Christopher miró la hora en el elegante reloj de pulsera que su padre le regaló el día de su graduación. El tic-tac constante resonaba, marcando el paso del tiempo que se escapaba rápidamente. La aguja avanzaba implacable hacia una hora que él sabía que ya había pasado. Maldijo en silencio su tardanza, mientras la ansiedad se apoderaba de sus pensamientos. El seminario al que se dirigía era crucial, una oportunidad única para aprender de uno de los más destacados expertos en neurología, el renombrado doctor Henry Maddox.
Christopher sabía que la neurología no era su especialización; se había dedicado incansablemente a obtener su maestría en cardiología fisiológica. Sin embargo, la reputación del doctor Maddox trascendía las fronteras de cualquier campo específico. Su conocimiento abarcaba desde las técnicas más actualizadas hasta su aplicación en el vasto territorio de la neurociencia cognitiva y más allá, áreas que muchos recién graduados apenas empezaban a explorar. Para él, la oportunidad de absorber ese conocimiento era invaluable. Después de todo, nunca era tarde para aprender, especialmente cuando la información podía ser vital para salvar vidas.
El tiempo se le había escapado mientras conversaba animadamente con un paciente, ajeno al reloj y a la urgencia del momento. Ahora, lamentaba profundamente su tardanza. Llegar tarde a esta cita académica de suma importancia no era una opción. Las palabras del profesor resonaban en su cabeza: "La puntualidad es la cortesía de los reyes". Y él, en este momento, se sentía muy lejos de ser un monarca.
Con el corazón latiendo con fuerza, se apresuró por las calles, sorteando transeúntes con la destreza de un corredor de obstáculos.
Finalmente, con el alivio inundando su ser, divisó el edificio donde se llevaba a cabo el seminario. Con pasos rápidos, entró en la sala, y allí, en la primera fila, estaba el doctor Henry Maddox, con su mirada penetrante y su aura de autoridad intelectual.
Los asientos estaban ocupados hasta el último rincón del anfiteatro, pero Christopher logró encontrar uno justo en la parte trasera. Se acomodó con rapidez y comenzó a prestar atención a su colega. El profesor Maddox estaba en pleno apogeo, compartiendo sus vastos conocimientos sobre neurociencia cognitiva.
Entre los presentes, Christopher reconoció a uno de los pacientes más destacados del doctor Maddox, un joven que había superado un estado vegetativo gracias a la estimulación del nervio vago y diversas terapias cognitivas. La historia de Scott Summers se había convertido en un tema recurrente en los pasillos de los hospitales de Los Ángeles. Su recuperación había sido considerada un verdadero milagro, un faro de esperanza para aquellos que aún luchaban contra condiciones similares.
Observándolo detenidamente, Christopher notó que Summers no debía de haber alcanzado aún los treinta años.
—Es muy joven... —susurró, sorprendido, mientras observaba cómo daba su testimonio.
—Y también muy valiente —respondió una voz a su lado.
Christopher giró la cabeza por un instante y su mandíbula casi se desencajó. Ella era simplemente hermosa. Estaba sonriendo mientras observaba a Summers, y en ese instante, él pensó que era la sonrisa más encantadora que había visto en su vida. Con su cabello rubio, la nariz diminuta y unos labios carnosos y rosados, irradiaba una belleza natural que lo dejó sin aliento.
Se detuvo a escrutarla con una atención que se sentía casi palpable, como si estuviera examinando cada detalle con una lupa. Pero cuando ella notó su mirada fija, volvió su atención hacia él, y sus ojos verdes, tan claros como el agua, lo miraron con una expresión de curiosidad, frunciendo la nariz de manera graciosa.
—¿Necesitas algo? —preguntó la mujer, con un tono seco, mientras arqueaba las cejas.
Christopher se sintió repentinamente como si estuviera en un interrogatorio, y tartamudeó en su respuesta.
—No, yo solo... olvídalo.
Las mejillas le ardían de la vergüenza, pero se obligó a mantener la compostura y a desviar la mirada. Aunque intentaba concentrarse en la charla del doctor Maddox, nunca había sentido tanta incomodidad en su vida. La mujer parecía ser bastante brusca en su trato, pero también estaba profundamente absorta en las palabras del experto, apenas volteando a mirarlo de vez en cuando.
