prólogo
Rhiannon apretó los dientes con fuerza ante el latigazo de dolor que le recorrió la espalda. Aquella parte del palacio estaba lo suficientemente lejos como para que sus gritos pasaran inadvertidos; ella se negaba a hacerlo. No le daría a ninguna de las otras esa satisfacción.
Había escuchado los alaridos que otras mujeres, en otras ocasiones; sonidos que habían rebotado contra las paredes de piedra y se le habían clavado en el cerebro. Había visto las expresiones de sus compañeras: las muecas de preocupación; las sonrisitas cargadas de malicia. Pero ella era más fuerte.
Rhiannon era más fuerte y no permitiría que de su garganta brotara ningún tipo de sonido que pudiera indicar a las otras —seguramente ansiosas y con toda su atención clavada en el más mínimo susurro que proviniera de la habitación donde ella se encontraba, gracias al sensible sentido del oído con el que contaban los faes— qué estaba sucediendo ahí dentro.
Sus ojos recorrieron el interior de la habitación. Al nutrido grupo de personas que estaban allí con ella, todos con parecidas expresiones llenas de impaciencia y preocupación por lo mucho que se estaba alargando el momento.
Una nueva oleada de dolor la obligó a apretar los dientes y jadear con esfuerzo. Las palabras de ánimo que escuchaba a su alrededor no tenían ningún efecto en ella; Rhiannon no las necesitaba.
Rhiannon tenía bastante claro que la presencia de todos ellos —mujeres y hombres que se movían de un lado a otro del espacio que había frente a la enorme cama donde estaba tendida, que rozaban los extremos puntiagudos de sus orejas o se pasaban de manera inconsciente la punta de sus lenguas por los afilados colmillos— tenía un único propósito: cerciorarse de que todo iba bien y hacer llegar el anuncio, cuando tuviera lugar, a Ceallach.
El rey de las Tierras Salvajes tenía un interés especial en saberlo; no en vano, aquella misma noche podría añadirse un nombre más a la larga lista de posibles aspirantes al trono.
No en vano aquella noche podría ser testigo del nacimiento del futuro rey, de aquél que ocuparía el Trono de Escarcha una vez Ceallach estuviera muerto... o cerca.
Rhiannon se aferró a las sábanas y cerró los puños con rabia, maldiciendo para sí misma lo mucho que estaba extendiéndose el parto. La mujer que había frente a ella se mordía el labio mientras Rhiannon empezaba a sentir los primeros calambres en sus piernas flexionadas.
La curva de su abultado vientre parecía agitarse al mismo tiempo que Rhiannon seguía las indicaciones de la comadrona, que la animaba a seguir empujando y le alentaba, asegurándole que ya podía ver al bebé.
Rhiannon continuó maldiciendo, en esta ocasión al rey. En las Tierras Salvajes, ser escogida por haber llamado la atención del monarca casi era considerado una bendición; Ceallach no había mostrado tantos reparos como otros antecesores suyos, por lo que cualquier muchachita —tuviera sangre noble o no, pudiera ser útil a las arcas del rey o no— que le resultara llamativa podía pasar a formar parte del harén que proporcionaría al rey una nueva generación de Vástagos de Hielo, quienes se enfrentarían entre ellos en el futuro para hacerse con la corona.
Había sacrificado mucho para encontrarse en esa privilegiada posición que le proporcionaba su status como concubina de Ceallach. Lo había abandonado todo para que su plan saliera adelante, para poder hacer sentir a su madre orgullosa... y obtener el jugoso premio que suponía el Trono de Escarcha.
—Un poco más, lady Rhiannon —la animó la comadrona.
Ella ladró una risa áspera. Si supieran la verdad...
Empujó con fuerza, notando cómo el sudor empapaba su camisón y piel. Sintiendo cómo los mechones de pelo se le quedaban adheridos al rostro mientras ella continuaba con la labor de traer al mundo el futuro rey de las Tierras Salvajes.
Un rey que lo cambiaría todo.
Rhiannon esbozó una sonrisa al imaginar cómo se revolvería Ceallach en su tumba cuando viera a su hijo sentado en el Trono de Escarcha, destruyendo todo lo que él y sus antepasados habían mantenido durante tanto tiempo. Aquel baño de sangre en el que solamente uno quedaba en pie, iniciando un nuevo ciclo.
Un círculo vicioso.
—Eso es, milady —exhaló la comadrona.
Rhiannon empujó con más energía, valiéndose de la satisfacción que le proporcionaban ese tipo de pensamientos que la habían acompañado desde que dejara atrás su hogar y familia para convertirse en una de las concubinas del rey. Pero no cualquier concubina: sino su preferida.
Había trabajado duro, sobre todo en aquel nido de serpientes, y no había sido un camino sencillo. Haf, una de las concubinas con más experiencia y tiempo dentro del harén, había podido intuir la amenaza que suponía Rhiannon para sus propios planes —la mujer solamente había podido darle a Ceallach dos niñas, que quedaban fuera de la competición por el Trono de Escarcha— y había hecho lo imposible con el único deseo de verla fuera. Eliminada.
