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Capítulo 39 - Encuentra las cenizas de luna

El pueblo de Stonepond era pequeño pero conocido por haber sido uno de los mejores hospitales de Coxwell. Tuvo una triste historia donde miles de mujeres, niños y hombres murieron por las pestes del siglo XVIII. Tras su deterioro el hospital se convirtió en un sanatorio público para enfermos mentales. El instituto fue incendiado en 1828, varios pacientes escaparon; otros fallecieron. Con la llegada del vizconde de Heddleston se restauró el edificio. Stonepond era la única ruta hacia la ciudad de Wallace Leap donde abundaban los comercios, teatros y la alta sociedad de Coxwell. Se decía que los vecinos del condado de Halton frecuentaban la ciudad, pero nadie quería transitar por la carretera donde se ubicaba el sanatorio de Laane's.

La contusión en su cabeza hizo que Valentina olvidara el viaje hacia el sur del condado. Despertó en una habitación pequeña, cuatro muros de piedra que no dejaban traspasar sonido. Las suplicas fueron en vano, no había quien pudiera rescatarla en el infierno. Todavía le dolía el cuerpo por los golpes. Las cicatrices en sus brazos le ardían. Pudo notar en su muñeca una lesión que aparentemente alguien le había producido cuando estaba inconsciente, era una especie de tatuaje hecho con una navaja y goma de zapato quemada, el colorante le escocía la piel. Seis números, seis ceros ubicados perfectamente uno al lado del otro. Una perfecta marca para que un alienado no pudiera volver a ser reinsertado.

El encierro era insoportable. Prefería morir en la horca después de haber asesinado a Barlow a ese agujero del infierno donde nadie la salvaría. Pudo ver tras la pequeña ventana enrejada de la puerta un pasillo enorme de piedra como un calabozo, no había ningún guardia cerca, no existía forma de escapar de ese agujero.

Supo que ya era de noche porque pudo ver un delgado reflejo de la luna entrar por la rendija de la ventana. Se acomodo en la litera observando su mano.

―Cenizas de luna ―pensó en voz alta, viendo como poco a poco la luz se diluía y se transformaba en polvo―. Toda mi vida se consumió en la oscuridad, y mis únicas esperanzas son pequeñas cenizas de luna.

Vincent tenía razón. Podía verlas, ahora comprendía lo que significaban.

Sus ojos se apagaron. El día en el sanatorio de Laane's comenzó antes del amanecer. Dos enfermeros le colocaron un cinturón de cuero del cual colgaban dos cadenas con esposas en los costados. No le dirigieron la palabra, solo la tomaron de la cabeza y la transportaron al comedor. Era el salón más grande del sanatorio, al menos había contado más de cien sillas para pacientes de todas las edades. Ese lado del edificio en la sala oeste era solo para mujeres. Notó que algunas estaban temblando mientras que otras comían vorazmente, podía reparar en la diferencia entre las nuevas pacientes y las que llevaban años encerradas. En su recorrido captó el momento justo en que una mujer clavó el tenedor en la mano del enfermero e hizo su intento de escapar, fue inútil porque al segundo tenía a tres hombres llevándosela a la fuerza a una especie de caja de tortura.

―Le llaman la doncella de hierro ―comentó una mujer sentada frente a Valentina.

Los enfermeros le habían quitado las esposas y le sirvieron un plato de avena fría con un pan duro como una roca.

―Su nombre es solo para asustar a los pacientes, pero tiene una similitud.

―Oí que una muchacha estuvo toda una noche en la doncella de hierro y no sobrevivió ¾dijo otra mujer mayor, llevaba una cofia, no tenía cabello y había perdido casi todos sus dientes.

―¡Ah! Tu siempre exageras todo, Beatriz ―rezongó―. Veo que no piensas hablar, y parece que te han dado una buena tunda, muchacha. ¿Cuál es tu nombre?

―Valentina ―murmuró cabizbaja, rasqueteando la corteza quemada del pan.

―¡Qué nombre peculiar! No eres de aquí, ¿verdad? Ah, por cierto, mi nombre es Julia, ella es Beatriz, y Nadine es quien está a tu lado. Ella no habla, es de Alemania. La encerraron por atacar a un polizonte en el barco. Le amputaron la lengua antes que pudiera decir algo.

Valentina observó a la pobre muchacha que se encogía ante sus ojos.

―Mi abuela era de Galicia, España ―dijo ella, recordando las anécdotas de la señora Hayward¾, ella eligió mi nombre... cuando me adoptaron. Valentine fue el hijo de los Hayward con el cual me remplazaron.

