•NO PERMITAS QUE TUS MIEDOS SE COMAN TUS SUEÑOS, ES FÁCIL SUCUMBIR AL TEMOR•
JESSICA
Había momentos en la vida en los que me preguntaba quién me había mandado a meterme en situaciones que me excedían completamente.
Dos horas.
Ese era el tiempo que llevaba escuchando las interminables sugerencias de mis mejores amigos sobre qué vestido debía usar, cómo debería ser la decoración, y dónde realizar la recepción. Dos horas de opiniones cruzadas, debates apasionados sobre telas, centros de mesa, y menús gourmet que no tenían absolutamente nada que ver conmigo. Quería desaparecer. Mi único deseo era que apareciera un sicario y me asesinara en ese momento, rápido y a sangre fría. O quizá un meteorito, algo lo suficientemente dramático para acabar con la tortura.
Moría de sueño, lo cual no ayudaba en nada a mi paciencia. Y si eso no fuera suficiente, el estómago me rugía como si no hubiera comido en días. Una porción abundante de cualquier cosa, mientras fuera sólida y contundente, era lo único que deseaba con demasiadas ansias.
—¡Y podríamos tener rosas blancas por todas partes! —exclamó Hannah emocionada— ¡Las rosas blancas simbolizan pureza y eternidad! Sería perfecto.
Me hundí en mi sillón, mirándola con ojos vidriosos. ¿Pureza? ¿En serio?
—¿Qué tal si en lugar de flores usamos... no sé, una montaña de pizza? —sugerí con sarcasmo, aunque el hambre me estaba llevando a considerar la idea con seriedad.
—Jess, cariño —Hannah me miró como si acabara de sugerir sacrificar unicornios—, la boda tiene que ser perfecta. Es el día más importante de tu vida. No puedes tomártelo a la ligera.
Organizar una boda era mucho más estresante de lo que jamás hubiera imaginado. No entendía por qué la gente se sometía voluntariamente a este tipo de trabajos forzados. Debería haber insistido en que lo de Las Vegas ya era más que suficiente. Pero, claro, Hannah estaba tan emocionada con la idea de hacer una fiesta de ensueño, que en un momento de debilidad, acepté. Ahora, estaba pagando el precio.
—Creo que deberíamos usar una temática Black and White —exclamó entusiasmada, mostrando unos bocetos que había traído—. El Hilton sería el mejor lugar para hacerlo. Imagínate, todo elegante y sofisticado.
Scott se había contagiado completamente del entusiasmo.
—Podríamos pedir que adornen con luces led para que simule un cielo estrellado —dijo, y luego se volvió hacia mí—. ¿Tú qué crees?
—Ajá —me limité a responder, apenas levantando la vista.
Ellos seguían hablando emocionados sobre los detalles de la boda, pero yo no podía dejar de pensar en lo abrumador que resultaba todo este proceso. Revisaba los papeles que Melody me había dejado, tratando de concentrarme en cualquier cosa que no fuera el bendito evento.
—¡Jessica! —gritó Hannah —¡Te estamos hablando!
—Sí, claro. Eso, me parece bien —resté importancia al asunto.
Hannah me miró con los ojos entrecerrados y muy exasperada.
—¡Por Dios, Jessica! —exclamó, agitando las manos en el aire como si hubiera perdido toda esperanza—. ¡Podrías poner más emoción, es tu fiesta!
Cerré los ojos por un segundo, inhalando profundamente mientras intentaba reunir cualquier rastro de paciencia que quedara en mi ser. El problema no era la boda en sí. Claro que quería casarme con Stephen y que todo el mundo lo supiera. Pero lo que me estresaba era la histeria colectiva que parecía haberse desatado a mi alrededor.
—Ya he firmado en Las Vegas, ¿recuerdan? —dije, abriendo los ojos y mirándolos con una sonrisa cansada—. Lo que sigue es, básicamente, un circo. Un circo que incluye a Hannah como dama de honor, embriagándose y bailando con Lucka toda la noche, y a ti —dije, mirando a Scott con una ceja levantada—, perro del mal, ligando con todos los heterocuriosos de la fiesta.
