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Capítulo 18: Costa Rosa

LADO B: JAMIE

Incluso con los nervios a flor de piel, me obligaba a no decir una palabra de más. Tenía su confesión en mis manos, y eso era todo lo que necesitaba. Pero el eco de sus palabras resonaba en mi cabeza, erosionando mi confianza como un goteo constante.

La reacción de Emma no era la que había imaginado. Esperaba algo más visceral, un momento en el que pudiera extender mis brazos y ser su refugio. Pero en lugar de eso, me lanzó acusaciones. Certeras, claro, pero carentes de pruebas. Mi mejor jugada era fingir estar ofendido, escudarme en la dignidad herida, algo que había aprendido de Debra.

Dejé su departamento y sentí un alivio retorcido cuando vi su nombre parpadeando en mi teléfono pocos minutos después.

¿Cómo lo había olvidado? Yo era su primer amigo íntimo, su única verdadera conexión. Una chica como Emma, rechazada por el mundo, no iba a tirarlo todo por la borda. Gracias a mí, tenía trabajo, amigos, contactos. Yo la había sacado de las sombras, la había moldeado para que brillara. No podía imaginarla renunciando a todo eso. No. Emma no podía permitirse darme la espalda, y mucho menos alzarme la voz.

Cuando no atendí su llamada, me envió un mensaje:
"Jamie, lo siento. No quería que te fueras. No estaba lista para hablar de mi padre."

—Eso es, Emma —susurré, dejando que una sonrisa de triunfo se dibujara en mi rostro—. Solo necesitabas tiempo para pensarlo.

No le respondí. Era esencial mantenerme firme. En esta relación, yo tenía el control, y ella necesitaba saberlo.

Aproveché el momento para ir al centro. Necesitaba despejarme. Emma sería la clave para llegar a Billy Mason, pero tenía que hacerlo bien. Ella debía ser quien tomara la iniciativa, quien diera el paso hacia él. Y para eso, primero tenía que convencerla de que quería conocer a su padre.

Un paso a la vez, Jamie, me repetí. Pero incluso mientras lo hacía, una duda corrosiva comenzaba a abrirse paso en mi mente.

Con las compras hechas, regresé al complejo. Me había convencido de que tenía todo bajo control, pero entonces la vi. En el nogal, Emma y Benicio. Abrazados.

El mundo se detuvo. La escena era sencilla, casi inocente, pero en mi mente se deformó, se volvió intolerable.

Mi sangre se heló. El aire se volvió espeso. ¿Por qué me sentía así? ¿Por qué quería correr hacia ellos y arrancarla de sus brazos?

Benicio. Mi amigo. Siempre lo había sido. Pero ahora, bajo ese árbol, con Emma en sus brazos, se transformó en una amenaza. ¿Desde cuándo eran tan cercanos? Hacía apenas unas horas, Emma me había buscado desesperada, y ahora estaba ahí, compartiendo con él algo que jamás compartía conmigo: paz.

Cuando se separaron, nuestras miradas se cruzaron. Y en ese instante supe que no podía disimular la rabia. Emma permaneció bajo el árbol, mientras Benicio se acercaba con pasos decididos.

—Arregla esto —dijo, con una frialdad que cortó como un cuchillo—. Emma no será tu gallina de los huevos de oro.

—Volví para arreglarlo —dije, incapaz de sostenerle la mirada.

Su advertencia era un golpe directo a mi ego, pero también una llamada de atención. Desde que Emma había llegado a nuestras vidas, Benicio se había convertido en un obstáculo, una sombra constante que juzgaba mis acciones y ponía en duda mis intenciones.

No soy un villano, estoy haciéndolo por el bien de todos.

Benicio se alejó, dejándome solo con Emma. Ella seguía ahí, con una mezcla de incertidumbre y tristeza en su rostro. Me miraba como si esperara algo, una respuesta, una disculpa. Algo que no sabía si podía darle.

Me acerqué, sintiendo el peso de sus ojos sobre mí. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí vulnerable. El control que siempre había creído tener se desmoronaba frente a mis ojos, y no había nada que pudiera hacer para detenerlo.

—Jamie, yo...

Emma tenía el rostro destrozado por el llanto.

¿Qué hice?

