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Yì Rén IV

Casi tres años habían pasado desde la boda.

Su esposo al final no le había resultado del todo desagradable, hablaban a veces por noches completas, daban largas caminatas, leían y hasta cazaban juntos. Él era quien la enseñaba a dominar el caballo.

Aún así, la mayor parte de su tiempo lo pasaba con Lant en el patio.

Tenía que admitirlo, sola en el bosque y recostada en la densa hierba se concentraba en su nueva vida, en como cada parte de su cuerpo dolía, en las extensas horas que pasaba familiarizándose con las armas y los ejercicios.

Sus muslos escocían, tenía las manos llenas de ampollas y las extremidades llenas de moratones, se preguntaba cuando empezaría a aprender más impirio, al menos del valioso.

Desde luego apreciaban las lecciones sobre plantas y sus propiedades, los pequeños conjuros para desvanecer heridas y pequeñeces que más que impirio, eran la naturaleza siguiendo su curso.

Lo que la intrigaba era aquello que hacía Darius al estar frente a un mortal, guiar la mano de simples criados para escribir sus extensos pergaminos. Hacer danzar a alguien postrado en una cama, que alguien que nunca habría herido a nadie tomara un hacha y desmembrara un cuerpo. ¿Cómo entrar en una mente y forzarla a hacer tu voluntad? Infortunadamente ese poder estaba atado a la naturaleza celestial y a veces dudaba de aquello, había visto a los pares de Darius, en su mayoría criaturas delgadas y de aspecto frágil, con mandíbulas que le resultaban descuadradas y feas, probable resultado de décadas de matrimonios entre parientes. Al menos eso suponía su esposo y ella no tenía razones para creerlo equivocado. De verdad parecían un grupo en extinción y convivir con ellos la hacía sentir extraña, muchos eran lentos en ingenio y respuesta y los que no, eran temerosos y poco aptos para la lucha.

Tampoco sentía especial afecto por las otras áureas, cuando Darius aparecía ante ellas se mostraban ávidas por su atención. A él le gustaba verlas competir pero a ella no se le permitía formar parte de ese juego.

Una vez una de las otras la había derribado del caballo y Darius la hizo azotar.

La única que podía hacer uso de la violencia contra ella era Lant. Y Lant era brutal y exigente, quizá por eso Darius la mimaba tanto en ocasiones.

Veía las nubes moverse despacio en el cielo. Quizá era momento de volver al castillo con su marido, a tocar el guzheng para él, que él le cepillara el cabello y le leyera historias antiguas. Había días en los que él la llevaba en brazos a sus aposentos o él mismo le preparaba tinas con agua caliente y cosas con deliciosos aromas.

Se levantó del suelo, desató a su caballo y se montó en el, dispuesta a moverse del bosque hasta que un ruido la distrajo.

Risas femeninas. Llevó la mano a la daga en su cinto y avanzó con el animal lentamente entre los árboles hasta donde su oído la podía guiar.

Sabía que no debía espiar, no eran sus asuntos pero se dijo que no había nada de malo en ceder un poco a la curiosidad.

Entre la espesura del bosque pudo divisar dos siluetas femeninas recostadas en el suelo, sus vestidos se encontraban colgados de un ciprés, ellas yacían en sus blusones de lino que dejaban adivinar las formas de sus cuerpos y pese a que no se tocaban, Yì Rén entendió el tipo de relación que tenían.

Un paso y luego otro, se acercó y pudo reconocer a una de ellas.

Era una celestial. Había hablado en un par de ocasiones con ella y la había visto en muchas más, poco gracil en las artes femeninas y también poco habilidosa en las masculinas. Si su memoria no la traicionaba aquella mujer se llamaba Maeve y había sido de las últimas celestiales en nacer saludables

La otra parecía una doncella común, del pueblo, su ropa estaba sucia y raída e incluso en la distancia el lino se veía de una calidad inferior. ¿Era acaso una mortal?.

Un paso de su caballo la delató, alertando a las mujeres que corrieron hacia sus ropajes y luego de tomarlos, hacia los árboles. Durante un instante consideró seguirlas, si corrían debían esconder algo pero se dijo que lo que fuese, no le concernía. 

Su esposo le tendió la mano para que se ayudara al bajar del carruaje frente a la construcción de piedra que tenían frente a ellos, ahí se resguardaban el resto de celestiales. 

