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Capítulo 19: Orión

Orión Enif.

Ahora

Cuando Orión regresó a Ara, el sol le parecía un espectro nacido de la bruma del sueño. Le parecía que aquella caricia blanca, que iluminaba sin generar calor, era demasiada benevolencia para ser real.

Orión no pasó mucho tiempo en la Capitcal, solo se detuvo a encontrarse con un par de personas en un par de puntos estratégicos. Paradas necesarias par el avance hacia su objetivo.

Pero a cada paso que daba, el ex caballero Enif sentía incrementar las pulsaciones de su flujo sanguíneo; mientras más cerca estuviese del Palacio, era como si su sombra estuviera siendo arrastrada por una fuerza invisible, un magnetismo punzante y doloroso que le rogaba cambiar el orden de todos sus planes e ir al rescate de su alma.

Cada paso que daba lejos de Ara, era como arrancarse una tira de piel con sus propias manos.

Pero volvería. Así se prometió a él mismo. Pronto regresaría al centro del reino, a explotar el caos que Áragog había estado pidiendo por siglos.

Mientras deambulaba por el mercado y los callejones, era consciente de que si alguien llegaba a reconocerlo, no saldría ileso. Lo matarían, o entregarían a la Corona, pero no lo dejarían ir.

Por suerte, su rostro no era conocido. Su encarcelamiento nunca fue una noticia mediática, su identidad siempre fue casi anónima. ¿Quién notaría la desaparición de un caballero más del montón? Incluso uno tan productivo y de alto rango como fue Orión, solo era una armadura más para el reino; sin rostro, sin nombre.

Solo fue alguien para ella, y ella ya no estaba para extrañarlo. Era él quien lamentaba su ausencia.

Por otro lado, su estatus de esclavo sería más evidente si Orión no estuviera en tan buena forma. A pesar de la mala alimentación, su musculatura parecía haberse mantenido y regenerado con la vitalidad de las estrellas. Solo los cortes de la alambrada, las huellas del látigo grabadas en su espalda, o las cicatrices de sus muñecas —esas que creó Shaula en aquel duelo en Baham, que luego reabrió Sargas en la emboscada sobre la tumba de Aquía— podrían crear desconfianza sobre él. Pero jamás se quitaba las muñequeras negras, y no tenía planes de quitarse la camisa en público por el momento.

El fugitivo no tenía dinero, al menos no en la moneda de Áragog, pero tenía algo que iba mucho más allá de cualquier anillo o corona, algo que valía miles: los cristales.

Luego de la masacre, deserción y destrucción de las minas de Cráter, la economía del reino estaba en crisis. Los cristales eran indispensables para la vida nocturna en Ara, y luego del caos, pronto la población no contaría con la distribución regulada por la monarquía. Mientras se acababa la reserva, mientras el reino decidía qué hacer —si buscar un suplemento alquímico para los cristales, o encontrar una manera de salvar las minas y volver a la producción—, la única manera de salir de noche era comprando los cristales que quedaban en circulación, a precios exorbitantes que subían a medida que estos seguían revendiéndose.

Para suerte de Orión, él, y todos los esclavos que huyeron a Baham, tenían una fortuna en sus reservas.

Podía vivir y sustentar su economía sin depender de la caridad del pueblo y la misericordia de la Corona. Al menos hasta que llegara el momento.

Antes de marcharse de Ara al pueblo que le convenía, hizo una parada en el negocio de un artista de tinta y piel, no sin antes depositar su fortuna en un banco del mercado negro —mientras pagara las comisiones mensuales, el reino no tendría que enterarse de sus ingresos— y haber cambiado algunos cristales por las coronas que necesitaría desde ahí hasta Cetus.

—¿Qué te vas a hacer? —le preguntó Owen, el artista, al tener a Orión sentado y sin camisa a su merced.

A este hombre no le importaba lo alarmante de las marcas de Orión, estaba acostumbrado a atender personas que buscaban ocultar sus cicatrices con una autoinfligida pero más atractiva a la vista.

