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Capítulo 6

Garvy, envuelto en la penumbra de su recámara. Desde su bolsillo, extrajo un fósforo, cuya ignición resplandeció brevemente en una danza efímera antes de rendirse al abrazo devorador de la oscuridad. No obstante, el pequeño artefacto cumplió su propósito al encender una vela que, en su titilante resplandor, los detalles ocultos emergieron en la habitación de Garvy. 

Las paredes forradas con terciopelo carmesí revelaron sus ricos adornos dorados, resplandeciendo en la luz titilante. Los muebles, tallados con una enorme exquisitez, adquirieron una nueva vida bajo la suave luminiscencia. Los tapices colgados ostentaban escenas históricas en hilos de oro y plata, resaltando ante el ojo ahora desvelado. El suelo de mármol, antes invisible, exhibía intrincados patrones yuxtapuestos con alfombras escarlatas que relucían en sus colores vibrantes.

Una mujer... (probablemente prostituta, no recordaba bien) descansaba en la cama, inmersa en una serena quietud. Su rostro, bañado por la luz de la vela, revelaba una delicada belleza. Sus largos cabellos se extendían como hilos de ébano sobre la almohada de encaje, enmarcando su rostro angelical. Un beso, casto y respetuoso, lo posó en su frente con la intención de no perturbar su reposo.

Los destellos de la luz resaltaban sus pómulos suavemente arqueados y sus labios rosados, mientras una calma serena adornaba su semblante, como si el sueño la hubiera envuelto en un abrazo cálido y tranquilo.

Volteando hacia el otro extremo de la estancia, Garvy, afectado por la falta de descanso, se aventuró a abrir uno de los cajones en busca de algún objeto capilar que mitigara el desaliento de su cabellera, saturada con el desagradable aroma de estiércol que delataba su insomnio. En medio de la penumbra, Garvy apenas podía distinguir los objetos, pero entre ellos, sintió algo peculiar. Un objeto metálico y sustancial estaba en sus manos: Una pistola.

«¿Qué es esto? ¿Qué hace esto cerca de mi esposa?», meditó, inmerso en una madeja de curiosidad que combatía la soporífera embestida que lo envolvía.

«Haré morder el polvo al bastardo que hizo esto», rechinaron sus dientes.

Garvy, con sus dientes apretados, se llevó la pistola a su cintura, y la escondió bajo sus ropas.

Él, aún con sus mandíbulas cerradas con fuerza, acercó la pistola a su cintura, ocultándola con destreza bajo las hechuras de su atuendo.

Con un paso al frente, estaba a punto de salir por la puerta, pero la pesadez de sus ojos lo hizo voltear hacia la cama, viendo a su vez a su hermosa esposa. La tentación de abandonar la habitación se desvaneció ante la atracción magnética que sentía hacia las cobijas de su cama, y Garvy decidió caminar lentamente hacia la cama.

Con cuidado, se recostó al lado de la mujer, procurando no perturbar su sueño tranquilo. Aunque no tenía intenciones de dormir, la fatiga se apoderaba de él, y la nitidez de su visión se desvanecía progresivamente, mientras la gravedad se imponía sobre sus párpados, tornándolos cada vez más lánguidos. Observó un manto de nubes grisáceas, como si una tormenta estuviera a punto de desencadenarse. Los majestuosos edificios se alzaban sobre él, emanando esplendor.

Desde las bulliciosas calles, Garvy vio cómo los carruajes serpentean por angostas arterias urbanas, mientras las personas, como caudales de un río impetuoso, se agazapan para resistir la corriente que les desafía. Era un momento apartado en el tiempo, con una tiempo distinto, tenía unos ojos distintos.

En el momento sus ojos se posaron en los dos pequeños nobles. Los murmullos, aunque apenas perceptibles, eran un eco de la sorpresa que embargaba a los presentes al contemplar a los infantes, cada uno proyectando un universo distinto dentro de sus pequeños cuerpos.

