Canción 18: Empezar de cero
Alicia andaba sumergida en sus pensamientos, cuando entró su jefe en la cocina. Tenía la capacidad de tener la mente en otro mundo y a la vez estar haciendo su trabajo a la perfección. Sin embargo, cuando volvió a la realidad pudo percibir sensaciones que su cerebro había omitido. Como el olor a chocolate que tanto la apasionaba o lo pegajosa que era la masa que estaba manejando en ese momento. Cerró los ojos un segundo y se obligó a sí misma a dejar su retorcida mente alejada de todo lo que no tuviera relación con la repostería. Pero parecía bastante difícil no pensar y darle vueltas a las cosas.
Y esas cosas tenían nombre y apellidos. Lucas Gómez. Todavía no sabía cómo identificar todo lo que sintió la otra noche y eso le comía la cabeza. ¿Es que había olvidado cómo se sentía cuando estaba con Lucas? ¿Era así cómo era estar con él? ¿Había hecho bien en rechazarlo? El hombre es el único animal capaz de tropezar con la misma piedra dos veces y ella estaba a punto de tropezar otra vez con Lucas. Si no lo había hecho ya. Si las cosas no habían salido bien la primera vez, ¿por qué iba a salir ahora bien? Sobre todo, ahora que eran más adultos, más maduros, o al menos ella. Ella tenía las cosas muy claras, tenía una carrera profesional, unas responsabilidades que hacía años no tenía.
Pensó en lo que le dijo Alberto. Y en el fondo sintió que llevaba razón. Lucas la nublaba. No había mejor prueba que ese preciso momento, en el que no era capaz de estar centrada en lo que hacía y sólo porque Lucas, Lucas y otra vez Lucas se colocaba en sus pensamientos como una peonza sin frenos.
Así que sí. La mejor opción había sido rechazarlo.
Pero, ¿y si él lograba ganarse su corazón otra vez? ¿Y si las cosas volvieran a ser como hacía años, tan fáciles, tan cómodas, tan simples?
No. No. No.
—¿Ali? —le dijo su jefe pasando las manos por delante de sus ojos.
—Oh, perdona. Estaba muy concentrada y no te he escuchado.
—¿Puedes venir un segundo a mi despacho? —ella asintió algo agobiada.
¿Es que acaso se había dado cuenta de que no estaba centrada? Su jefe le hizo un gesto a uno de los compañeros de Alicia y éste se puso con el trabajo que ella dejaba a medias.
—Dime, ¿ha pasado algo?
—No. Nada. Sólo quería proponerte una cosa —Alicia se sentó en una silla y su jefe se sentó en la silla de al lado—. Me gustaría que fueras la encargada del catering. Quiero que supervises al resto de chicos, que hagan bien su trabajo, ¿qué te parece?
—Bien, pero no entiendo muy bien por qué...
—Ali, eres la mejor del equipo, confío en ti plenamente y yo ya estoy algo mayor. Necesito algo de ayuda. Sé que es una gran responsabilidad y si no lo quieres, puedes decírmelo sin problemas. Puedo darte unos días para...
—No, no. Claro que acepto. Es un honor, jefe.
—Fenomenal. Habrá que hacer algunos cambios en tu contrato, porque el sueldo varía y los días libres también. Lo único es que nos tendríamos que coordinar en las vacaciones para que al menos uno de los dos supervise.
—Vale, sin problema.
—Fenomenal, pues ya eres encargada —dijo levantándose.
—Gracias, jefe. No le voy a fallar.
—Estoy seguro de ello —le sonrió—. Y ahora vete a casa o a dónde quieras.
—¿Ya?
—Sí, ¿no me habías pedido salir media hora antes? —miró el reloj y se dio cuenta de que eran las cinco y media.
Mierda. Alberto.
—Sí. Me voy.
—Pásalo bien.
—Gracias.
Alicia se cambió de ropa rápidamente y se arregló el maquillaje. No es que estuviera muy desarreglada, pero quería verse bien. Cuando salió a la calle, comprobó que Alberto la estaba esperando. Apoyado sobre la moto, miraba el móvil con muy poco interés. En cuanto notó la presencia de su amiga, levantó la vista y guardó el móvil en el bolsillo del abrigo.
