Capítulo 4 - Sé fuerte y valiente
El doctor McDowell, médico de confianza de la familia, se presentó tan pronto recibió el recado. Las niñas aguardaron en la habitación esperando noticias sobre la salud de su abuela. Emma, en su deber como hermana mayor, contuvo las ansias de las menores Elizabeth y Valentina.
—¿Cuándo podré ver a mi abuela?
—¡Paciencia, Valentina! —exclamó Emma, apoyando el mentón sobre su cabeza—. El doctor McDowell la curará.
—¿Y si no sé recupera?
La niña profirió un quejido.
—¡No seas pesimista, Eliza! Estás asustando a Valentina. Procura guardarte tus opiniones.
—Bueno, permaneceré callada si es lo que quieren.
—¡Te lo agradecería! —respondió Emma, sarcástica.
—¡Silencio!¡¡Niñas!! —ordenó Adelaida, fastidiada.
—Es culpa de Valentina, madre —acotó Elizabeth, con aire de grandeza—. Está sollozando porque cree que nuestra abuela morirá. Yo le he dicho que no debe pensar de tal manera, pero ya sabes lo necia que es.
—¿De qué hablas, Elizabeth? —gritó la mayor—. Eres una...
—¡Suficiente! —vociferó la madre—. La vida de su abuela corre peligro y ustedes aquí peleando. ¡Compórtense! Y tú niña, ya deja de lloriquear. Nadie ha muerto aún. Lo único que nos faltaría es que atraigas una vez más la desgracia a esta casa.
Adelaida dedicó una mirada llena de resentimiento a la menor. Valentina no emitió sonido. ¿Cómo podía ser tan insensible? En ese momento no entendió a qué hecho se refería. ¿Podría acaso estar aludiendo a la muerte de su padre? ¿Y qué responsabilidad cargaba en la niña para acusarla de tal forma? ¡Acabó por destrozarla!
—Valentina... —suspiró Emma, intentando retenerla en sus brazos— ¡No le hagas caso! ¡Por favor, ven!
—No —protestó, desplomándose en la cama—, no quiero.
—¡Ya déjala! Al menos no volveremos a oír su horrible llanto...
—¡Si no cierras tu maldita boca te daré una tunda, Mary Elizabeth Hayward! —amenazó Emma, y se levantó de la cama para contener a su hermanita—. No atiendas a las palabras de Adelaida, solo quiere hacerte sentir mal. Tú no eres la culpable de ninguna desgracia.
Trataba de entender porque su madre había sido tan dura con ella, ni siquiera Emma podría explicarle el rencor que le guardaba. Ahora más que nunca estaba convencida que debía comenzar una nueva vida en Winterstone.
Después de que el boticario le suministrara los medicamentos necesarios, la señora Hayward pidió ver a sus nietas.
—Mis preciosas niñas —pronunció, con suslívidos y delgados labios que, aun sin fuerzas, esbozaba una sonrisa al verlas—. ¡Acérquense!
—¡Oh, abuelita! —expresó Emma, besándole las manos—. Nos tenías tan angustiadas.
—Estoy bien, no tienen de que preocuparse...
La señora Hayward tosió, y tapó su boca con el pañuelo. De las tres solo Valentina pareció darle gran importancia a las manchas de sangre que sobresalían del lienzo.
—¡No soporto verte mal, querida abuela! —se lamentó Elizabeth y la tomó de su mano izquierda.
Valentina no logró contener su aflicción. Se apartó de la conmovedora reunión y dejó caer unas cuantas lágrimas sobre el acolchado.
—Mi niña, ¿por qué lloras? Aquí estoy, El señor me ha brindado otra oportunidad de estar con ustedes. No sufras, ¡por favor!
—No quiero perderte, abuela —confesó—. ¡No lo soportaría!
—¡Ven! —Emma y Elizabeth se apartaron. La señora Hayward apretó sus manos con fuerza y le dijo—: Quiero que pase lo que pase, seas fuerte y valiente. ¿Me lo prometes?
—¡Lo prometo! —dijo con énfasis.
Recostó la cabeza sobre la almohada y murmuró como si estuviera en un sueño:
—Su padre estaría tan orgulloso de ustedes...
La señora Hayward cerró los párpados y Adelaida las acompañó fuera de la habitación.
—Dejemos que su abuela descanse.
La noche transcurrió sin demasiado apuro. Antes de recostarse las hermanas oraron con fervor por la salud de su abuela. Unidas en un mismo sentimiento, entrelazaron sus manos rogándole al cielo un milagro que salvara la vida de la pobre anciana.
Despertó con el primer rayo de sol. Había permanecido tantas horas en vela que no supo cuando se quedó dormida. Sus hermanas no se encontraban en la habitación, por lo que supuso que habían despertado para ver a su abuela.