El primero, envuelto en terciopelo azul marino, parecía haber nacido con la elegancia tejida en sus venas. Su atuendo, una oda a la nobleza, era un espejo diminuto de la opulencia ancestral. Cada detalle dorado relucía como una constelación, emitiendo destellos de una historia familiar que se remontaba a épocas inmemoriales. Su andar, aunque infantil, llevaba la pesada carga de una serenidad imperturbable, como si la calma misma de sus antepasados se hubiera depositado en sus diminutos hombros.

Por otro lado, el segundo heredero, desafiaba las expectativas con un aire de rebeldía que se filtraba incluso en su elección de vestimenta. A pesar de compartir el terciopelo azul marino, su chaleco bordado con motivos plateados añadía un destello de singularidad a su imagen. Su cabello oscuro, un halo de ébano rebelde, caía grácilmente sobre su rostro, desafiando la pulcritud que cualquiera podría esperar. Era como si llevara consigo el eco de la libertad en su propio linaje, desafiando las normas de una forma que intrigaba y desconcertaba a la vez.

—¡Garvy! ¡Henir! —dijo una mujer de alta cana a la distancia.

La perplejidad invadió a Garvy al escuchar su nombre, al advertir que aquel infante era él mismo.

Su «yo pequeño», buscaba con ansias la mirada de su madre, mientras que Henir, su... ¿hermano? estaba con el ceño fruncido, mostrando una actitud más reservada.

Su madre, Lady Merwen Hervul, ostentaba un vestido largo y vaporoso de seda color marfil. Los detalles bordados en hilo de oro seguían un patrón intrincado que resaltaba su estatus. Su presencia imponente se destacaba aún más, rodeada de nobles y guardias resplandecientes. 

Ambos, inclinaron la cabeza en un gesto de respeto, aunque sus gestos revelaban una mezcla de obediencia y contrariedad.

Los fornidos guardias, vestidos con relucientes armaduras que reflejaban la luz circundante, flanqueaban a su madre con una disciplina impecable.

El bullicio de la multitud quedó en segundo plano cuando vieron a los nobles niños. Ambos hermanos, con miradas furtivas entre ellos, exhalaron suspiros de fastidio antes de dirigirse hacia su madre. Mientras se movían entre la maraña de adultos, las miradas despectivas de estos últimos, llenas de un fuego ardiente y odio por los nobles, se dirigían hacia los dos niños.

Como si el tiempo mismo se detuviera, dos guardias imponentes se cerraron alrededor de los infantes con la solemnidad protectora inquebrantable. Sus espadas, como extensiones de su autoridad, yacían expectantes, listas para cortar el aire ante todo desafío que los simples mortales pudieran concebir.

La masa tumultuosa que los rodeaba retrocedió un paso, como si el espacio entre ellos y los niños fuese una brecha insalvable. Susurros inquietos se deslizaban entre los presentes, sus arrugados semblantes y puños crispados reflejaban una tensión palpable. Maldiciones apenas audibles se dirigían hacia los guardias, los cuales, imperturbables, encarnaban la encrucijada entre el deber y la condena.

Mientras el gentío retomaba sus quehaceres cotidianos, Garvy giró en dirección opuesta, encontrándose con la visión de su madre y las otras damas de la alta sociedad junto a su «yo pequeño.» La madre, con los dientes apretados hasta el límite y el rostro enrojecido por la indignación, inclinó la cabeza, fijando sus ojos con una mirada que destellaba furia. 

Su «yo pequeño» y su hermano se sumieron en la oscuridad de sus propios temores, incapaces de sostener la mirada de su madre. Especialmente el hermano, cuya sombra parecía extenderse sobre el oscuro diseño del plan de escape.

Las palabras de la madre, pronunciadas con una calma aparente, resonaron en la habitación como susurros inquietantes. Un eco de advertencia que, sin embargo, no pudo contener el alza gradual de su tono, revelando las grietas en su fachada de serenidad.

—Mis niños —murmuró con una voz que apenas ocultaba la tormenta interior—. ¿Cuántas veces les he implorado que no se alejen de mí? —sus palabras, ahora elevadas, resonaron como truenos distantes.

