Capítulo 10: El niño bien
LADO B: JAMIE
Luego del trabajo en Deadrops, a Emma le quedaba escribir un disco para mí.
—Me gusta lo que había en tu libreta —dije—, todas las poesías tienen un sentido, es como si contaran una historia de una misma persona: Miss Smile. Un álbum conceptual es lo que atrapa a la gente, es como un libro del que pueden ser parte, formar una comunidad y armar teorías. Me interesa más que canciones sueltas. Es más artístico.
Los ojos de Emma brillaron mientras le servía una porción de pastel junto a una taza del mejor café en granos.
—No estoy segura de que las ideas ahí te representen bien —me dijo, como si eso me importara—. Las escribí pensando en mí, en mis momentos malos. Deberíamos buscar algo que añadirle para hacerla parte de ti.
Apreté mis dientes con fuerza, no quería que todo terminara convirtiéndose en una sesión de psicología. No estaba dispuesto a contarle nada de mi pasado, porque mi pasado no tenía nada de malo. No tenía esas historias de vida en la ciudad, no tenía relatos de rechazo social ni familias disfuncionales, que era lo que más se vendía en la industria.
Yo venía de una familia acaudalada de la zona costera del país, mis problemas estaban solucionados incluso antes de nacer. Siempre había estado rodeado de decenas de amigos, y todos eran tan perfectos como yo. Teníamos una vida de lujo, viajes, eventos importantes a los que había que asistir si querías tener contactos útiles para tus propósitos. ¿Mujeres? Siempre había tenido a todas las que quería, y entre todas, elegí a la mejor para llegar a donde quería. No podía escribir sobre eso porque era consciente de ser parte de una minoría. Y yo quería que las masas escucharan a Verde Caos, pero esas masas se identificarían con Emma, no conmigo.
—No quiero hablar de ello —siseé, y las cejas de Emma se fruncieron con preocupación. Quizás pensaba que tenía un trauma o algo así, y ella había metido la pata.
—Prefiero una historia ficticia, pero tampoco soy bueno para escribir sobre eso.
—¡Vamos, Jamie! —ella insistió—. Eres un chico de los suburbios. No hay una sola persona que no haya pasado por un evento del que quiera hablar. O tal vez algo que hayas visto en tu entorno, si no quieres ser personal. ¿Cómo es posible que no haya nada que te inspire?
—Emma, por algo te llamé a ti —borré mi sonrisa y fui directo.
Emma se ruborizó. Era mi deber marcarle el límite, no hablaría de mí.
—¡Podemos hacer una historia ficticia, modificando la de Miss Smile! —exclamó ella.
Bingo.
Las horas con Emma pasaban como agua entre los dedos. Ella escribía y rimaba con demasiada facilidad, siempre me pedía mi opinión y me decía que una canción perfecta era aquella con una letra sincera. No me ponía celoso de su talento, estaba orgulloso de haberla encontrado y de hacer que estuviera de mi lado. De eso se trataban los contactos: de realizar tareas tediosas y facilitarnos el camino al éxito.
Sin darme cuenta, me había quedado apoyado en la mesa viéndola escribir. Sus ojos se movían rápido y pestañeaba sin cesar. Sus labios parecían estar murmurando palabras, era como si sus pensamientos fluyeran más rápido que sus manos, que escribían de forma desprolija pero eficaz.
Emma levantó la vista y me miró a los ojos. Un silencio profundo nos envolvió, llenándonos de incomodidad. Ella volvió a bajar la vista y mordió su labio. ¿Hacía cuánto tiempo la estaba mirando sin decir nada?
—Lo siento —le dije—, no se me ocurre nada que compita con tus ideas.
—No es una competencia —respondió ella sin mirarme. La había intimidado con mi mirada silenciosa.
Tenía una respuesta para mi actitud, y era que estar con ella me daba paz. A pesar de mis juegos para ganarme su confianza, los momentos en los que nos divertíamos a solas eran sinceros. Conocía miles de personas, pero era un desafío encontrar a alguien con quien tener conversaciones profundas y momentos tranquilos. Podía decir eso de Benicio, y quizás de alguna que otra amistad en el pasado. Lo encontraba tan extraño como relajante.
—¿Cómo trabajas mejor? —le pregunté, mientras me desperezaba—. ¿Quizás en tu casa... o en un parque?
—Mi casa es mi santuario —dijo, todavía con la mirada en sus notas, pero luego alzó la vista—. Te oí en el stream de Fleur, cantaron una canción muy linda. Tu banda tiene potencial, pueden escribir sus propias canciones. ¿Por qué insistes con mi ayuda?