Caminó por los pasillos hasta la habitación de huéspedes. El doctor McDowell se acababa de ir, en el rellano lo aguardaba el subordinado del comisario, a quien le entregó con suma discreción un sobre que sacó de su portafolio.
Valentina se escabulló lo más rápido, la presencia de esos hombres le decía que algo no andaba bien.
Como una novia vestida para el encuentro, tan serena, tan blanda; así la vio.
Adelaida se ocupaba de consolar a sus hijas. Nunca había visto a Elizabeth tan angustiada como aquella mañana, ni a Emma tan frágil y pequeña aferrándose a los brazos de su madre. Tristemente la señora Hayward había partido. Las empleadas cubrieron su cuerpo inerte. Valentina se encontraba en un estado de negación. No estaba lista para esta tragedia, y la realidad le nublaba la visión.
Gritó. Dejándose caer frente al lecho de la difunta rasgó el lienzo de las sábanas que la cubrían. La criada, Rebecca, la sujetó e hizo su mejor intento por consolarla, mientras que Anna recogió los lienzos y volvió a cubrir el cadáver.
Cada segundo, tenía la sensación de que el cuchillo se hundía en lo más profundo de su pecho. El dolor era asfixiante. Por un momento guardó la esperanza de que fuera una mentira, que la señora Hayward abriría esas puertas y las abrazaría a las tres. Su dulce voz le quedó grabada en la mente repitiendo una y otra vez: no llores, mi niña, pero los recuerdos no le bastaban para sanar.
El sepelio tuvo lugar el domingo de esa misma semana. Se optó por elegir una compañía para la organización del entierro. La señorita Caroline Hayward, hija de la difunta, asistió acompañada por su doncella. No había pisado Richmonts desde la muerte de su hermano mayor.
Después de un intervalo de tiempo para que los invitados expresaran sus condolencias a la familia, se acomodaran, comieran y bebieran en honor a la difunta, el señor Morgan, encargado del cortejo fúnebre, y tres pares de individuos procedieron a formar las filas para la marcha. Primero se haría una breve ceremonia en la parroquia de Twin Valley para luego concluir con la sepultura en el panteón familiar.
El párroco Marshall inició la ceremonia dedicando unas palabras. La señora Hayward, a la cual se le mencionaba con su nombre de pila: Marianne Cortez, fue una mujer valorada y respetada por su contribución para la comunidad del condado de Coxwell. La ceremonia finalizó con un pasaje bíblico para consolar a la familia.
Una enorme carroza adornada con plumas negras circulaba a escasa velocidad sobre el sinuoso camino. Esta misma estaba escoltada por una larga fila de individuos vestidos de ropajes oscuros, alguno que otro se había tomado el trabajo de adornar sus capas y galeras con retazos de gasas y lienzos negros. De a ratos los pueblerinos asomaban la cabeza admirando su marcha desde los cercos; incluso, algunos llegaron a unírseles.
Emma y Elizabeth caminaron tras los pasos de su madre sin el menor apuro, mientras que Valentina se desvió del camino. El párroco Marshall que los iba siguiendo desde el punto de partida, la vio y llamó su atención, pero la niña no hizo caso y corrió con prisa hacia el bosque como si este tuviera siquiera la oportunidad de alcanzarla.
A orillas del lago se hundió en la angustia. Dejó caer todas sus lágrimas. Sin poder controlarse dio un alarido tan fuerte que espantó una bandada de pájaros.
—¿Necesitas compañía? —preguntó John, apoyando su brazo sobre la corteza del árbol.
Valentina oscilaba, se encontraba tan cercana al agua que podía observar su propio reflejo. Pese a que reconoció la voz no volteó a verlo.
—Vi que huías hacia el bosque. Pensé que tal vez necesitabas a alguien —agregó él, apenado—. ¡Lo siento! No quería molestarte, me iré si lo prefieres...
Sin ser capaz de pronunciar una frase elocuente como hubiese querido, masculló:
—Ella murió... ¡Ella murió! ¡¡¡Y es mi culpa!!!
—¿Qué? —resopló John—. ¡No! De ninguna forma podrías ser la culpable.
—Ahora sin mi abuela —se lamentó ella—. ¡Me siento tan sola!
—No estás sola, Valentina. ¡Me tienes a mí!
En un impulso, se envolvió en los brazos de su amigo. John, quedo paralizado. No solía ser demostrativo, pero pareció hacer una excepción y le dio unas suaves palmaditas tratando de consolarla. Luego, cortó una campanilla de invierno y la colocó en su cabello.
Deseaba encontrar esa calma que tanto necesitaba. Las esperanzas y el consuelo que daba una campanilla de invierno. Las dulces palabras de su amigo le animaron. La muerte de la señora Hayward fue un dolor que no esperaba padecer. Tenía tanto por lo que hablar y compartir con ella que no podía entender cómo fue posible que el tiempo se agotara tan pronto.
No sería fácil, pero Valentina debía aceptar el hecho de que ya no podía regresar el tiempo atrás.
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