Un suspiro pesado escapó de sus labios, descendiendo como una cortina de humo denso. Los parpados cayeron como puertas que se cerraban sobre la luz de la razón. En ese momento de silenciosa introspección, se desató la tormenta.

—¿No saben cuántas veces les he dicho esto? —preguntó con voz quebrada, mientras la sala vibraba con la tensión palpable.

Henir, desafiante, se permitió un gesto audaz, deslizando la respuesta con un toque de insolencia.

—No, madre. Se me olvidó cómo contar.

Los ojos de su madre se abrieron como fisuras en un volcán a punto de estallar, una furia que se manifestó en cada rincón de su ser. La respuesta de Henir provocó un estallido , una chispa que encendió el fuego de la ira materna.

—Pero que.... ingenioso —pronunció su madre con sarcasmo, mientras el lugar se llenaba con la tensión eléctrica de lo inevitable.

Henir, como un hábil malabarista, desvió su mirada hacia su propia mano, como si las respuestas estuvieran escritas en sus líneas y surcos. En un instante, sus ojos se encontraron con los de su madre, un choque de voluntades en el teatro de sus existencias entrelazadas.

—Claro, tan ingenioso como rabioso. Por algo soy tu hijo, ¿verdad?

La mano de su madre se alzó en el aire, un gesto que cortó el silencio como un destello en la oscuridad. El sonido de la cachetada resonó como un trueno, en un gesto de autoridad.

Henir, con la mirada empañada por lágrimas y la mejilla arrebolada, se llevó la mano a su rostro dolorido. No obstante, Lady Merwen esbozó una sonrisa y deslizó sus dedos con ternura por la cabeza de su hijo.

—Pequeño mío —continuó acariciando sus cabellos, aferrándolo por los hombros y clavando sus ojos en los suyos—. Espero, que esto no vuelva a pasar.

Henir, en un gesto de obediencia, inclinó su cabeza en asentimiento, aunque su semblante revelaba una ira latente. La mano materna, ahora cargada de calidez, intentaba suavizar el regusto amargo de la lección impartida en ese efímero instante de confrontación.

Bajo el manto de la tarde, ambos, su «yo pequeño» y Henir, sombras de una realidad impregnada de incertidumbre, se arrinconaron detrás de su madre. Sus cabezas, inclinadas en un gesto de sumisión, presagiaban una algo que los ataba inexorablemente. Juntos, caminaron por un sendero condenado, conscientes de que las cadenas de la responsabilidad se cerraban irrevocablemente en torno a ellos. La promesa materna de explorar la ciudad a pie albergaba un tácito pacto: la confianza, delicada como el cristal, no podía fracturarse.

La parada en el umbral de la calle marcó un compás entre la seguridad y la vulnerabilidad. Allí, aguardaron, observando cómo el flujo de carruajes tejía un tapiz caótico que les impedía avanzar. Cuando al fin la marea humana cedió, cruzaron el umbral con la certeza de que los ojos curiosos de la gente seguirían sus pasos, cuestionando la rareza de nobles abandonando la comodidad de sus carruajes para enfrentar el mundano trajín de las calles.

A lo lejos, el eco de un carroaje resonó como un latido urgente en la vastedad de la ciudad. El destino, implacable, se precipitaba hacia ellos con la velocidad de un reloj desbocado.

En un instante que se desprendió del tiempo y la lógica, un hombre envuelto en harapos emergió de la penumbra del otro lado de la calle. Su figura desaliñada, un enigma en movimiento, surcó el pavimento con una determinación que desafiaba la lógica. Las manos de los guardias se posaron con gravedad sobre las empuñaduras de las espadas, un presagio sutil de la tormenta inminente.

Sin previo aviso, el hombre de andrajos se lanzó como un espectro desatado, su presencia insinuando un desafío a las leyes de la realidad. Antes de que pudieran comprender la naturaleza del asalto, se deslizó entre las piernas del guardia como una sombra, avanzando con una agilidad que desafiaba su aspecto desfavorecido.

