Yì Rén VIII
La abadesa le había hablado como si fuese estulta, lento, fuerte y marcando las palabras. No importó cuanto le recalcara que era perfectamente capaz de entenderla.
Visitaron niños y la abadía, mucho más humilde que la del castillo de Astarov.
Ella y Darius se arrodillaron e hicieron algunas oraciones y plegarias vacías pero ambos apreciaban el silencio del templo y el olor a incienso del mismo.
Pasearon por el pueblo, Darius compró para ella un pequeño pastel de requesón y miel que terminaron por compartir, era sabroso y dulce, más no lo suficiente para hartar a su paladar. Esos eran los postres que prefería, el pastel había sido pequeño y se lo comieron a mordidas, ella cometiendo la impropiedad de acercar el pastel a los labios de su esposo para que lo probara. Él siguió el juego, algunos observadores parcieron disgustados y otros sorprendidos por esa muestra de afecto, era inusual. Aún podían recordar que su señor anterior asesinó dos esposas antes de que Darius se deshiciera de él.
También visitaron dos o tres granjeros y partieron de la aldea ya entrada la noche.
Nunca había sido una persona de oscuridad, aunque encontraba una gran belleza en la intimidad de la noche, en la seguridad que provee el poder ocultarse y en las infinitas posibilidades de su misterio nunca terminaba de hallarse cómoda en las sombras.
No estaba por encima de mentir ni de manipular pero algo en Darius llegaba a inquietarla.
Había escuchado lo que ella habló con Cythara, había vislumbrado su sombra en el suelo. ¿Cómo se había enterado de lo de Maeve y Heloise? ¿Quién se lo había dicho? ¿Qué pretendía hacer con esa información? No lo consideraba capaz de dejar pasar aquello que estaba segura que él veía como traición, ingratitud y estupidez.
Cabalgando por el extenso camino no podía dejar de pensar en el impirio, aunque sus días eran placenteros, su educación extensa, su entrenamiento extenuante y su esposo muy agradable, no era a lo que había ido. No era lo que habían acordado y el familiar aburrimiento reptaba en su mente.
No era que necesitara las manos ocupadas, sino su mente. Jugueteaba con los tópicos que Cythara le enseñaba, repasaba las palabras en distintas lenguas, las paseaba por sus labios y voz, hacía cuentas sola y con su esposo, a veces pasaba tiempo practicando con su guzheng pero no se sentía llena. Ya dominaba seis lenguas, había leído a los griegos y ya sabía como encantar objetos. No era suficiente. El aburrimiento la había llevado a maquinar los planes que compartió con Darius y algunos más que decidió reservar para sí.
Tang hacía algunos años se había convertido en Song. Y el cambio de dinastía fue provechoso, le permitió acrecentar sus bienes y tomar posesión legal de ellos con algunas limitantes, pues aún necesitaba el permiso de su esposo para ciertas cosas y un rostro masculino en su representación, más su administrador era un hombre de confianza y cada seis meses recibía informes de todo lo sucedido con sus bienes, también con los eruditos que había patrocinado para convertirse en funcionarios, los que iban ganando más o menos notoriedad. Esperaba perforar de alguna manera la brecha que tenía entre su posición como terrateniente y la de alta burguesía a la que aspiraba, se necesitaba más que el facticio parentesco con un hombre de bajo rango y algunas cuantas mentiras de dos extranjeros para escalar posición en su lugar de origen. ¿Cuándo y cómo había tejido tantas mentiras? Suponía que desde niña, siempre había sido buena para camuflarse, su aspecto le ayudaba, ser bella y —según muchos que la conocieron—, tener el porte y refinamiento de una clase superior eran herramientas que le habían resultado muy útiles.
Nadie habría pensado que sus padres realmente habían sido mongoles trabajadores y no ricos mercaderes han.
Darius sabía entre poco y nada de todo eso, eso quería pensar al menos. Su esposo, por otra parte parecía ser exactamente lo que el mundo veía, un hombre retraído y melancólico, impulsivo y hermetico.Un hombre que se podía intuir había pasado por mucho y que jamás se recuperó por completo. O nada en lo absoluto. Pero le agradaba, no tener que pretender, mostrar que tan vil, voraz y codiciosa podía ser sin temor a ser juzgada.
Alguna vez Jelisabeta, su madre —para maldición de la condesa, de ella y de Dahlia—, le había dicho que se comportaba y caminaba como si la tierra bajo sus pies le perteneciera.
