Darius I
«El cielo le sonreía, cerúleo y despejado, con la luz del sol en completo esplendor acariciando su rostro. Casi era suficiente para aliviar el intenso dolor que se extendía por toda su espalda, había caído quizá cuatro metros desde el alfeizar cuando intentaba trepar hacia el techo.
Suspiró. Algunas aves aparecieron y desaparecieron rápidamente de su campo visual. No sentía deseo alguno de moverse pero igualmente acarició con sus dedos el césped bajo su cuerpo, estaba seco y tibio, reconfortante.
―¿Te duele? ―escuchó una suave voz pero no vio a su portadora.
―Si. ―afirmó―. Me quedaré aquí por un rato, hermanita
―Entonces me quedo contigo. ―Anna se dejó caer a su lado y le tomó la mano con cuidado, sus delgados dedos eran cálidos y delicados, en su agarre se sentía el afecto que le tenía.»
Darius cerró los ojos, doblegándose ante la melancolía que traía la memoria de aquel verano, Anna había sido el ultimo ser que lo había hecho amar y aquella fue la ultima vez en la que él se sintió amado.
Desde el día que ella murió todos los colores se habían desvanecido, no había luz ni calor que pudiesen tocar su alma o su corazón.
«Pero ella no murió, la mataron. Tendría cuatrocientos treinta años.» Pensó. Pensó en como ella disfrutaría el ligero movimiento del carruaje y el sonido de los cascos de los caballos golpeando la piedra de los caminos, habría disfrutado incluso del frío y del cielo cenizo que iban dejando atrás. Ella encontraba placer en las cosas más simples e infortunadamente se le había arrancado la posibilidad de experimentar las más complejas como el amor, la paz y la plenitud pues le habían quitado la vida con sólo catorce años.
No había sido la única pérdida que había sufrido debido a la guerra pero era la que más le pesaba, incluso más que la de su propia madre o la de los cientos de ángeles que habían muerto en aquel conflicto, ellos habían tenido posibilidad de protegerse, pero Anna, sin edad, fuerza ni conocimiento de como usar su poder, había sido un objetivo rápido y fácil.
No sólo le habían quitado la vida, no sólo la habían cortado en pedazos, antes tuvo que sufrir vejaciones que no se atrevía a pensar siquiera.
Se preguntaba el motivo de que él pudiese sobrevivir, a menudo maldecía al cielo y al dios que en el habitaba, si es que existía, ¿cómo él había sobrevivido y habían muerto inocentes?.
¿Cómo los mortales habían podido asesinar ángeles y a su descendencia celestial?.
Cythara se lo había contado; cuando los ángeles bajaron al mundo no tenían ningún concepto del mal, en el plano celestial sólo existía la luz y la gracia perpetua. Conceptos como el frío, el dolor, la agitación y el miedo eran conocidos pero incomprensibles y en la tierra todo había sido en un inicio una aventura nueva, incluso los mortales habían sido amigos, compañeros e incluso amantes. Sin embargo aquello no había estado destinado a perdurar, cuando la semillas de los ángeles y los mortales comenzaron a nacer, estos últimos temieron de su poder y los primeros conflictos comenzaron a surgir.
Los ángeles confiaban sus pequeñas criaturas celestiales a los mortales, creyendo que para estos serían tan preciosos como para ellos; cada precioso celestial, mitad ángel, mitad mortal que fue confiado a la humanidad fue exterminado y los asesinos se habían dado un festín con ellos.
Aquellos seres que jamás habían conocido siquiera la incomodidad fueron presentados al terror y el dolor más lacerante dentro del reino del entendimiento.
Levantaron barreras y protegieron a los últimos que les quedaban, pero permanecieron en silencio ante la traición humana. Darius había sido de los últimos en nacer y tenía dos años cuando aquella masacre sucedió, Anna era una recién nacida y se habían salvado gracias a su padre mortal, que los escondió en un bosque y había dado su vida protegiéndolos. O al menos eso era lo que su madre les había dicho.
Quince años después la humanidad volvió a atacar pero la resistencia y el fuego celestial no habían sido suficientes para pararlos, por cada ángel muerto hubo doscientos mortales que no sobrevivieron, por cada celestial, hubo cien. La pérdida de esa pequeña guerra había ascendido a cincuenta y seis mil ochocientos mortales caídos. Y para los suyos había resultado fatal, tres ángeles y cuarenta y dos celestiales habían sobrevivido.