El golpe se materializó con una brutalidad inesperada. Su madre, con los ojos llenos de preocupación, fue derribada con violencia, su caída resonando en la calle empedrada como un trágico eco. Un puño, como un martillo caído del cielo, se abatió sobre el rostro de Henir. La fuerza del impacto lo elevó momentáneamente en el aire, un pájaro herido que se debatía antes de precipitarse al cruel abrazo del suelo empedrado. 

El dolor resonaba en cada rincón de la calle empedrada, como un lamento melancólico que envolvía la desgracia. La sangre, carmesí como la tragedia misma, brotaba de la nariz de Henir, quien yacía en el suelo con la fragilidad de un cristal que se desmorona. Sus manos, inadvertidamente manchadas en el rubor de su propia desventura, se alzaban como la propia impotencia frente al destino.

«Vaya imbécil», pensó Garvy mirando desde lejos con preocupación.

Sin embargo, en el horizonte sonaron ruedas y un galope feroz, como el latir acelerado de un corazón ansioso. El hermano de Garvy, aún aturdido, volteó hacia el sonido, descubriendo el mismo carroaje que había marcado el inicio de lo que sería una tragedia, acercándose con determinación.

Mientras los caballos galopaban por la calle a toda velocidad, sus pezuñas golpeaban en el suelo, creando un ruido ensordecedor. El cochero, un hombre con pelo fluyente, sostuvo sus riendas con fuerza, tratando de controlar los caballos.

«¿Qué? No, no puede ser que este aquí viendo esto», pensó Garvy viendo la escena con los ojos abiertos, y los puños chispados, llenos de impotencia.

El grito desgarrador de su madre perforó el aire, un lamento que resonó como un eco en la tragedia inminente. El cochero, con el cabello sometido al tirón de las riendas, luchaba contra las fuerza de los caballos que amenazaban con desatar el caos.

En un instante fatídico, los caballos se alzaron como sombras de la muerte. Henir, aún paralizado por el miedo, se convirtió en testigo impotente de la furia desencadenada. Cuando los caballos volvieron a la tierra, el cochero perdió su agarre en las riendas y los caballos corrieron salvajes. 

Las pezuñas se lanzaron en todas direcciones, como sentencias de un destino cruel. Una de ellas, con la precisión de una guillotina invisible, atrapó a Henir en el rostro, rompiendo su cráneo con un estruendo espantoso. La sangre y la materia gris se esparcieron como una pintura grotesca, un lienzo macabro que ilustraba la crueldad del destino.

«¿Qué? !No, no puede ser que este aquí viendo esto!», gritó Garvy para sí mientras las manos se temblaban, era una sensación incontrolable.

La calle se transformó en un escenario macabro, con los restos de Henir esparcidos como ofrendas a una divinidad sádica. El carroaje, con sus ruedas masivas, avanzó sin piedad, aplastando el cuerpo inerte de Henir. La escena horrorosa dejó a los testigos en un estado de conmoción, atrapados entre la realidad y la pesadilla.

Su madre, con lágrimas que caían como gotas de angustia, se desplomó en el suelo, entregada al sollozo inconsolable.

—Pequeño mío —susurró con manos temblorosas que buscaban en vano a su hijo.

Las demás nobles, testigos de la masacre, no pudieron contener el vómito que se desató ante la brutalidad que asaltaba sus ojos.

Garvy, testigo mudo de la tragedia, observaba la escena, ajeno a su propia lágrima que resbalaba por su mejilla.

«Creí que lo había olvidado», pensó con dolor en sus ojos, mientras la realidad se retorcía como sombras del pasado que se negaban a desvanecerse.

—Garvy —una voz resonó en la distancia.

Volteó sobre su hombro, y allí, ondeando como una visión etérea, se encontraba una chica de cabello dorado, Seuri. Su sonrisa era tierna, pero la imagen comenzó a descomponerse, adoptando una forma grotesca.

Se transformó en la figura de su hermano, emanando sangre de los ojos y la boca. Su rostro, desfigurado, contempló a Garvy mientras sudor y temblores se apoderaban de él.