—Impresionante. Tú siendo puntual.
—Pero, bueno, siempre soy puntual.
—Puntual en llegar tarde —Alberto rio. No podía quitarle la razón. No sabía cómo lo hacía, pero, aunque saliera con una hora de antelación, siempre se las arreglaba para llegar tarde a todos los sitios.
Sin que Alberto pudiera decir nada, Alicia se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza. Lo había echado de menos, como si hubieran pasado siglos sin verse. Ni siquiera había sentido ese vacío cuando Alberto había estado un año fuera de España. El moreno la abrazó con fuerza y apoyó su barbilla sobre la cabeza de la joven.
—Alberto, yo... —dijo separándose de él, dispuesta a pedirle perdón.
—Primero yo —se adelantó él—. Necesito que me acompañes a ver un par de pisos.
—¿Te vas a comprar un piso? —él asintió.
—Estoy hasta el gorro de estar en casa de mi madre. Llevo muchos años fuera de casa y volver es un horror. Así que tengo cita para ver dos pisos y no podía ir con nadie más que no fueras tú. Y luego nos tomamos unas cerves y hablamos tranquilamente, ¿te parece?
—Me encanta la idea. Ya sabes que me encanta ver pisos.
—Pues ale, vámonos, canija —cogió uno de los cascos y se lo ofreció a Alicia.
Alberto se montó en la moto y seguidamente lo hizo Alicia. En cuanto el moreno sintió los brazos de Alicia alrededor de su cintura, puso en marcha la moto para ir a su primer destino.
La primera casa que visitaron era muy bonita. Era un quinto con buenas vistas de la ciudad, tenía dos grandes habitaciones y una cocina americana junto al salón. Tenía una urbanización muy grande, con piscina, pista de pádel e incluso una sala de juegos. Además, la pareja que vendía la casa la tenía muy bien cuidada, apenas necesitaba cambios, tan sólo un par de retoques y algo de pintura. Alberto preguntó cuál era el motivo por el que se mudaban, pues aquella casa era perfecta, y el motivo no era otro que ampliar su familia, por lo que aquel piso se les quedaba pequeño.
Cuando salieron a la calle, Alicia le dijo que subiera y aceptara la oferta.
—¡Qué impaciente eres, Ali! —rio Alberto—. Habrá que ver primero la otra casa antes de aceptar esta, ¿no?
—No creo que sea mejor. Además, me has dicho que la lleva una inmobiliaria, ¿no? —Alberto asintió—. Esos te van a vender hasta un puente como la mejor casa del mundo.
—Ay, calla. Vas a alucinar con la casa si es como la pintan. Venga, vámonos.
Y no le pudo quitar la razón a Alberto. Alucinó en colores cuando vio la casa que su amigo pensaba comprarse. Nada más y nada menos que un ático en pleno centro de Madrid.
—Como ya le comenté, el precio del inmueble no se va a modificar, los dueños han sido muy rígidos con ese tema —dijo la agente en cuanto abrió la puerta de la casa.
—No se preocupe.
—Bien, pues les comento un poco.
La mujer les fue hablando de todas las características de la casa mientras les hacía el tour.
Nada más entrar había una cocina con una ventana que daba a la terraza, justo enfrente de la cocina se encontraba un baño, que, aunque no fuera muy grande, si era lo justo para tener de todo, un poco más adelante había un gran salón y dos puertas en las que se encontraban las habitaciones. La casa en sí, no era muy grande, pero en cuanto salieron a la terraza, los jóvenes lo fliparon. Se veía toda la ciudad desde allí.
—Ésta es la terraza. Como ven lo suficientemente amplia para poder poner una mesa y un par de sillas. Puedo mirarles las dimensiones, estoy segura de que en alguno de estos papeles aparecen las medidas —dijo buscando en la carpeta que llevaba sobre sus brazos.
—¿Y estas escaleras? —preguntó Alicia al ver una escalera de caracol en un rincón de la terraza.
—Oh, estas escaleras suben al ático. La vivienda cuenta con una terraza privada en la parte superior. Pueden subir si quieren.