—La escribió Benny, nosotros ayudamos con la música —respondí con desgano. Ya me estaba hartando su síndrome del impostor—. El problema es que Benny es más experimental, le gusta mezclar géneros. Con los chicos, Luke y Oliver, queremos ir a lo seguro.
Emma alzó una ceja y apretó los labios. No me gustaba esa cara, era la misma que ponían las personas cuando juzgaban tus palabras para mal.
—¿Lo seguro? —me preguntó. Casi pude sentir algo de rechazo hacia mí.
Tragué saliva. Había bajado la guardia y dije lo que pensaba.
—Cuando trabajas en una banda tienes que conformar a todos los miembros —respondí, tratando de salvarme—. Hay que ceder cosas, como en una relación de pareja, ¿lo entiendes, verdad?
No hacía falta que me lo dijera, Emma no había estado con nadie jamás. Al menos ahora volvía a estar nerviosa y ruborizada. La verdad era que, cuando me refería a "lo seguro", lo hacía pensando en un género que atrapara a las masas. No podía darme el lujo de inventar algo nuevo que fracasara, necesitaba seguir la receta del éxito. Pero ya sabía que a una "artista" como Emma las cosas que consideraba poco genuinas no le gustaban.
Ella no lo entendía, había un mundo que desconocía, el mundo real, más real que toda la urbe. Me refería al mundo que controlaba todo lo que nos rodeaba, el mundo en el que había crecido, ese mundo que me había enseñado a adelantarme a las acciones de los más ingenuos, así como yo había hecho al registrar sus poesías a mi nombre.
Mis padres no tenían tiempo para tonterías, así que para todo lo que consideraban un gasto innecesario de tiempo, tenían contratadas personas. Estaba quien limpiaba, quien conducía el auto, quien cocinaba y quien me criaba a mí.
Mi madre había sido una modelo de pasarelas de alta costura, reconocida por los más entendidos del tema. Luego de dos embarazos, había podido seguir con su carrera algunos años más, pero cuando yo nací tuvo que retirarse del negocio. Siempre decía que conmigo su cuerpo se había deformado. De igual manera, no tenía que trabajar teniendo a un político como esposo.
Mi padre no solo era un diputado del partido conservador, sino que también era el principal accionista en una de las más importantes petroleras del país. Conocía el trabajo, o por lo menos lo sabía a medias, ya que nos llevaban a todas las reuniones y eventos. No se trataba de una cuestión de responsabilidad parental, mis padres me preparaban para el futuro.
Mis hermanos eran perfectos en cumplir las expectativas de mis padres. Sally, la mayor, era igual a mamá, pero con la inteligencia de papá. Bruno compensaba su falta de ingenio con diligencia y obediencia. Y luego estaba yo, por ser menor pasaba más tiempo con Denise, la niñera. Ella era una mujer de la urbe que me había enseñado de la buena música.
—No puede ser que en esta casa no escuchen música —se quejaba mientras jugaba conmigo—. Necesitas cultivarte, Jamie. ¿Conoces a RedBlack? ¡Por Dios, Billy Mason es un dios del rock encarnado! ¡Lo amo, haría cualquier cosa que me pidiera!
La forma en que Denise hablaba de Billy Mason y lo amaba incondicionalmente me llenaba de curiosidad. El fanatismo por un músico era algo que desconocía. Era muy diferente al respeto que la gente tenía por mi padre, algo febril e incontrolable, pero sobre todo real. No podía negar que me emocionaba escuchar sobre eso, incluso me imaginaba sobre un escenario, viviendo la experiencia de las multitudes coreando mis canciones. ¿Podía ser amado como Billy Mason?
Por todo lo que ella me mostraba, la apreciaba. Los momentos con Denise eran divertidos y tranquilos como ningún otro. Podía ser un niño como cualquier normal, incluso podía comer chatarra a escondidas mientras mirábamos los recitales que ella filmaba cada vez que iba a un concierto. El tiempo pasaba como agua entre los dedos y deseaba que eso se prolongara para siempre porque ni abrir regalos en Navidad se comparaba con ver los recitales de RedBlack.
El problema era cuando mi madre descubría eso.
—¡¿Qué basura le estás dando a mi hijo?! —gritaba mi madre a Denise, mi niñera—. ¡Jamie tiene una dieta estricta, como todos mis hijos! Quizás no lo entiendas porque eres una fracasada, pero él sí va a hacer algo con su vida, ¡y para eso necesita que sigas mis malditas instrucciones!