Se habían fortificado y aislado del mundo pero Darius consideraba que no era suficiente, necesitaban más, necesitaban de esas mortales a las que la humanidad común temía y veneraba por igual: brujas las llamaban pero entre los celestiales se les nombraba áureas.
Preciosas como el oro y él estaba empeñado en encontrar a las mejores, pulirlas y prepararlas para una nueva guerra que sin duda se haría presente tarde o temprano,
—¿Qué estás pensando, Darius?
—En lo fácil que fue convertirme en conde de Astarov. —mintió, no le apetecía hacer partícipe de su melancolía a Cythara.
—Con tu don y tu inteligencia cualquier objetivo sería sencillo, sin embargo tengo que decir que se escapa de mi entendimiento tu deseo por poseer bienes terrenales.
Desde luego que no. Cythara aunque experimentada en el mundo terrenal, seguía teniendo una naturaleza angelical que no encontraba interés en las construcciones de piedra ni en los adornos de oro, plata y piedras preciosas, ni mucho menos en los intrincados juegos de poder y posiciones en los que los mortales parecían enfrascarse al punto de sacrificar sus vidas.
—Si queremos perdurar, Cythara, tenemos que aprender a jugar con sus reglas —respondió vagamente—. Lant lo entiende.
Lant, la más joven de los ángeles que habían bajado a la tierra y la única a la que no había tomado por sorpresa la maldad humana. Quizá había sido por su afán de juntarse con guerreros y peleadores que pudo ver de cerca la verdadera naturaleza de los humanos.
—Lant tiene una consciencia perturbada y oscurecida. —dijo Cythara.
Le era difícil leer la expresión de su interlocutora, casi siempre tenía una faz impasible y era su tono de voz lo que delataba su estado emocional. Esta ocasión era igual pero en su voz no estaba seguro de poder determinar si era disgusto o aversión, Lant era una espina en su costado, una piedra bajo su pie. Incomodidad, molestia quizá incluso un fastidio.
—Y por eso se ha quedado a proteger a los demás. —Hizo constar.
En los últimos trescientos años habían crecido sus números, de cuarenta y dos habían logrado llegar a ciento veinte celestiales pero no eran muchos y aún así eran todas preciosas vidas que él estaba dispuesto a resguardar.
—¿A qué nos han enviado al reino de Serbia, Darius?
—A casarme, Cythara, el rey Karoly Anjou desea una alianza con el reino de Serbia y este es el precio de mi nuevo título. —contestó.
Sólo tenía que elegir a una niña estúpida, casarse, llevarla a su nuevo castillo y olvidarse de su existencia. No era difícil.
—¿Y que criterios usarás para elegir una mujer?
—Que no sea estúpida, tal vez tenga que hacerle un hijo.
—¿Es necesario que hables con tanta crudeza? —inquirió Cythara.
—Me disculpo por herir tu sensibilidad. —contestó a modo de cortesía—. Sin embargo no retracto mis palabras, la mujer que despose debe poseer una inteligencia aceptable y una conversación amena, no pido demasiado. No necesito belleza ni riqueza.
—Podrías buscar una mujer cálida y dulce, con compasión y talentos o encanto.
—Con la calidez y dulzura de mi madre tuve suficiente, no soy un necesitado para requerir compasión y el talento y encanto los puedo encontrar en muchachitas de taberna que no querrán una promesa de amor eterno ante el altar.
Cythara miró por la ventanilla del carruaje y no le dirigió otra palabra. Darius sabía que a ella no le gustaba que se expresara de aquella manera, le había dicho de miles maneras distintas que deseaba algo mejor para él, que le deseaba amor y plenitud, también tranquilidad y conexión pero él veía escasas posibilidades de obtener aquello, veía en otros celestiales hermanos y hermanas y peligro en los mortales, si se enamoraba de uno solo le aguardaba el sufrimiento y la posibilidad de la destrucción de los suyos.
Pronto llegaron a la mansión de los que serían sus anfitriones en su estadía en aquel país extraño, la casa Stojanović, propiedad del conde Zaharija, quien le había prometido un recibimiento por todo lo alto, un banquete y la presencia de las personas más distinguidas de la zona. Parecía ser verdad, al momento de su arribo parecía haber agitación en el castillo del hombre pero aún así fue recibido en las puertas por el corpulento hombre y su familia, su esposa y once vástagos.