Mi estómago se revolvía, y una náusea densa me envolvía. Por un instante, me sentí desbordado por el asco hacia mí mismo y mi ambición desmedida. Podría haber manejado todo esto con calma, con estrategia, pero incluso si tenía justificaciones, no podía mirarla sin sentir una punzada de vergüenza que me atravesaba el pecho. Ella era la única persona que merecía cosas buenas, y allí estaba yo, causándole más dolor.

—No digas nada, Emma —mi voz se quebraba al pronunciar las palabras. Un ardor me cerraba la garganta, una mezcla de culpa y necesidad de contener el llanto. No aquí, no ahora. Mi castigo debía ser aguantar todo esto solo, lejos de su mirada—. Fui egoísta, y tus acusaciones fueron ciertas. Me dejé llevar por la idea de que eras la hija de mi ídolo, de lo que eso significaba para mí. Me desesperé por alcanzar algo, sin detenerme a pensar en lo que tú habrás soportado todos estos años.

No reconocía esta voz. La sinceridad brotaba de mis labios, como si no pudiera detenerla, la culpa me abrumaba y me dejaba expuesto.

—De todas formas, no fue la mejor manera de hablarte —respondió Emma, con una calma que solo hacía más evidente el temblor en su mirada—. Quisiera decirte todo lo que necesitas saber, pero... creo que por hoy cada uno debería irse a casa.

Asentí, con una sonrisa apretada que apenas podía sostener. Emma no pidió disculpas, no se derrumbó, y mucho menos vació su alma para complacerme. En un giro cruel, esa fortaleza suya aliviaba mi malestar. Saber que no se rompía tan fácil me daba un respiro, una pequeña certeza de que estaría bien a pesar de todo.

Pero aún así, una pregunta se me escapó, como un disparo al aire:

—¿Qué hacías con Benicio? —desvié la vista al instante, sintiendo un calor incómodo quemándome desde adentro.

—Ah... bueno... —Emma balbuceó. Sus mejillas se encendieron, ¿era vergüenza? ¿Acaso Benicio había intentado algo? Mi mente, siempre propensa a lo peor, empezaba a conectar puntos que tal vez no existían—. Lo encontré en el mercado y le conté sobre nuestra discusión. Ahora tú y él saben mi secreto, pero agradecería que nadie más lo supiera, al menos hasta que me sienta segura de contarlo.

¿Se lo contó a él?

El nudo en mi pecho se apretó con fuerza. No cambiaba nada en mis planes, pero me hervía la sangre que lo hubiera hecho. ¿Por qué Benicio? ¿Qué necesidad tenía de involucrarse más de lo necesario? Ahora entendía su maldita advertencia, esa frase que rondaba en mi cabeza como un eco: "Emma no será tu gallina de los huevos de oro."

Nos despedimos. No hubo más palabras. Ella caminó en una dirección, yo en otra.

De vuelta en mi departamento, me abrí una cerveza, luego otra, y otra más. Pero no importaba cuánto bebiera, las voces en mi cabeza no se callaban.

¿Por qué todo tiene que ser tan complicado?

Tenía lo que cualquiera soñaría: las canciones, la banda, mi fecha confirmada en Alternox. Amigos, contactos... y sin embargo, aquí estaba, en una espiral autodestructiva. Mi ansiedad me devoraba vivo, y no podía evitarlo.

¿Qué está mal conmigo? ¿Por qué hago esto?

Las preguntas retumbaban como una campana hueca. Me odiaba por necesitar tanto, por arrastrar a otros en mi ambición desmedida. ¿Tan poco creía en mí mismo que debía exprimir a Emma hasta asfixiarla, solo para no ser humillado por Debra o mis padres?

Fracasado. Eso eres, un fracasado.

La palabra se repetía, una y otra vez. Me detestaba. Era un impostor, un genio de cartón construido sobre privilegios. Sin ellos, no era nada. Incluso con ellos, lo arruinaba todo.

Entonces, en medio de esa oscuridad, una luz apareció.

Un mensaje. De Emma.

"No puedo dormir, pero todo lo que pasó hoy me ayudó a terminar las canciones de la banda. ¿Quieres un adelanto?"

Leí esas palabras, una y otra vez. En un instante, las voces se apagaron, el odio se disipó. Incluso después de todo, Emma era capaz de calmar la tormenta y dibujarme una sonrisa.

