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Capítulo 9 - Wallet Crescent

Una semana no era suficiente para organizar una mudanza. Las Hayward debieron despojarse de varios de sus objetos más valiosos. Algunos muebles fueron transportados por una locomotora de carga, lo que supuso un gran gasto. El ambiente en Richmonts era tenso. Cada día la madre adoptaba una actitud más violenta con la hija menor. Con este motivo y la ausencia de su mejor amigo, el ánimo de Valentina desmejoró bastante. 

Ya que Adelaida le había mandado a desocupar el desván de sus pertenencias, y no tenía otra actividad más importante, se dedicó las siguientes horas a ello. Encontró viejos bocetos de su hermana, harapos sucios (seguramente vestidos de Emma o su madre cuando era más joven), libros polvorientos, objetos para la limpieza del hogar, antiguos ornamentos y vasijas, entre otras cosas.

Le llevó al menos unas dos horas ordenar todo. La criada ayudó llevándose todo lo recogido, y volvió a su labor. Valentina se dispuso a seguirla; sin embargo, cuando se dio cuenta que había olvidado revisar un baúl de la esquina, regresó a la habitación.

Cogió la cerradura deseando tener en su poder la llave que correspondía. Sopló el polvo que cubría el roble. Sin duda se trataba de un cofre antiquísimo, estilo renacentista. Le llamó la atención el tipo de ornamentación que llevaba: una figura mitológica.

No sacó los ojos del mueble, la curiosidad la torturaba. Una parte de ella afirmaba que lo que contenía ese cofre le pertenecía. ¿Y si se trataba de algún recuerdo de su padre? ¿O una herencia de sus abuelos? Se obsesionó hasta el punto de forcejear la cerradura con tal desesperación que lastimó sus dedos, pero cuando oyó los gritos que parecían provenir del vestíbulo tuvo que elegir entre averiguar qué sucedía y descubrir el contenido del cofre. Al segundo grito abandonó el ático protestando.

Anna se sacudía de un lado a otro para evitar a los agentes de policía. Valentina pudo contemplar la escena desde la barandilla.

―¿¡Qué significa este escándalo!? 

Detrás de Adelaida salieron Emma y Elizabeth atemorizadas por los gritos.

―Señora, tenemos órdenes de arrestar a esta mujer por el asesinato de Marianne Cortez, viuda de Arthur Hayward.

―¿¿Asesinato?? ―replicó, llevando su mano al pecho―. ¿¡Cómo!? ¿Cómo es posible?

El oficial a cargo miró a su otro compañero. Acto seguido, este abrió la puerta y habló al caballero que se encontraba fuera.

―Déjemelo a mí.

Cruzó la puerta haciendo notar su presencia. Quizás Elizabeth y Emma podían haberse engañado por el asombro, pero desde otra vista Valentina notó un ligero temblor en los labios de Adelaida al pronunciar el nombre de la autoridad: el inspector Crawford.

―Encontramos la joya reportada como desaparecida en manos de un mercachifle en las afueras de Hemfield. Nos confesó que la señora Rowe se la había vendido a un precio considerable. El doctor McDowell atestiguó en contra de la empleada con fundamentos racionales que comprobaron que la víctima había bebido un poderoso brebaje que anticipó su muerte. ¡El mismo que se encontró en la taza de té que le sirvió la señora Rowe!

―Mi señora, dígale... ¡dígale que yo no fui! ―suplicó Anna, entre lágrimas― ¡Por favor, usted me conoce! Sabe que no le haría daño a la señora Hayward. Nunca vi ese collar, nunca tomaría algo que no es mío. ¡Explíquele! Diga que yo no miento. ¡No soy una ladrona! ¡Mucho menos una asesina!

Adelaida vaciló al oír a la empleada.

―Me sorprende cómo ha logrado engañarnos a todos, señora Rowe ―dijo, con voz gélida―. ¡Era casi parte de la familia! Le entregamos nuestra confianza, y así nos paga.

Anna intentó deshacerse de los agentes para atacarla. Emma y Elizabeth corrieron a brazos de su madre para protegerla. Rebecca, observando la situación a la misma vez que enrollaba un trapo, pedía a su compañera y amiga que mantuviera la calma.