Alicia miró a Alberto y tras la afirmativa de éste, ambos subieron por las escaleras de metal. Los jóvenes quedaron aún más asombrados. Era preciosa la terraza. Tenía varios sofás, mesas y un toldo que cubría esa zona. También tenía un par de hamacas y una barbacoa instalada. El suelo estaba cubierto de césped artificial. Estaba tan bien cuidado que la joven tuvo la necesidad de descalzarse, pero no lo hizo por educación. Y si las vistas desde la otra terraza eran buenas, aquéllas eran aún mejor. Se imaginó a su amigo en cada una de las dependencias de la casa, haciendo una barbacoa para sus amigos o incluso montando una buena fiesta.
—Alberto, esta casa es impresionante. Yo estaría firmando el contrato ya —dijo en voz baja para que la agente inmobiliaria no la escuchara—. No sé por qué hemos ido a ver la otra casa.
—Porque es más barata. Además, ¿no decías que me comprara la otra sin pensar?
—¿Hay mucha diferencia?
—Bastante.
—Pero esta, ¿te la puedes permitir? —Alberto hizo un gesto con la cara.
—Sí. Algo más justo, pero supongo que la herencia de mi padre tiene que servir para algo, ¿no?
—Bueno, ¿qué opinan? —dijo la mujer subiendo—. Aquí tienen los planos por si quieren echarles un vistazo —dijo extendiendo los papeles a Alberto.
El joven extendió los planos encima de una mesa y los miró con detenimiento, pero lo cierto era que entendía bastante poco de arquitectura.
—La casa es muy bonita, la verdad.
—Sí. Es una de las mejores casas que tengo. Tiene mucho espacio para hacer diversas actividades, ya han visto que tiene una barbacoa, también tienen el jardín artificial... Creo que es una buena casa para una pareja, además si piensan tener hijos, pueden disfrutar de la terraza de abajo para jugar.
—Oh, no. Nosotros no somos pareja —le corrigió Alicia. Alberto levantó la vista de los papeles al escucharlas.
—Oh, lo siento. Pensaba que... pues hacen muy buena pareja —dijo la señora. Ambos se miraron y sonrieron tímidamente. Incluso sus mejillas tornaron a un tono rosado.
—Sólo somos amigos —dijo Alicia.
—¿Sabe si habría posibilidad de techar de alguna forma esta terraza?
—preguntó Alberto cambiando de tema. Se sentía incómodo hablando de ello.
—Oh, pues... Nunca me han hecho esa pregunta. Nadie quiere cerrar esta terraza, teniendo en cuenta las vistas.
—No, no. No quiero cerrarlo del todo. Sólo quiero que sea funcional en invierno. Con este frío, esta terraza es difícil de usarla.
—Ya, lo comprendo. Sé que hay un mecanismo...
Mientras la mujer le explicaba a Alberto todas las cosas técnicas que podría hacer con la casa, Alicia se acercó a uno de los bordes de la casa y observó el cielo desde allí. El mismo que empezaba a tornarse en un color rojizo. Le encantaban los atardeceres. Posiblemente no había nada en el mundo que le gustara más aparte de hacer pasteles, por supuesto. Aquellos tonos le daban paz. El sol se escondía para dar paso a la luna y con ella llegaba la noche. Y por muy oscura que fuera la noche, al día siguiente siempre salía el sol. Y a eso se aferraba ella. A que por muy descolocadas que tuviera las cosas, al día siguiente sería otro día, otro día para ver las cosas de otra forma e incluso de poder arreglarlas.
—¿Qué? ¿Te gusta? Podrías ver todos los atardeceres que quisieras si me la quedo —dijo detrás de ella.
—Es impresionante, Alberto. Pero, quizás es muy cara.
—¿Y qué más da? Para eso está el dinero, ¿no? Para gastarlo. Además, el dinero del señor Castillo lo tendré que gastar en algún momento y no veo mejor ocasión para hacerlo —Alicia se giró y lo miró a los ojos—. Y, en verano podemos hacer barbacoas con estos, fiestas, Vera y tú podéis venir a tomar el sol y poneros morenas...