Cuando bajó del carruaje, Cythara le siguió en silencio, el conde le extendió la mano a Darius y en cuanto el hombre abrió la boca para hablar salió un hedor que Darius consideró en sí mismo como una falta de respeto y decoro, en el este la gente de Tang usaba pequeños trozos de bambú, agua y algunas hierbas para mantener su aliento agradable, maldecía el momento donde Cythara había decidido que se establecerían en el occidente cuando el oriente era tan vivido y civilizado.
Stojanović le presentó a sus cuatro hijas sin olvidarse de comentar lo buenas que eran para coser, leer poesía o cantar. Encontró a todas iguales, cabello castaño claro, ojos marrones y pieles pálidas, lánguidas y sosas con sus sonrisas ensayadas y sus vestidos feos. La única indumentaria en ellas que era valiosa eran los bellos tocados sobre sus cabezas. Quizá, después de todo, si buscaba algo de belleza y encanto. Y frente a sus ojos no lo tenía.
El conde hablaba sin cesar y lo llenaba con cuestionamientos que en su mayoría contestaba Cythara, eran preguntas sin relevancia, si deseaban comer venado, faisán o cerdo, que tipo de licor disfrutaban.
Darius pensó en todas las casas, mansiones y fortalezas en las que se hospedó. Recordaba con especial afecto a la emperador Wu Zháo, quien lo había recibido maravillosamente, haciendo que el conde Stojanović se viera como un indigente. Empezaba a sentir nostalgia por otros lugares, mejores y con menores prejuicios, lugares donde tal vez su gente hubiese estado a salvo.
Sus aposentos, sin embargo los encontró aceptables. A lo largo de la tarde buscó comodidad y descanso.
Ambas criaturas frente a él eran bellas. su conde anfitrión se las había mencionado ante su ausencia al banquete: Dahlia Aljeric y Zhang Yì Rén. Hija y sobrina de la condesa Aljeric respectivamente, el conde le había contado que la hermana de la condesa se había casado con un rico mercader de seda proveniente de Tang y habían tenido una hija, que al morir ellos, la condesa tomó bajo su ala.
La que parecía mayor era una doncella pelirroja, esbelta y alta, con piel blanca y mejillas sonrosadas además de grandes ojos verde esmeralda. Tenía un andar grácil y femenino, esa debía ser Dahlia.
La que le pareció más joven tenía los ojos almendrados, rasgados y finos de los habitantes de Tang pero con la peculiaridad de que eran de un fascinante gris perlado, su piel era blanca como el alabastro y su cabello espeso y negro. Tenía un andar más felino, ligero y elegante, como si hubiese nacido para ser una princesa.
—¿Se ha perdido, mi señor? —cuestionó la más joven a lo lejos. Él no habría deseado que lo vieran mirándolas.
Ambas señoritas comenzaron a aproximarse a él y él hizo lo mismo.
—Así es, creo que he dejado atrás la propiedad de mi anfitrión, el conde Stojanović.
La mayor le sonrió y lo examinó con poco decoro pero la menor no pareció darle mucho interés.
—Hace más de dos kilómetros que debió dejar la propiedad de su anfitrión, mi señor. —contestó la que debía ser Yì Rén—. Quizá su paseo matutino se prolongó demasiado.
Ella le sonrió, apenas. Quizá la sombra de una sonrisa.
—Tiene razón, señorita, es sencillo perderse en el paisaje. —afirmó, sabía que el contacto que estaba sucediendo era inapropiado, las doncellas no llevaban velos o tocados y no había nadie resguardándolas y asegurándose de mantener el contacto en lo aceptable—. Disculpen por mi intromisión en su propiedad.
—No se preocupe, desde luego no ha sido a propósito, vuestra señoría. En el futuro nos complacerá concretar presentaciones concretas y formales. —La mayor encontró su voz para decir aquello.
Le agradaba, había usado el protocolo adecuado para referirse a él, tenía una dicción agradable y un tono dulce. Al parecer tenía modales más refinados que la otra pero podría atribuir eso a sus orígenes culturales.
—Será un enorme placer para mi, señoritas.—respondió—. Ahora me privaré de su encantadora compañía.
Se viró y comenzó a caminar por donde había llegado, era un lugar ameno, valle y flores y un cielo azul que parecía no tener fin. Sin embargo no le terminaba de gustar, cuando lo comparaba con el este o con el sur, lo encontraba insípido. Simple y vacío, entre más rápido seleccionara una esposa, más rápido podría marcharse del lugar, afortunadamente se le presentaban opciones tentadoras.