Scott dejó escapar un suspiro profundo, claramente frustrado por mi despreocupación.
—Jessica, si bien tienes razón, debes ayudarnos... es mucho trabajo —reclamó, cruzando los brazos con ese aire dramático que siempre le salía tan natural.
—Es mucho trabajo porque ustedes están organizando una boda como si fuera para la reina de Inglaterra —negué con la cabeza, crispada—. No se estresen tanto, contraten una wedding planner. Tengo cosas que hacer y, sinceramente, necesito terminar rápido porque me muero de hambre.
Firmé los cheques que tenía sobre la mesa y tomé el iPad para continuar con lo que realmente me interesaba, pero antes de que pudiera hacer algo, Scott me lo quitó de las manos con brusquedad.
—Ya contratamos una wedding planner, Jess, pero hay que estar allí para supervisarla —me espetó, mirándome como si fuera lo más obvio del mundo.
—Si ya contrataron a alguien especializado en organizar este tipo de eventos, no entiendo por qué me están molestando a mí —repuse, claramente disgustada—. Solo díganme dónde debo presentarme, la fecha y qué debo ponerme. Prometo que apareceré.
Se llevó una mano a la frente, molesto por mi falta de interés.
—¡No es tan fácil, Jess! —replicó con brusquedad—. Los medios estarán allí. Hay una imagen que cuidar.
Le lancé una mirada de incredulidad, sintiendo que el drama se estaba saliendo de control.
—¡Oh, por Dios! —exclamé, levantando las manos al aire—. ¡Ya parecen zombies! Sabes perfectamente que me importa un pepino la imagen que tengan de mí los demás.
Scott suspiró profundamente, encorvando los hombros con un aire de derrota, como si fuera incapaz de transmitirme la emoción que él sentía al planear cada detalle. Sabía que lo hacía con buenas intenciones, pero para mí, lo único que importaba era estar con mi familia. Todo lo demás era, en su mayoría, irrelevante.
—¿Crees que debería ser Valentino el vestido? —le preguntó a Hannah, ignorándome por completo mientras torcía los labios, pensativo.
Rodé los ojos, resignada. Ya había aceptado que mis opiniones no iban a cambiar nada si implicaban poner freno a la gran fiesta que estaban organizando. Para ellos, lo primordial era crear algo espectacular, aunque a mí me bastaba con una celebración sencilla.
—Yo creo que sí. Gucci está muy out a estas alturas en vestidos de novia —afirmó Hannah, con una autoridad digna de una experta en moda. Scott asintió con entusiasmo —. Aunque si le pedimos un buen diseño a Donatella, seguramente nos sorprenda.
Me quedé en silencio un momento, sintiendo cómo la conversación se desviaba a territorios que no me interesaban en absoluto, y decidí intervenir con un toque de sarcasmo.
—¿Donatello? —pregunté, fingiendo confusión—. ¿Invitarán a una tortuga ninja?
Scott me lanzó una mirada gélida.
—¿Es chiste, verdad? —frunció el ceño—. Hablamos de Versace, Jessica. Donatella Versace, no Donatello el mutante.
—¡Por Dios! —exclamé, incapaz de contenerme—. ¡Ya ni bromas se les pueden hacer!
Scott y Hannah me miraron, con expresiones serias mientras continuaban sumergidos en la planificación. Yo, por otro lado, no podía dejar de reírme internamente al pensar en la locura que se estaba desatando a mi alrededor. Empezaba a comprender por qué algunas novias huían del altar en el último momento. Planear una boda no solo era agotador, sino que también transformaba a las personas en versiones más tensas, malhumoradas y a veces, irreconocibles. Todo este caos era suficiente para hacer que cualquiera quisiera desaparecer por un tiempo.
Lo único que necesitaba era que esta tormenta pasara, para poder tener de vuelta a mis mejores amigos, aquellos que no se preocupaban por vestidos de diseñador ni decoraciones extravagantes, sino por pasar un buen rato y disfrutar de lo que realmente importaba.
Hannah me acercó su teléfono con entusiasmo.
—¡Mira estos vestidos de Óscar de la Renta! —dijo, mostrándome con una emoción que parecía inquebrantable—. Son espectaculares, Jess, tienes que verlos.
