
Capítulo 5 - La herencia
La primera semana sin la señora Hayward fue difícil de sobrellevar. La vida que imaginó en Winterstone quedó en el pasado. De ahora en adelante debía acostumbrarse a la idea de que Adelaida sería su tutora. Su rostro claramente reflejaba la angustia que sentía.
Era una tarde de primavera, cuando regresaba de su cabalgata por los montes de Hemfield. John había insistido y logró convencerla de salir del encierro. Aunque, fue una semana bastante lluviosa, el sol volvió a salir y resultó provechoso para dar un paseo al aire libre.
Al instante que llegó se recostó sobre su lecho.
—¿¡Dónde has estado!? —cuestionó Emma, con las manos en la cadera—. Deberías haberte aseado, Valentina. ¡Ay! Mira lo que has hecho, ya ensuciaste el cobertor con tus zapatos.
—¿Por qué debería tener tanto apuro para asearme? Déjame descansar.
—Tendremos visitas. —Elizabeth se admiraba en el espejo mientras la criada peinaba sus rizos.
—Los Brownson vendrán a cenar esta noche.
—¡Esta noche! —se precipitó—. ¿Tan pronto?
No había pasado mucho tiempo de la muerte de la señora Hayward, no tenía ánimos de cenar con los Brownson, ya que todo le recordaba a ella.
—Pues, parece que se reunirán con nuestra madre por un asunto muy importante...
Emma miró de reojo a su hermana con ese típico gesto suyo que denotaba su intolerancia.
—Debemos recibirlos con nuestras mejores galas, Valentina. ¡Todavía no se retire, Rebecca! Necesito que prepare la bañera.
—Sí, señorita.
—¿También yo? —reprochó ella, fatigada.
—No hace falta, podrías quedarte...
—¡Cierra la boca, Elizabeth! —exclamó, fastidiada—. Por supuesto que sí, Valentina, sin excepciones. Todas asistiremos a la cena con los Brownson, es nuestro deber.
Las criadas tuvieron un arduo trabajo en tallar hasta quitar todo el lodo de su cuerpo. Emma colaboró escogiendo un vestido para su hermana.
—Tienes que verte bien acicalada esta noche, ¡no me hagas muecas! —refunfuñó Emma en el mismo momento que colocaba el moño en su cabeza.
En cuanto oyeron a Adelaida rezongando, las hermanas enfilaron hacia el vestíbulo.
—¡Apresúrense, niñas! Los Brownson ya deben estar por llegar. ¡Oh, Lizzie! Te ves preciosa con ese vestido. ¡Me encanta ese peinado, Emma! Te ves tan adulta. ¿Y tú... Valentina? —Al ver a esta rascándose la cabeza negó con desaprobación, y se volvió hacia la criada para averiguar si habían llegado los invitados.
—¡Vaya! Parece que se han retrasado unos minutos.
—De seguro ya deben estar en camino, madre —acotó Elizabeth—. Tal vez, la señora Brownson se rehusó a caminar por el lodo que hay en las afueras de Barworth y decidieron esperar al cochero.
—¡Eres tan brillante como tu madre!
La puerta sonó. Adelaida pellizcó las mejillas de Elizabeth, le pidió a Emma que fingiera una sonrisa, y le pegó en la mano a la más joven por estar deshaciéndose del peinado.
—¡¡Mantén la compostura, niña!!
Valentina hizo una mueca burlona cuando esta dio la media vuelta.
Luego de la cena, en la cual Adelaida no dejó ni un minuto de alardear de las habilidades de sus hijas Emma y Elizabeth y que, por supuesto, excluyó de toda diversión y admiración a la hija menor, los adultos se separaron de los más jóvenes para tener una conferencia privada.
Las niñas permanecieron sentadas en silencio mientras que John observaba cada rincón de la sala cómo si fuera la primera vez que había entrado allí.
—¿No creen que ya contempló los instrumentos lo suficiente?
—Es nuestro invitado —alegó Emma.
—Aun así, debe de estar algo mentecato...
—¡Silencio, Eliza! Podría oírte.