La invitación no lo había sorprendido, la prontitud de la misma si.
Y más aún la condesa, a quien tenía frente a sí en el enorme salón donde lo había recibido, era una mujer de una juventud que lo intrigó pues no parecía superar la treintena, demasiado joven para tener una hija de veintitantos y aún más joven para haber gobernado un condado junto a su esposo por veinticinco años.
Quizá la información proporcionada por su anfitrión había sido errada.
La dama proporcionaba una conversación placentera y habían compartido un par de horas discutiendo lugares que ambos habían conocido y las condiciones que los habían llevado a ambos de regreso a sus lugares de origen.
Darius estaba seguro de que ella mentía tanto como él. Repasó mentalmente su propia falsedad, había ganado un condado al probar la traición y deslealtad del anterior conde de Astarov y llevar al rey cartas que enviaron un hombre a la muerte. Omitió la parte donde él hizo uso del impirio para forzar la mano de su antecesor y escribir las cartas que lo llevaron al cadalso. Dijo tener la edad de treinta y cuatro años, también que tenía tres hermanas, una casada, una viuda y una soltera que él podía darse el lujo de mantener de esa manera. Contó algunas verdades también, afirmó buscar una compañera placentera e inteligente que le proporcionara algo de paz.
La condesa Jelisabeta Aljeric, a diferencia de sus pares nobles no se molestó en ensalzar las virtudes de las señoritas a su cuidado ni presumir sus talentos o belleza, ni siquiera habló de sus edades, sólo envió a un lacayo por ellas para poder presentárselas.
—Vuestra señoría, seré franca con usted, mi hija Dahlia es quien busca matrimonio y estamos aquí por la guerra en Tang, que seguramente será Song pronto y ella no desea volver. Mi sobrina Yí Rén, por otra parte ha rechazado múltiples pretendientes óptimos y no pretendo forzar destino en ella, espero me comprenda.
Desde luego, está más interesada en posicionar a su hija y teme que no habrá propuestas para ella. Se preguntó el motivo.
—La comprendo, vuestra señoría —dijo—. Únicamente pretendo conocer a las señoritas y decidir si realizaré una propuesta matrimonial, entiendo también que no hay promesa de futuro mejor en casar a alguna con un hombre en igualdad de títulos y condiciones a las de sus tutores, sin embargo soy un hombre honesto y leal.
—Vuestra señoría me malentiende, a dónde quiero llegar es a que sí bien yo podría intentar convencerlo a usted de hacer una elección, no lo haré, le presento la verdad en las posibilidades dentro de mi familia, tampoco buscamos ascenso, nos encontramos cómodos en nuestra posición y no ambicionamos mayor poder ni grandes riquezas, así que ninguna promesa de ellos podría hacer que yo haga a mi sangre a renunciar a sus deseos. Usted solo podrá casarse con una de ellas, si a ella también le complace la perspectiva —respondió con serenidad pero firmeza—. Disculpe mi franqueza y lo poco ortodoxo de mi proceder pero como mujer tuve poca elección sobre mi destino pero puedo darles elección a ellas.
Respetable. A Cythara le agradaría la dama y seguro podrían tener conversaciones enriquecedoras y agradables, los demás nobles parecían llenos de riqueza y logros pero al oírlos por mucho tiempo se daba cuenta que estaban vacíos, de que eran animales hambrientos que no podrían ser saciados. Frente a él tenía a alguien que estaba llena y por lo tanto no necesitaba pretender, sabía que le mentía sobre otras cosas pero no sobre sus aspiraciones, de verdad deseaba dar felicidad a las jóvenes.
Finalmente al salón llegaron ambas jovencitas y la condesa se puso de pie
—Vuestra señoría, es un enorme placer para mi, presentar a mi hija, Dahlia Aljeric.
La joven se acercó a su madre, estaba vestida con un sencillo vestido rosáceo con bordados de flores, un tocado delicado y un velo de lino. El color resaltaba su belleza y el color de su cabello que estaba recogido en un peinado intrincado.
—Es un placer. —afirmó e hizo una pequeña reverencia en dirección a la señorita, quien le sonrió ampliamente.
—Y esta señorita, es mi sobrina, Zhang Yì Rén.
