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Darius IX

Había dormido entre poco y nada, cuando cerraba los ojos sus memorias se encendían.

Más que las imágenes de los muertos, era el olor lo que lo atormentaba. No importaba si era roja o de oro, al final era sangre y olía como tal, ese aroma ferroso reptaba por sus fosas nasales aunque no hubiese ni una gota del líquido dentro de los muros de sus aposentos.

Tan intenso e insidioso que podría haber vomitado.

Era aún de madrugada. ¿Y sí acudiera a su esposa?

No. No debía confundirse, no más de lo que ya había empezado a hacerlo.

Ella no le quería, quería el ícor.

Su parte más racional le decía que una no era excluyente de la otra, ella bien podría quererlo a él y querer la sangre de ángel. Que se podía quererlo todo.
Pero también su razón le decía que sí ella debía elegir, elegiría su ambición. No el amor.

No la condenaba por ello, al final por eso la había escogido.

Y aún así quería distanciarse pues ella ya había puesto veneno en él.

Se vistió y salió de sus aposentos, caminando por los pasillos se sintió tentado a entrar a los de su esposa pero obligó a sus piernas a obedecer y seguir con su camino.

Prefirió dedicar sus pensamientos a otro asunto. Al final su esposa había cedido pero con más insistencia de la que había pensado que tendría que usar, podía estar seguro de que cedió por hartazgo más que por un favor para él.

Maeve, por otra parte, apenas se resistió a la intrusión de Yì Rén. 

Presionada y con Lant siempre pendiente de las actividades de todos, Maeve encontró en Yì Rén una cómplice, una coartada y compañía. Una parte de sí mismo se lamentaba que la celestial tuviese tan pobre juicio, que fuese tan confiada, eso la llevaría a la ruina. 

Pocas piezas poseía respecto a la mortal, una mujer de veintisiete, la cuarta hija de una familia comerciante y relativamente acomodada, una solterona, en resumen, dedicada al cuidado de su madre y su padre, no había ningún problema superficial con ella. Más no confiaba. Nunca podría confiar. Yì Rén también comentaba que la mortal poseía una remarcable falta de caracter y fuerza.

Era una pena, pero no podía hacer nada al respecto.
«Todos se emparejan con sus semejantes.» Pensó. Sus padres habían sido parecidos, temerarios. La valentía de su padre mortal los había salvado a él y Anna. La valentía de su madre protegió a Anna, a quien tuvieron que arrancar de sus brazos.

¿Por qué él no murió con ellas? Habrían permanecido una familia, aunque fuera en la muerte. Pero él permanecía. ¿De quién era la culpa?¿De él por vivir? No.

Y, aún así, se sentía culpable. No había sido suficientemente grande, ni lo suficientemente fuerte o poderoso.

No era su culpa. Sino de ellos.

De quienes las habían asesinado. ¿Qué clase de ser arranca a una niña de los brazos de su madre? Los mortales. Aquellos que hablaban de la monstruosidad celestial sólo mostraron la suya.

Maeve había invitado a esa monstruosidad a su santuario. ¿Cómo podría perdonarle eso?.
No podría. Pero podía parar aquella muestra de estupidez infantil.

Lo había sugerido apenas, insinuado. Yì Rén podía insertar una idea, era su solución, fue más fácil convencerla de practicar ese don que corría por sus venas, durmiente. Delicado y enrarecido.
Letal si conseguía potenciarlo y dominarlo.

Lamentaba las pocas memorias de la infancia que poseía su esposa. La orfandad le había llegado demasiado joven, a los ocho años y de sus padres sólo quedaban agridulces remanentes,  el cómo su padre la hacía dormir con sus canciones y susurros, el cómo su madre cocinaba caracoles de río y cómo murieron, enfermos y desvalidos.

¿Cómo ella había sobrevivido? La orfandad lo había destruido cuando él ya podía ser considerado por muchos un hombre de dieciséis.

Al principio Yì Rén se había negado en rotundo a cantar, ni la memoria de su padre aliviando sus dolores con canciones ni su plácido descanso cuando él le cantaba bastaba para convencerla de que era un poder digno de utilizar.

