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Darius V

La expresión en su rostro era difícil de describir. Desconcierto, intriga pero no miedo.

—Deberíamos discutirlo en la intimidad de nuestro hogar, mi señor —Le respondió—. Los demás podrían escucharnos.

Los demás, mentirosos y traidores, permitiendo al peligro aproximarse. A esa mortal le seguirían cientos, armados y dispuestos a matar.
De ellos se encargaría después.

—Una respuesta razonable —concedió—. Nos retiramos ahora, Mirae, mi señora y yo tenemos planes.

—Debo decir que me hace muy feliz que sean tan unidos —dijo Mirae—. Vayan con cuidado.

Era cierto, eran unidos. El matrimonio le había resultado una grata sorpresa, ella administraba sus bienes en Tang de maravilla, aún tenían pendiente el viaje para verificar que todo estuviese en orden pero sabía que ahora tenía diez barcos, cuatro mercantes y seis de pesca. Un logro destacable, su esposa también había resultado una mujer de disciplina envidiable, eso mataba a cualquier talento. Y era eso lo que más le gustaba de ella, esa determinación inquebrantable. Y tenía que admitirlo, había comenzado a desearla.

—Vamos, mi señor —Lo llamó.

Salieron y ella subió al carruaje, él, al caballo para llevarlo. Le gustaba conducirlo, el ritmo y el viento cálido del verano lo ayudaban a pensar.

¿Qué haría con Maeve? Era una incauta y una irresponsable. ¿Cómo había caído en las redes de una mortal?¿Cómo Mirae había aceptado aquella aberración? Había intentado averiguar sobre esa mortal pero poco había conseguido, además era una indecencia que un hombre de su estatus y casado estuviese indagando sobre una muchachita de una aldea.

No, eso se lo dejaría a Yì Rén.

¿Cuánto tiempo llevaba su esposa sabiendo de aquel romance?.

En menos de dos horas estuvieron en su hogar y fueron directo a la alcoba que en ocasiones llegaban a compartir.
Una vez solos él se acercó a su esposa que había tomado asiento al borde de su lecho y comenzó a soltarle el cabello, deshizo cada trenza con sus dedos.

—Entonces, Yì Rén —comenzó—. ¿Qué te han dicho Maeve y esa mujer?

—Me pidieron no hablarle sobre su relación, mi señor —respondió—. También que se aman.

—¿Desde hace cuánto que lo sabes? —preguntó.

—Lo confirmé hoy —aclaró—. Pero ya lo sospechaba, me pareció verlas antes en el bosque.

—¿Por qué razón no compartiste tus sospechas conmigo? —La cuestionó mientras ella se ponía de pie para desatar su hanfu y prepararse para dormir.

—Habría sido chismorrear y jamás desperdiciaría mi tiempo ni el suyo en tal cosa.

Él imitó a su esposa, se levantó y comenzó a desvestirse también, se suponía que los criados ayudaran en tal tarea pero Yì Rén era reacia a que la tocaran y él prefería su intimidad. Ambos se ayudaban cuando lo requerían, siempre manteniendo el decoro y sin ver demasiada piel desnuda.

—Harás algo por mi, mi señora —dijo llamando la atención de su esposa—. Quiero que seas amiga de Maeve y su mortal.

Heloise. Su nombre era ese, pero nombrarla sería darle más importancia, la hiedra posee hojas, todas venenosas y ninguna posee un nombre, debía ser lo mismo para los mortales.

—¿Qué información debo traerle, mi señor? —Yì Rén se le acercó, en su ropa interior de lino y le buscó la mirada, sin decirle nada sabía lo que le estaba preguntando.

Sus intenciones.

—Quiero saber si debo ver peligro detrás de esa mujer, quién es, de quiénes se rodea —indicó—. No quiero que Maeve sufra, ella y la mayoría de los demás son demasiado jóvenes, no vieron lo mismo que yo.

O que Cythara, o Mirae, a quien le habían arrancado las alas de la espalda y habían violado. ¿Cómo Mirae había olvidado?.
No quería el sufrimiento para los suyos y los suyos parecían querer abrazar el sufrimiento. Saldría mal, ya lo podía vaticinar.