―Voy a acostumbrarme a pronunciarlo correctamente. ¿Cómo terminaste aquí, Valentin-a?

Continuó rasqueteando el pan en silencio y bajó la mirada. La mujer no volvió a preguntarle y siguió charlando con sus compañeras. Al lado de la parlanchina de Julia había una chica que parecía de su edad, no le había quitado la vista desde que entró al comedor. Tenía los ojos saltones, la cara sucia y raspada. Comía como un animal mostrando los dientes y dejando caer migas en toda la mesa. Valentina se sintió intimidada. Ese lugar estaba lleno de gente peligrosa y fuera de sus cabales, así como otras mujeres desafortunadas como ella. Algunas pacientes aprovechaban las horas del almuerzo para ir a bordar, jugar ajedrez o entretenerse fuera de la mesa. El lugar era inmenso, en los barandales se encontraban tres doctores que observaban los comportamientos de cada paciente.

Luego de media hora, soltaron a la mujer de la caja. Estaba desmayada así que los enfermeros tuvieron que arrastrarla hasta su celda. Julia bordaba mientras se divertía oyendo las descabelladas historias de Beatriz. Realmente esas mujeres habían perdido el juicio. Nadine trató de advertirle por señas del peligro, pero ocurrió de imprevisto mientras observaba a los doctores, alguien tiró de su collar. Comenzó a asfixiarse por la presión de la cadena sobre su cuello, la mujer ejercía cada vez con más fuerza intentando arrancárselo.

Los enfermeros actuaron con rapidez y se la sacaron de encima. La joven gritaba con desesperación y lanzaba golpes al aire. Valentina trató de recuperar el aliento. Entraron refuerzos para llevar a la chica hasta la doncella de hierro.

―Su collar, necesito su collar ―gritó, hasta que su voz se dejó de escuchar cuando la metieron en la caja.

―¿Estas bien, Valentine? ―preguntó Julia.

Valentina asintió tratando de calmar su corazón agitado. Luego se volvió hacia el balcón, los doctores estaban reunidos y la señalaban mientras hacían anotaciones en su cuaderno. Había algo extraño en los balaustres de madera. Todos tenían tallados esos mismos símbolos de los dos lobos enfrentándose. Los mismos de su medallón.

Los enfermeros estaban a punto de retirarse cuando escuchó su conversación cerca de la caja de tortura.

―El jefe la quiere con vida antes del fin de semana, no le quites los ojos de encima. ¿Qué haces aquí? ¡Vuelve a la mesa! ¿O acaso eres tan valiente para querer probar la doncella de hierro tú también?

―No, señor ―respondió, tragando saliva―. ¿Estará bien?

―Eso no te incumbe, ¡lárgate de aquí, Hayward!

La segunda noche en Laane's fue más insoportable que cuando llegó. Tenía hambre. Su cuello todavía le dolía y el frío que entraba por la rendija no daba tregua. Paso la noche en vela titiritando y reflexionando sobre lo que había oído. ¿Quién era el jefe? ¿Acaso estaban hablando de ella? Por supuesto. El asilo pertenecía a Rosemary y Lord Barlow, seguro se tenían planeado llevársela antes que alguien lo pudiera notar. Tenía que escapar de ese lugar, pero no era fácil burlar la seguridad. Los enfermeros eran fuertes y no reparaban en el daño a los pacientes. Estaba muerta. Sin embargo, no permitiría que Lord Barlow le tocara un cabello. Pelearía hasta su último aliento.

Los días transcurrieron todos iguales: almuerzo, encierro, cena; excepto los días miércoles, el único día de la semana que tenían permiso de salir al patio. Valentina notó la ausencia de la muchacha que la atacó en el comedor. ¿Habría salido con vida de la dama de hierro? Caminó por todo el dominio, las rejas eran altas y puntiagudas. Frente al asilo había un bosque inmenso que se extendía hasta el centro de Stonepond. Se dio vuelta y observó el edificio de frente. El símbolo de los lobos se hallaba tallado en lo alto junto con el nombre de Sanatorio Laane's. Recordó a Barlow decir que Rosemary lo dejó con ella cuando la abandonó en el río. ¿Qué significaba? ¿Por qué ese medallón la había perseguido toda su vida? No pudo continuar su exploración cuando el guardia apareció y la empujó hacia dentro.