Fue en ese momento cuando no pude contenerme más. Una carcajada escapó de mis labios, resonando en la oficina. Scott y Hannah se quedaron paralizados, mirándome con confusión. Era como si hubiera interrumpido una ceremonia sagrada, y yo, la novia, era la única que no estaba tomándome esto en serio. ¡Qué ironía!
—¿Qué es tan gracioso?
—¡Lo siento! —respondí entre risas—. Pero es que, literalmente, soy la novia... y parece que estoy fuera de lugar en mi propia boda. ¡Es demasiado absurdo!
Lucka Stevenson, el mejor amigo y publicista de Stephen, irrumpió en la oficina con su habitual porte elegante, vestido con un traje gris impecable y una sonrisa de suficiencia. Su acento islandés resonó con naturalidad mientras se anunciaba.
—Jessica, reunión de comisión en diez minutos.
Mi alma resucitó al escucharlo. Me giré hacia él mientras recogía los papeles de mi escritorio, incapaz de ocultar mi alivio.
—Nunca estuve tan contenta de verte, Stevenson —exclamé.
Él, como siempre, respondió con su encantador toque de arrogancia, dedicándome una sonrisa.
—No eres mi tipo, me gustan morenas —dijo, sin perder un segundo antes de dirigirle una mirada claramente seductora a Hannah.
Sin embargo, Hannah estaba completamente ajena. Con la vista fija en su teléfono, rodeada de decenas de fotos de pasteles, ni siquiera se dio cuenta de la entrada de Lucka. Fue un espectáculo cómico que no pude dejar pasar.
—¡Y a mí me gustan los hombres que sí parecen hombres! —murmuré, levantándome de la silla de un salto como si tuviera fuego en las nalgas. Sin más, me acerqué a Lucka, lo agarré del brazo y prácticamente lo arrastré fuera de la oficina.
—¡Mierda! —exclamó, todavía procesando la escena de la que lo había sacado—. ¡Parece que querías salir de allí!
—Scott y Hannah tienen fiebre de matrimonio —resoplé, rodando los ojos—. ¡Estoy harta de escuchar sobre encaje, vestidos y arreglos florales!
Lucka soltó una carcajada.
—No eres normal. Generalmente las mujeres mueren por tener una boda de princesas de cuentos —comentó con una mezcla de asombro y humor.
—Nunca fui fan de las princesas —respondí —. Siempre me gustaron más las villanas. Ellas siempre tienen una motivación, una razón para hacer lo que hacen. Las princesas solo quieren el maldito beso de amor verdadero, las villanas quieren poder.
Me detuve un momento mientras Lucka, completamente anonadado, se quedó observándome en medio del hall. Frunció el ceño y de repente soltó una risa.
—No puede ser... —murmuró, sacudiendo la cabeza con una sonrisa.
—¿Qué pasa? —pregunté, esperando lo peor—. ¡Por favor, no me digas que has olvidado algo y tenemos que volver con esos dos, no lo soportaré!
—No es eso —respondió rápidamente, levantando una mano—. Es que... me recordaste a Cecile, la madre de Stephen. Ella solía decir algo similar.
Me detuve un segundo, procesando lo que acababa de decir, y luego sonreí con aire socarrón.
—Pues entonces debió ser una mujer muy inteligente.
—¡Presumida! ― Lucka negó con la cabeza, aún con una sonrisa divertida ―. Sí, era muy inteligente, y tampoco era tan normal... en eso se parecen mucho.
—¿Qué es ser normal, de todos modos? —dije mientras ingresábamos a la sala—. Un ser vivo que carece de diferencias significativas dentro del grupo al que pertenece. Yo nací para destacar.
Lucka soltó una carcajada mientras me acomodaba en la sala de reuniones, sintiéndome como si hubiera escapado de una batalla campal. Al menos, había logrado huir de la interminable maratón de preparativos de la boda. El lugar aún estaba vacío, pero el reloj indicaba que la reunión estaba a punto de comenzar. Lucka se dejó caer en la silla de manera despreocupada, echándose hacia atrás mientras me observaba con esa chispa de diversión que nunca lo abandonaba.