—Entre los omóplatos —explicó Orión— justo en medio de las cicatrices gemelas, quiero que escribas Athara's ha.

—¿Eso no es bahamita? —inquirió Owen con el ceño apenas fruncido. Estaba acostumbrado a toda clase de historias, y nunca juzgaba ninguna, pero siempre tenía interés en comprender.

—Así es —reconoció Orión sin dar más explicaciones.

Orión se acostó de espalda y dejó que el artista buscar las agujas y navajas con las que manipularía su piel. Los tatuajes en Ara eran un ritual doloroso y tardío, cada persona que tomaba la decisión de hacerse uno tenía que tener una motivación lo suficientemente fuerte para someterse a dicha tortura. La mayoría pagaba porque los anestesiaran durante el proceso, pero de todos modos quedaba la molestia y el escozor de la cicatrización.

El proceso consistía en abrir la piel e canales, como si se dibujara sobre ella con una hojilla. El siguiente paso era inyectar el preparado de tinta, cuyo ardor infernal podía tomarse como la peor parte de todas, hasta que, pasados unos segundos de dejarlo actuar, se cierra la herida suturando.

En Ara, la tinta es una mezcla especial que, a pesar de implicar una cicatrización más lenta, permite que los tatuajes queden eternamente del color escogido, y hace posible llegar a tonalidades como el blanco o el dorado, que en otras tintas suele ser casi imposible.

—¿Por qué Athara's ha? —insistió el artista—. ¿No eres devoto a Ara?

Athara es la deidad que se venera en Baham, aunque en Ara, esa palabra se traduce como «dios» sin más. Esto se debe a que en la Capital no reconocen otro poder más que el de Ara, y han abolido los géneros en cuanto a seres regentes supremos, alegando neutralidad, a pesar de que muchas veces en el hablar mundano y coloquial se refieran a Ara con atributos de mujer. Ya que «Ara» es «el altar del cielo» y no un ser que responda a ningún sexo.

Así que, mientras en Baham «Athara's ha» querría decir «Athara es mujer», traducido a la lengua áraga significaría «dios es mujer», «Ara es mujer» o «el poder es mujer».

—No es que no sea devoto a Ara... Es mucho más complejo que eso —explicó Orión, rechazando con un gesto de la mano el sedante que le ofrecía Owen.

Quería vivir aquel proceso en toda su intensidad, quería estar consciente cuando cada letra se grabada en su piel con sangre, tinta y fuego. Solo así tendría sentido.

—Solo conozco una religión —añadió luego, tomando una fuerte respiración para que sus músculos no estuvieran tan tensos cuando la operación empezara— y solo a esta soy devoto. Athara's ha no es porque de pronto quiera servir a una deidad a la que no conozco, es porque "mi religión", mientras todavía vivía, me demostró que el poder es femenino, y que estamos viviendo una mentira para postergar el momento en que ellas nos lo recuerden.

—Wao... —suspiró el artista con una mezcla de asombro y admiración—. ¿Todo por una mujer?

—Por un águila.

☆Athara vità salveh Kha☆

     Cuando Orión llegó a Cetus tenía Athara's ha entre los omóplatos.

No tenía que tatuarse la constelación de su diosa, ella ya la había grabado en su alma cada vez que juntos jugaron a unir los puntos de las estrellas en sus pechos.

No hizo paradas durante su trayectoria por el decadente pueblo, llegó directo a su objetivo, deteniéndose para observar a un joven delgado que fumaba pórtico de su casa, con la ropa manchada por la tierra y corroída por el trabajo.

El chico tenía cabello color azabache; la falta de un corte y la grasa acumulada de semanas sin lavar, hacían que el cabello le cayera desordenado sobre la cara, cubriendo sus ojos.

—¿Eres quien viene por la leña? —preguntó el muchacho a Orión, poniendo una mano sobre el montón de madera junto a él, misma en la que había clavado su hacha de trabajo.

Cuando el desconocido alzó los ojos para hacer contacto visual con Orión, el ex caballero sintió un arrebato de nostalgia que iba más allá del color oscuro de las pupilas del joven frente a él. Era su mirada, la forma de su rostro, el ángulo de su mentón, sus gestos al expresarse.