Tras una corta pausa, Elizabeth volvió a hablar:
—¿No ha querido jugar al whist? ¿Al ajedrez? ¿Hacer pantomimas para pasar el rato?
—Se negó rotundamente —explicó Emma—, y desde que se lo sugerí ha estado dando vueltas por toda la sala.
—Ha de ser un niño muy aburrido...
Valentina ignoraba la conversación de sus hermanas y atendía a los movimientos de su amigo. Le extrañaba su comportamiento durante la cena, no habló, ni atendió cuando quiso hacer su habitual broma de los guisantes. ¿Qué estaba ocurriendo con él? Nunca había sido tan hosco, mucho menos con ella.
—Ve con él, Valentina —sugirió Elizabeth.
—¿Yo? ¿Por qué?
—Sí, tú. ¿Acaso no eres su mejor amiga? ¡Ve, ve! Ya estamos hartas de verlo pasear. ¡Anda!
Se acercó de un empujón hacia John en el preciso momento que estaba concentrado tanteando las teclas del piano.
—¿Te interesa el pianoforte?
Él se asustó tanto que dejó caer su mano ocasionando un estrepitoso sonido. Las niñas rieron.
—¡Lo siento! No quería espantarte.
—No estoy asustado —afirmó John, arreglando su traje.
Emma y Elizabeth se taparon la boca con las manos para disimular sus risas.
—Valentina, debemos retirarnos un momento.
—Espero quenuestra ausencia no sea una molestia para nuestro invitado —comentó la otra hermana, con una falsa sonrisa.
—No, en absoluto, Lizzie.
En cuanto se marcharon, se acercó al librero y cuidadosamente sacó una caja.
—Siento haber sido tan descortés. No tenía idea que nos reuniríamos justo esta noche. Mis padres han sido muy estrictos, querían que la cena fuera perfecta y... ¿Qué hay en la caja?
—¡Estos son mis tesoros!
La niña extrajo de la caja un pequeño carruaje de madera.
—Este, fue un regalo de mi abuela. Es muy importante para mí, por eso tuve que esconderlo de Adelaida.
—¿Por qué la señora Hayward te ha obsequiado un carruaje?
Valentina sacó su muñeca de la caja.
—No podría dejar a Betsy andar a pie.
—¿Betsy?
—¡Si! Ella será la esposa de un aristócrata. Tendrá una mansión, cuatro hijos y diez empleados a su cargo. ¡Y yo! Seré la institutriz de los mayores...
—¿No crees que es demasiada presión para una muñeca? —se mofó John.
—Apuesto a que tú y tus juguetes son de lo más aburrido, por eso te burlas de mí —refunfuñó, regresando la muñeca a la caja.
—De hecho, no he tenido un juguete desde mi décimo cumpleaños. Mi padre ya no quiere que pierda tiempo en pasatiempos pueriles. Los caballos de colección que conservaba han sido obsequiados a los niños del hospicio, ya que consideran que soy bastante mayor para ello.
—¿Mayor? ¡Eso es absurdo! Todavía eres un niño. —Valentina tomó el cochecito de madera—. Y apuesto que tú también piensas lo mismo. ¡Adelante! ¡Tómalo! No tienen que saberlo.
John vaciló.
—¿Estás segura?
—¡Claro que sí! Solo sé cuidadoso con él y diviértete.
—¡Lo haré!
Valentina lo siguió. Estaba sentado en la alfombra del pasillo a unos pocos centímetros del peldaño, se veía tan concentrado que decidió no molestarlo. Lo disfrutaba mucho más que ella cuando paseaba a Betsy. John estaba lejos de ser un adulto, era tan solo dos años mayor que ella, pese a la estatura que podría otorgarle la apariencia de unos años mayor; y algunos de sus modismos. De cualquier forma, le animaba verlo libre del convencionalismo de los adultos.
John le habló sobre un niño de la parroquia que, según él, decía que el carruaje se movería si tiraba de la cuerda.
No quiso ser pesimista, pero le advirtió que no era buena idea intentarlo.