—¿Me parezco a ella? ¿Es eso lo que piensas? —preguntó su hermano, ahora ensangrentado.

Garvy, atrapado en la contradicción de sus propios pensamientos, luchó por negar la verdad que a veces prefería ignorar.

Temblando, Garvy se encorvó y se arrodilló en el suelo, su respiración más parecía un jadeo desesperado. No entendía por qué había olvidado aquel tormentoso recuerdo ni por qué ahora resurgía con tal intensidad. Golpeó el suelo con furia e impotencia, sus lágrimas ardientes brotaban de unos ojos abiertos y perplejos.

«Es hora de despertar», resonó una voz en su cabeza.

Un estertor repentino arrancó al hombre de su pesadilla, su cuerpo se erguía como un soldado despertado por el estrépito de una batalla inminente. Un jadeo intenso se derramó de sus labios, resonando en la quietud de la noche como un lamento de antiguos fantasmas.

La mano de Garvy se posó con urgencia en su corazón agitado, como si tratara de sosegar unas aguas turbulentas. Sus ojos, como cuencos, reflejaban una mezcla de incredulidad y pavor, como si hubieran presenciado el despliegue de sombras que yacían en los pliegues más oscuros de su conciencia.

Jadeaba con la fatiga de quien carga el peso de un pasado que se empeña en aflorar como un río subterráneo, siempre presente pero raramente visible. La imagen, grotesca y vívida, se aferraba a su mente con garras de espectral persistencia. Recordaba aquel día, el día que nunca logró recordarlo por completo, no ese momento, pero, por alguna razón ahora se negaba a salir de su mente, como un sueño lúgubre que se resiste a ser olvidado.

—Soñaste con él, ¿no es cierto?

Garvy, intrigado y a la vez incómodo, escudriñó la oscuridad en busca de la fuente de aquella voz que parecía conocer sus pensamientos más íntimos.

—¿Quién anda ahí? ¿Y tú sabes que estaba soñando? —inquirió Garvy, su ceño fruncido revelando su desconfianza.

Luego, Garvy dijo:

—Tu eres el que me habló cuando me recontré con Seuri.

—Sí, y yo mismo te diré quien soy exactamente.

La voz resonó con un misterio impregnado de secretos. Garvy, en guardia, se incorporó, preparándose para enfrentar al intruso desconocido.

—Soñabas con tu querido Henir. Una pesadilla incontrolable.

La revelación fue como un relámpago en la noche, iluminando la oscura habitación con la cruel verdad. Garvy apretó los puños, listo para confrontar al enigmático visitante.

—¡¿Y cómo mierda sabes tú eso?! —exclamó Garvy, desafiante.

—Solo lo sé.

Garvy, incrédulo, observó el suelo mientras la voz en la penumbra continuaba su insidiosa revelación.

—¿Piensas que puedes entrar aquí y escapar como si nada?

—Posiblemente, pero así no escucharás lo de tu hermano.

La mención nuevamente de su hermano atrajo la atención de Garvy, quien escuchaba con intriga desde la sombra donde se ocultaba el desconocido.

—Ah, veo que capté tu atención.

—Antes que nada, si quieres confianza, revela tu rostro.

El ser misterio emergió de las sombras como una figura imponente, permanecía imperturbable, con una mirada que traspasaba las sombras. 

La luz de las velas se reflejaba en sus cabellos rubios como un halo de fuego. Cada músculo debajo de la tela parecía luchar por liberarse, ansioso por desplegar su inmensa fuerza. Su andar era firme, como si desafiara a la misma gravedad a cada paso. Aun cubierto por sus ropajes, emanaba una presencia amenazante que infundía respeto y temor en igual medida a quienes tenían el infortunio de cruzarse en su camino. Sus ojos azules, fríos como el acero, escudriñaban a su alrededor con una intensidad que causaba escalofríos. 

Era como si absorbiera la misma oscuridad que se congregara a su alrededor, emanando una sensación de peligro inminente.

—Tu nombre, si...

—Bien, me llamo Alder. Conozco este lugar muy bien.