De pronto, el fugitivo sintió que no tenía la fuerza que se requería para avanzar. Pero escarbó dentro de sí, y accedió al vacío, frío e inhóspito, aferrándose al rencor que necesitaría para consumir a todos los responsables de su pérdida.

—No vengo por ninguna madera —explicó, intentando que su hablar no delatara el trabajo que hacía para respirar a pesar del ardor de los tatuajes recientes—. ¿Cuál es tu nombre?

—¿Por qué tengo que decirte mi nombre? —inquirió el muchacho, arrojando su cigarrillo a un lado con irritación y desconfianza.

—¿Por cortesía? —probó Orión con una sonrisa ladina.

—No me interesa ser cortés con forasteros que aparecen en mi puerta sin invitación —espetó el chico, pisando su cigarro.

—Perfecto, entonces dejemos las cortesías para dentro de un rato. Algo me dice que seremos buenos amigos.

—¿Y si no quiero ser tu amigo?

—No te podrás resistir cuando empecemos a intercambiar novelas gráficas —bromeó Orión con un guiño de ojo.

—No leo esas cosas, imbécil. Son muy caras.

—Mejor todavía. No te podrás resistir a mi amistad cuando te muestre la primera novela gráfica que leerás en tu vida.

—Pero... ¿Tú qué Sirios quieres?

Orión sonrió, hacía mucho que la irritabilidad de otra persona no lo entretenía tanto. No le importaba que aquel chico reaccionara con respuestas cortantes y despectivas, le bastaba con estar hablándole, le bastaba con haberlo conocido.

—¿Me llamas a tu madre? —finalizó después de un rato, consciente de que tendría que darse prisa.

—Lo habría hecho antes, pero ya no —escupió el lugareño—. No confío en ti.

—Al menos pregúntale si quiere verme.

—¿Y quién le digo que eres?

—El prometido de su hija.

«Hija» era una palabra tan problemática como poderosa entre familias que no pertenecían a la nobleza, porque «hija» era lo que jamás podrían tener, «hija» era lo que tenían que entregar al reino.

El muchacho se levantó, destrabando el hacha del tronco a su lado, armándose con ella como si de una espada se tratara, con los ojos inundados en ira y determinación.

—No dejaré que juegues así con el corazón de mi madre.

El pecho de Orión se calentó con esa acción, con esas palabras. El joven tenía todas las de perder, era famélico y raquítico en comparación a la letalidad de la musculatura definida del ex caballero, y aún así el chico levantaba lo que tuviese a la mano en defensa de la mujer que amaba.

—No estoy jugando —lo tranquilizó Orión sin mostrar ningún tipo de alteración por la amenaza—. Lo digo en serio. Ella lo sabrá cuando me vea.

—¿Y yo? ¿Cómo hago para confiar?

—¿Y si estoy diciendo la verdad? ¿Te arriesgarás a quedarte con la duda por miedo a exponer el corazón de tu madre? Ya ha pasado por mucho, ¿no? Si al final esto resulta no ser lo que espera, sobrevivirá a una decepción más.

La postura del lugareño fue perdiendo firmeza, sus ojos se movían de un lado a otro, como si estuviese analizando sus opciones. Luego, volvió a encarar a Orión.

—Te dejaré entrar, pero no le diré lo que acabas de decirme. No te creo. Pero dejaré que ella te juzgue.

—Me parece un trato justo.

      Unos minutos más tarde, Orión esperaba sentado a la mesa del interior, bebiendo una taza de un te de girasoles de Hydra, pensando en qué debía decir, y cómo, para aprovechar la única oportunidad que tendría.

Pero cualquier plan que pudiera haber bosquejado en su cabeza se desdibujó en cuanto sus ojos conectaron con los de la mujer que salía a recibirlo.

Todo su cabello era tan negro como una noche fuera de Ara, esponjado como si se hubiese acostado a dormir con este húmedo; largo hasta la cintura, lleno de ondas naturales, con un flequillo corto abierto a la mitad. Su rostro estaba cargado de manchas y líneas de expresión, también unas profundas bolsas bajo sus ojos: la huella de los años, del peso de una vida vacía, y de una rutina a base de estrés y desesperanza.