"¿Terminaste todo? Estás loca... No me digas nada aún. Quiero que mañana salgamos a pasear y me muestres todo. ¿A dónde te gustaría ir? Tengo que enmendar lo de hoy."

Me reí, solo, frente a la pantalla. Qué idiota debía verme, con una sonrisa tan amplia que dolía en mis comisuras.

"Está bien si vamos a un lugar al aire libre, necesito desintoxicarme de la ciudad."

"Mañana tomate el día libre en Deadrops, y paso por ti a las nueve."

Mi corazón latía con fuerza, incapaz de calmarse. Releí nuestra conversación una y otra vez, y cada palabra de Emma se quedaba grabada en mí como si fueran promesas.

No podía negarlo más. Quería remendarlo todo. Quería darle a Emma los mejores días de su vida, aunque no la mereciera.



No recordaba la última vez que me había sentido tan inquieto frente a una chica. ¿Alguna vez lo había estado? Siempre había dado por sentado que conseguía lo que quería. Desde que tenía memoria, el mundo parecía estar diseñado para alabarme: el más lindo, el más simpático, el que prometía diversión. Nunca tuve que esforzarme para gustar; no pedía números ni planeaba estrategias. Ellas llegaban a mí, y yo elegía.

Tenía carisma, belleza, dinero y una actitud extrovertida que hacía todo más fácil. Pero ahí estaba, en mi habitación, frente al espejo, sintiéndome torpe e inseguro por primera vez en mi vida. ¿Cómo podía ser que una chica tan sencilla como Emma me volviera tan inestable?

Pensar en ella hacía que perdiera toda certeza. No podía leerla; sus gestos, sus palabras, todo en ella parecía decir mil cosas entre líneas, y yo no atinaba a comprender ni una sola. Era frustrante, desconcertante, y de algún modo, irresistible.

Incluso mi ropa me traicionaba. Me puse una camisa y la cambié por otra. Luego una más. Toda la ropa de Deadrops me parecía infantil. ¿Me veía inmaduro? ¿Ella pensaría eso de mí? Mi cabello verde estaba desteñido en las raíces. ¿Le parecería ridículo? Antes, esas eran las cosas que me daban confianza, pero ahora se sentían como cargas. Por primera vez, me importaba lo que una chica pensara de mí, y esa idea me aterraba.

Al final, opté por lo seguro: un total black. Camiseta sin mangas, jeans rotos, lentes oscuros. Y mi maldito cabello verde. Un atuendo clásico, con menos probabilidades de fallar. Me puse perfume y salí a recogerla, llegando cinco minutos antes de las nueve.

Mi respiración se aceleró al no verla en la entrada de su edificio. Miré la hora. Faltaban unos minutos. Di vueltas por el patio, mordiéndome las uñas.

¿Y si decide plantarme? ¿Si todavía está enojada?

Mis pensamientos, siempre dispuestos a sabotearme, empezaron a desbocarse.

¿Y si Benicio le llenó la cabeza con tonterías anoche? ¿Y si decidió que no era ético salir conmigo? Porque seamos sinceros, ninguna relación puede sobrevivir a este tipo de... citas.

Miré la hora de nuevo. Eran las 9:01. Escribí un mensaje: "Buenos días, no me digas que te quedaste dormida." No llegué a enviarlo.

La vi salir de su edificio. Mi corazón se detuvo por un segundo. Y luego arrancó con fuerza.

Dios, no...  Se ve demasiado bien.

Emma estaba perfecta: su cabello trenzado, su maquillaje apenas perceptible, ese vestido azul que le llegaba por encima de las rodillas... incluso su aroma, una mezcla de vainilla y miel, parecía más intenso que de costumbre.

—Justo a tiempo —dijo ella, y sus ojos, algo hinchados, me recordaron cuánto había llorado por mi culpa—. Tenía que hablar con mi madre por lo de ayer.

—Lo siento —solté de inmediato—. No quería que tú y tu madre terminaran discutiendo.

—Fue solo un intercambio de palabras —respondió, y buscó mi mirada. Sus ojos pardos brillaban con la luz del sol—. Y bien, ¿a dónde vamos?

—Es una sorpresa.