Sabía que aquello le fue dicho como juicio, que para su madre la ambición era no una cualidad sino un defecto. Pero se servían —ella, el conde, Dahlia— de los frutos de su ambición y de sus mentiras. Un monstruo la llegó a llamar en una de sus cartas más parecía disfrutar de las riquezas que su matrimonio y sus negocios le traían. Dahlia siempre le escribía para pedirle más.
Le gustaba fastidiarla e irritarla pero al final nunca se sentía con deseos de negarle nada. Si Dahlia hubiese estado realmente enamorada de Darius se habría hecho a un lado pero había sido un capricho. Dahlia siempre quería lo que ella tenía. Sólo quería dulces cuando ella se encontraba comiendo uno, sólo quería una seda cuando ella la elegía para un hanfu nuevo. Recordaba una ocasión donde un Dahlia tiró al estanque un precioso medallón de jade rosa y se enfadó cuando vio que ella lo había recuperado y lo llevaba atado a la cintura. O un incidente donde ella —Yì Rén—, recibió una caja de almendras cubiertas de miel y panes rellenos de melocotón y le ofreció a Dahlia comer de ellos y esta se negó, sólo para después decirle que sí quería y tomar varios sin permiso, lo que ella hizo en respuesta —aun sabiendo que era infantil y desproporcionado—, fue morderlos todos para que su hermana no quisiera tomar más.
Aún no se consideraba suficientemente mayor para dejar de irritar a su hermana. ¿Algún día lo haría? No estaba segura.
Se comparaba con Darius y se sentía joven, se comparaba con las esposas de otros nobles y se sentía vieja.
Pese a que comenzaba a encontrarse cómoda con su cuerpo que terminaba de tomar forma de mujer, a veces extrañaba su anterior aspecto, estar en ese espacio liminal en dónde aún era vista como poseedora de algún tipo de inocencia pero lo suficientemente mayor como para no ser considerada una niña. Esa imagen de pureza antes de crecer y convertirse en algo que amenace. El espacio donde no era una niña y tampoco un objeto sexual, por eso había permanecido en esa edad. Más que por vanidad le parecía una conveniencia, una edad y apariencia glorificadas por el miedo al potencial de una mujer y la ternura de una pequeña.
¿Cuánta impropiedad se le dejó pasar por parecer joven y timida? Incontables ocasiones.
Cuando Darius le pidió envejecerse consideró en resistirse pero quizá era tiempo de un cambio. Quizá podía sacrificar el jugar un juego que ya sabía para aprender uno nuevo. Trataba de convencerse de que había tomado una decisión correcta.
Igualmente estaba aburrida, no en la forma en la que el cuerpo busca emoción, placer o satisfacción sino en la manera en la que la mente exige un desafío, quizá sacar a Darius de la oscuridad era el reto que necesitaba mientras llegaba a lo que quería. El ícor.
Si bien entendía la cautela de su esposo y su afán de esconder y proteger, consideraba que eventualmente se volvería un problema. Maeve podría ser la primera, más no sería la última ni la única en aventurarse en salir de los confines del santuario y dar una mirada a los mortales.
Necesitaba que Darius dejase de pensar en algo más grande.
Necesitaba que Darius dejara de esperar en las sombras por un momento adecuado.
Necesitaba que Darius dejara de esperar una puerta abierta.
Tenían que hacer, tenían que actuar y de ser necesario, derribar.
Cuando se encontraron en casa, fueron directo a sus habitaciones, cada uno a la suya. Ella pidió que se le preparara un baño caliente y su solicitud fue respondida con velocidad.
Sin embargo pronto algo inusual sucedió. Un golpe a su puerta y su criada anunciando a su esposo, por un instante, dentro de su bañera sintió la necesidad de salir y cubrirse, sin embargo al final optó por cerrar los ojos y acomodarse con placidez en el agua tibia.
—Yì Rén —La llamó, al tiempo que la criada salía y cerraba la puerta tras de sí—. ¿Podrías salir para que hablemos de algo importante?
—Por supuesto que no, el agua aún está tibia —contestó abriendo los ojos—. Si lo desea puede entrar conmigo.
Lo dijo más a modo de broma que de invitación, él no cabría en su bañera ni aunque lo intentara, él río, apenas.
—He pensado todo el día en lo que me haz dicho sobre los hijos, Yì Rén —dijo él acercandóse a ella—, dijiste que podrías aceptar que engendre hijos con otras mujeres, también haz dicho que no estás segura de desear la maternidad, lo he pensado sin parar y he decidido que antes de optar por otros vientres, he de esperar por tu decisión, sé que si tuviera un hijo con otra mujer y después tu decidieras darme uno, me olvidaría de el primero y no sería justo.