―¡¡¡Llévensela de una vez!!! ―ordenó el inspector Crawford.

―¡¡¡Eres escoria, Adelaida Beaton!!! Pronto el mundo sabrá quién eres.

―¡Cierra la boca, mulata! ―gritó el policía.

―¡¡Suélteme, por favor!! ―chilló la condenada, adolorida―. ¡¡Lamentarás este día, Adelaida!!

Crawford inclinó su sombrero. Le dedicó una mirada a la mujer, que se aferraba con fuerzas a sus hijas, notó la presencia de la niña oculta tras la barandilla, y se marchó tras los polizontes volviéndose a ella con curiosidad.

―Madre ―preguntó Elizabeth―, ¿Qué ha querido decir la señora Anna?

―Está desquiciada, Lizzie ―respondió, acariciándole el cabello―. ¡No te preocupes!

―¿Qué dirá la gente del pueblo en cuanto sepan que tuvimos una asesina por tantos años en nuestro hogar?

―Haremos lo posible para que nadie sepa de esto, Emma.

Cuando Adelaida alzó la vista, se encontró con la mirada acusadora de Valentina.

¿Cómo no pudo advertirlo antes? ¡Estaba frente a ella! No había manera de que, a pesar de que la salud de la señora Hayward pudiera ser delicada, aconteciera a una muerte tan súbita. Permaneció aún después de saber que sus hermanas se retiraron. Siguió a Adelaida hasta que se perdió en el recinto. ¿Por qué Anna robaría el collar de la señora Hayward? ¿Cómo podría ella asesinarla y permanecer en Richmonts? Tenía muchas cuestiones.

Los últimos tres días que le restaron en Hemfield los pasó en el bosque. Tantos recuerdos en su mente no le permitieron renunciar a su lugar favorito en el mundo. Undermoon, como solían llamarlo con John, era parte de Richmonts, como ella. Sabía que pertenecía allí, y sin importar quien fuera ahora el propietario, siempre sería su hogar.

Ya lista para partir, dedicó un minuto de silencio para regresar a los momentos que vivió en aquella habitación en más de una década. Luego, abismada por la melancolía dejó sobre el lienzo blanco del mueble su juguete más preciado.

―¡Lo siento! No puedes acompañarme en este viaje. Es hora de crecer, Betsy. ¡Es hora de hallar la verdad!

El trayecto hacia los suburbios duró menos de una hora. La mudanza supuso un cambio en el ánimo de las niñas, sobre todo para Valentina, apenas atravesaron las calles de la ciudad, se formó la idea de que era el lugar más desagradable que había conocido.

Se decía que Grassborg era una de las ciudades más antiguas del condado de Coxwell. Poseedora de importantes industrias, entre ellas se encontraba Drumer, una de las primeras manufactureras que se instauró en la ciudad bajo el mando de Bernard Beaton, el designado como patrono por su cuñado William Hayward, y al parecer el origen de la prosperidad en la fábrica; según los comentarios de Adelaida. Poseían una gran embarcación, y eran uno de los principales exportadores del aceite de ballena en el país.

El cochero se detuvo en una hilera de casas adosadas que se conocía como Wallet Crescent. Al observar el cielo gris con un aroma que emanaba de las maquinarias, cubrió su nariz asqueada.

―¡Bienvenidas! ¡Hermana! ¡Lizzie! ¡Emma! ¡Bienvenidas! ¡Espero que se sientan muy cómodas en Grassborg! ¿No saludarás a tu tío, Valentina? ¡Vamos! No seas tímida, pequeña, has crecido tanto. Gertrudis y Maxwell les enseñarán sus habitaciones.

―¿Cómo ha estado el viaje, cuñada? ―se interesó la señora de Bernard Beaton.

―¡Insufrible, Edith!

Valentina no pudo oír más de la conversación ya que se encontraba dentro del edificio siguiendo los pasos de Emma y Elizabeth. Esta primera, se frenó a saludar a su primo.

―¡Emma! ¡Bienvenida! ¡Qué gusto volver a verte!