Pero los intentos de Haf no habían tenido éxito.
Y la prueba de ello estaba a punto de ver la luz del exterior tras los cuidados que había tenido Rhiannon en aquellos meses de embarazo, en los que había procurado reducir lo máximo posible el contacto con las otras faes que convivían en aquella zona del castillo destinada a las concubinas del rey.
—Ya casi está, ya casi está —canturreó la comadrona.
Rhiannon hizo un último esfuerzo...
Y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas cuando el inconfundible llanto de un bebé resonó en toda la habitación. Vio a la comadrona limpiarlo, incluso al mayordomo que había enviado Ceallach abandonó el rincón donde había pasado los últimos mesándose los cabellos para ver al bebé más de cerca.
El corazón de Rhiannon empezó a latir con violencia al sentir la ausencia de su hijo entre los brazos. Quiso saltarle encima a aquella mujer que lo sostenía y arrebatárselo, pero las horas que había pasado postrada en aquella cama llena de su sangre le habían quitado hasta la última gota de energía.
Vigiló la expresión del mayordomo mientras la comadrona hacía el anuncio:
—¡Es una niña, y está sana!
El corazón de Rhiannon se le detuvo. Tenía que haber un error, un terrible error... ¿Una niña? Las mujeres formaban parte de los Vástagos de Hielo, pero no podían participar en la sucesión; la mente de Rhiannon no fue capaz de formar un solo pensamiento, pues se encontraba atrapada en una única palabra: niña.
¿Dónde quedaban sus sueños, los anhelos que la habían acompañado desde que partiera de su hogar con el propósito de aportar orgullo a su familia? ¿Y sus sacrificios? Rhiannon había dejado mucho atrás y sentía que no había recibido nada a cambio, ni siquiera lo único que había pedido con fervor: un heredero. Un maldito varón.
Pensó en su hogar, en su madre. Ella no rechazaría al bebé —como tampoco lo haría Rhiannon—, lo aceptaría entre los suyos aunque su sangre estuviera contaminada con la sangre de Ceallach.
Pero Rhiannon no podía abandonar, y no pensaba hacerlo.
Sin embargo, era imposible que su hija pudiera participar en el ascenso al trono; tampoco podía seducir a Ceallach para buscar un nuevo embarazo —en el que tampoco había certezas de que pudiera ser un niño—. Sabía que debía dejar descansar a su cuerpo al menos un año entero antes de enfrentarse a otra gestación; había podido ver las consecuencias en otras faes del harén que habían intentado quedarse embarazas tras no haber conseguido el resultado que anhelaban.
Rhiannon pensaría en ello más adelante, ahora lo único que quería —después de que el estupor de saber que había tenido una hija se hubiera desvanecido— era tener a su bebé entre los brazos. Verle la carita.
Saber hasta qué punto la sangre de Ceallach se había manifestado en ella.
—Dadme a mi hija —exigió con la voz ronca.
La comadrona asintió y no tardó un instante en alejarse del mayordomo, que ya se dirigía hacia la puerta para hacer llegar la noticia a su rey, para poder pasar a los brazos de Rhiannon el bultito perfectamente envuelto.
El cálido peso de su hija pareció encajar en el hueco de Rhiannon. Bajó la mirada para contemplar por primera vez el rostro de su hija y sintió que el corazón se le enternecía al verlo.
—Debéis elegir un nombre, lady Rhiannon —le recordó la matrona con dulzura.
La única intervención del rey en todo aquel proceso era en la noche de la concepción: un momento incómodo —en ocasiones incluso desagradable— donde la intrusiva presencia de Ceallach intentaba cumplir con el propósito de engendrar, alimentar las huestes de sus Vástagos de Hielo. Después dejaba todo en manos de la madre, que se encargaba de elegir el nombre de la criatura y proporcionarle una educación. En el caso de los varones, Ceallach permitía que sus hijos fueran instruidos junto con el resto de faes que pretendían formar parte de la guardia o el ejército; pero no en el caso de las mujeres.
Rhiannon observó el rostro dormido de su hija.
—Su nombre es Aeron.
❄
I know que me quedaba pendiente, como siempre hago, subir el prólogo de las historias que tengo pendientes para el futuro. Aunque veáis que está en tercera persona (ostras, qué raro viniendo de Nana), el resto del libro estará en primera (dato curioso: empecé mis andaduras de escritora haciendo uso de la tercera persona, pero fue probar la maravillosa primera persona y la cosa empezó a fluir mucho mejor).
La historia no tiene fecha concreta, ya que suelo encadenar una historia tras otra, es decir, termino una de las que tengo en curso y sustituyo los días de actualización por la nueva elegida.
(((Dadle mucho amor a Aeron cuyo nombre, así como curiosidad, es tanto para hombre como para mujer)))
(((Estoy viéndome Juego de Tronos y no puedo evitar pensar que Aeron parece descender de la casa Targaryen jsjsjsjsjs)))
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