Yì Rén II
Dahlia cepillaba con tranquilidad su larga melena rojiza, trató de pasar frente a la puerta en silencio.
—¿En dónde estabas, Yì Rén? —La cuestionó sin distraerse de su cabello.
—Paseando con un hombre —respondió.
—No eres divertida —recriminó Dahlia—. Tienes que dejar de hacer tonterías.
—¿Piensas que bromeo? —inquirió y fue a sentarse junto a la joven—. Me encontré con él en el lago y conversamos hasta el amanecer.
—Mi madre estará furiosa.
—Nuestra madre —corrigió.
Jelisabeta la había adoptado, todo lo demás eran cuentos. Mentiras.
—Aquí no, Yì Rén, lo sabes —Le recordó Dahlia—. Y evades el tema, mamá se enojará si sabe que estuviste sola con un hombre otra vez
—La vez anterior si tenía razón para enfadarse, ya que si copulé con el hombre con el que me encontró —respondió y vio a Dahlia fruncir el seño y la nariz con asco—. Con este sólo conversé.
—¿Y era atractivo o galante?
—No lo sé —contestó sin pensarlo demasiado—. No como mi pescador.
—Tienes que dejar de pensar en un hombre muerto —Dahlia no tenía intención de ser maliciosa, eso lo sabía pero igualmente aquel comentario le dolió.
—Jamás —respondió—. Jamás dejaré de pensar en él.
Sabía que en algun momento lo haría pero no sería pronto, aquel había sido su primer amor. Un hombre de largo cabello negro y ojos oscuros como el ónice, propietario de un barco mercante pero que ante ella se había presentado como un simple pescador. Alishanda.
—Disculpa, me he excedido con lo que dije —respondió Dahlia—. En tu opinión, ¿qué debería ponerme para la negocicación de mi matrimonio?
Yì Rén apretó los labios, pensando en si acaso debería hacer a Dahlia saber que tal vez la negociación de un matrimonio no fuese favorable para ella, que el hombre no estaba demasiado interesado. O que ella podría estarlo considerando como un buen prospecto. ¿Debería comentar que se trataba del conde con quién habló toda la mañana? No estaba segura, Dahlia le resultaba incomprensible, se enojaba por minucia y pretendía que la entendiera sin hablar.
—Dahlia, creo que te enojarás conmigo muy pronto —Se convenció de hablar mientras su interlocutora empezaba a trenzar una parte lateral de su cabello—. Te aseguro que mi intención no ha sido perjudicarte.
Los ojos de Dahlia se dirigieron a ella. ¿Cuál era la razón de que la gente mirara a los ojos? Ese contacto se le antojaba agresivo y desafiante.
—Estuve con el conde está mañana —dijo antes de que la que consideraba una hermana pudiera hacer una pregunta—. Y me ha pedido que considere desposarlo.
—Haz dicho que no, he de suponer —respondió.
—Supones de forma desacertada —contestó tratando de no parecer asustada por la posible reacción—. He dicho que lo pensaré a consciencia.
Dahlia se levantó y la encaró, Yì Rén se levantó igualmente pero ni de esa forma conseguía sentirse grande, Dahlia le llevaba mucha altura y tenía una complexión más grande, conseguía intimidarla pero nunca dejaría que nadie lo supiera.
—¿Por qué, Yì Rén? Te trajimos a rastras y ¿ahora decides que quieres casarte aquí?—increpó comenzando a elevar su voz—. ¿Con el hombre que parece un buen prospecto para mí?
—Por eso, es un buen prospecto, es un hombre culto y ambicioso, también muy rico y casarme con él le quita potestad a nuestro padre sobre mis bienes en Tang, ya que pasarían a ser de mi esposo y no de mi tío —contestó sin elevar su voz y con la calma de la que fue capaz pero cierto era que comenzaba a sentirse malhumorada.
—¡Tuviste más de diez propuestas aceptables en Tang!
—Tengo conocimiento de ello, yo misma las decliné —respondió socarrona—, sí mi memoria no me traiciona.
—Yì Rén, dile que lo haz pensado y que no quieres hacerlo —El disgusto de Dahlia parecía esfumarse.
—Dime, Dahlia, ¿que fue lo que te encandiló de él para esta conversación? —inquirió.
No estaba resuelta a nada, quizá una respuesta convincente podría hacerla considerar sus opciones y pesarlas mejor. Tenía que ser razonable.
—Es un hombre hermoso, como pocos y tú ni siquiera le haz mirado —empezó—. No creo que te fijaras siquiera en el color de sus ojos...