Pero sus ojos... No había brillo en ellos, como si alguien los hubiese apagado, como estrellas de un cielo en reposo. Casi no tenían color, como la bruma de un amanecer lluvioso.

Eran los ojos de ella.

—¿Cass? —preguntó Orión.

—¿Tú quién eres? —inquirió la mujer que iba vestida ligera, sin corsé ni corpiño, mientras se dejaba caer sobre un sofá lejano a la mesa—. Si mi esposo se enterara de que he dejado entrar otro hombre mientras él no está... Solo espero que valga la pena lo que sea que vinieras a decirme.

—No permitiría que él la dañara...

—¿En serio? ¿Quién va a impedirlo? ¿Un caballero sin espada como tú?

Orión tuvo que repetirse, más de una vez, que Cass no sabía lo que estaba diciendo, que era un insulto producto del hablar popular, no una estocada personal; que ella no tenía idea de lo acertada que eran sus palabras, y de lo mucho que le afectarían.

—Lo lamento. Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo. Además, le daré una compensación monetaria por escucharme y... por responder.

—¿Responder a qué?

—Quiero saber cuántas hijas tuvo —reconoció Orión sin rodeos.

—¿Qué?

La voz de la mujer salió herida, en su rostro se leía la ofensa a la que acababa de someterse. El enrojecimiento apareció en grandes manchas sobre sus mejillas mientras sus labios temblaban al contenerse.

—Sé que puede parecer muy...

—Lárguese de aquí —cortó ella.

—Deme tiempo a explicarme...

—¡FUERA! —rugió, levantándose del sofá con el rostro rojo de ira.

—¡Conocí a una de ellas!

—¿Y cómo sabrías eso? —Cass se carcajeó, histérica—. ¿Por el parecido? No tengo tiempo para bromas de este tipo.

—Ella misma me lo contó —prosiguió Orión, tranquilo, sin darle importancia a la histeria de la mujer—. Es... era... o sigue siendo, no lo sé... Mi prometida.

Cass rio con incredulidad.

—Claro. Supongo que la niña que me arrancaron del vientre recuerda perfectamente ese paseo, reconoció mi útero en un sueño y te mandó a encontrarme. Tú, y no ella.

—Está muerta. —Era la primera vez que Orión decía esas palabras en voz alta. Fue como asumir una realidad a la que llevaba dos años negándose—. Es el motivo por el que viniera yo en su representación.

Cass abrió la boca, pero no dijo nada. Tenía muchas menos ganas de creerle al desconocido; reconocer que decía la verdad implicaba que tenía que aceptar que, no solo le habían robado a su hija, sino que de alguna forma la habían dejado morir.

—Y no, ella no la recuerda —prosiguió  el fugitivo, tragándose sus propios sentimientos que le nublaban la razón—. Pero su sombra sí.

Cass volvió a reír, con lágrimas en los ojos, y le señaló la puerta.

—No me iré hasta que me escuche, mi lady. Puedo venir su marido a enfrentarme si quiere, no sería el primero.

—¿Pero tú qué Sirios quieres de mí?

—Su hija fue un Cosmo —explicó—, y aunque no tenía acceso a sus recuerdos de niña, el poder que vivía en ella, sí. Su sombra le habló de usted, le dijo su nombre, y que era originaria de Cetus. Es un pueblo pequeño, y usted es la única Cass por aquí. Las estrellas nunca se equivocan cuando nombran.

—¿Cómo crees que voy a creer ese disparate? Ni siquiera sé qué es un Cosmo, pero suena a algo tan imposible como la existencia de un Sirio...

La mujer calló a mitad de frase. Aunque la naturaleza de los Cosmos seguía siendo un tema complejo que muchos seguían sin comprender, la existencia de los Sirios quedó totalmente asumida y confirmada por la Corona luego de la prueba final del torneo de asesinos. Ya nadie podía renegar de dichas especies.