—¿Y sí decido que no deseo dar hijos?¿No me resentirá por el tiempo perdido? —cuestionó, aunque bien sabía que no.
¿Qué eran unos años de duda cuando podían tener una eternidad?
—No, cuando pactamos nuestro matrimonio fue asuemiendo que no habría intimidad de cierto tipo entre nosotros, por lo mismo, que no tendríamos hijos —contestó—. En vista, sin embargo de que la idea de que haya algo más no nos ha disgustado, consideré importante también hacer claros mis pensamientos.
Era cierto, ella había hablado pero no le había dado mucho espacio para que él le diera mayor respuesta respecto a aquel tema.
—¿Hay otra cosa más que desearía conversar o pensamientos que desee compartirme, mi señor? —preguntó, al verlo apretando sus nudillos y sus labios.
—Durante estos años he permitido que tengas ciertas compañías intímas —comenzó—. Varias mujeres han pasado por estos aposentos...
—Y, ahora que usted y yo hemos compartido el lecho como marido y mujer, preferiría que deje esas compañías —Lo interrumpió y enfatizó la última palabra—. Nunca lo tomé por un hombre celoso.
Le divertía un poco, no esperaba que un rato de placer lo hiciera pensar en tantas cosas y tantos cambios.
—Sí yo dejo a mis amantes, pediré de usted lo mismo —continuó.
—Yo no tengo amantes, pensé que lo sabías —Le contestó.
Había llegado a pensar que las tenía y que sólo era muy discreto al respecto. Pero pronto se dio cuenta de que su esposo era más sentimental que eso, le parecía más que Darius era del tipo de estar con una sola mujer por la que sintiera algo, muchos hombres llegaban a amar a una mujer que no pudieran desposar y sus matrimonios también eran cuentos pero permanecían con su amada por el resto de sus vidas, de algún modo. Eso le parecía su esposo, alguien de una sola persona y que no podía separar el deseo carnal del afecto. Igualmente, escuchar que sólo ella era quien buscaba por alivio para sus necesidades la avergonzó un poco.
—Lo pensé, más prefiero saberlo de sus labios —afirmó—. Está bien, las dejaré.
No las necesitaba en realidad y era un esfuerzo que podía hacer, sólo estaban transicionando de un acuerdo nupcial a un matrimonio real, a algo más allá de la camaradería y complicidad que aún no estaba cerca de ser amor pero que quizá en un futuro podría ser. Quizá. Sólo quizá.
¿Qué era una amante en comparación a acercarse a la sangre de ángel?¿Qué era un poco de placer comparado a la eternidad?
La ambición llega hasta dónde llegue la capacidad de sacrificar. Siempre había pensado aquello y podía intuir que lo pensaría siempre.
—¿Estás segura? —La cuestionó—. ¿No extrañarás la compañía femenina y el placer que ellas saben darte?
—No, mi señor —afirmó—. Sin embargo, me gustaría conservar mis aposentos y que no pasemos cada noche juntos, debo admitir que a veces deseo mi propio espacio y estar sola en mi cama.
—Yo también requiero de mi espacio en ocasiones, así que no pediré que me des todas tus noches ya que yo tampoco puedo ofrecerte las mías —contestó él—. Me gustaría hacerte una pregunta personal.
Yì Rén se levantó para salir de su bañera, su esposo la ayudó y también la cubrió.
—Tu poder, es similar al mío, más nunca haces uso de él —Le señaló.
Similar, más no igual. Él no necesitaba de la voz para hacer uso de los cuerpos de los demás ni doblegarlos. Sabía cual era la pregunta, él no tendría que hacerla.
—Yo no puedo forzar la voluntad, solo puedo susurrar, cantar, introducir el veneno en sus mentes —contestó—. Es un poder que pasa muy desapercibido.
Había escuchado de marinos atraídos por los cantos de seres hermosos que hundían sus barcos, de mujeres que anunciaban tragedias con sus gritos. Y más, su padre, el que la había engendrado, presumía de ser bisnieto de una de estas criaturas y una sombra de esa calamidad quedaba en él, también en ella.
—Tal vez, por eso mismo deberíamos explotarlo.
Darius tenía razón. Quizá debería hacerlo, aunque eso significara mirar al pasado y la familia que perdió.
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