La guié hasta el estacionamiento, donde estaba mi auto. No era gran cosa, ni de cerca tan llamativo como los autos de lujo que solía tener cuando vivía en casa de mis padres. Pero era mío, comprado con lo que había ganado en el taller.

Emma lo miró con curiosidad, pero no dijo nada. Pensé en lo poco que sabíamos el uno del otro, lo extraño que era sentir que su presencia en mi vida ya se sentía imprescindible. Antes de ella, no sabía que podía ser tan diferente.

Encendí el auto y puse música en el reproductor. Quería llenar el silencio con algo cómodo, algo que nos hiciera cantar o hablar de las canciones nuevas. Pero mis pensamientos no me daban tregua. Mi vista se desviaba de tanto en tanto a sus muslos descubiertos o al escote de su pecho. Era absurdo, casi ridículo, que mi mente vagara hacia lo que no podía permitirme sentir.

—Todavía no me dijiste a dónde vamos —preguntó Emma, frunciendo el ceño al ver que tomaba la autopista.

—Vamos a Costa Rosa —dije, con la vista fija en el camino—. Es mi ciudad natal. El día está ideal para ver el mar. Quiero mostrarte mis lugares favoritos.

—¿Costa Rosa? —repitió.

Su rostro lo decía todo. Miró su vestido, luego su reflejo en la ventanilla, y apretó los labios. Sabía lo que pensaba. Costa Rosa era la ciudad de los ricos: playas exclusivas, tiendas de lujo, barrios cerrados. Solo había tres tipos de personas en Costa Rosa: los millonarios que vivían allí, los turistas adinerados que visitaban, y los empleados que los atendían.

—Debiste habérmelo dicho —dijo, haciendo un puchero—. Creí que iríamos a una plaza o un parque a hacer un picnic. No me arreglé para la ocasión.

Me reí a carcajadas. No pude evitarlo. Su preocupación era tan auténtica, tan ingenua, que me resultaba adorable.

—Estás perfecta —le aseguré—. Y si te hace sentir más segura, te prometo que en Costa Rosa nadie se fija en lo que trae puesto el otro.

Cuando el aroma a mariscos se hizo más intenso y las palmeras comenzaron a alzarse sobre la autopista, supe que ya estábamos cerca de casa. Una mezcla de nostalgia y melancolía me invadió al recordar lo bueno, pero también lo malo. El aire era fresco y salado, una brisa que contrastaba con el calor abrasador del sol. A lo lejos, los altos edificios de vidrio brillaban como espejos, los barrios cerrados se escondían tras arbustos y bosques, protegiendo los lagos artificiales y el insano derroche de los más privilegiados.

Las calles estaban impecables, sin un solo bache, y los autos que pasaban eran de último modelo. Incluso las publicidades eran un desfile de primeras marcas, como si en Costa Rosa no existiera espacio para lo ordinario.

Podía sentir la incomodidad de Emma. Su respiración había cambiado, sus manos jugueteaban con la hebilla de su bolso, y su mirada se desplazaba inquieta por las ventanas. No quería que pasara un mal momento, así que giré el volante y aceleré hacia las solitarias playas del sur, lejos del bullicio de los ricos.

Las playas del sur eran más tranquilas, ubicadas en un pequeño barrio de clase media que resistía a duras penas la gentrificación que había desplazado a sus habitantes originales. Allí vivía el sector trabajador de la costa, familias que alguna vez sostuvieron la economía local antes de ser relegadas a este rincón apartado.

No mencioné que de allí provenía Debra. Ese tema era un campo minado. Ella solía echarme en cara que tuvo que trabajar desde muy joven para salir adelante, mientras yo tiraba a la basura privilegios que ella habría dado todo por tener.

Pero no podía pensar en Debra con Emma a mi lado. Y menos cuando su humor pareció iluminarse al detener el auto frente al mar. Su mirada brillaba, y su sonrisa... esa sonrisa eclipsaba hasta al sol más radiante. Me mordí los labios para contenerme, temiendo que un cumplido excesivo pudiera arruinar el momento.

Las olas danzaban con calma frente a nosotros, y la playa parecía haberse reservado exclusivamente para los dos. Solo algunas personas paseaban, otros hacían ejercicio o jugaban con sus mascotas, pero el lugar estaba despejado para un día tan perfecto.