De un tirón el carruaje de madera se movió tan rápido que John no pudo alcanzarlo. Dio vueltas hasta estrellarse en el rellano. Las piezas destruidas se dispersaron por todo el vestíbulo.
—Dijiste que tendrías cuidado, ¡John! —exclamó, sobresaltada.
—¡Lo lamento, Valentina! Creí que podría detenerlo...
—¡Es tarde para lamentarse!
—Le diré a mi padre que te compren otro —se apresuró a decir, siguiéndola por los pasillos—. No sólo eso, pediré que traigan una de las muñecas más bonitas de la ciudad. O quizás, ¡Dos!
—¿Qué no lo entiendes? —protestó ella, con una voz átona—. No me interesa el juguete, sólo quería conservar el regalo de mi abuela.
—¡Soy un idiota! —se quejó John.
Intentó contener la calma, no podía culpar a John por el accidente.
—¡Es mi culpa! Para empezar, nunca debí quitarlo de su lugar.
—¡Ay! Quizá, podría pedir ayuda al señor Ingham. Oí que tiene un taller en la ciudad.
—¿Tú crees que ese hombre podría repararlo?
—¡Claro! El anciano es un experto en las artesanías. El problema es que necesitaríamos todas las piezas restantes...
No esperó más. Valentina puso los zapatos sobre el escalón y descendió en silencio.
—Una reserva para la siguiente diligencia, la compañía de un adulto responsable y por supuesto que algunas monedas para pagar el costo del servicio. —John volteó hacia ambos lados desconcertado—. ¿¿Valentina?? ¿A dónde vas? ¡Te has vuelto loca!
La puerta del salón se encontraba abierta de par en par.
Los adultos estaban lo suficiente concentrados en su conversación para darse cuenta de lo que ocurría. Valentina se agazapó detrás de la pared del vestíbulo. Esperando el momento oportuno, recogió la mayoría de las piezas que se encontraban a su alcance. Faltaba una, tan solo una pieza, no supo cómo, pero la misma se había posado detrás del sillón donde se encontraba la señora Brownson.
Captó la mirada de su amigo que agitaba los brazos con vehemencia. Al asomar la cabeza por el umbral oyó gran parte de la conversación de los adultos.
—Gretton —comentó el señor Brownson, apoyando la mitad de su cuerpo sobre la chimenea y con el otro brazo sostenía el pergamino—, es una de las mejores propiedades que posee el pueblo de Hemfield, y ya está casi lista para ser ocupada por sus respectivos dueños. Como sabe, señora Adelaida, tenemos que cumplir con las condiciones que han puesto nuestros bisabuelos. He aquí, en el siguiente párrafo del testamento explica:
El hombre desenrolló el documento y se aclaró la garganta antes de comenzar.
—Valentina... —musitó John, y abandonó su puesto.
Ella bajó la vista restando importancia, y atendió a la lectura del señor Brownson.
—«...en caso de no consumarse dicha unión, este acuerdo pasará de generación a generación hasta que los designados de apellido Brownson y Hayward contraigan matrimonio. Dejando una descendencia para que los hijos de sus hijos habiten la propiedad de Gretton. Recordando este acto solemne cómo la prueba cabal de una amistad que perdurará durante los siglos venideros,
sir Anthony Hayward»
—Como usted sabe, desgraciadamente Howard no pudo llevar a cabo su matrimonio con la señorita Caroline Hayward. Nadie imaginó la tragedia que le acontecería. Sin embargo, una nueva generación está dispuesta a cumplir con la voluntad de los antepasados. Nuestro muchacho está creciendo rápido, en menos de una semana cumplirá trece años. Es tiempo de qué sepa cuáles son sus deberes como único heredero...
Valentina oyó cada vez con mayor atención que olvidó por completo su objetivo.
—¡Lo sé! He hablado con Lizzie sobre sus responsabilidades. Estoy segura de que el señor y la señora Hayward, que Dios los tenga en la gloria, han sido tan sabios al escogerla.
—¿Y qué hay de la pequeña Valentina? —acotó la señora Brownson—. Estaba casi segura de que sería ella...