Ella vestía con más riqueza, llevaba un vestido recto y suelto, de dos capas, la interna de seda azul y la externa de una tela vaporosa blanca con delicados bordados de garzas, las mangas eran amplias, del mismo blanco perfecto en el vestido. Su cabello estaba recogido en un peinado igualmente complejo, con diversas trenzas y conexiones, también llevaba horquillas con perlas que hacían sus ojos brillar.
Se dijo que la estaba mirando demasiado y se reprendió por permitirse ser encantado por belleza terrenal, belleza que podría marchitarse y desaparecer. La joven podría ser estúpida y habría fallado en encontrar lo único que buscaba desde el inicio. Él era mejor que eso.
—Un placer, ¿sabe que yo conocí Tang?
—¿Sabe que yo provengo de ahí, mi señor? —preguntó con un tono que le dejó claro que no era con eso con lo que podría impresionarla.
—¿Cuáles son sus edades? —preguntó al aire.
—Dahlia recientemente ha alcanzado los veintidós e Yí Rén este verano llegará a los veinticinco. —respondió la condesa.
Algo estaba mal. Dahlia era la única que parecía poseer su edad, Yí Rén aún tenía redondez infantil en su rostro, tenía las mejillas llenas y grasa bajo sus ojos, inicialmente le había parecido no mayor de dieciséis. Un escalofrío le recorrió el cuerpo ante la inusual juventud familiar, ahora estaba seguro de que el conde Zaharija no se había equivocado, la condesa realmente debía estar en los cuarenta y ahí había algo extraño, ahí había impirio.
Darius observó a la señorita con atención, llevaba una larga falda color azul y una camisola blanca de hombre, ajustada en la cintura por una tela rosácea. En el suelo junto al pequeño lago estaba tirado un albornoz púrpura con bordados dorados. Una combinación atípica y que la respetable sociedad desaprobaría pero que Darius encontró interesante, también le intrigaba encontrarla sola y lejos de su hogar, muchas cosas podrían sucederle.
Ella se entretenía leyendo en voz alta uno de los textos traducidos sobre el impirio del viejo continente, su panteón de dioses y la relación con sus héroes. Lamentablemente la señorita parecía tener dificultades para entender el rito que hacían sus líderes para ofrendar y buscar la ayuda de los dioses.
Una.
Dos.
Tres veces. Repetía una y otra vez el conjuro de manera errónea y miraba al agua del lago como si ahí fuese a estar el entendimiento que necesitaba. Tampoco es que los papeles en sus manos fuesen muy útiles, tenía una pobre traducción del yoruba ceremonial y que tuvo la fortuna de que le enseñaran. En el reino de Oyo había aprendido mucho y había sido el lugar donde había tenido contacto con el impirio proveniente de mortales por primera vez, eran seres humanos mas civilizados, ordenados y con mejor entendimiento del poder más allá de lo terrenal, había lamentado partir de ahí.
La voz delgada y airosa de Yì Rén lo devolvió al momento, tenía cierto encanto pero estaba irritándose de oírla fracasar.
—La traducción pierde el sentido del rito —vociferó y la jovencita apenas si lo miró—. Además, resulta más poético en el yoruba original.
—¿Usted presume el honor de saber yoruba, mi señor?
—Así es, señorita —respondió—. ¿Me permite?
Señaló con la mirada el grupo de papeles y la joven lo tendió hacia él, los tomó y hojeó. Tenía muchas preguntas. ¿De dónde habían salido esas traducciones?¿Quién las había escrito?¿Cómo habían llegado a manos de la familia Aljeric? O quizá asumía de manera incorrecta, quizá habían llegado a la familia Zhang, esa idea lo llenaba de nuevas dudas.
—Esta escritura es muy bella, es lamentable que esté desperdiciada en una mala comprensión de la lengua de origen —dijo—. Si me permite el atrevimiento, luce usted muy bella.
La jovencita le sonrió pero no pareció pensar en el cumplido demasiado.
—Lo permitiré —dijo—. Y gracias, mi señor.
Darius se sentó en el suelo y se encontró devolviendo la sonrisa.
—Dígame, señorita Zhang, ¿qué hace una jovencita leyendo manuscritos polvorientos a esta hora de la mañana?
La joven se sentó a su lado, quizá demasiado cerca, olvidándose de la propiedad y la distancia.
—Disfruto el frío de las mañanas y ver el amanecer, mi señor, sin embargo creo que en esta ocasión me escabullí más temprano de lo habitual —confesó—. Y disfruto de leer, ¿y usted?