Tras otra noche en vela, tuvo que ceder ante al hambre, comió su platillo frío y el pan duro como si ya no tuviera papilas que detectaran el asco que le producía la comida de ese lugar. Todo transcurrió como cada monótono día en el asilo. Averiguó por sus compañeras que la joven que la había atacado se llamaba Michelle, tenía diecinueve años y había llegado unas semanas antes que ella. Decían que la joven estaba obsesionada con los símbolos del edificio. Tal vez por eso había reaccionado de tal forma al ver su collar. Michelle regresó al comedor, tenía el rostro magullado por los golpes y tiritaba de miedo. Quería hablar con ella, saber por qué le atraía tanto los símbolos, pero se acomodó en la otra punta de la mesa y no la volvió a mirar.

Antes de volver a su celda, el enfermero se desvió del camino. Tuvo miedo. Si su conteo estaba bien no faltaba demasiado para que Lord Barlow se la llevara. Un doctor la esperaba en su oficina. Los guardias la sentaron en el sillón dejándole las esposas.

―¿Cómo se siente hoy, señorita Hayward? Veo que ha comido. Es un gran avance.

Valentina le echó un vistazo y se concentró en resolver como se desharía de las cadenas.

―Bien, no le quitaré mucho tiempo. Hay un amigo suyo que espera verla. ¡Caballeros!

Comenzó a sacudir los brazos para quitarse las esposas. Tenía miedo. No permitiría que Barlow se saliera con la suya. En cuanto escuchó la puerta cerrarse se precipitó y empezó a gemir del dolor en sus manos. Sin embargo, para su sorpresa, el inspector Crawford se sentó en el escritorio del doctor.

―Quédese quieta ―le advirtió―, podría perder una mano si sigue forzándolo.

―¿Usted?

―Es un placer verla, señorita Hayward. Parece que mi presencia le ha sorprendido.

Valentina lo admitió. Confesó que pensaba volver a ver al vizconde, y que estaba preparada para luchar contra él antes de que se aprovechara de su situación vulnerable. Crawford empalideció al oírla.

―Desgraciado ―masculló.

―¿A qué se debe el honor de su visita, inspector Crawford? ―cuestionó, irónica.

―Sé que me he ganado su antipatía, señorita Valentina, pero estoy aquí para hacer las paces.

―Usted no merece perdón, mi señor. Prefirió dejar a su amante morir en la horca por un crimen que no cometió, antes que confesar sus pecados y negligencia ante la ley. Si quiere el perdón, busque la tumba de Adelaida Beaton y William Hayward.

El inspector Crawford se quitó el sombrero y resopló. Luchaba por no mostrarse vulnerable, pero supo que la mención de Adelaida le afectaba.

―He cometido muchos errores y sé que los estoy pagando, solo necesito que me escuche. ―Se acomodó en el sillón y suavizó el tono de su voz―. Perdí la confianza de Vincent, críe a ese muchacho como si fuera mi propio hijo y le prometí que haría lo posible por sacarla de este lugar. Sé que se negará a cooperar conmigo, pero no faltaré a mi promesa.

Valentina guardó silencio.

―Debe abandonar esa historia sobre Lord Barlow. Ya sé que es imposible dejar atrás sus convicciones, conozco el daño que le hizo a usted y a su familia, pero si continúa acusándolo de esos crímenes podría enviarla a la cárcel. Estoy seguro que con un abogado podemos ayudarla a salir, solo tiene que demostrar su cordura y lealtad.

Ella se burló del inspector, no tenía idea de lo que el vizconde era capaz. No estaba ahí por casualidad, todo había sido planeado con antelación.

―Antes que usted reúna a su abogado ya no estaré aquí, inspector Crawford. Lord Barlow ya tiene un plan para capturarme antes del domingo. Lo oí bien, tienen ordenado mantenerme con vida hasta ese día. ―Con un sabor de repugnancia y dolor agregó―: no quiero saber cuáles son sus intenciones conmigo. Ese hombre es un monstruo. No le permitiré que haga lo mismo conmigo que hizo con Elizabeth, voy a luchar.

El inspector Crawford se conmovió al escucharla. Vio como los ojos grises del hombre se humedecieron.