—Le voy a decir a Stephen que te lleve directo al psiquiatra —dijo, sacudiendo la cabeza con una sonrisa maliciosa—. A este ritmo, le vas a contagiar tu locura.
—Perfecto, enloqueceremos juntos y seremos felices en nuestro manicomio personal —respondí, sonriendo.
Él soltó otra carcajada, pero la escena fue interrumpida por el rugido feroz de mi estómago, que resonó en la sala vacía como un trueno inesperado. Lucka me miró, alzando una ceja con sorpresa.
—O no has desayunado, o tienes un demonio metido adentro —comentó, claramente divertido, pero también preocupado—. ¿Qué demonios fue eso? ¿Estás bien?
—Sí, desayuné, pero necesito algo sólido... urgente. Mi solitaria lo exige —contesté dramáticamente, poniendo una mano sobre mi estómago en señal de desesperación.
Lucka rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un pequeño paquete. Me lo tendió con una sonrisa victoriosa.
—Tengo una barra de cereal con girasol y quínoa.
Miré el paquete como si fuera veneno.
—Estás bromeando, ¿verdad? Necesito comida de verdad, algo digno de una cazadora de cavernas, no esto... —murmuré con incredulidad mientras miraba la barra.
Pero, resignada, tomé el pequeño paquete y mordí con tristeza la barra de cereal, que, como pensaba, no sabía a nada más que a cartón con semillas. Mientras masticaba, suspiré con dramatismo y dejé caer la cabeza hacia atrás.
—¡Mataría a alguien por unas costillas con salsa barbacoa y patatas con crema!
Lucka me observó con una mezcla de diversión y horror mientras intentaba tragar la pequeña barra saludable que me había dado. Era evidente que la expresión en mi rostro reflejaba mi total desdén por el bocadillo.
—No entiendo cómo puedes comer esto y disfrutarlo —dije, con una mueca de desagrado.
—Es un placer adquirido, querida —respondió Lucka, encogiéndose de hombros con una sonrisa —. Te prometo que con el tiempo incluso llegarás a quererlas.
—Prefiero morirme de hambre —sentencié, dejando la barra en la mesa.
—Si sigues alimentándote así, tus arterias se llenarán de grasa antes de que cumplas cuarenta —me reprendió Lucka, asumiendo el papel de profesor de nutrición.
—Deja a mis arterias en paz. Solo quiero que estas personas lleguen de una vez para que podamos terminar rápido y no me desmaye de hambre —repliqué con frustración, mirando el reloj y esperando ansiosamente el inicio de la reunión.
—La barra es energética y proteica, debería saciarte por un rato —argumentó Lucka, sin levantar la vista de su tableta.
Le lancé una mirada de odio, mordiendo otro pedazo mientras la sala comenzaba a llenarse de gente. A cada minuto que pasaba, mi estómago rugía con más intensidad, y rezaba al universo que esta reunión se terminara pronto para poder calmar a mi estómago.
•••
La última semana había sido una de las más agotadoras que he tenido en mucho tiempo, y la perspectiva de la recepción aún me pesa. Scott y Lenna, la organizadora de bodas, decidieron que el evento se llevaría a cabo en Ford Lauderdale, Miami, ya que era uno de nuestros lugares favoritos. Habían reservado habitaciones en el Hilton para un número de personas que superaba con creces el plan original y habían negociado con un medio local para obtener la exclusiva.
La situación se había desbordado de tal manera que lo único que deseaba en ese momento era escapar a unas vacaciones en el desierto del Sahara, lejos de toda esta locura. El estrés era tan intenso que empezaba a sentirme paranoica. Cada vez que veía un auto que se asemejaba al que vi cerca de la casa de Leonard Dubstatter, mi mente empezaba a hacer conexiones inquietantes. Tal vez solo era la presión acumulada por la boda, pero mi intuición me decía que algo no estaba bien.
Incluso Annie y Sienna parecían haberse contagiado del frenesí de la boda. Jugaban con mi paciencia más de una vez, y su comportamiento extraño solo añadía más caos a mi vida. Todos a mi alrededor se estaban volviendo parte de esta locura colectiva, y lo único que quería era que todo termine pronto para poder recuperar un poco de normalidad.