No había comentado con él lo que vio en el bosque, no tenía toda la información y su marido era pronto para montar en cólera. Prefería tener un panorama completo, hablar con Maeve y averiguar que era lo que estaba pasando.

Los recibió Mirae, quién resguardaba aquel lugar que ellos denominaban un santuario.

—Los esperábamos para cenar —dijo y les sonrió—. Cazamos dos jabalíes en la mañana.

Su esposo sentía particular inclinación por el jabalí y el cerdo, así que trataban de tenerlo para él.

—¿Caius los cazó? —preguntó su señor mientras los tres se dirigían al salón para consumir sus alimentos.

—Así es —respondió Mirae.

—Caius es un magnífico cazador —señaló, omitiendo el desagradable pensamiento de que el celestial sólo servía para eso.

También era el hombre más hermoso que hubiese visto, había considerado presentárselo a Dahlia. Infortunadamente Caius era lento como el pasar del tiempo en periodos de aburrimiento y aunque su hermana no buscaba especial inteligencia, el joven le habría resultado una decoración.

Mirae los sentó ante una gran mesa, mucho menos lujosa que la que Darius tenía en el castillo y la comida nunca era tan buena como la de su hogar pero su esposo se empeñaba en cenar con Mirae y visitar al resto de celestiales y áureas una vez a la quincena. El salón estaba lleno, sabía el nombre de todos pero no sé sentía con el interés de conversar.

Fue el propio Darius quién le sirvió la comida, carne y patatas con pimentones que con verlas sabía que estaban muy cocidas. Probó el jabalí, estaba seco y tan cocido que le costaba masticar adecuadamente.

—Yì Rén, ¿no te ha complacido la cena? —La cuestionó su esposo sin mirarla demasiado.

—Está muy cocida para mi gusto, mi señor —indicó en voz baja.

—Eso no es lo que he preguntado, mi señora —Darius dio un bocado—. He preguntado si la cena no te gusta.

—No me ha complacido —respondió—. Puedo afirmar que esto no fue hecho por las manos de Mirae.

—Mirae —dijo él para atraer la atención—. Trae otra cosa para mi señora, te lo suplico.

Mirae asintió y se levantó de su asiento. Yì Rén se preguntó la razón de que ella siguiese órdenes de Darius, sus hermanas —Cythara y Lant— hacían sólo lo que les placía y a su marido nunca se le habría ocurrido hacerlas levantarse para hacer tareas de servidumbre.

Dio un bocado a sus patatas pero no se forzó a comer más jabalí. Escuchaba a los demás murmurar sobre como era una puta mimada, a especular si acaso se encontraba grávida. Para eso habrían tenido que yacer juntos y él jamás la había tocado de esa manera, desde luego eso nadie más que ellos lo sabían y así debía permanecer.
Se habían besado, apenas, de manera casta y delicada, apenas el roce de sus labios. En alguna ocasión también se habían lavado el cabello juntos, poco a poco comenzaban a tener más contacto físico sobre todo desde que sus pechos terminaron de crecer y sus caderas tomaron una mayor redondez, quizá había sido sabio dejarse a sí misma envejecer un poco. Comenzaba a apreciar el verse más como una mujer y menos como una doncella de quince.

Había permanecido inmersa en sus pensamientos hasta que le presentaron una charola con hígados y corazones de pato. Los probó, sabían un poco a manteca y pimentón, estaban mejor.

—Gracias, Mirae —agradeció y recibió una sonrisa a cambio—. También a usted, mi señor.

—Eres mi señora, tendrás todo lo que tú quieras —contestó—. Haz progresado mucho, Lant me contó que conseguiste hacerle un corte con la espada.

—Aproveché un ligero descuido en la guardia de Lant, fue todo —comentó—. Todavía me queda mucho por aprender.

—La modestia no te sienta bien, Yì Rén —Darius la miró con una sonrisa—. Conseguiste algo que para todos es difícil, tienes permitido vanagloriarte.

—Es cierto, incluso para mí fue complicado —intervino Mirae, comiendo también.