Eran oscuros. Inusualmente oscuros, tanto que en la luz matinal había sido incapaz de distinguir el iris de la pupila. Desde luego no diría aquello.
—¿Es todo?
—No, cómo lo dijiste, es un hombre culto, ha visto el mundo pero no es presuntuoso, se dirige a todos con propiedad —prosiguió—. Tiene una propiedad grande en su tierra natal y una fortuna que no podría gastar ni aunque lo intente.
Las razones eran lo suficientemente buenas para considerar un matrimonio, no lo suficiente para decirse prendada y encantada de un hombre.
Tampoco era tan atractivo como Dahlia había insinuando al inicio de su conversación. Era un hombre de buen ver, de cabello castaño oscuro hasta los hombros, una nariz de puente alto, aquilina y ojos grandes con forma de almendra, le recordaba vagamente a un alcón. Su riqueza era tentadora, entendía a Dahlia.
Pero la sangre de ángel.
—Tu silencio me preocupa —La llamó Dahlia.
Se había quedado enfrascada en sus pensamientos. La sangre de ángel era algo especial, algo tentador para sus manos, su ambición y su deseo de eternidad.
—Dahlia, si él me lo pide, voy a aceptar —afirmó.
Su hermana negó con la cabeza en repetidas ocasiones.
—¡Mi madre jamás lo permitirá!
—Nuestra madre o la de ninguna —contestó—. A las dos nos recogieron de las calles, que te parezcas más a ella no te hace más su hija y lo permitirá, lo permitirá porque ya no soy doncella y será un alivio que un hombre desee desposarme.
Odiaba recordarle aquello, en las venas de ninguna corría la sangre de la condesa o su marido. También le disgustaba recordar su transgresión, ir a la cama con un hombre fuera de la bendición nupcial era una afrenta a ella y su familia.
—¿Él sabe que ya no eres pura?
No, desde luego que no.
—Si —Eligió mentir—. Me aseguró que no es una inconveniencia para él.
—Embuste —reclamó su hermana—. Ningún caballero respetable accedería a tal cosa.
—¿Y por qué no? —preguntó—. ¿Merezco un mal matrimonio y una propuesta indigna por haber conocido el amor?
—Lo que tuviste con ese hombre no fue amor, fue indecencia y placer carnal —La respuesta era tajante—. He aguardado y mantenido mi virtud, desde luego merezco una propuesta mejor que la que tú deberías aspirar a tener.
—Quizá e igualmente me casaré con el conde de Astarov —contestó, se había hartado al fin—. Seré su condesa, llevaré sus hijos en mi vientre y tendré todo lo que él pueda ofrecerme.
—No lo hagas, Yì Rén.
—Lo haré, Dahlia y si madre se niega diré que me entregué a él y no tendrá más remedio que acceder a las nupcias —Le avisó.
Ya lo había decidido, por ambición y por el mero afán de causar disgusto.
Su madre parecía poco complacida ante la proposición del conde de Astarov pero igualmente se viró ligeramente para mirarla, con algo que no pudo leer en sus ojos cetrinos, algo que danzaba entre la tristeza y el enojo.
—Dahlia, déjanos —solicitó Jelisabeta—. El conde, Yì Rén y yo tenemos temas que es menester discutir.
Cuando Dahlia abandonó el salón Jelisabeta se volvió hacia el conde.
—Yì Rén nos ha contado que le ha mencionado a vuestra señoría que ya no es una doncella —inició la mujer.
Darius la miró de reojo y ella lo miró de vuelta, deseando que mintiera por ella.
—Es cierto, me lo ha mencionado y pido disculpas también por el contacto indecente que tuve con la señorita, sé que ha sido inapropiado verla a solas en la oscuridad previa al amanecer —dijo él.
—Dígame, vuestra señoría, ¿qué lo motiva a casarse con una señorita sin doncellez y además, extranjera? —La pregunta fue directa y precisa.
También era válida.
—Frente a mi han desfilado varias jovencitas lerdas, lánguidas y mentirosas, que repiten las palabras de sus padres que pretenden colocarlas en buenas casas, como decoración o ganado, cada una con menor belleza y encanto que la anterior —dijo él—. La señorita es la única que me ha hablado con franqueza, que se ha desprovisto de la máscara del decoro y me ha hablado con lo que hay en su corazón, que ve el matrimonio como ventajoso y que no espera un galante señor ni amor y, vuestra señoría Jelisabeta, eso es exactamente lo que busco, honestidad, conveniencia y entendimiento mutuo.