Cada vez que Denise era maltratada, mi corazón se comprimía. No podía defenderla. Yo sabía que ella no era más que una empleada y que las instrucciones de mi madre eran claras. Mis hermanos y yo solo podíamos ver ciertos programas seleccionados una hora al día, nuestra dieta no podía superar las 1400 calorías, y nuestra comida no podía contener azúcar. No bebíamos gaseosas ni consumíamos comida chatarra. Podía decirse que era algo bueno, ya que nuestra salud se preservaba mejor que otros niños, aunque la finalidad era tener una buena figura. La imagen lo era todo, me decía mi madre. Durante sus mejores años había estado en los mejores desfiles, mientras que, a medida que su cuerpo se arruinaba con embarazos y los años, ya no existía cirugía que la retornara a sus años dorados.
Mi padre también tenía sus instrucciones. Teníamos que aprender idiomas, equitación, programación, historia y política, aparte de la escuela, la cual, de por sí, era agotadora por tener una doble jornada. Lo único que me gustaba era la clase de música de la escuela, en donde aprendía canciones que en mi casa jamás se escuchaban, entonces la profesora Mariza se encargaba de darme algunos minutos extra de su tiempo, considerando mi entusiasmo, y me enseñaba a afinar y vocalizar.
Tenía que ser perfecto para entrar en los mejores círculos de la sociedad. Debía ser carismático para tener aliados políticos y gente que me siguiera sin cuestionar. Mi imagen debía ser impecable, ya que a través de ella ingresaba la primera impresión que la gente tendría de mí.
De no ser porque Denise era de confianza y mis padres estaban demasiado ocupados en sus cosas, ella no habría tenido la oportunidad de implantarnos la semilla de la música, pero a los trece años fue despedida, la excusa era que ya no la necesitaba más, sin embargo tenía ese mal sabor en la boca que nunca pude exteriorizar.
Una tarde en la que llegué de la escuela, vi el despacho de mi padre entreabierto. Se escuchaban quejidos. Vi como él forcejeaba con ella y le tapaba la boca mientras con la otra mano rasgaba su ropa. El miedo me paralizó y no pude actuar, no pude defenderla. ¿Qué se suponía que hiciera? ¿Qué me pusiera en contra de mi padre o favor de la única persona que me quería un poco? La respuesta era clara, aun así no hice nada y me fui corriendo a mi habitación.
Denise se fue, no sé en qué condiciones, pero no se despidió. Más tarde supe que intentó demandar a la familia, incluso si trataban de ocultarlo de mí.
A pesar de tener decenas de amigos, extrañaba las charlas que tenía con ella. Me había criado y sabía todo de mí, incluso más que mis padres. Pero cuando más necesitaba hablar con alguien de confianza, en un momento en que todo era confuso y caótico, como en la incipiente adolescencia, ella ya no estaba. No había nadie que me escuchara, solo personas que me decían lo que debía hacer. Imagino que ahí fue el fin. Algo se quebró en mí y me sentí ajeno al mundo en el que había nacido.
—Jamie, debes poner atención a tu entorno —decía mi padre—. La política es un nido de víboras. Todos sonríen y dicen cosas, pero no debes escucharlas. Ni un diez por ciento de lo que dicen es verdad. Tras cada oración hay una intención oculta, pero esa intención se manifiesta en los gestos. Aprovecha ese carisma que tienes para que tus intenciones ocultas no sean descubiertas, y podrás llegar alto.
A menudo, mi padre me señalaba a la gente con la que trabajaba, me indicaba lo que decían con sus gestos. Y, la verdad, es que me emocionaba demasiado jugar a ese juego en donde podía ver los pensamientos ocultos, y a la vez aprendía a esconder los míos. Luego recordaba que lo odiaba y quería ser distinto a él.
El problema para mí comenzó cuando empecé a crecer y mis hermanos a triunfar.
Sally fue la primera en dar su salto a la política con veintiún años. Era la mano derecha de mi padre, tenía una elocuencia excepcional y su hermosura sumaba adeptos a un partido político que transmitía valores opuestos a los míos, a los que me había enseñado Denise. Bruno no era tan carismático, y había heredado los peores genes, sin embargo, era tan eficaz en el trabajo que ya se encargaba de los negocios dentro de la petrolera.
Tenía que admitir que no podía seguirles el ritmo. Quizás porque era el menor me ponían menos atención, o quizás era que mis hermanos cumplían las expectativas de mis padres, mientras que a mí ya no me necesitaban. Tal vez se trataba de algo tan simple como que no me interesaba hacer lo mismo que ellos. De igual modo, todo el tiempo que pasaba solo lo usaba para salir con mis amigos, ir a fiestas en sus autos deportivos, viajar, beber, fumar, y hacer todas esas cosas que me habían prohibido en la infancia.