—¿Por qué tienes esa expresión? —preguntó Stephen, observándome con diversión y curiosidad desde la cama.
Estaba recostado con las manos detrás de su cabeza, en una pose que desafiaba la gravedad de la atracción. Su camisa se ceñía a su torso, delineando cada músculo, y a su lado, Benjamín descansaba contra su pecho, absorto en la caricatura que proyectaba la televisión.
—Estoy muy cansada de las personas —respondí, reflejando mi frustración—. Necesito que ya sea la fiesta y se termine esta tortura.
—¡Fiesta! ¡Fiesta! ¡Fiesta! —gritó el pequeño, levantando las manos y aplaudiendo, repitiendo lo que su tío Scott le había enseñado.
—¡Veo que mueres por casarte conmigo! —exclamó Stephen con una sonrisa, sus ojos brillando con ese cariño y esa picardía que siempre me desarmaba—. Solo faltan unos días, linda. No desesperes, seré todo tuyo.
La forma en que me miraba me hacía sentir como una sexópata fuera de control. Pero no era culpa de Stephen; él simplemente era tan irresistiblemente hermoso, tanto en su físico como en su carácter, que me provocaba deseo y adoración. A veces, me preguntaba cómo podía mantenerme cuerda con él tan cerca.
—Ya me he casado contigo, idiota —le dije, acercándome a él y plantándole un beso en sus deliciosos labios—. Además, ya eras mío sin tener que firmar ningún papel.
—Eso es cierto, pero necesito el papel... siempre tiendes a querer fugarte y con esto te costará un poco.
Su actitud socarrona me hizo reír.
—¿Me desafías?
—¡Claro que no! Sé que perdería —sonrió de lado—. No quería causarte tanto agobio con esto de la fiesta. Mi idea era diferente, pero ya sabes, Scott y Hannah se hicieron cargo.
—Lo sé, es solo que... —me quedé pensativa unos segundos—. Solo quiero unos días a solas contigo y nuestro hijo. Estoy enloqueciendo al punto de ver cosas que no están.
—¿A qué te refieres? —preguntó Stephen con curiosidad, bajando la vista hacia mí mientras pasaba una mano por el cabello de Benjamín, que seguía aferrado a su pecho.
—El otro día me pareció que un auto me seguía y me bajé a interceptarlo —comenté, intentando mantener la tranquilidad. Sin embargo, mi comentario parecía no haberle caído bien; su expresión se endureció y se acomodó en la cama para sentarse.
—¿Estás demente, Jess? —recriminó molesto—. ¿Cómo vas a ir a increpar a alguien que te persigue?
—¡Déjame terminar! —rodé los ojos, casi riendo de su impaciencia—. Eran tonterías mías. La esposa del hombre apareció y le hizo una escena porque pensó que realmente me estaba siguiendo. Lo golpeó y todo.
—Pero ¿quién era? —preguntó, preocupado—. ¿Estaba siguiéndote? ¿Has anotado la matrícula?
—No fue necesario —le aseguré, sonriendo al recordar el incidente—. Te puedo garantizar por su rostro de horror y cómo salió casi corriendo de allí que no me estaba siguiendo. ¡Creo que tenía más miedo a que fuera una loca que quisiera asesinarlos!
Por razones obvias, omití la parte en la cual estuve en la casa Dubstatter; no quería preocuparlo aún más. Stephen suspiró con fuerza y volvió a recostarse en la cama, acariciando el cabello de Benjamín que aún estaba aferrado a su pecho.
—Faltan solo unos días y todo terminará —dijo, intentando tranquilizarme.
—Eso espero. ¡Hasta Sienna se ha tornado insoportable! —chillé cansada, arrojándome encima de Stephen con todo el peso de mi cuerpo.
—¡Auch! —se quejó, haciendo una mueca mientras intentaba acomodarse bajo mi peso.
—¿Tanto músculo en vano? —me burlé. El pequeño se arrojó sobre nosotros, riendo a carcajadas.