Le resultaba extraño, ella parecía intrigada y fascinada cuando él controlaba la voluntad de otros cuerpos, cuando los forzaba a escribir, a hablar o a matar. Y ella —poseedora de una habilidad similar—, se rehusaba a usarla.

¿A qué le temía? Sin duda aquello era temor. Lo sabía.
Más no era al dolor, Lant había roto huesos, hecho moretones y cortes. Marja la había derribado del caballo.

Tampoco parecía temer a lastimar a otros, Marja, Mirae, hasta Cassius habían resultado heridos por Yì Rén en al menos dos ocasiones.

Ella se retenía. La había descubierto, desde luego le faltaba expertiz y práctica, pero al observarla con las armas la veía medir. Controlar. Parar.

Cómo si le atemorizara su propio poder.

Esa idea le pareció una preciosa contradicción, la búsqueda del poder y el miedo al que ya se posee.

Pero ese miedo tenía que irse, más temprano que tarde o ella no le serviría a su propósito.

Pronto se encontró en su lugar de trabajo, cartas, peticiones y cuentas, también algunas invitaciones para él y su señora. Quizá debería dejar de declinar y hacer alianzas con sus pares nobles, se habían hecho fama de solitarios y engreídos al sólo dejarse ver en las fiestas religiosas que eran más una obligación que un placer. Otros lo tomaban por un intelectual y la mayoría no aprobaban a su esposa y encontraban inusual su educación, por su lado, Yì Rén evadía asiduamente a las esposas de los demás nobles y con ahínco había rehusado el recibir hijas de nobles menores como doncellas.

El trabajo era bueno para él, con su implacable necesidad de no pensar se sumergía en sus pendientes y sus cuentas, más siempre se encontraba terminando deprisa.

La mitad de Julio se le había ido deprisa, estaba seguro que pronto llegarían el resto de Aljeric, la familia de su esposa. Deseaba ser entusiasta respecto a ellos pero fracasaba, señalaban a Yì Rén con sus dedos acusadores y aún así comían de los frutos de su labor.

La familia jamás dejaba de ser familia. Ni lejos, ni muertos.

¿Cómo sería tener un hijo? Había sostenido muchos bebés en sus brazos y a varios había visto crecer pero ninguno era suyo. Si tuviera un hijo o hija ¿a quién se parecería?¿Tendría los grandes ojos grises de Yì Rén o los suyos? ¿Sería dulce o temperamental? ¿Le gustaría jugar o más bien leer? ¿Tendría su delgadez? ¿El denso cabello de su esposa?.
Y ella, ¿qué clase de madre sería?.

Aquella pregunta lo tomó por sorpresa. No lo sabía, era una mujer amorosa con los animales, al cazar daba muertes rápidas y precisas. Pero también era distante con las personas, fría incluso. Era un enigma, no la podía visualizar entregando a su bebé a un ama de cria y tampoco la podía ver amamantando.

—Darius —Cythara interrumpió en su espacio y sus pensamientos.

—¿Qué te trae a mi presencia a estas horas?

—Vine a decir que su esposa ha salido rumbo al santuario —respondió Cythara.

¿Qué hacía Yì Rén fuera tan temprano?

—Lo sé, me dijo ayer que se iría —contestó.

—La haz enviado —dijo Cythara—. ¿Qué pretendes, Darius?

—¿A qué te refieres? —inquirió.

—Sé que lo sabes —afirmó Cythara, tomándolo por sorpresa, jamás consideró que ella sería tan honesta, no conociendolo como lo hacía—. La relación de Maeve con la joven mortal.

Consideró por un instante hacerse el desentendido, fingir sorpresa y ver que obtenía pero Cythara no caería en tal simpleza, ella nunca lo había tomado por un tonto y él debía tener la misma delicadeza por ella.

—No tengo ninguna pretensión —respondió—. No he enviado a Yì Rén a hacer nada, lo creas o no, ella no me rinde cuentas.

No era totalmente cierto ni falso. Por supuesto que su mujer respondía ante él pero él no la había enviado a hacer nada.

—¿Esperas que crea que no tienes interés en el asunto? —Lo cuestionó.