Se preguntó si ella sería una neurocirujana, con esa mirada analítica y segura. También se cuestionó si esa era la forma en que trataba a sus pacientes, con una actitud escueta y desagradable. Cuando finalmente terminó la conferencia, ella se apresuró a dirigirse hacia el escenario. Christopher supuso que, al igual que él, deseaba hacerle preguntas al doctor Maddox, lo que lo dejó aún más intrigado por aquella enigmática mujer, pero en realidad se sorprendió al descubrir que se trataba de uno de los familiares de Scott Summers.
Saludó a algunos colegas mientras esperaba pacientemente que el mejor neurocirujano del país se desocupara. Intercambiaron puntos de vista sobre los temas tratados en la conferencia, discutiendo los últimos avances en neurociencia y compartiendo experiencias clínicas. Una vez que el renombrado cirujano se retiró, Christopher se encaminó hacia la máquina de café ubicada en el largo pasillo del cuarto piso de la Universidad de Stanford.
Aunque no era precisamente el mejor café, sabía que le ayudaría a despertar un poco sus neuronas antes de la próxima cirugía que tendría que realizar en un par de horas. Su glándula pineal parecía segregar más melatonina de la debida, lo que lo dejaba luchando contra el cansancio y la somnolencia en momentos críticos. El café se había convertido en su fiel aliado, proporcionándole ese impulso de energía necesario para mantenerse alerta y concentrado durante las largas horas en el quirófano.
Con una taza humeante en la mano, Christopher inspiró el aroma revitalizante del café recién hecho y se dirigió hacia la salida. Sin embargo, antes de alcanzar la puerta, un cuerpo chocó contra él, derramando todo el contenido líquido sobre su camisa. La tela empapada se adhirió a su piel, y el tejido subcutáneo comenzó a calentarse rápidamente.
—¡Mierda! —gimió, haciendo un movimiento desesperado por quitarse la tela caliente de la piel—. ¡Quema!
—¡Lo siento! —respondió una voz acongojada, y Christopher elevó la mirada. La mujer rubia estaba frente a él—. Te traeré hielo —propuso.
—No te preocupes.
Con paso apresurado, Christopher se aventuró hacia el tocador más cercano. Se despojó rápidamente de la camisa, revelando la enorme mancha roja que se había formado en su abdomen por el contacto del café caliente con su piel sensible. Sin perder tiempo, abrió el grifo y dejó que el agua fría corriera sobre la zona afectada. El líquido gélido calmaba la quemadura y ayudaba a disminuir la temperatura de la piel, evitando que empeorara la situación.
Mientras el agua fría aliviaba la sensación de ardor, Christopher respiró profundamente. Cuando salió del tocador, la mujer lo esperaba en la puerta. Tenía los brazos cruzados y una camiseta de un rojo muy llamativo en la mano.
—¿Estás bien? —pregunto.
—Sí. Estoy bien. Gracias.
—Te traje una camiseta.
La mujer le tendió el pedazo de tela, y Christopher frunció el ceño. No había posibilidad alguna de que llegara a su clínica con una camiseta de ese color tan chillón. Al no ver ninguna reacción de su parte, ella se la colocó en la mano de prepo. Christopher la extendió y, definitivamente, decidió que no iba a ponérsela. La imagen de Britney Spears predominaba el estampado. La calva Britney Spears, con la palabra "iconic" bien grande.
—¿Qué es esto? —intentó no reír, pero le fue imposible.
—Mi mejor amigo tenía una camiseta en su bolso. Es para que no te pasees con la camisa llena de café. Póntela.
Ella era demasiado mandona.
—No hay manera de que lo haga.
—¿Prefieres el café pegajoso? —pregunto, enarcando una ceja.
Christopher suspiró, consciente de que tenía razón. No podía ir a la clínica con la camisa manchada y maloliente. Resignado, se quitó la camisa sucia y se puso la camiseta roja. El rostro de Britney calva mirándolo desde el espejo casi lo hizo reír de nuevo. Le quedaba muy ajustada y corta. Lo reconforto saber que en su oficina tenia ropa, por cualquier emergencia.
—Bien, ahora estás listo para tu próximo concierto de pop de los dos mil —dijo ella con una sonrisa juguetona.
Christopher no pudo evitar sonreír también, a pesar de todo. La situación, aunque incómoda, había tomado un giro inesperadamente divertido.
—Gracias, supongo —dijo, intentando mantener la seriedad.