Ya no me interesaba ser político, empresario ni modelo, quería algo más. Ese "algo más" se había estado gestando desde que Denise me había abierto las puertas a un mundo que desconocía, casi como si se tratara de algo mágico y prohibido.
Escuchar música diversa me llevó a cuestionar los valores de mi familia y de la política del partido conservador. No solo eso, Denise me había mostrado que las personas también podían tener relaciones tranquilas, simples y honestas.
Luego de eso, ya no existía forma de hablar con mis padres sin terminar en una discusión atroz. No solo porque hacía música a escondidas de ellos, sino porque mi imagen ya no era perfecta. A los quince teñí mi cabello de verde y destrocé mis camisas. A veces llegaba borracho a casa, y todo se estaba saliendo de control porque mis padres tenían una imagen pública que sostener.
No sabía bien por qué tenía la imperiosa necesidad de llevarles la contra, de escaparme, de hacer de mi vida un caos.
Desde ese entonces ya no los acompañaba en sus juntas y eventos. Sabía que, poco a poco, querían desentenderse de mi existencia, como si nunca hubiese nacido. Tan pronto entré en la adolescencia, ya se habían dado por vencidos, y quizás ese era mi objetivo oculto. Quería, con desesperación, que ya no tuvieran expectativas puestas en mí. Quería ser libre y trazar mi camino.
Primero, me recortaron la cuenta bancaria y las tarjetas. Luego, me quitaron mis autos y mis motos. Se acabaron los viajes.
—¡Voy a tener que internarte en un psiquiátrico si sigues así! —gritaba mi madre—. ¡Tienes todo para triunfar y no haces más que arruinar todo a tu paso! Deberías estar avergonzado. Mientras tus hermanos hacen todo perfecto, tú no eres más que un lastre. No solo arruinaste mi cuerpo, sino que no eres capaz de hacer nada bien.
Me enojaba con ella por lo que me decía, y a la vez sabía que tenía razón. Era un maldito desastre, y sí, tenía vergüenza de mí, pero no podía dejar de seguir aquello que me hacía sentir vivo.
—¡¿Crees que mi imagen es un juego?! —mi padre me lanzó un puñetazo. Desde que lo desobedecía, eso sucedía a menudo, pero yo no me inmutaba, solo lo miraba con odio—. No pienso limpiar ni uno de tus desastres. No tocarás un centavo hasta que hagas lo que yo te digo.
Mi padre quería que dejara atrás mi imagen, que me convirtiera en otra extensión de su ego, pero yo ya sabía leer entre las apariencias, y no quería ser parte de su rebaño.
Mi mente solía quedarse en blanco ante los golpes. Una parte de mí creía merecerlo, porque desde antes de nacer había traído disgustos, pero eso cambió.
—No necesito tu puto dinero, tus contactos y toda esa mierda —le dije, ya con dieciocho cumplidos—. Me iré de aquí, cambiaré mi apellido si eso quieres. Nadie tiene que asociarnos, no quiero tener nada que ver contigo.
La verdad era que tenía mis buenos ahorros con los que sabía que podía sobrevivir.
Mi madre soltó una risa sarcástica.
—¿A dónde irás? —preguntó—. Terminarás bajo un puente. Eres poco inteligente, perderás todo lo que tienes por un capricho. Mírate nada más, pareces un maldito payaso de circo. Estoy avergonzada de tener un hijo como tú.
—¿Sabes qué? —preguntó mi padre—. Es lo mejor, vete de aquí. Solo ensucias nuestra imagen, no tienes arreglo. Pero cuando te canses de fracasar, no vuelvas arrastrándote. Recuerda que te lo dimos todo y tú lo desaprovechaste.
—Yo triunfaré. No los necesito para nada.
Luego de repasar en mi mente mi breve historia de la infancia, Emma terminaba de modificar una de las canciones de su libreta.
Agarré la guitarra y toqué algunas notas mientras vocalizaba para poder interpretarla.
Tenía un nudo en la garganta, las palabras no salían. Era un poco vergonzoso cantar su canción delante de ella y me sentía un idiota por no poder interpretar esa letra que en el fondo sabía bien que no era mía y nunca lo sería. Era una farsa.
—¿No te gustó? —preguntó ella, insegura.
Mordí mi labio inferior y negué con la cabeza.
—Estoy cansado, pero esto es justo lo que quería, Emma —le dije—. Es perfecto, podrías triunfar.
—¿Triunfar? —ella soltó una risita sin comprenderlo, me daba un poco de envidia que ni siquiera se diera cuenta de eso.
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