—No pretendo que creas nada, en especial debido a que el asunto me interesa —afirmó—. Y estoy enojado, por supuesto, pero antes de responder a mi enojo quiero tener un mejor panorama, no se me olvida que los suyos podrían matar a esa mortal si descubrieran sus inclinaciones.

Una vil mentira, lo sabía. No le interesaba lo que pudieran hacer con la mujer pero le interesaba lo que pudieran hacer con Maeve.

—Lant, ¿sabe de la relación?

—Cythara, sí Lant supiera de ello, estaríamos teniendo una conversación diferente a esta y más de dos muertas.

Esa parte era cierta. Lant asesinaba primero, preguntaba después. Nunca se consideró a si mismo como compasivo pero al lado de Lant, él era piadoso.

—Darius, esas niñas jamás serán un ejército —empezó ella.

—Somos trescientos, desde luego que no —afirmó—. Seremos más.

—De esos trescientos, sólo noventa harían buenos soldados —aseveró—. Pierdes tu tiempo y recursos.

—Hemos tenido esta discusión muchas veces en muchas maneras distintas —afirmó—. Admiro tu convicción y la respeto, sin embargo, si no serás de ayuda te ruego no me estorbes, haré lo que sea necesario para preservarnos.

—Escuché palabras similares de tu esposa una vez —señaló—. Sé que le prometiste ícor.

—Lo hice.

—Para manipularla, obligarla a trabajar más y más duro para alcanzarlo —dijo.

—Sería manipulación si yo no tuviese intención de cumplir mi promesa —indicó—. Y me entristece saber que me consideras tan vil como para recurrir a la deshonestidad.

Ambos eran conscientes de que no estaba por encima de la mentira. Cythara no pareció creer que se sintió ofendido.

—¿Qué pasará cuando cumplas tu promesa? —Cythara tomó asiento y lo miró con atención.

—Ella tomará su recompensa y se irá —contestó.

La punzada en su pecho se extendió por su cuerpo y alcanzó a sus ojos pero no importaba cuan incómoda fuese, esa era la verdad.

—Pensé que su relación se había vuelto más íntima, he escuchado que pasan más noches juntos —afirmó.

Sintió el color aparecer en sus mejillas, sabía que no se refería al tiempo compartido sino a las otras actividades, que seguramente alguna criada o guardia habían escuchado.

—Así es —contestó—. Disfrutamos nuestra compañía y nuestra intimidad.

—¿Deberíamos esperar pronto un heredero? —Lo cuestionó.

—No —respondió.

No iba a entrar en detalles de sus conversaciones con su mujer y aún menos sobre como no habían culminado el acto y el placer que se daban se limitaba a sus bocas, sus manos y la fricción. El sólo pensarlo amenazaba con endurecerlo.

—¿No te tienta la idea, Darius? Un hijo en tus brazos y una familia.

Siempre había deseado hijos. Los hijos eran la única forma de preservar su raza y su poder. Los tendría con su esposa o con cualquier otra aurea. Pero la idea de uno nacido de Yì Rén lo llamaba, las preguntas lo perseguían.

—Quizá, algún día —respondió—. Yì Rén no está lista para ser madre.

—No y no lo estará —aseveró—. Es un arma, no una madre.

Esas cosas no le parecían mutuamente excluyentes, había visto a madres defender a sus hijos con más fuerza y valor que un soldado en batalla.

—No me apresuro a sacar conclusiones.

La incomodidad de la mentira lo volvió a atacar.

—¿Qué piensas hacer respecto a Maeve y Heloise?

—Nada, van a separarse eventualmente, las promesas de amor de los mortales no suelen durar —afirmó—. Y si no termina de manera natural, me encargaré de que termine.

Vio la expresión de Cythara y le resultó dificil concluir la emoción del ángel, estaba entre el hartazgo y la decepción, a esta última se había acostumbrado y la llevaba con orgullo, estaba viva para decepcionarse, los demás estaban vivos para resentirlo y considerarlo intransigente, estaban vivos y eso era suficiente para él. 

Si tenía que renunciar a cualquier principio, lo haría. Si se ganaba el desprecio de todos estaba bien, un pequeño precio a pagar para mantenerlos a todos con vida y a salvo.

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