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Yì Rén VI

Habría consecuencias, estaba segura de ello.

Máté no poseía título pero si algo de fortuna y simpatía entre algunos de los vasallos de Darius. La noticia del conde de Astarov cortando lenguas por mínimas ofensas e imponiendo multas impagables se regaría con velocidad, habría descontento si no lo había ya.

Perra extranjera. No era lo peor que había escuchado, tenía claro que con esa lengua su esposo mandaba un mensaje fuerte y claro: yo mando.

No la forma más eficiente, ni la mejor. Hay una cantidad limitada de sucesos antes de que el miedo se convierta en hartazgo.
Su esposo, recostado en su cama se veía cansado, no era el mejor momento para comentar con él sus inquietudes.

Lo abrazó desde la espalda y se acomodó detrás de él. Darius le tomó la mano y la apretó un poco. Se preguntó si acaso querría retomar lo que hacían antes de ser interrumpidos.

—Dime, Yì Rén —dijo él—. No te moviste ni un centímetro al ver la lengua, ni un gesto, ¿qué tanta monstruosidad haz visto?

—Yo no nací en la cuna de un palacio, ni en la de una familia acomodada —contestó—. Crecí en un orfanato y sólo tuve suerte de aparecer en el camino de Jelisabeta Aljeric y su maternidad frustrada pero en las calles vi mucha brutalidad, así que una lengua no me asusta.

Yì Rén acarició el cabello de su esposo, siempre le había gustado, era abundante, oscuro y liso. También suave, le alegraba que a su esposo le gustara la limpieza y los aromas herbales, era agradable estar cerca de él.

—Aún consigues sorprenderme —dijo él, moviéndose y girandose para verla a la cara.

Su pescador era más bello pero no le desagradaba el hombre que miraba. Lo que más le gustaba eran sus ojos, de un café tan oscuro que podrían parecer negros aún en la luz. Sin pensarlo demasiado se acercó a su rostro y besó sus labios con suavidad.
Él fue recíproco, la tomó por la cintura y prolongó el besó, más la pasión de horas atrás se había desvanecido, sólo quedaba el cansancio y el posible afecto que se tenían.

Cuando se separaron él se acomodó boca arriba y ella se acurrucó a su lado. Nunca habían estado así, habían compartido el lecho y la habitación, pero nunca sus brazos.

—¿Qué piensas de tener hijos, Yì Rén?

No estaba segura. Se suponía que ese era su propósito e igualmente no le hacía sentido, criar niños era una labor dura e ingrata para las nodrizas, cansada para las sirvientas y extraña para las madres. No le parecía que fuese para ella.

—No lo sé, mi señor —respondió en voz baja, aún sabiendo que para él era importante tener descendencia.

La preservación de una raza dependía de la reproducción de la misma.

—¿No deseas tenerlos? —La cuestionó, su tono no era demandante.

—Me da miedo —afirmó—. Ni siquiera sé si podría dárselos, mis sangrados son irregulares y muy abundantes, mis médicos en Tang dijeron que no sería buena para llevar hijos.

—No tienes que darme hijos —aseveró él—. Sabes que los desearía pero no estás obligada.

—Entonces los tendrá con otras —Se encontró respondiendo—. Sólo asegúrese de que estén limpias y no traiga enfermedades a mi lecho ni bastardos a mi hogar.

Le parecía lo justo, ella tenía sus aventuras con mujeres, él podía tenerlas también. Eso no significaba pasear a los amantes y sus resultados por la cara de su pareja legal.

—¿No te disgusta la idea?

—No, mi señor —afirmó—. Sé lo importante que es para usted la preservación de su sangre, espero pueda contentarse con eso y no sentir el deseo de traer a mi casa al hijo de una extraña para convertirlo en su heredero.

Además, ella había dado un «no lo sé». Nunca una negativa, aún podía cambiar de opinión sobre tener un hijo de su esposo.
Quizá. Se conocía y siempre podía cambiar su forma de pensar.

—Me alivia escucharte, Yì Rén —dijo—. Pero deseo ponerte puntos en claro, jamás traeré ni siquiera a tu vista a un bastardo, este castillo es tuyo y de nuestros hijos sí tu decides que los tengamos, eres mi esposa y mi respeto y devoción hacia ti son primero.

No estaba segura de creerle. Era un hombre impulsivo pero estaba segura de que era un hombre de palabra. No la había tocado sin su consentimiento, la había instruido y había confiado en ella. Quizá debería confiar también.

—Aunque para tener un hijo tendríamos que... —dejó al aire la frase para que él llenara el vacío.

—Es cierto —dijo él, girando sobre su costado una vez más y poniéndole una de sus manos en la cintura—. Pero jamás me respondiste, Yì Rén.

«¿Deseas poseer todas mis pasiones además de todas mis esperanzas?» Le había preguntado él, la pregunta se había grabado en su mente a fuego y recordarla enviaba una oleada de calor al resto de su cuerpo.

—Si —contestó—. Si lo deseo.