―Lo mismo digo, Maxwell.

―¡Basta de formalidades! ―corrigió él―. Llámame Max...

Emma se ruborizo al pronunciar el nombre y Elizabeth la empujó.

―¡Síganme! Mi padre quiere asegurarse de que se sientan cómodas en su nuevo hogar, así que les enseñaré sus habitaciones.

La subida por la escalera caracol la dejó mareada por unos segundos, no estaba acostumbrada a un edificio tan estrecho. El comedor se veía adecuadamente decorado y tenía las dimensiones exactas para al menos caber unas ocho personas. La cocina era la habitación más diminuta de la casa. ¿Cómo podía siquiera una empleada moverse en ese corto espacio? En el segundo piso se encontraba un saloncito, nada mal para tomar el té en familia. En la siguiente planta las niñas hallaron su aposento. Emma sin dudar se apropió de la primera cama. Elizabeth riñó con su hermana por quién ocuparía la cama vacía.

―¡¡No pienso dormir cerca de la ventana!! Sabes que en las noches tengo frío, ¡Y no podría descansar con ese ruido! ¡Ah! ¿Puede haber algo más asqueroso que ese humo?

―Lo lamento, yo la pedí primero...

―¿Dónde dormiré yo, primo? ―cuestionó Valentina, deseando encontrar más espacio en la habitación.

Maxwell cerró la puerta dejando a las hermanas discutiendo.

―Parece que la tía Adelaida ha pedido que se preparé una habitación especial para ti. ¡Sígueme!

―¿Para mí? ―Creyó que su primo le estaba jugando una broma.

El ático, el sitio más solitario y alejado de las habitaciones de la casa, allí mismo halló un lecho bastante sórdido, una ventana y la mesita de luz que chirrió apenas Maxwell apoyó la bujía.

―Mandaré a alguien para que traiga tus pertenencias...

Azotó la puerta con tal fuerza que cubrió de cenizas la habitación. Valentina estornudo, y con una picazón en la garganta se sentó sobre la cama.

A las pocas horas, Emma y Elizabeth la visitaron. Elizabeth no se atrevía a entrar así que oyó la conversación desde la puerta, observando con asco la habitación.

―¡Ánimo, Valentina! Hay que agradecer que el tío Bernard nos consiguiera una vivienda como está, peor sería vivir en las penurias de la calle...

―Una casa pequeña, en una ciudad fea y gris ―acotó, de brazos cruzados―. ¡Y sin jardín! ¿Cómo decoraré mis sombreros sin los lirios de Hemfield?

―Ya lo sabemos, Eliza. ¡No me lo recuerdes! Todas echaremos de menos nuestra vida en Richmonts, pero Grassborg nos traerá nuevas oportunidades. Tratemos de ver el lado positivo, hermanas.

―¿El lado positivo? ―replicó Elizabeth, apoyándose sobre el umbral―. ¿Tú?

Emma reafirmó lo dicho.

―Debes haber enloquecido. Eres la menos indicada para... ¡Ah! Ahora lo entiendo. Es posible que tengas una buena razón por la cual quedarte...

―¿Qué dices, Eliza?

―La verdad, Emma. Te atrae el primo Max, no has dejado de observarlo durante el almuerzo.

―Qué admire a nuestro primo, no quiere decir que me guste de la forma en la que tú piensas. ¿Qué te parece si duermes en la cama de Elizabeth?

Valentina vaciló.

―¿Conmigo? ¡No! No podría soportarla ―expuso ella, saliendo de la habitación.

―¡¡¡Elizabeth!!! ―preparó.

―Agradezco tu intención, Emma, pero es mejor que me acostumbre a este lugar.

La señora de Bernard Beaton preparó una deliciosa cena para todos. Puesto que Valentina estaba lo suficiente atribulada como para tolerar los despectivos comentarios de su madre, decidió obviar esta reunión familiar. En sus intentos por conciliar el sueño, se dio cuenta que había cometido un error al rechazar la cena, su estómago rugía.