—Mi niñera solía traerme aquí de vez en cuando —le dije, deteniéndome para mirar el horizonte.

Emma también se detuvo, y me observó con interés.

—¿Tu niñera? —preguntó, con una curiosidad genuina—. ¿Qué pasó con ella?

Suspiré antes de responder, intentando que mi tono sonara ligero.

—Denise me crió desde que nací. A veces, mis padres tenían viajes de trabajo o eventos en los que no podían incluirme, y ella me traía a pasear por su barrio. Me mostró un lado de Costa Rosa que mis padres ni siquiera sabían que existía: gente distinta, con historias más reales.

Comencé a caminar hacia la playa, tratando de sacudirme el peso de los recuerdos.

—Pero crecí, y... bueno, dejó de ser necesaria en mi vida.

Emma no dijo nada al principio. Solo me observaba, como si tratara de entender algo que yo mismo no podía explicar.

—¿Nunca más la viste? —preguntó, con un leve rastro de preocupación en su voz.

Negué con la cabeza, aunque la pregunta me incomodó más de lo que esperaba.

—No —respondí, tratando de sonar indiferente—. Cuando era chico no lo entendía, ella me había criado desde que era un bebé. Me dolió que se fuera. Quería que estuviera ahí cuando tuviera mi primera novia, en mi graduación, en todo. Pensaba que siempre iba a ser parte de mi vida. Pero luego acepté la verdad: yo no era un hijo para ella. Era buena conmigo porque para eso le pagaban. Todo era un intercambio para bien de ambos.

Hice una pausa, buscando en su rostro algún indicio de juicio.

¿Por qué estoy diciendo esto? Estoy dejando mal a Denise cuando lo mejor que hizo fue alejarse de ese ambiente en donde abusaban de ella. Soy un puto asco.

Emma no respondió. Solo me sonrió con esa calidez suya que parecía desarmar cualquier barrera. Se quitó las sandalias para caminar por la arena, y yo no pude evitar fijarme en sus pies delicados, temiendo que el calor los lastimara.

—No necesitas justificar todo, Jamie —dijo con suavidad, rompiendo el silencio—. A veces las cosas suceden. No siempre tienen que ser culpa de alguien.

Me quedé callado, observando cómo avanzaba unos pasos por la playa, dejando huellas ligeras en la arena. Había algo en Emma, en su forma de ser, que me hacía sentir más humano y más sensible de lo que nunca había sido antes.

—¿Por qué no la buscaste tú? —preguntó Emma de pronto, con una mezcla de curiosidad y desafío que me descolocó por completo—. Me cuesta creer que, después de tantos años, no hubiera un lazo de amor. Si solo era un intercambio de trabajo por dinero, no creo que ella te hubiese marcado tanto.

Sus palabras me tomaron por sorpresa, golpeándome donde más dolía. Pensé un instante antes de responder ya que no quería decirle por qué no la buscaba. ¿Cómo podría hacerlo? Era casi seguro que yo le haría acordar a todos los maltratos de mi madre y a los acosos de mi padre. Me avergonzaba ser hijo de ellos, me avergonzaba contarle a Emma los crímenes de mis padres, incluso si yo no tenía nada que ver con ellos.

—Le pagaban muy bien por su amor maternal —dije, dejando escapar una risa amarga y forzada—. Además, tenía sus propios hijos. No importaba cuánto cariño me tuviera, había personas a las que amaba. Yo pasé a ser un viejo conocido. Es la realidad de los niños ricos: casi ninguno es criado por sus padres.

Dios, qué asco doy.

Llegamos a la orilla, donde el agua salada mojaba nuestros pies, brindando un alivio refrescante tras el largo viaje. Emma se quedó en silencio, mirando al horizonte como si buscara algo entre las olas.

—Jamie... —comenzó con un tono que delataba su vulnerabilidad—. Yo conocí a Billy, y fue la peor experiencia de mi vida.

Sus palabras eran un cuchillo que cortaba el aire entre nosotros. Quise decir algo, detenerla antes de que se lastimara más, pero ella continuó.

—¿Sabes la diferencia con Denise? —preguntó, mirándome por un instante antes de volver su vista al mar—. Tú la conocías, y creo que ella te marcó a ti, casi como una madre. Si la buscas, estoy segura de que te recibirá como al niño que fuiste. En cambio, yo...