Alicia sonrió mientras Alberto caminaba por toda la terraza. Hacía tiempo que no veía a su amigo tan ilusionado con algo. Hacía tiempo que sus ojos no desprendían tanto entusiasmo por hacer algo. Hacía tiempo que su amigo no era realmente feliz. Así que no tuvo otra respuesta que darle que no fuera un sí.
Cuando salieron de la casa, se dirigieron al bar donde siempre solían tomar algo. En verano, se sentaban en la terraza y en invierno, solían hacerlo dentro para refugiarse del frío. Los dueños ya los conocían, así que normalmente les daban la misma mesa para que se sentaran allí y siempre les ponían las mejores tapas.
—¡Alberto, que ya eres propietario de una casa!
—Casi.
—Bueno, casi. ¿Cómo te sientes? ¿Te sientes viejo? Ya no tienes que vivir con tu madre, ni de alquiler. Ahora tienes tu propia casa.
—¿Igual? Supongo que hasta que no me vea viviendo allí, no me sentiré diferente. ¿Cómo que viejo, canija? —dijo bebiendo de su cerveza. Alicia se encogió de hombros.
Ambos se quedaron callados, dando un trago a sus bebidas. Justo cuando los dos dejaron los vasos encima de la mesa, decidieron hablar al mismo tiempo.
—Alberto, yo...
—Ali, yo...
Los dos sonrieron.
—Empieza tú —le dijo Alberto.
—No, porfa. Hazlo tú —le regó ella. Él asintió.
—Lo siento.
—Yo también —se apresuró ella a decir—. Perdón, habla, habla.
—Siento todo lo que te dije. Ni siquiera lo pienso. Estaba borracho, enfadado y frustrado y supongo que fue un golpe bajo decirte todo aquello. No creo que Lucas te nuble, ni te haga sentir que vales menos. Eres mi mejor amiga desde hace muchos años y voy a estar feliz si tú también lo eres. Si realmente quieres estar con Lucas, te apoyaré y le reventaré si te hace daño —Alicia sonrió—. Hagas lo que hagas, siempre vas a ser mi amiga. Sólo... quizás... no quiero que te vuelva a hacer daño, sólo eso.
—Yo también lo siento. Me tomé demasiada confianza y las formas en las que te dije las cosas no fueron las mejores. Voy a apoyarte en todo lo que hagas. Tanto si quieres comprarte un cuarto trastero donde vivir como si quieres una mansión, como si quieres ser jefe de cuatro empresas o camarero en un bar... Decidas lo que decidas, seas quien seas, te voy a querer y te voy a apoyar siempre. Lo único que quiero es que estés a gusto, que seas feliz y sobre todo que sigas siendo mi mejor amigo.
—Eso siempre.
Los dos se miraron a los ojos y sonrieron.
—Ven aquí, canija —Alberto se levantó y Alicia siguió sus pasos. El moreno abrió los brazos para acogerla y fundirse en un fuerte abrazo.
De repente, empezó a sonar el móvil de Alberto. Se separó de la joven, que se sentó en la mesa, mientras él contestaba a la llamada.
—¡Mi amoooooor!
—¿Qué quieres, Raúl?
—¿Dónde estás? Quiero, no, necesito verte.
—Pero si me viste el finde pasado.
—De eso hace mucho. Bueno, dónde estás.
—En los billares, con Ali —le informó.
—Oh, ¿ya habéis hecho las paces? —Alberto afirmó—. Bien, pues Clara y yo vamos para allá que tenemos algo que celebrar.
—¿Qué hay que celebrar?
—Que a Clara la han cogido para el evento de Navidad.
—¿Al que van famosos?
—Ése mismo. Así que hay que celebrarlo. Voy a llamar a Vera para que se venga, también. Te voy a dar una paliza al billar que te vas a caer de culo.
—No te lo crees ni tú.
Los jóvenes no tardaron en aparecer por el bar. Jugaron al billar, donde Vera se hizo la triunfadora de la noche, hablaron, rieron, y sobre todo se lo pasaron como siempre lo hacían, a lo grande.
Alicia no podía sentirse más agradecida de tener aquellos amigos, quienes a pesar de que, si alguno de ellos decidiera empezar de cero al día siguiente, tirar su vida por la borda o embarcarse en una aventura alocada, todos y cada uno de ellos, lo apoyarían sin dudarlo.
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