—Paseo. —afirmó—. Me gustan el silencio y la tranquilidad.
—Lamento haber quebrado el encanto de su paseo silencioso, mi señor. —habló pero no parecía que así fuese, sino que lo decía como una cortesía.
—No lo lamente, es un placer encontrar tan encantadora compañía. —afirmó y le devolvió sus papeles.
Las manos de la jovencita acariciaron los bordes de las hojas como si estuviese nerviosa.
—¿La estoy incomodando, señorita? —cuestionó poniéndose de pie y ella lo imitó.
—En lo absoluto, me preguntaba si acaso me permitiría pasear a su lado.
Darius le ofreció su brazo pero ella no se enganchó de inmediato, primero se cubrió bien con su albornoz y se pasó los dedos por el cabello. Yì Rén dudó y dio una mirada a sus alrededores, no había un alma que pudiese verlos.
—Dígame, mi lord, ¿cómo el señor de Astarov conoce un idioma tan antiguo y un rito bien resguardado del impirio del viejo continente?
Usó la palabra impirio, definitivamente sus conocimientos se movían por la línea materna. En Tang usaban un lenguaje distinto para hablar de ese poder.
—Directo a lo que le interesa, ¿no es así?
—Tengo muchas cualidades destacables y hasta envidiables, infortunadamente, mi señor, la sutileza no es una de ellas —respondió y lo tomó del brazo.
—Quid pro quo, ¿le parece justo?
—Por supuesto que no, ¿Qué información podría poseer yo, que tenga interés para usted?
Llamó su atención el hecho de que la joven preguntara aquello.
—Se sorprendería —dijo, caminando con calma, incluso con lentitud—. ¿Cómo consiguen en su familia verse al menos una década más jóvenes?
—Nunca diga a la condesa que no se ve tan joven como Dahlia y nunca diga a Dahlia que se ve más joven de lo que es —respondió, parecía divertida—. Es una obviedad, mi señor, con impirio.
—¿Pero como lo hacen?¿Un comestible?¿Un rito?
—Quid pro quo, mi señor —Le recordó—. Cuénteme su experiencia aprendiendo del impirio yoruba.
Una petición abierta que a cualquier otro lo haría hablar sin cesar.
—Hubo una época en la que yo no era conde y mi familia estuvo en desgracia, así que huimos al viejo continente y fuimos bien recibidos por una buena familia y habitamos ahí casi quince años, aprendí con la interacción y con la inclusión, nos fueron haciendo parte de sus tradiciones y ritos, me temo que no es una historia interesante.
Ella pareció meditar la información y asintió.
—Bien, su pregunta, mi señor.
—¿Cuáles son los pasos a seguir para conseguir la imagen juvenil que usted y su tía poseen?
—Tiene que seleccionar un objeto, preferentemente de metal, luego busca los ingredientes para la fórmula, finalmente sumerge dicho objeto en esa fórmula por un mes entero, lo limpia con agua de río y se lo pone o lo carga con usted —respondió.
Una respuesta vaga, sin detalles.
—Asumo que no me dará tal fórmula.
—Jelisabeta me la dio por mi cumpleaños quince, pronto descubrió que fue una imprudencia y no repitió esa falla con Dahlia, así que en mi recae la protección de dicha fórmula y no quiero darle ese secreto a nadie que no lo merezca. —contestó—. En Tang, ¿quién fue su anfitrión?
—La emperador Wu Zhao. —contestó, dándole la verdad. Sabiendo que Yì Rén sería capaz de hacer las cuentas correctamente.
—La emperador Wu Zetian vivió hace más de dos centenas de años. —respondió—. Consiguió mi interés, mi señor.
Lo sabía, necesitaba mantenerla enganchada. Pese a ello, le sorprendió que ella viera su intención.
—Dígame, Yì Rén. ¿Qué piensa de lo que sucedió con los ángeles?
—No sé que puedo decir que no sea evidente, considero que fue solo otra prueba de la barbarie humana, sin embargo encuentro peculiar el fenómeno, el uso del impirio es tan antiguo como el uso del fuego pero en el viejo continente y en Tang y sus reinos vecinos fue abrazado y refinado pero en occidente fue rechazado y temido —dijo—. Pienso mucho en ello, en realidad.
La respuesta lo satisfizo.