—Tengo más pruebas —expresó Orión ante el silencio de Cass—. Pero las dejaré para el final.

—¿Van a convencerme?

—Absolutamente.

—Bien —accedió Cass a regañadientes, limpiando el rastro de su dolor de su rostro—. Entonces háblame de ella... ¿Quién era? ¿Cómo se comprometió contigo si era... una Vendida?

—¿Usted vendió su hija a Ara?

—Sí, conseguí un trato por ella en la Capital cuando nació.

—Yo la compré, a nombre del príncipe Sargas.

—No puede... No entiendo...

La mujer tuvo que volver a sentarse, casi desplomándose sobre el sofá.

—¿La Vendida de un príncipe? ¿Del príncipe heredero?

—No duró mucho siéndolo.

—¿Cómo se deja de ser Vendida? Espera... No me digas que... ¿La mujer que fue a juicio?

Orión asintió.

—¿Lady viuda negra?

La sonrisa de Orión se expandió más que nunca. Amaba ese detalle en la vida de su amada.

—Estás mintiendo. Si fuese así, eso implicaría que ella... que ella fue... —Cass se llevó la mano a la boca, empapándola con el torrente de lágrimas que escapaban sin control de sus ojos—. Dijiste que era... ¿cómo lo llamaste? Un Cosmo. ¿Eso era la criatura con alas que murió en la arena del torneo?

—Que ganó —corrigió Orión conteniendo su rabia—. Ella ganó el torneo.

—Pero... ¿Esa es... fue... mi hija?

—Aquía. Ese era su nombre.

Y dolía más pronunciarlo que las heridas recién hechas, suturadas y todavía sin sanar de su hombro, pecho y espalda.

—No quiero creerte.

—¿Por qué?

—Porque murió.

—Pero gracias a ella vivirán muchas.

—Pero... ¿cómo me haces esto? —espetó Cass—. Me das esperanzas, me dices... todo esto, solo para que me ahogue en todo lo que no le pude decir, en todo lo que debí haberle dicho. —Comenzó a sollozar—. Debió haber estado tan sola.

—No lo estuvo. Ella misma lo dijo. Ella vivió, ella fue feliz. Vivió y logró más que ninguna.

—¿Te parece eso un consuelo?

No. En definitiva, no. Si lo fuera, Orión no se estaría consumiendo de adentro hacia afuera cada día que le tocaba despertar y asumir que la vida continuaba, pero no junto a ella. Si lo fuera, Orión no sentiría que cada segundo si vengar su nombre lo abolía a golpes y lo dejaba vacío, sobrepasado por una sed que solo puede saciarse con fuego y destrucción.

—Solo creí que merecía saberlo. A ella le habría gustado, habría estado feliz de saber que su madre sentía orgullo por ella.

—Bien. Ya te puedes ir. No necesito tus pruebas, solo...

—No puedo irme, vine aquí porque necesito que responda mis preguntas, y no me iré sin esas respuestas.

—¿Qué es lo que quieres?

—Quiero saber si tuvo otras hijas, y dónde podría conseguirlas.

Cass bufó, con el rostro rojo y húmedo por el llanto.

—No te diré nada. En lo que a mí respecta, podrías ser un mercenario que busca manipularme para encontrar a mis bebés. No sé para qué las querrías, pero no pienso arriesgarme.

—Si responde a mis preguntas, le daré algo que no le devolverá las esperanzas perdidas, pero le dará nuevos motivos para seguir viviendo.

La mujer alzó el rostro, fulminando a Orión con el odio que exhumaba su mirada.

—¿Y qué podría ser eso? ¿Qué sabrás tú sobre lo que me puede devolver la fe y el impulso?

—Nada. No sé nada, mi lady, excepto la ubicación en donde están escondidos sus nietos.

☆☆•☆☆

Nota:

QUÉEEEEEEE. ¿Qué acaba de pasar? Dejenme sus reacciones y teorías aquí.

he terminado las correcciones de Vendida, así que ahora entramos de lleno en las actualizaciones de Vencida.

¿Les está gustando la historia?

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