Su madre no pareció creer en totalidad la respuesta. Ella misma no estaba segura de considerar cierto todo aquello dicho por él, algo en su sonrisa ladina, en sus dientes que parecían afilados y en sus ojos brillantes le indicaba peligro. Se preguntó si acaso algún día ella podría parecer tan amenazante, quizá, con tiempo y esfuerzo. Quizá algún día podría proyectar una sombra que los cubriera a todos.
—Nunca he instado a mi sobrina a buscar la conveniencia ni la ventaja, siempre desee para ella la plenitud y la comodidad, si no amor, algo de amistad y estima entre ella y el hombre que la convierta en su esposa —aseveró la condesa—, pero se lo he dicho a vuestra señoría, carezco de la intención de forzarme sobre su voluntad.
—¿Entonces lo permitirá, mi señora? —intervino en la conversación y atrajo las miradas.
—Lo permitiré, espero sepas lo que estás haciendo Yì Rén.
Sonaba como una sentencia, como un reproche o algo similar. Ella esperaba saber que era lo que hacía y podía pretender hacerlo.
—Hablemos de la dote —dijo Jelisabeta después de un silencio largo—. Y de los bienes en Tang que tendrá que reclamar como el esposo de mi sobrina.
—No requiero de la dote, sólo a ella y sobre sus bienes en Tang, eso, vuestra señoría es un tema a discutir con mi señora esposa cuando lo sea, no con usted —contestó él y lo encontró ligeramente grosero pero no al punto de sentirse incomoda, reconoció que a veces ella hablaba de aquella manera, descuidada y poco mesurada.
Quizá por ello habían comenzado a entenderse.
—Sólo ha venido por mi autorización —concluyó Jelisabeta—, la tiene, ¿puedo hacer algo más por usted?
Darius negó. Darius. Era peculiar pensar en él por su nombre, esperaba no tener que llamarlo así jamás.
—¿Me permitiría una audiencia con su sobrina en estos muros a solas, condesa? —preguntó.
Vio vacilación en su madre, casi le pareció que se levantó de su lugar por la fuerza, como si hilos invisibles hubiesen tirado de ella. Incluso en sus ojos vio miedo, su entrecejo fruncido y sus labios apretados le sugirieron algo extraño pero no se dijo una palabra, sólo abandonó el salón pero la puerta no se cerró y pronto pudieron ver a un guardia apostarse en la entrada.
—¿Qué la ha llevado a mentirle a su tía, señorita Zhang?
—Tuve la intuición de que a usted no le importaría, mi señor —confesó—. No consideré que mi virtud fuese de valor para usted.
—No lo es, debo admitir que me quita una carga saber que usted conoce la mecánica del acto y que no me caso con una doncella incauta a la que tenga que enseñar la más básica naturaleza —respondió con menos dureza de la que usó con la condesa pero en escencia era la misma respuesta, no quería a la doncella que buscaba la historia de amor de las canciones de los bardos—. Sin embargo, señorita Zhang, quiero saber, ¿su doncellez le fue arrebatada o la entregó por voluntad?
¿Qué daño haría la verda?
—La entregué.
—¿Ha conocido entonces el amor de un hombre y él el vuestro? —preguntó.
—Así es, mi señor —confirmó.
—¿Dónde está él?
—Muerto, mi señor, su barco fue atacado y robado —contestó esperando no tener que elaborar más—. Y usted, mi señor, ¿ha conocido el amor de una mujer y ella el vuestro?
—Naturalmente —afirmó el conde pero no parecía dispuesto a profundizar y si era honestamente consigo misma, no le interesaba demasiado—. Dígame, ¿preferiría una boda grande o más bien una cermonia pequeña?
—Mi señor, creo que primero tendré que ser bautizada en el cristianismo, en caso de que esa sea vuestra fe —Fue lo primero que cruzó por su mente, todos en occidente eran cristianos, al menos en aquella zona todos parecían serlo.
—Lo es, pese a que no soy un hombre de fe, es necesario que mi esposa comparta mi credo y que nuestra boda sea legitima a los ojos de nuestra madre iglesia —afirmó—. ¿Ha pensado, señorita Zhang, en el nombre cristiano que tomará en su bautizo?
No. No quería abandonar el suyo, buscó en su mente algo occidental, algo que aunque fuese vagamente, se le pareciera.
—Irene —respondió.
Una santa quemada en la hoguera, poco apropiado quizá. Una mártir de corta vida pero sólo le interesaba su nombre, no su historia.
—Irene, como la diosa de la paz y la riqueza —señaló el conde—. Me parece muy apropiado, me atrevo a aseverar que incluso me gusta.
Se atrapó sonriendo ante su respuesta pero se lo permitió, pasaría cualquier cosa que tuviese que suceder.
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