—Usted, por lo que me ha confiado, ha vivido por más de dos siglos, además del impirio, ¿qué usa para lograrlo? —preguntó ella.
—Icor, sangre de ángel. —respondió y la vio sonreír.
—Usted me trata de engañar, mi señor —contestó y le sonrió—. Es justo puesto que yo no le revelé nada.
—No le miento pero comprendo la incredulidad —contestó—. Dígame, señorita Zhang Yì Rén, ¿tiene intención de casarse?
Ella río, sonoramente y sin temor a ofenderlo.
—No lo descarto, sin embargo ninguna propuesta ha conseguido tentarme. —respondió—. ¿Qué está buscando en una esposa?
Entonces necesitaba tentarla.
—En primera instancia, busco que sea áurea, que posea inteligencia y belleza y buen juicio para que pueda transmitirle mis conocimientos. —afirmó—. También me gustaría que me de hijos, pero no son prioridad, su tía me contó que su prima está interesada en desposarse.
—Así es, en realidad en los próximos días usted recibirá una propuesta de negociación de matrimonio —confesó—. Después de la tarde que pasó con nosotras, mi prima quedó prendada de usted y solicitó a mi tía realizar una negociación, creo que ella llena los criterios de su búsqueda y estaría encantada de convertirse en su esposa.
No era una mala opción. Dahlia Aljeric era preciosa, de modales finos y una sensibilidad exquisita para la poesía. Había aprendido eso de su convivencia, también bordaba con precisión y cuidado, realizaba bellos trabajos. Yì Rén tenía habilidades más útiles, según le contó la condesa, se le habían enseñado las matemáticas, la administración de bienes y la cuantificación de mercancías, además de tocar maravillosamente el guzheng.
—Dígame, mi señor, ¿qué está pensando?
—En usted —aseguró—. ¿Qué es lo que más desea en esta vida, Yì Rén?
La joven apretó los labios y respiró hondo, miró al cielo. Darius podía adivinar que estaba poniendo en orden sus ideas.
—Son muchas cosas, miles de barcos, una flota que pueda poner de rodillas al mundo y que me dé las mejores cosas que esta tierra tenga para ofrecer —responder—. Quiero dominar el arte del impirio y el arte del poder, ser una de las personas que moldeen y transformen el mundo, quiero ser amada y temida, yo lo quiero todo.
Todo. Era algo demasiado grande para ambicionar y difícil de conseguir, pero tampoco era imposible.
—¿Por qué barcos? —preguntó, era un interés peculiar.
—Considero que en el futuro será un arte construirlos y recorrer los mares, pienso que en el océano hay no solo recursos y conexión entre lugares sino poder y conocimiento —afirmó—. Además me gusta comer pescado.
Lo último le había aligerado la conversación y le robó una sonrisa. La quería a ella. Para tenerla necesitaba su interés.
—Yì Rén, ¿la horquilla en su cabello tiene filo?
Ella pareció intrigada, asintió y se la quitó del cabello para entregársela.
Él tenía en mente la tentación que le daría la esposa que buscaba y, si era honesto, la que lo había atraído.
Cythara lo criticaría por tomar un riesgo como el que estaba por tomar, Lant lo habría desollado por su apresurada decisión pero él sabía lo que hacía. Sabía reconocer el potencial y frente a él había metal aguardando por ser convertido en espada.
Con la horquilla se pinchó una vena en su muñeca. Le causó extrañeza que Yì Rén no reaccionara a ello y que sólo mirara la sangre derramarse, después del rojo brotó el dorado. El ícor siguió a la sangre y cerró rápidamente la herida, apenas dos gotas de oro quedaron sobre su piel.
—No me mentía —Fue lo primero que escuchó de ella después de un minuto de silencio que le había parecido eterno.
—No —respondió—. ¿La posibilidad de obtener este poder podría tentarla a convertirse en mi esposa?
—Si —contestó tajante—. Sin embargo me intriga mucho su ofrecimiento, no quiero entretener mi mente en descifrar y adivinar sus intenciones así que dígamelas.
—Se lo dije, quiero alguien a quien compartirle mis conocimientos —contestó—. Usted quiere una flota que pueda poner de rodillas al mundo, yo quiero entrenar a los áureos que no solo puedan, sino que lo pongan de rodillas y quiero, al igual que usted, cambiar al mundo.
—¿Ha entrenado áureos, mi señor? —preguntó, digiriendo la información—. ¿Qué progresos podría presumir?¿A todos les ha ofrecido el ícor?