—¿Tú de qué te ríes? —recriminó Stephen a nuestro hijo, quien volvió a tirarse encima de su padre—. Deberías estar durmiendo. ¿De dónde sacas tanta energía?
El niño salió corriendo hacia la habitación, y Stephen lo levantó en brazos, llevándolo por el aire con una risa contagiosa. Mientras tanto, mi celular sonó con la foto de Hannah en la pantalla.
—Otro día hablamos, Hannita —dije, apagando el teléfono y recostándome en la cama.
Después de un rato, Stephen entró en la habitación, quitándose la camisa y colocándose encima de mí. Su piel cálida y desnuda se sentía reconfortante contra la mía.
—Creo que Lucka está a punto de realizar un viaje largo sin regreso —comentó, pasando la punta de su nariz por mi escote, provocándome cosquillas que me hicieron soltar una risita.
—¿Qué le ha pasado? —pregunté, aunque una parte de mí ya se estaba relajando en su abrazo.
—Hannah Phoenix acaba de llamarme por enésima vez en el día. Está más emocionada que la misma novia. Debí habérselo propuesto a ella —respondió, sonriendo mientras sus manos frías tocaron mi abdomen, levantando mi blusa para depositar suaves besos allí.
Mis dedos se enredaron en su cabello mientras sonreía, imaginando cómo sería una relación entre Hannah y el tatuado. La idea era divertida, aunque también un poco inquietante.
—Le doy dos días a ese matrimonio. Me gustaría verlo.
—Yo creo que no duraríamos ni un solo día —repuso, haciendo una mueca de disgusto—. Terminaría en prisión por coserle la boca para no escucharla nunca jamás.
Stephen continuó explorando mi piel por debajo de la blusa, sus manos recorrían cada rincón con ternura y un toque de desesperación, como si el simple contacto pudiera aliviar el estrés que ambos estábamos sintiendo.
—Si tú estuvieras con Hannah, ¿se supone que yo debería estar con Lucka? —pregunté, frunciendo el ceño. —No, no es mi estilo. Tendría que buscar a otro hombre.
Levantó su rostro y me miró con seriedad. Sus ojos brillaban de celos.
—¿Y por qué saldrías a buscar a otro hombre? —inquirió, claramente inquieto por mi comentario.
—Si tú estuvieras con Hannah, yo tendría vía libre. ¿Crees que moriré virgen y soltera? —me reí, viendo cómo sus celos empezaban a aflorar nuevamente. —¡Era solo una idea en un universo alternativo!
—En este o en cualquier universo alternativo, no permitiría que estés con nadie más que no sea yo —dijo, acercando su rostro al mío con una intensidad lasciva en sus ojos.
Sus labios estaban a milímetros de los míos y mi piel ardía bajo su mirada.
—Mmmm, no lo sé —respondí, pasando mis manos por su cuello y sintiendo la calidez de su piel bajo mis dedos—. Quizá te haga esperar a la luna de miel para tener sexo nuevamente.
—Me has estado persiguiendo toda la semana con tu cuerpo sexy, provocándome y haciéndome el amor cuando se te daba la gana. Ahora no me vengas con esos juegos.
Su voz se volvió profunda y grave, y sus brazos me rodearon con fuerza, abrazándome con un calor reconfortante. Comenzó a trazar un sendero de besos suaves por mi cuello, cada toque aliviaba el caos del día. Stephen tenía una habilidad innata para relajarme, su cercanía era todo lo que necesitaba para olvidarme de las tensiones.
Sus manos comenzaron a explorar mis piernas por debajo de la falda, con un movimiento decidido y lleno de deseo, bajó las tiras de mis bragas. Sentí cómo un escalofrío recorría mi piel ante el contacto de sus dedos, una mezcla de excitación y la sensación de estar completamente a su merced.
—Después soy yo la adicta al sexo —comenté con una sonrisa, mientras intentaba controlar las risas que se escapaban por la intensidad del momento.
—Si fuera por mí, viviría entre tus piernas —respondió, quitándome la falda y mordisqueando suavemente mi pierna, lo que me hizo soltar un gemido ahogado.
Se echó hacia atrás para despojarse del resto de la ropa que aún llevaba puesta. Mientras lo hacía, me apoyé sobre mis codos, admirando la figura del hombre que tenía delante.