Pasaron el resto de la cena conversando, incluso en algunos más se unieron a la plática, compartiendo sus experiencias en el entrenamiento. La única que no fue participe fue Maeve, que se excusó diciendo que deseaba aire fresco, al pensarlo en retrospectiva, la celestial tendía a desaparecer de las cenas y los entrenamientos a menudo.

—Mi señor, yo también requiero del aire fresco de afuera —dijo—. Espero eso no le represente un inconveniente.

—No te alejes mucho —indicó él.

Después de eso ella se retiró, caminando presta y segura hacia afuera de la construcción. Siempre le había parecido que ahí se intentó erigir un castillo y se fracasó en el proceso, pues se encontraba ruinoso y en sus muros se veía el intento de grandeza no conseguida.
Afuera aún se sentía algo del calor veraniego y el cielo estaba limpio, oscuro y estrellado. Hallar a Maeve no fue difícil, estaba a un escaso kilómetro, sentada en la tierra y parecía aguardar por alguien, pues su vista estaba fija en una dirección.

Mientras se debatía entre acercarse o espiar, a lo lejos divisó la silueta de una mujer, la misma con la que ya había visto a la celestial. Esperó a que se saludaran y se reunieran, se veían felices y apacibles, resguardadas por la serenidad de la noche.

Finalmente se aproximó con cautela, se sorprendió de que no la vieran.

—Maeve —llamó, estando a un metro de distancia.

Maeve se viró y aún en la oscuridad la vio palidecer. La otra mujer se escondió detrás de la celestial.

—Yì Rén, ¿qué estás haciendo aquí?

—Lo mismo que tú, paseo —respondió—. Aunque puedo ver que tienes mejor compañía que yo.

—Puedo explicarlo —Maeve buscó la mano de su compañera, invitándola a mostrarse—, pero no puedes decírselo a Darius ni a Lant.

—No debo retener información hacia con mi esposo —indicó—. Aún menos sin saber exactamente que es lo que estoy guardando.

Buscó la mirada de la otra joven, era una mujer linda, quizá en sus veinticinco o veintiséis, desgarbada y alta. Frágil.

—Ella es Heloise —comenzó Maeve—. Es una amiga.

—Una no yace con sus amigas como lo hace un hombre con una mujer —respondió, con la menor crudeza que encontró en su mente.

Los rostros de ambas se quedarían en su memoria, no podía determinar si se encontraban sorprendidas o atemorizadas.
Quizá debía decir algo para tranquilizarlas.

—Llegué a ver muchas relaciones del tipo —comentó—. No tengo intención de delatarlas, no es mi asunto y tampoco conozco a nadie que tenga interés en sus intimidades.

Ni su esposo. Ella misma había tenido mujeres en su cama con el consentimiento de Darius pese a que ante muchos ojos aquello habría sido no sólo una afrenta sino un crimen y un pecado.

—Yì Rén, ¿cómo lo sabes?

—Las vi en el bosque hace días, ustedes me escucharon y corrieron —explicó—. No es mi asunto pero preferiría saber que es lo que sucede.

—Nos amamos —confesó Maeve—. De verdad lo hacemos, los demás lo saben.

—¿Los demás? —cuestionó.

—Mirae, Caius, Friggid, todos en el santuario —afirmó dubitativa—. También Cythara.

Tenía sentido, la dejaban marcharse sin decirle nada, hacían escusas para su ausencia. La protegían.

—Mi señor esposo tendría que saber esto —dijo.

—Por favor no —Maeve dio un paso al frente—. No puede saber esto, no lo entenderá.

—¿Su relación o el hecho de que ella es una mortal común? —preguntó, asumiendo lo último.

—No puede saber ninguna, no lo entenderá.

Era la segunda vez que le decía aquello. Le resultaba extraño. Darius no era ningún estulto ni un hombre denso, entendería.
Jamás lo aprobaría, supuso que a aquello se refería Maeve. Habría deseado decirle que el entendimiento difería de la aprobación y aún más de la empatía pero lo consideró un despropósito.

—No se lo contaré aunque eventualmente se sabrá.

Les dijo aquello y se marchó, no quería permanecer demasiado con ellas, ni conocerlas. No quería convertir ese secreto en suyo. 

Volvió rápidamente al lado de Darius quien la rodeó con su brazo para atraerla hacia sí. 

—Dime, Yì Rén, ¿qué te han dicho Maeve y su amante mortal?

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