—¡Valentina no es digna de casarse con su hijo! —espetó Adelaida.
La señora Brownson asintió con un gesto contrariado. Mientras que su esposo la observó disgustado y le dio un gran trago a su copa de vino.
—En cambio —continuó, más calmada—, Elizabeth tiene todo lo necesario para ser la esposa ideal. Él aprenderá a apreciarla con el tiempo. De todos modos, ya saben que el amor llega después del matrimonio. ¿Tiene alguna objeción, señora Brownson?
—Ninguna. Sin duda alguna, Elizabeth será perfecta como esposa de mi John en unos años, y si esa fue la voluntad de los señores Hayward tienen mi bendición también.
Anonadada por la noticia, no fue capaz de percibir la presencia de la criada. La mujer morena se ubicó frente a sus ojos tan nerviosa como ella.
—¿Qué haces ahí parada? ¡¡Trae para aquí esa charola!!
Ella suplicó que no la delatara. Anna desvió su mirada y entró a servir el vino.
—¿Dónde se encuentran los niños?
—Jugando en la sala, mi señora —declaró la criada—, como usted lo ordenó.
John esperaba a su amiga apoyado en el barandal. Ella le entregó las piezas que consiguió y continuó caminando sin responder los reproches.
—¿Porque no subiste? ¡Te lo he advertido, Valentina! ¿Qué tal si la criada nos acusa con la señora Adelaida? ¿Qué tanto piensas eh? ¡Oh, no! ¡No! ¿Dime que no lo has hecho?
—¡Lo siento! Es que no pude evitar escuchar —contestó, y siguió caminando hasta desplomarse sobre el sillón.
—¡Has obrado mal! —expresó John—. ¿Y bien? ¿No me dirás que es lo que oíste?
Sin reflexionar en las consecuencias, Valentina decidió compartir la noticia con su amigo. Después de todo se trataba de su futuro y alguien debía decírselo.
—Lo que escuché es muy importante.
Él se cruzó de brazos.
—No puedes decirle a nadie que fui yo quien te lo dijo —continuó—. Sé que estuve mal, pero...
—No le contaré a nadie —afirmó John, impaciente—. ¡Ya basta de misterio! ¡Dime!
—Hay una herencia muy importante que une a nuestras familias, ¿lo sabías?
—Sí, mi padre me habló sobre ello...
—¿Qué tanto sabes?
—No mucho. Sabes lo reservado que es, no quiso dar detalles.
—Bien, parece ser que... —resopló y se esforzó para decir estas últimas palabras—. En unos años deberás casarte con mi hermana Elizabeth.
—¿Qué dices? —cuestionó él, con una risa nerviosa—. ¡Eso no puede ser cierto!
—¡¡Es lo que oí, John!!
Él ladeó su cabeza hacia adelante.
—Al parecer fue la última voluntad de mi abuelo... ¡Y mi abuela!
Desilusión. Otra vez volvieron las palabras de su abuela a su mente. Ella fue quien consintió el matrimonio arreglado, y había elegido a Elizabeth aun sabiendo el cariño que tenía ella por John.
—¿Es una broma? ¿¡Casarme con Elizabeth!? —replicó John, clavando su mirada en ella—. ¿Cómo puedes inventar algo así? ¿¡Acaso te burlas de mí!?
—¿Qué? —titubeó Valentina—. ¿Por qué lo haría? ¿Qué ganaría yo con eso?
—Estoy completamente seguro de que lo que dices no puede ser verdad. Mis padres no lo permitirían. ¿Esta es tu venganza por haber destrozado tu juguete, Valentina? Pues, ¡ya te he dicho que lo siento!
—Bien, si no quieres creerme. ¡Puedes irte! —John permaneció inmóvil durante unos segundos hasta que ella perdió la paciencia y le gritó—: ¡¡Ya vete de aquí!!
Salió de la habitación dando un portazo.
Valentina estaba dolida. No era capaz de perder una amistad tan valiosa como la que tenía con John. Hundida en la tristeza, se aferró a los restos que quedaban del juguete; destrozado, como su corazón.
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