Su esposo la besó, acariciándole la cintura y la espalda baja, ella correspondió pero lo forzó a tumbarse boca arriba y se montó sobre él. Más por instinto que por deseo comenzó a mover su cadera contra la de él, aunque no sabía si aquello sería suficiente para provocarlo.
Terminó el beso para apreciar el rostro enrojecido de Darius y su cuerpo, era delgado, de poca musculatura y un porte que siempre se le había antojado muy felino.
Había amado al pescador pero al hombre bajo ella también podría quererlo. Claramente lo deseaba.

Él la tomó de la cadera y guío sus movimientos, más rítmicos y lentos que los que ella hacía al inicio, comenzaba a sentir la dureza de su esposo y su propia humedad, pero él no parecía interesado en apresurar el momento, se dijo que ella tampoco lo haría. Se acercó nuevamente a besarlo pero no permaneció en sus labios sino que descendió a su cuello, empezó besando y terminó por morder y succionar  aunque temió dejar marca.

La fricción que recibía era deliciosa pero quería más. Con una mano liberó de la tela la erección de su esposo, estaba por tomar lo que deseaba cuando una idea le cruzó la mente. Le habían dado placer con la boca en muchas ocasiones pero ella nunca se lo había hecho a nadie, se preguntó si a su esposo le gustaría y se decidió a averiguarlo.
Le sonrió a Darius y se acomodó de tal forma que pronto tuvo el miembro de su esposo frente a ella, él la miraba con atención pero no la detuvo y sólo dio un ligero gemido cuando lo introdujo en su boca. La sensación era extraña y le costó comenzar un movimiento rítmico, de arriba a abajo por toda su longitud, él le acariciaba el cabello pero no guiaba su movimiento.

Le agradaban los sonidos que él emitía, le indicaban que lo estaba disfrutando y sentía sus ojos sobre ella, nunca se sintió cómoda mirando a los ojos pero en aquel momento lo que más quería era subir su mirada para encontrarse con la de Darius y así lo hizo. El rostro de su esposo se veía completamente distinto, relajado, desprovisto de la severidad del día a día y su mirada se había suavizado, en ese momento solo eran los dos.

El clímax le llegó a él un poco más tarde de lo que ella había imaginado, no sabía que debía hacer con su semilla en la boca así que sólo tragó. La idea de escupir le parecía más repugnante.

Subió a los brazos de su esposo, pensando que habían terminado. Podía ver que se estaba poniendo flácido y él, somnoliento pero él sonrió y le acarició el rostro para rápidamente colocarse sus muslos en los hombros y dejar su rostro entre sus piernas.
Sintió la lengua de Darius introducirse y juguetear en su interior, le parecía inexperto y un poco tosco pero el placer superaba a la extrañeza.
Se dejó llevar por las sensaciones y cuando llegó al clímax, estuvo casi segura de oír a su esposo reír.

—Gracias, Yì Rén —Le dijo, acomodandose a su lado—. Dime, ¿lo disfrutaste?

Si, lo había hecho. A momentos agradeció a lo que fuese más grande que ella el no haber permitido que Dahlia se casara con él.

—Lo disfruté, mi señor —contestó—. Y me alegra haberlo complacido.

—No necesitas hacer esto para complacerme, debo aclararlo para ti —respondió—. Me complace tu compañía, tu conversación, verte progresar, crecer y aprender, sí eso es lo único que quisieras darme no me sentiría decepcionado ni menos complacido.

—No me malentienda, lo que hice ha sido por mi deseo, el complacerlo es algo extra para mí —Le informó—. Y hace mucho tiempo que no he estado con ningún hombre.

—Me contaste de tu pescador alguna vez —respondió—. Lo amabas y te entregaste a él pero nunca entraste en detalles.

—¿Preferiría conocer detalles?

—En lo absoluto —contestó—. Pero me intriga qué clase de hombre pudo ser digno de tu amor.

—Era extraordinario, él tenía veintiseis años y yo diecisiete —confesó—. No tenía mucho, sólo un barco mercante que viajaba por toda la costa, él no había nacido acaudalado, ni poderoso, todo lo que consiguió fue con el trabajo de sus manos.

Ella estaba por cumplir veintiocho años y seguía pensando en un hombre muerto que conoció cuando doncella, le pareció ligeramente pátetico y soltó un suspiro.

—¿Crees, Yì Rén, qué podrías quererme algún día?

Esa fue una pregunta que la tomó por sorpresa, él solía ser hérmetico con sus sentimientos e inquietudes, poco le compartía de las cosas horribles que vio, poco le hablaba de sus obligaciones del día a día y de las razones detrás de su desprecio a los mortales. Y ella prefería no preguntar, no por falta de interés sino por considerar que era mejor no forzar la intimidad.

—Ya le tengo afecto, mi señor —afirmó, verbalizarlo era extraño y hacía que el corazón le latiera más deprisa.

Darius tomó aire con profundidad y tragó saliva, vio su mandibula tensarse y relajarse. Despues la miró y le acarició las mejillas.