—No, esa tarea ha recaído en los ángeles que sobrevivieron, usted sería la primera a quien yo prepare —respondió—. Me temo que el único crédito que me puedo llevar es el de poner un orden al estudio del impirio, sin embargo hemos forjado guerreros excepcionales en nuestras aprendices.
—Nuestras —enfatizó—. ¿Por qué mujeres?
No podía decirle que en algún momento del futuro trataría de engendrar hijos a través de usar su poder para viciar la voluntad de sus aprendices.
—Me parece que tienen mayor potencial, pueden ser más ágiles y rápidas que los varones.
—No ha respondido, mi señor —dijo ella—. ¿Les ofreció el ícor también?
—No, las damas vivían en una situación que no les permitía negociar, tuvieron que acceder por techo y alimento.
Sabía que estaba diciendo algo terrible pero intuía que Yì Rén no era lo suficientemente decente para interesarse.
Ella detuvo sus pasos y permaneció pensativa y en silencio durante varios minutos. Quizá había sido demasiada honestidad para una conversación, cada instante en el que la joven permanecía silente lo inquietaba pues el sol casi había salido por completo y pronto la buscarían. Eso lo beneficiaría, pues podría forzar las nupcias pero no deseaba que fuera así, si la deseara por la fuerza podría secuestrar su cuerpo y usarla como a las miles de marionetas de carne que había ocupado en el pasado pero si quería que fuese obediente y moldeable tenía que darle la ilusión de control.
Se preguntó si acaso podría enseñarla a hacer eso, a usar su impirio para poseer a otros, para usar sus manos, sus voces y sus posiciones para ganar ventaja. Si podría enseñarla a mentir, manipular y esperar.
—Su silencio me mortifica —dijo finalmente y pareció distraerla de sus cavilaciones.
—Trato de encontrar la trampa, mi señor —contestó—. Me ha preguntado si la posibilidad de obtener el ícor me motivaría a casarme con usted y he respondido con honestidad pero no puedo evitar pensar en que podría pedir de mi a cambio.
—No tengo intenciones lascivas hacia usted pese a que es bella, en su dinero no tengo interés y en su posición social tampoco —afirmó—. Lo que quiero es una compañera, podría desposarme con cualquier señorita lerda de la nobleza, tomarla en una ocasión y luego olvidarme de ella, dejarla abandonada en el castillo y seguir con mis proyectos personales pero no tendría sentido si ya encontré a una mujer que desea las mismas cosas que yo, así aunque no haya amor, estará la certeza de que siempre velaremos por el progreso del otro, porque el progreso del otro significaría avance propio.
—Mi tía no aprobará el matrimonio, mi prima Dahlia quiere casarse con usted y le haría daño que yo decidiera casarme con usted.
Yì Rén retomó el paso, esta vez se movía con más presteza.
—Si Dahlia Aljeric se encontrara en su posición, señorita Zhang, ¿rechazaría la propuesta?
—No.
—¿Entonces por qué razón considerar los sentimientos de alguien que no consideraría los suyos? —preguntó.
—Estoy por encima de eso, mi señor, sí diera a los demás lo que espero de ellos, nunca daría nada —afirmó—. Dahlia es como es y yo soy como soy.
—Debo asumir entonces que su ambición es menor a su consideración —concluyó pero eso no pareció sentar bien con la joven pues parecía haberse detenido a pensarlo.
—Supongamos que no, ¿Qué me garantiza que cumplirá su promesa y me dará el icor? —inquirió y lo miró con atención.
—Nada, así como a mi nada me garantiza que usted aprovechará al máximo todo su potencial y la oportunidad que le regalo —respondió.
—Que me regala, que magnánimo —El toque de ironía no lo complacía pero con el tiempo la podría ir cambiando—. Quizá deba hablar con mi tía pronto, no queremos que Dahlia fantasee más de lo debido.
—¿Se casará conmigo, entonces? —cuestionó y detuvo sus pasos.
—Veamos que dice mi tía —contestó—. Y veamos que decido.
Aunque la joven ponía sobre la mesa la posibilidad de negarse, Darius no consideraba que fuese a hacerlo, se veía interesada, muy poco en él y mucho en el ícor.
Y él estaba interesado en crear un arma de carne y hueso, en crear el arma perfecta con su sangre, su trabajo y la ilimitada ambición humana.
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