—De nada —respondió la mujer, quien no pudo evitar emitir una carcajada muy sonora.
—¿Te estás burlando de mí?
—Lo siento, es que pareces del clan Kardashian.
—¿Del clan... qué? —preguntó confundido.
Las cejas de la mujer se elevaron y lo observó atónita, como si Christopher le hubiese dicho que no tenía idea de quién era Darwin o Newton.
—¿No conoces a las Kardashian? —le preguntó sorprendida.
—No. ¿Debería?
Ella lo miró con una mezcla de incredulidad y diversión.
—¡Por supuesto que sí! Son una familia de celebridades muy famosa. Realizan un reality show sobre sus vidas, son conocidos por su estilo extravagante y su presencia en los medios.
—Ah, ya veo. —Christopher frunció el ceño, tratando de recordar si alguna vez había oído hablar de ellos—. Creo que he oído algo, pero no soy muy seguidor de ese tipo de programas.
La mujer sonrió, esta vez con un toque de simpatía.
—No te preocupes, no todos tienen que estar al día con la cultura pop. Es solo que con esa camiseta... —hizo un gesto señalando a la imagen de Britney Spears—, te ves como si estuvieras tratando de hacer una declaración de moda muy audaz.
Christopher se echó a reír, sacudiendo la cabeza.
—Bueno, al menos es una buena anécdota para contar. Piensa en nuestra boda, cuando digamos nuestros votos, hablaremos sobre cómo me arrojaste café hirviendo y me obligaste a utilizar una camiseta ridícula solo para tener una excusa para volver a verme cuando te la devuelva.
Ella se rió, sorprendida y divertida por el comentario audaz.
—¿Nuestra boda, eh? Eso suena interesante. ¿Eres siempre tan rápido para planificar el futuro?
Christopher sonrió, encogiéndose de hombros con una mirada traviesa.
—Solo cuando tengo una buena historia que contar.
—Ni siquiera sé tu nombre y ya me estás ofreciendo matrimonio.
Él hizo una reverencia, que podría resultar una imagen ridícula dada su vestimenta. Luego tomó su mano y la besó. Los ojos verdes de ella lo siguieron en todos sus movimientos.
—Christopher.
—Jessica —respondió ella.
Él sonrió. Era un nombre que le pegaba demasiado.
—Entonces, Jessica... ¿Dónde será nuestra primera cita? —preguntó—. Tiene que ser un lugar épico también. Recuerda que todo lo que hagamos a partir de ahora serán anécdotas para nuestra boda. Hay que divertir a los invitados.
Jessica se cruzó de brazos, simulando que pensaba profundamente.
—Déjame ver... ¿qué te parece un paseo en globo aerostático al atardecer? —se burló—. Es bastante épico y seguro que dará mucho de qué hablar.
Christopher rió, encantado con su respuesta.
—¿Sabes qué? Mejor optemos por la cena a la luz de las velas. No queremos generar envidia a los demás.
Jessica soltó una carcajada.
—Ah, ¿así que eres del tipo romántico clásico?
—Exacto. Entonces... —rebuscó su teléfono en el bolsillo del pantalón y se lo tendió—. ¿Tu número de teléfono?
—¿De verdad estás intentando ligar conmigo después de haberte causado una quemadura? —preguntó, y Christopher encogió los hombros. La mujer realmente le gustaba. Hacía mucho tiempo que no coqueteaba con alguien que realmente le interesara.
—Soy masoquista, qué puedo decir. Y no te preocupes, te prometo que no me vengaré de ti por arrojarme el café caliente.
Jessica lo meditó, pero finalmente aceptó el teléfono de Christopher y comenzó a ingresar su número.
—Tengo que irme ya —dijo, devolviéndole el móvil —. Adiós, Christopher Kardashian.
—Adiós, chica ruda.
Christopher observó a Jessica alejarse con una sonrisa en el rostro. Había algo en su interacción que lo emocionaba, algo que hacía que su corazón latiera un poco más rápido. Guardó el número de Jessica en su teléfono con cuidado y se prometió a sí mismo que haría todo lo posible para mantener viva esa chispa.
Mientras caminaba hacia su próximo compromiso, no pudo evitar pensar en la próxima vez que vería a Jessica. La idea de conocerla más a fondo lo emocionaba, y sabía que esta era solo la primera página de una historia que prometía ser emocionante y llena de sorpresas.
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