Garvy lo miró fijamente, sus ojos buscando respuestas en la oscuridad.

—Como decía, si entraste en mi hogar sin permiso, en mi habitación... !con mi esposa! Más vale que sea por una buena razón —dijo con la voz con su lengua conteniendo su veneno.

—Bien, te diré algo, Garvy, me imagino que estás pensado es llamar atus guardias y ordenar me saquen de aquí.

»Pero ahora mismo soy el menor de tus problemas.

Garvy hizo un ademán de cabeza.

—Casualmente, y como dije, tengo algo que te interesa y tu quieres saberlo. Si aún te interesa más te conviene que prestes mucha atención.

Alder hizo un breve pausa.

—Si hay algo que aprendido últimamente es que en... en la vida te rodean muchas personas, muchas caras conocidas, otras desconocidas, muchos de ellos los consideras tus amigos, y mientras más avanzas en la vida más personas conoces, pero tan pronto como te das cuenta, a prestar de tener a muchas personas alrededor, realmente no tienes nada. No puedes confiar en nadie.

—¿Cuál es el punto de todo esto? —Garvy apuntó con su dedo, y lo agitó en un vaiven.

—Qué eres un tonto.

Garvy, frunció el ceño, sintiendose insultado.

—¿Sabes cuál es el característica que tenemos las personas como nosotros con los animales?

Garvy lo miró con intriga.

—Pues sería el instinto asesino de los lobos. 

—Si me preguntasen cuál es la característica que comporten los nobles con los animales, pues serían las de los gusanos.

»Muchos de los nobles se molestarían con esa comparación, pero... —Colocó sus dedos sobre su pecho— no entendiendo porque se sientados insultados. 

»Esas cosas asquerosas que se arrastran por el suelo y nadie las quiere, todos les tienen repulsión. Eso son los nobles. Eso es lo que se han ganado, por eso los llamo así.

Garvy pensó por un momento.

—Y por confiar en ellos dejaste que le salieran con la suya, fuiste un tonto.

»Tu hermano, como todo niño curioso, fue a un lugar donde no debía ir, escuchó una conversación que no debía escuchar, y lo mataron.

—¿De qué hablas eso fue un accidente?

—Yo diría una gran actuación. El rey Hotir redirigía recursos y mercancía de las otras familias nobles a la suya. Además, no tengo que decir que el hombre que golpeó a tu hermano fue otro responsable.

—Él les robaba, lo sé.

—Pero lo que no sabes que es Henir descubrió eso, y el rey hizo un plan para que todo quedara como un trágico y casual incidente, pero no fue así.

Garvy, aún apretando los puños, se sentó en el borde de la cama, su mente tejiendo conexiones entre los hilos sueltos de su vida. La presencia de Alder era como un eco de un pasado traicionero, y la oscuridad que los rodeaba parecía devorar la confianza que Garvy alguna vez depositó en los pilares de su existencia.

Garvy miró al frente, procesando la revelación en silencio, luego y se levantó desafiente, mientras Alder esbozaba una sonrisa cínica. La habitación parecía más oscura, como si las sombras mismas estuvieran conspirando en complicidad con el recién llegado.

—Así que, ¿ahora te das cuenta de que estás rodeado de gusanos? —dijo Alder, rompiendo el silencio.

—¿Qué quieres de mí? ¿Por qué me cuentas esto?

Alder se acercó lentamente, sus pasos resonando en la penumbra.

—Quiero venganza, Garvy —murmuró Alder con una mirada intensa que penetraba las sombras—. No solo por lo que le hicieron a tu hermano, sino por todas las artimañas y traiciones que estos nobles despreciables urden entre bastidores. Y tú, con tu posición, puedes ser una pieza clave en este juego.

El ceño fruncido de Garvy denotaba escepticismo, un escudo erigido contra las promesas tentadoras de venganza.

—¿Y por qué debería confiar en ti?

Alder se echó a reír, una risa que resonaba con amargura y desencanto.

—La confianza, mi querido Garvy, es un lujo que no nos podemos permitir. Pero tengo pruebas, información que te hará ver la verdad con tus propios ojos.