—Me siento inclinada a rehusarme —Yì Rén respondió y lo instó a sentarse, pero esta vez, en lugar de sentarse en la cama ella se sentó en su regazo—. No parece un asunto que me concierna, sin embargo creo que su preocupación es legítima.

—Dime, Yì Rén, ¿consideras que esa relación es amor de verdad?

Desde luego que no lo era. Una muchachita de campo solo buscaba el pase a un castillo y una vida mejor. Los mortales simples solo conocían la lujuria, el deseo y la codicia. Y Maeve, inocente o más bien, incauta, creía que esa mortal era mejor. Después lloraría porque la serpiente hizo lo que dictaba su naturaleza, morder y envenenar.

—No puedo emitir un juicio, las he visto dos veces nada más —afirmó su esposa—. Aunque el ver a la mortal esconderse detrás de Maeve me crea dudas, el amor se inclina a proteger no a ser protegido.

«No hay amor que no sea temerario.» Recordó aquellas palabras de su hermana, Anna, habían discutido la historia de un hombre que desafió a un dios por la mujer que amaba. En ese momento lo había considerado estúpido, pero ahora en su madurez entendía que el amor te obligaba a miles de cosas. ¿Qué monstruosidades no habría cometido por su hermana?

—Considero que estás en lo cierto —Darius puso su mano sobre la rodilla de su esposa y le dio una suave caricia sobre el fino camisón—. Te solicito algo inofensivo, mi señora, si no es en ti, ¿en quien más podría poner mi confianza?

Aún existía la posibilidad de que Yì Rén volviera a él con mentiras, capaz era pero deseaba creer que no sería así. Él jamás le mentía y esperaba lo mismo a cambio.

—Mi señor, ya debería saber que yo no funciono de esa manera —dijo Yì Rén—. No puede manipularme así, lo más razonable es que si usted desea saber algo, lo pregunte de forma directa.

Una mujer inteligente.

—Maeve no confiará en mi, lo sabes y lo sé —contestó—. No la culpo, mis prejuicios abiertos y evidentes la harán desconfiar.

Yì Rén lo miró atenta, parecía pesar mentalmente los argumentos. Sabía que aún era renuente, sería mejor no insistir, a su esposa no le gustaba sentirse forzada y por mero capricho podría elegir no respaldarlo.

—Mi señora, ya no discutamos ese asunto —Volvió a hablar y le sonrió con debilidad—. No tengo intención de forzarte mi voluntad, tu decide, mejor dime, ¿que desearías recibir en tu cumpleaños?

Para muchos era una celebración pagana y sacrílega a él le parecía una tradición fascinante. Celebrar la existencia no le parecía algo condenable.

—Me gustaría ver a mis tíos y a Dahlia —respondió—. Y un vestido nuevo, de terciopelo azul, sé que no es posible ver a mi familia pero me encantaría.

Su familia debía estar en camino, él había enviado la invitación meses atrás. Un vestido nuevo era poco, había mandado a forjarle una espada, a hacerle cinturones de cuero y otros de oro con zafiros y esmeraldas incrustados. El banquete era otra cosa, había hecho traer desde Tang cosas que ella podía extrañar, nidos para sopa, frutos deshidratados y té, también linternas de papel y tintas.

Debía ser especial para ella, estaba haciendo un buen trabajo.
Y en parte también deseaba hacerla feliz.

—Haré todo lo que pueda para que sea una semana especial —contestó.

Su esposa no sabía con precisión su fecha de nacimiento, sólo podía situarla entre el veintiséis de Julio y el cuatro de Agosto. Así que él decidió darle esos días de celebración.

—Se lo agradezco, mi señor —respondió y le acarició el rostro, sus manos estaban llenas de callosidades pese a que ella con ahínco se las arrancaba.

—Esto es lo que te mereces —indicó—. Hazme un obsequio, Yì Rén.