Se paseó por la vivienda hasta llegar a la planta baja. Tal como lo supuso la familia se encontraban compartiendo una cena en completa armonía. Por un lado, Elizabeth encontró en su prima Gertrudis una buena compañía. En cuanto a los adultos, elogiaban a los más jóvenes, específicamente a Maxwell, por sus méritos en la industria Drumer. Luego, este pasó a rememorar el tiempo en el que él y su prima solían ser inseparables.

―Recuerdo el primer baile en Londres hace dos años. Emma estaba tan nerviosa que confundió sus movimientos, y a las demás debutantes. ¡Vaya modo de hacer el ridículo!

―Eres un atrevido, Max. ¡Por poco lo había olvidado! ―Emma bebió de su copa de vino, y continuó cortando la carne.

―¡Yo no! ―confesó él―. Era tu compañero de baile...

Valentina notó un trato especial entre Maxwell y Emma. ¿Dónde había quedado la muchacha pesimista de antes? Nunca la había visto tan alegre. ¿Sería posible que estuviera interesada en él? Fuera cierto o no, Adelaida parecía no estar del todo de acuerdo con los sentimientos de su hija mayor, y no temía en censurarla en público.

―Entonces ―repitió Bernard, tras un corto silencio―, ¿Quisieras que te ayude en la búsqueda de una criada, Adelaida?

―No es necesario.

―Puedes contratar a una muchacha que ayude en la casa por menos de cinco chelines. ¡Sería beneficioso para ti y las niñas! ―opinó la señora de Bernard Beaton―. Grace y Mary hacen un gran trabajo en Fayth Square, no podríamos prescindir de ninguna de ellas.

Maxwell y Gertrudis asintieron.

―No hay por qué malgastar el dinero en la servidumbre...

―¿Y cómo piensas mantener el orden, Adelaida? No creas que tú sola podrás con todas las ocupaciones que conlleva esta casa.

―No se preocupen ―explicó Adelaida, dejando los cubiertos sobre la mesa―. Ya he encontrado a la persona indicada que se ocupará de todo eso y sin derrochar ni un solo centavo.

Emma y Elizabeth fueron las primeras en prestar atención a las declaraciones de la madre. Adelaida meneo la cabeza como si esperara que ya supieran la respuesta.

―¡Valentina! ―dijo ella―. Estoy segura de que ya tiene la edad suficiente para cumplir con sus obligaciones, y ya que no le encuentro otra facultad que no sea para los deberes de la casa. ¡No me queda otra opción!

Bernard guardó silencio. Mientras que los demás familiares imitaron este gesto cada uno a su tiempo. Emma no se limitó a expresar su disconformidad.

―¿Qué? Madre, no puede ser posible que Valentina cargue con las responsabilidades de la casa. Recuerde que debe instruirse y convertirse en una dama. ¿Será usted capaz de privarla de todo eso?

―¡Por supuesto! ¿Para qué perder el tiempo y dinero en institutrices y clases de arte? Esa niña con suerte encontrará un esposo de bajos recursos, si consigue casarse.

―Creo que no está siendo justa, madre ―replicó Emma, arrojando la servilleta indignada.

―¡No puedo creerlo! Te atreves a contradecirme. ¡En mi propia casa! ¡En mi mesa!

Maxwell le recomendó a su prima que no continuará con la disputa.

―Hermana ―dijo Bernard―, si es un tema de dinero yo pagaré por la muchacha que trabaje aquí, y si me permites también me encargaré de los gastos para la educación de mi sobrina. Me ha dicho en una ocasión que quiere ser institutriz...

―¿Institutriz? ―interrumpió―. ¿A quién podría enseñarle algo esa niña? No desperdicies el dinero Bernard.

El tío Bernard tragó saliva y se respaldó en su esposa.

―Valentina Annie Hayward ―concluyó Adelaida―, a partir de hoy será la empleada de esta casa, le guste o no, pero si quieres ser tan noble con tu hermana, Emma, no tendría algún inconveniente en admitir a dos empleadas. ¿Es lo que deseas?

Las amenazas la hicieron recular sobre su actitud. Tomó asiento y agachó su cabeza con sumisión.

―No... ―masculló Emma.

―¿¿No qué??

―No, madre.

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