»Si quieres descubrir si lo que dijo es verdad, vas a tener que investigarlo tu mismo —inquirió Ader, con una determinación que flotaba en el aire como un estandarte desplegado en el campo de batalla del desconocido—. 

—¿Dónde busco en primer lugar?

—Comienza con el cochero que segó la vida de tu hermano —aconsejó Alder, su voz resonando como un eco cavernoso—. Él estaba en problemas en ese momento, todavía no sé lo que le pasaba o por qué mató a tu hermano, pero tengo mis dudas de que lo haya hecho apropósito.

—Dices que el rey Hortir es el culpable real pero él está muerto, por si no lo sabías —dijo con un sacarsmo mordaz.

—Pero su hijo está vivo, ¿no? —respondió Alder con una certeza helada. 

—No pienso hacer eso.

Alder, con ojos penetrantes, desentrañó el alma de Garvy con palabras afiladas.

—¿Crees que es tu amigo? Pues...

—No, no es solo eso. Tiene familia, ¿quieres hacerles eso?

—¿Cómo se lo hicieron a tu hermano?

Garvy quedó desarmado ante la pregunta.

—Eso pensé. Pero recuerda en la Masacre Bastarda. ¿Acaso Well Inshall es tan inocente como lo pintas?

—Eso es una mentira, Well nunca haría algo así, sé que tuvo muchas amantes pero no existen pruebas de ello.

—No, ¿y Vilwmen? 

Garvy no respondió de inmediato.

—Vilwmen y Melymar son unos mentirosos por naturaleza, lo más seguro es que querían beneficiarse de ello, intentando tener una historia triste para someterme con sus garras, tomarme con la guardia baja. —Luego lo miró fijamente, reaccionó tarde a que había dicho algo personal sobre él que casi nadie sabía—. ¿Me estás timando? ¿Cómo tu puedes saberlo?

»Imbecil, me estás espiando.

—Puede ser. Pero si quieres te doy algunos nombres... Sandre Milger, Marly Istel, Marda Ahmotock... —enumeró Alder, desenterrando verdades que todos parecían querer olvidar— y así podría seguir y seguir toda la noche. ¿Cómo puedes decir que no hay «pruebas de ello»? Todos lo saben, todos lo vieron. Pero nadie dice nada por miedo.

La revelación de nombres y acusaciones arrojó una sombra de duda sobre la lealtad de Well Inshall, como un rayo de luna que ilumina la oscuridad de la mentira.

—Ni siquiera saben si fueron guardias reales, quizás... —susurró, sus pensamientos escapando en palabras apenas audibles. Miró a los lados, como si temiera ser escuchado por las sombras que danzaban a su alrededor—. Quizás solo eran unos cualquiera intentando incriminar a la realeza, debes saber muy bien la cantidad de armaduras que se venden en el mercado negro, sabes que Amel tiene los recursos.

—¿Y Herbor Amel que tiene que ver? ¿Por qué querría traicionar a Well Inshall?

—¿Quién sabe? —respondió Well, encogiéndose de hombros con gesto de incertidumbre—. Es un criminal, el más peligroso criminal, esclavista y traficante de Ayngord. Y no dudo que tenga algo en mente.

La sala quedó en un silencio tenso, roto solo por el crepitar de la vela cercana. La mente de Garvy trabajaba a toda marcha, tratando de descifrar los motivos ocultos que podían impulsar a Alder para hablarle de esto.

—Pero no es así, si Amel traiciona a Well se estaría quedando sin protección contra los investigadores de las artes oscuras, y harían todo para acabarlo, con o sin pruebas.

—Amel ni siquiera los ve como una amenaza, ¿en serio crees que pueden detenerlo?

Alder esbozó una sutil sonrisa, revelando una confianza que desafiaba los límites de la razón.

—No, pero lo pondrían ponerlo en problemas. Muchos de ellos tienen el mejor dominio de la magia del caos en todo Ayngord, y eso algo a tener en cuenta.