Ella sabría a lo que se refería. A la única cosa que él tenía que pedir, la única cosa que ella, según su acuerdo, no estaba obligada a darle. Yì Rén asintió y le tomó el rostro con ambas manos y lo besó.

Con delicadeza y suavidad.

Él deslizó su mano por el muslo de su esposa y la posó en su cadera, con la otra mano le acarició la espalda. Yì Rén bajó una de sus manos y le acarició el pecho, apenas, con las puntas de sus dedos. Explorando. Quería más.

Profundizó el beso, a la suavidad respondió con intensidad y deseo. Por un instante temió que su esposa lo rechazaría y que por un instante de debilidad arrojaría al abismo todo su avance.

Y aún así, con su mano empezó a alzar la tela del camisón de su esposa para poder encontrarse con la piel de sus piernas y acariciarla. Yì Rén se separó de él brevemente para mirarlo, en su rostro podía verla abrumada por su impulsividad.
Tenía el rostro enrojecido y las pupilas dilatadas.

—¿Qué está haciendo, mi señor? —Le preguntó.

—¿A qué te refieres? —cuestionó, dando pequeñas caricias en el muslo de su esposa.

—Usted expresó con mucha claridad y vehemencia que nuestro matrimonio es una conveniencia y que nuestra relación sólo podría aspirar a ser de camaradería, también puso en claro que no tiene intereses lascivos y carnales hacia mi —respondió ella, acercando sus labios a los suyos.

—¿No se me permite cambiar de opinión? —cuestionó con voz baja y suave, finalmente abandonó su pierna y le puso la mano en el hombro.

—Por supuesto, mi señor, dígame, ¿ha cambiado de opinión?

Darius hizo el cabello de Yì Rén a un lado y le depositó un suave beso en el cuello.

—¿Tu deseas que así sea? —preguntó en un susurro—. ¿Deseas poseer todas mis pasiones además de todas mis esperanzas?

Besó nuevamente el mismo lugar y ella por instinto cerró un poco la distancia entre ambos y él pudo ver ligeramente el escote de su esposa, apenas notaba el nacimiento de sus senos.

—Usted aún no me responde.

«Inteligente». Recordó el momento donde le había dicho a Cythara que no deseaba una mujer estúpida.

—He cambiado de opinión —confesó.

Yì Rén le sonrió ampliamente y se levantó, sólo para acomodarse a horcajadas sobre él.
Su calidez era embriagante, podría haberse considerado satisfecho solo con la ligera presión de su esposa contra su creciente erección.

«Debes parar». Pensó pero su razón era traicionada por su cuerpo, por sus manos deslizándose bajo el camisón, por sus labios dibujando un camino desde los labios hasta el cuello de Yì Rén y por su corazón latiendo con presteza.

Se apartó para tomar aire y fracasó en retomar el aliento, su mirada se clavó en los pezones endurecidos de su esposa y él se reprendió. Estaba dándose cuenta de que no estaba por encima de los deseos mortales, esa mínima idea lo incitaba a querer quitar a la mujer de encima de él.

Su calor. Ese calor lo quemaba por dentro y lo atraía hacia ella.
Ya le había subido el camisón hasta la cintura pero se vió obligado a mirarla, buscando su permiso para arrancar la prenda de su cuerpo. No hizo falta una palabra, ni siquiera una seña, solo necesitó un movimiento de la cadera de su esposa contra su hombría para saberse con el derecho a desnudarla.

Le gustaba lo que veía, se veía fuerte. Aún con las rojeces y moratones en varias partes de su cuerpo la encontró impecable y cuando se dispuso a avanzar, golpearon fuertemente a su puerta.


El hombre estaba enojado, lo reconocía, se llamaba Máté era de los más ricos de la aldea próxima. Se sentía profundamente agraviado por las acusaciones del otro, un campesino ovejero que tenía el rostro enrojecido e hinchado por el llanto.

—¡Vuestra señoría! —exclamó Máté—. No puede prestar sus oídos a las calumnias de este hombre.

