando música. El tiempo había volado, pero la tensión en mi pecho seguía presente.

—No, no me gusta esa banda —le dije con calma, tratando de no sonar molesta—. Podemos oír otra cosa, no estoy aburrida en absoluto.

Jamie soltó una sonrisa nerviosa, la tensión en su rostro se aligeró un poco.

—¿No te gusta? Billy Mason se crió en esta ciudad. Es por eso que vine aquí, para respirar el aire de los suburbios, para inspirarme como lo hizo él.

Lo que decía me revolvía el estómago. Jamie no lo sabía, pero estaba tocando una de mis mayores disgustos. RedBlack y su estúpido líder siempre me habían resultado un reflejo perfecto de todo lo que odiaba en la música. La hipocresía, la contradicción, el falso mensaje de rebeldía mientras se llenaban los bolsillos.

—Creo que perdieron toda autenticidad cuando se convirtieron en millonarios —dije, con la voz calmada, pero el desprecio se filtraba en mis palabras—. ¿En serio? ¿Con qué cara cantan contra el sistema, cuando ellos mismos son la representación más pura de la hipocresía? Me da vergüenza verlos seguir pretendiendo ser esos adolescentes rebeldes. Sé que no hay edad para ciertas cosas, pero no representan a nadie que los sigue, ni sus ideales.

Vi cómo Jamie desvió la mirada, tomando un largo sorbo de su cerveza. La timidez que parecía haberlo envuelto al principio desapareció por completo, pero hablar de RedBlack hacía que me hirviera la sangre.

—La gente los hizo millonarios —dijo él, pero no me convencía.

—Lo sé, pero eso no cambia lo que pienso.

—No intento cambiar tu opinión —respondió, riendo un poco, y se puso de pie—. ¿Te gustaría jugar videojuegos? Compré una consola vintage, todavía no la probé con nadie.

Antes de que pudiera decir algo, ya lo veía buscar una caja detrás del sofá. Su entusiasmo era palpable.

—Nunca jugué videojuegos —respondí con total sinceridad, sabiendo que eso me hacía parecer algo fuera de lugar. Mi madre nunca había tenido el dinero suficiente como para darnos esos lujos.

Por alguna razón, mis palabras hicieron que los ojos de Jamie brillaran. Parecía tan emocionado por enseñarme algo nuevo, como si creyera que me estaba perdiendo una parte esencial de la vida. En sus ojos había un brillo que reflejaba su ansia por mostrarme todo lo que había vivido.

La pantalla cobró vida con los colores brillantes, los sonidos electrónicos y las historias de fantasía. Todo me absorbió: la emoción, el vértigo, la tensión del juego. Fue como si todo el estrés se desvaneciera y el mundo de fuera ya no importara. Jugué como si no hubiera un mañana. Los videojuegos, la música, la compañía de Jamie... todo eso me envolvía en una atmósfera donde sentía que podía ser yo misma, sin barreras ni caretas. Me reí, me dejé llevar, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que estaba en un lugar donde todo era natural, como si estuviera con un amigo de toda la vida.

De repente, me sentí cómoda, tranquila, sin máscaras. Olvidé las preocupaciones que me rondaban, y la relajación fue tan profunda que, sin darme cuenta, me quedé dormida en el sofá. Pero eso lo lamentaría más tarde. Por el momento, no quería que ese instante terminara nunca. Era feliz, y eso me sorprendió más de lo que estaba dispuesta a admitir.

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