—Yo también te tengo afecto —Le respondió con voz baja, como si le avergonzara.

Finalmente la abrazó con un poco más de la fuerza que ella esperó y se metieron bajo los edrdones de piel juntos, siendo esa la primera vez que compartían la cama como marido y mujer. A excepción de que, pese a ese momento de intimidad, aún su matrimonio no podía darse por consumado.


Ella despertó primero y se vistió con la ropa para el entrenamiento, una saya y calzas de hombre, era más cómodo y lo único que atinó a hacer con su cabello fue atarlo en una larga y delgada trenza.

Podría haber sido indulgente consigo misma y permanecer en la cama con Darius, que permanecía dormido y solicitó a los sirvientes no molestarlo, se habían desvelado con el incidente de János y Máté pero se negó a permitirse el descanso. Lant la estaría esperando para su entrenamiento individual y Cythara en la tarde para sus lecciones de griego y latín.

Los sirvientes y sus doncellas no veían bien que fuera por el castillo correteando con una espada de madera y a veces era muy consciente de las miradas que recibía pero no interesaba.
«La serpiente no toma importancia de la opinión de la rata, sólo la devora.» Eso solía pensar y la ayudaba a avanzar.

En el patio ya estaba Lant, llenando de golpes a un hombre de paja.
Lant era peculiar, alta y gruesa, rolliza en la cintura, de piel del color del bronce y un denso cabello platinado, de una apariencia dulce y suave si la mirabas de lejos, pero en sus ojos una oscuridad y un vacío como no los vio jamás. En Darius había furia, en Cythara, pena. En Lant ya no había nada.

—Llega tarde, vuestra señoría —dijo Lant con su extraña formalidad.

—Es mejor que no llegar —respondió—. No tuvimos mucho descanso.

—Escuché del regalo que le hizo el conde —dijo Lant bajando su espada y volteó a verla—. ¿Qué piensa de eso?

—Impulsivo y potencialmente peligroso —respondió—. Imprudente, en conclusión.

—¿Le importaría desglosarlo para mí? —Lant le preguntó, cogiendo una espada de madera y poniéndose en guardia frente a ella.

—Las personas como yo, como tú, como tu hermano solemos perder contacto con la realidad —dijo—. El dinero, el título y el impirio nos dan la ilusión del control pero al final, todos sangramos y eso lo saben los de abajo, la brutalidad los hace recordarlo.

—¿Cree acaso que unos aldeanos podrían levantarse en rebelión contra mi señor hermano? —Lant dio el primer ataque y ella se limitó a esquivar.

—Por supuesto, sí les damos los motivos suficientes —declaró, evitando otro ataque.

—Tengo entendido que el hombre deshonró y asesinó a una pequeña —Le recordó Lant.

—Así es.

Se animó a avanzar, dio un estoque que Lant paró con facilidad.

—Entonces su lengua fue un precio pequeño —señaló.

—En extremo —afirmó, arremetiendo otra vez—. Sin embargo tú señor hermano envió dos mensajes con esa lengua, el primero, que él es la ley de Astarov y el segundo, que martirizar a una inocente sólo cuesta quince penzas.

—Y ofenderla, una lengua —completó Lant, más investida en la conversación que en sus ataques fallidos.

—Se necesita más para ofenderme —respondió y recibió un estoque en el pecho que le dolió más de lo esperado—. Peores cosas he sido llamada y no me ofenden, el lobo no se interesa en la opinión de los ciervos.

—¿Qué habría hecho usted con el hombre, vuestra señoría? —Lant tomó una posición más defensiva, invitándola a atacar.

Ella tomó la oportunidad y la madera chocó contra la madera. Encontraba placentero el sonido. Uno, dos, tres. Hasta doce encuentros de las espadas y Lant consiguió desarmarla.

—Máté tiene muchos vástagos, le habría dado como pena entregar a un hijo joven y saludable para trabajar con el ovejero por cinco años y entregar dos hijas, una a la abadía de Astarov para que se convierta en monja y otra al servicio del castillo —contestó—. Y habría subido sus impuestos mensuales de cinco a siete penzas por cinco años.

Lant la observó con atención y bajó la espada.

—Ciento veinte penzas en total y rehenes para mantener a raya —dijo—. Fascinante, vuestra señoría.

Se permitió sentir un poco de orgullo y retomó su guardia al mismo tiempo que su compañera.

—Deseaba comentarlo con mi señor esposo, pero en la madrugada no era el mejor momento —comentó.

—A mi señor hermano podría parecerle una buena idea —concedió Lant, avanzando hacia ella—. Aunque tal vez la encuentre más perniciosa y fría.

Quizá. Pero Darius no se había casado con ella por su calidez y compasión, sino por ser una oportunista y buscar sacar el mayor provecho de cada situación.

—Quizá —respondió—. Pero no me desposó por mi rostro placentero ni para hacer uso de lo que tengo entre las piernas, sino para ayudarnos.

La desposó para convertirla en su general, en su brazo derecho, en su guardia y su espada.
Y las espadas no se conmueven.


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