—¿Por qué me miras así? —preguntó, mientras se subía sobre mí con una actitud dominante.
—Tiene razón Hannah —respondí, con una sonrisa traviesa—. Tengo muy buen gusto.
—Soy el único realmente atractivo que has tenido, nena.
No estaba completamente de acuerdo, pero decidí mantenerlo en secreto para no estropear el momento. Nicolae era ciertamente seductor, a pesar de su carácter insoportable y manipulador. Y Christopher, era bueno, carismático y muy atractivo, pero no podía compararse con Stephen. La realidad era que Stephen era lo mejor que me había pasado en la vida.
Sus manos recorrieron mi cuerpo con una suavidad que me volvía loca. Con un movimiento decidido, me levantó por las caderas, y un gemido escapó de mis labios cuando lo sentí dentro de mí. Sus embestidas se volvieron cada vez más intensas, y me retorcí de deseo, sintiendo cómo mi temperatura corporal se elevaba a niveles insostenibles.
Mi cuerpo se convirtió en un volcán a punto de entrar en erupción. La presión y el deseo se acumulaban hasta el punto de no poder contenerlos más.
—¡Mierda! —grité con voz ahogada, mientras la intensidad del momento alcanzaba su punto máximo.
El calor subió hasta mis mejillas y estallé en un orgasmo tan intenso que causó espasmos en todo mi cuerpo. Su cuerpo tembló sobre el mío cuando llegó al clímax.
—Espero haber cerrado bien la puerta —murmuró en mi oído, con la voz cansada mientras apoyaba su rostro en mi cuello. —Lo que faltaría es que Annie vuelva a entrar y nos encuentre en esta posición.
Tratando de reponerme, tomé un sorbo de agua de la botella que tenía en la mesita de noche.
—Pobre de ella —dije con una sonrisa—. Eres como su hijo. Sería como si encontráramos a Benjamín en una situación similar.
—¡Qué horror! —exclamó Stephen, mirándome con disgusto—. ¡Ni hablar de eso!
Sus brazos aún apretaban mi cintura, pero su cuerpo reposaba a un costado del mío. No podía creer que fuera tan cerrado al tema teniendo un hijo varón.
—Sabes que algún día tu hijo va a tener sexo, ¿verdad? —Traté de reprimir una risa ante su rostro serio —. Más si sale como sus padres. Tendrás que vivir con eso.
—Basta ya, Jess.
—Menos mal que no es una niña, sino que se despida completamente de su vida sexual. No te hacia tan castrador.
—No soy castrador, solo no quiero hablar de cómo mi bebe de solo tres años tendrá intimidad en un futuro —sentenció, frunciendo el ceño.
—Tendré que ser yo quien le enseñe cómo cuidarse, porque su padre es una mariquita.
Me dedico una mirada glaciar, acomodándose en la cama, completamente desnudo, con un brazo sobre su rostro y el otro tocando su abdomen.
—¿No se supone que las madres son celosas de sus hijos? ―preguntó ―. Deberías ser tu quien no quiera hablar sobre ello.
—Yo quiero que mi hijo viva su libertad sexual con plenitud, siempre y cuando se proteja —respondí, completamente segura —. ¿Qué pensaría tu madre si te viera ahora así, follado y desnudo?
—Vendría directo a matarte por haber pervertido a su bebé ―susurró, con los ojos cerrados.
—Su bebé ya estaba bastante pervertido cuando yo lo conocí.
No escuché una réplica y me giré para observarlo con detenimiento, pero ya se había quedado dormido. Me quedé allí, como una tonta, contemplando cada detalle minucioso de su rostro. Mi mano acarició suavemente su mejilla, y un suspiro se me escapó.
Su aspecto tan pulcro, la vitalidad que irradiaba, y su respiración profunda y serena me cautivaban. La comisura de sus labios se curvaba en una media sonrisa, y me incliné para depositar un beso tierno en sus labios. Luego, cerré los ojos y me dejé llevar por el sueño.
En ese momento, sentí que mi felicidad era completa. Quería permanecer así, con él, para siempre.
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