Garvy miró al suelo pensativo, no sabía si creerle a Alder, a penas lo conocía y además en un momento extraño lo conocido, pero prefirió darle el beneficio de la duda.

—No te creo nada. Pero buscaré al cochero, ¿cómo se llama?

Isthem Omthin. Espero y encontres lo que buscas —Se volvió hacia la ventana antes de lanzar una última mirada cargada de advertencia—. Ah, y por cierto....

—Garvy... ¿que estás...?

La voz suave pero fatigada de la prostituta resonó en el aire, atrayendo la atención de Garvy como un imán. Al girarse, descubrió a la mujer, cuyo aspecto que ya estaba desaliñado no lograba ocultar la gracia que siempre la había caracterizado. Sus ojos intentaban levantarse, pesados por el sueño, pero cuando finalmente se abrieron, Garvy se volvió detrás de su espalda, solo para descubrir que Alder se había esfumado en la penumbra.

La mujer erguió su espalda, para que Garvy la viera mejor. Entonces, Garvy bajó la vista, y el ambiente se cargó de una tensión palpable. 

La prostituta llevaba una camisa blanca, el algodón suave aferrado a sus curvas en todos los lugares correctos. De repente, movió los hilos sobre su hombro, dejando al descubierto. Su cabello oscuro, suelto, y su piel morena brilla en la luz tenue. Cuando dejó caer la ropa de cama que sostenía, cayó sobre la cama con un suave golpe, revelando su cuerpo desnudo. Con su pie lanzó su bata a lo lejos.

Ella estaba ahí, sin apuros y sin disculpas, su mano descansando en su cadera. El corazón de Garvy corrió a la vista. Al instante recordó por qué se enamoró de ella en primer lugar. Era impresionante, hermosa, y nada como las otras mujeres que ha visto en su vida de noble.

—Hace días que llegas muy tarde, así que quiero otro hijo —dijo en un susurro intrigante, la mujer expresó sus deseos mientras la habitación se llenaba de una intimidad compartida. 

La mente de Garvy quedó desconcertada por sus primeras palabras.

«Qué extraño, si solo he llegado tarde hoy», musitó para sí, arrugando la frente en confusión.

—¿Qué pasa, Garvy? —preguntó la mujer, observando su expresión cambiada.

—Ah, no nada. Solo pensaba en algo.

Al ambos acercase más, no podía evitar llegar a tocarla. Sus dedos seguía su brazo, su mano se detenía para descansar sobre su cadera. Ella brilla en su tacto, sus ojos se cierran por un momento mientras se apoya en su tacto. Sonrisas fuertes, su corazón hinchado con amor y deseo para ella. Ella era todo lo que podría querer, y parecía que no podía esperar a pasar el resto de la noche haciendo que se sienta amada y deseada.

La puta agarró a Garvy de los hombros, y lo estrelló contra la cama, y se subió encima de él.

Garvy gimió mientras los muslos cálidos de la mujer se abrazaban alrededor de su cintura, sus senos presionando contra su pecho. Dejó salir un profundo gemido mientras se movía hacia arriba y hacia abajo, su largo pelo cayendo sobre su cara. Se acercó para agarrar su cintura, tirarla encima de él. Sus cuerpos estaban llenos de sudor mientras se movían, sus alientos se mezclaban en el aire. 

El corazón de Garvy golpeó en su pecho mientras sentía que los dedos de la prostituta caían en sus hombros. Se acercó más, sintiendo su aliento caliente en el cuello. Con un fuerte alboroto, la mujer dejó salir un grito de placer mientras llegaban al clímax, su cuerpo temblando contra él. Garvy la mantuvo apretada, su corazón corriendo con emoción. Sentía su propia cima de clímax, y con un gruñido, dejó salir un gemido profundo mientras venía, su cuerpo temblando con liberación. Sin aliento y gastados, se quedaron allí por un momento, sus corazones siguen corriendo. Garvy miró a la mujer, sus ojos pesados con deseo. Ella le sonrió, sus labios se separaron en una sonrisa satisfecha. Se acercó para cuidar su rostro, sintiendo el peso de su pasión entre ellos.


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