Máté tenía la culpabilidad escrita en el rostro.
El ovejero lo acusaba de deshonrar y asesinar a su hija, una criatura tan indefensa y pequeña que ni siquiera habría podido llamar una señorita. El hombre y su mujer le habían presentado a la pequeñita, suplicando ayuda para salvarla pero había sido tarde, la niña estaba muerta. En algún grado podía entender que los mortales odiaran a aquellos que no se les parecían pero, ¿hacerse tales barbaries entre sí? ¿A las crías?

Yì Rén no había dicho palabra, sólo permanecía a su lado con la gélida mirada sobre Máté. Sabía que la situación la estaba molestando.
Habían escuchado testigos y defensas toda la noche y la madrugada, se sentía irritado y desde el principio había tenido un veredicto.

Culpable. Sí de él dependiese habría cortado en pedazos al animal y lo habría puesto en el patio para que las aves carroñeras se alimentaran de él, desde luego no podía hacer aquello. Si acaso podría obligarlo a pagar al ovejero una cuantiosa suma.

—Wǒmen gāi zěnme chǔlǐ tā? —inquirió su esposa.

«¿Qué deberíamos hacer con él?» Era una buena pregunta la que le hacía. Matarlo, hervirlo vivo, romperle todos los huesos, cortarle los genitales. Muchas ideas le cruzaban la mente.

—¿Qué dice ese perra extranjera? —cuestionó en voz baja Máté, hablándole a uno de los hombres de su compañía.

Pero lo escuchó. ¿Cómo se atrevía?

—Wǒ bù qīngchǔ —respondió a su esposa y al mirarla supo que ella también lo había escuchado—. Wǒ huì bǎ tā de shétou jiāo gěi nǐ.

«Te entregaré su lengua» Le prometió en voz baja también.

—Máté, repita lo que ha dicho de vuestra señoría, la condesa Irene Aljeric —comandó y vio al hombre palidecer.

Era extraño llamarla de aquella manera, era el nombre que ella había tomado y aún así, en la boca no le sabía a nada. El nombre le era ajeno a él y a ella también, cuando alguien la llamaba así no solía responder, como si no recordará que así se bautizó y para él, siempre sería Yì Rén.

—Nada, vuestra señoría —contestó el hombre con voz queda.

—Perra extranjera —repitió Darius—. Repita.

—Vuestra señoría...

—Perra extranjera —reiteró—. Repita, señor.

Comenzaba a sentir la rabia acrecentarse. Por la niña, por ser interrumpido durante un precioso momento con su mujer, por el insulto a ella y a su propia autoridad. Estaba harto del hombre. ¿Qué había esperado?¿Impunidad? ¿Ley? En Astarov él era la ley. 

—Guardia —Con el índice llamó a un guardia—. Traiga a mi esposa la lengua de Máté.

—Vuestra señoría —respondió el guardia.

Este obedeció, mientras otro guardia sostenía a Máté, la lengua fue cortada, de un tajo y con presteza. Al recibir el trozo sanguinolento, su mujer no dijo nada, ni siquiera arrugó la nariz o frunció el entrecejo, sólo con un gesto pidió que se le retirara de la vista-

—Vuestra señoría, estamos olvidando el asunto que nos tiene aquí —intervino Yì Rén—. Vinieron a nuestro hogar en búsqueda justicia.

—Es cierto —aseveró—. Señor...

¿Cuál era el nombre del ovejero? Se lo había dicho, debía saberlo.

—János —susurró Yì Rén.

—János, sé que nada reemplazará la vida de su pequeña ni la ayuda que le daba en su parcela —dijo, no era el primer juicio que presidía pero era el primero junto a su esposa y eso hacía nueva a la experiencia—. Quince penzas serán la compensación económica y Máté, recibirá ochenta latigazos.

«Quince penzas debían ser seiscientos denarios» Pensó. Para muchos una niña ovejera no valdría ni cincuenta, no importaba. Para él no había dinero que pagara esa inocencia robada, martirizada y aniquilada.
¿Qué hacer con los mortales? A sus ojos, la única esperanza vivía en sus crías, los demás estaban todos perdidos.


Todos merecían ser destruidos y en el rostro de su mujer veía la misma resolución.

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