Emma titubeó, y su voz se quebró. Era como si por fin se diera permiso para sacar todo lo que llevaba dentro.

—Solo fui alimentada por mis falsas expectativas. Billy nunca me quiso, me vio como un obstáculo para su fama. Renunció a su paternidad a cambio de una casa. Cuando cumplí ocho años, insistí en conocerlo. Mi madre creyó que quizá ya había cambiado de parecer. No puedo culparla, era joven e inmadura...

No necesitaba terminar la frase. La angustia en su rostro lo decía todo.

—No digas más —le pedí, incapaz de soportar verla tan herida. Aunque quería saberlo todo, no quería que ella se quebrara frente a mí—. Tenía pensado llevarte a comer mariscos en el parador de la playa. Solo quería que tuviéramos un buen momento.

Emma asintió, aunque sus ojos seguían cargados de dolor.

—Está bien —dijo, como si quisiera convencerse a sí misma—. Pero quiero que entiendas por qué reaccioné así. Billy Mason no solo me rechazó, Jamie. Me desprecia. Mientras canta sobre las injusticias sociales, yo soy su secreto bajo la alfombra, la prueba de su hipocresía. Él no está orgulloso de sus raíces, él odia los suburbios y es feliz siendo un millonario. Todo lo que quería era escapar de ese miserable lugar al que tú fuiste por elección.

Su mirada se endureció y continuó:

—Aquella vez vi su odio reflejado en mis ojos. Tuve miedo. Miedo de que mi existencia fuera un error. Ese sentimiento ha persistido durante años, sintiéndome fuera de lugar y condicionando cómo veo a las personas.  Lamento decírtelo, pero para mí Billy está muerto.

Así que ese es el panorama.

Un reencuentro emotivo entre padre e hija iba a ser mucho más complicado de lo que había imaginado. Necesitaba un plan B, ser más cauteloso y quizá demorarme más de lo previsto. Al menos Emma estaba abriéndose conmigo, pero sabía que tendría que avanzar con cuidado y sin presionarla.

—Ya no es mi ídolo —dije, con sinceridad. Desde que me enteré de lo que era Billy en realidad, sentía vergüenza de haberlo admirado tanto.

Emma sonrió con tristeza.

—Puedes separar el arte del artista, creo que es posible. No niego el impacto que tuvo su música en el rock moderno. Negar su talento no es mi intención.

—Conozco artistas mejores, que serán más grandes —le respondí, devolviéndole una sonrisa cálida.

Para mi sorpresa, Emma se contagió. Sus mejillas se ruborizaron ligeramente, y en ese momento sentí un deseo irrefrenable de acercarme más a ella. Cada gesto suyo, cada palabra, me atraía como un imán. Pero sabía que no podía permitirme caer en esa tentación.

La ecuación era sencilla: un affaire con Emma significaría problemas con Debra, a su vez, esos significaba que debería decirle adiós a Alternox. Y no estaba dispuesto a enfrentar ese huracán sin mi paracaídas: Billy Mason.

El resto del día transcurrió en una calma casi perfecta. Paseamos por la playa, dejando que el agua salada nos relajara mientras nuestras risas y conversaciones llenaban el aire.

Al mediodía llegamos al parador. Era un sitio pintoresco de estilo surfista, con tótems hawaianos, muebles reciclados y decoraciones hechas con cocos y flores. Emma parecía encantada. Lo noté en cómo sus ojos brillaban al mirar alrededor, en su expresión de gozo al probar la comida, y en la forma en que tarareaba cada canción que sonaba en el lugar. 

Durante la comida, repasé las letras que había escrito para el disco de Verde Caos. Sus palabras cerraban la historia de Miss Smile de manera impecable, con frases llenas de dramatismo y verdad, reflejando un viaje de autodescubrimiento tras una vida en la oscuridad.

Era perfecto. Uno de mis seguros de vida estaba listo: mi primer disco.

Sin embargo, lamentaba que eso significara pasar menos tiempo con Emma. Por otro lado, la emoción de entrar en acción, de finalmente demostrar para lo que estaba hecho, era casi abrumadora. Los escenarios, las grabaciones, los estudios profesionales... Todo estaba en marcha para tocar el cielo con las manos y llevar a Verde Caos a la historia del rock.

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