―Todos estos años sentí rencor por Adelaida Beaton, por haberse negado a que conociera a mi hijo. Sabía que una de esas tres niñas tenía mi sangre, te protegí sin decirte la verdad, una verdad que no existe... Valentina, lo lamento. Sé que no soy inocente, quisiera sacarte de este lugar, hacer justicia, reparar el daño, pero Lord Barlow tiene el poder ahora. Cualquier movimiento en falso, él no dudará en borrarme de la tierra, y después de mi vendrá otro inspector, y otro, pero el vizconde de Heddleston nunca será desplazado. ―Crawford tragó saliva y miró hacia la puerta―. Tienes que confiar en mí como yo confío en ti. Sé que William era un hombre fuerte, y si tienes su sangre lograrás salir.

―Lo haré ―dijo, firme.

El inspector Crawford tomó su sombrero, y se levantó con prisa.

―Señorita Hayward, usted no pertenece aquí ―dijo antes de irse―, su lugar está en Richmonts al lado del señor Blair y así será...

Escuchó la puerta cerrarse con fuerza. Una mezcla de sentimientos la embargó. Ya no tenía fuerzas para continuar con su rencor por Crawford. Los últimos días del año que había pasado junto a Vincent en el río Cam, en el club de casería eran sus recuerdos felices. La arrastraron del sillón sin dejarle un minuto más fuera. Quería volver a esos días en Cambridge donde no tenía miedo, sabía que estaría protegida en los brazos de Emma, no le importaba la discusión ni el secreto que las había separado, era su única hermana y quería estar con ella. Sollozó cuando los guardias la dejaron caer en el calabozo. ¿Qué era tal sufrimiento comparado a los engaños y mentiras de la señora Hayward? daría su vida entera por volver a abrazarla y sentir ese perfume a rosas en su ropa. Las ocurrencias de Elizabeth, los gritos de Adelaida por mantener el orden, el día que conoció a Thomas el bandido que se unió a su lucha por la justicia y la verdad. Era una vida que había quedado atrás, y ya no volvería a ser igual. Había entrado en el infierno a causa de su venganza, y pensaba en cumplirla tal vez no en esa vida, pero si en la próxima, si es que antes podía escapar del monstruo del vizconde.

Esa noche no pudo dormir. Tenía que armar un plan. Habló durante el almuerzo con todas las pacientes recopilando datos y formándose un mapa mental de cada sitio de Laane's. La única salida era la puerta principal. Los puntos donde los enfermeros no vigilaban eran las salas de conferencia de los doctores. Salir de las mazmorras era imposible. Debía aprovechar las oportunidades fuera y encontrar el modo de distraerlos, pero, ¿cómo?

Desafortunadamente, el día domingo llegó. La ansiedad de Valentina fue en aumento. Devoró su platillo, el pan y el agua. Debía estar fuerte para pelear. Observó con atención cada movimiento de los guardias. Las llaves eran demasiadas para memorizarlo, hizo lo que pudo para recordar.

―¡Hey tú! ―gritó el enfermero. Valentina miró hacia los costados buscando a quien le hablaba. El hombre la tomó del brazo y la arrastró por el comedor―. ¡A la caja!

Sollozó suplicando que no la llevara, pero ni siquiera la escuchó. Las demás pacientes se sorprendieron, Valentina no había hecho nada para ser metida a la caja de tortura. El enfermero la empujó y la encerró apagando sus gritos. Nadie podía oírla. No había aire adentro solo un ambiente asfixiante y milímetros para poder moverse. El calor se volvía cada vez más intenso. Sintió las gotas de sudor sobre sus párpados. Apenas podía mover sus labios agrietados. Se rindió y cerró sus ojos.

No supo cuánto tiempo transcurrió, pero se sintieron como días. Las extremidades de su cuerpo se entumecieron, ya no sentía sus piernas ni los músculos del rostro. Las puertas se abrieron, reconoció la luz de una vela y una mujer con una capa negra.

―Mi pequeña ―susurró Rosemary, abrazando su cuerpo desmayado―. Lo lamento, por favor. ¡Despierta! ¡Despierta! Llévenos a la sala del doctor Newman, ¡ahora! Vamos, apresúrese. No hay tiempo que perder.

Apenas podía escuchar la voz de la mujer. Pudo sentir un cosquilleo en las piernas cuando el enfermero la cargó hasta la sala este. Por un momento creyó que estaba siendo engañada por una fantasía hasta que humedecieron sus labios con el agua hasta que la tragará. Poco a poco recobró la consciencia. Observó los ojos azules de Rosemary, y sus rizos rojizos cayendo sobre su rostro, le apretaba las manos implorándole que despierte. Con la poca fuerza que le quedaba se la quitó de encima y trató de escapar, no logró llegar hasta la puerta, estaba todavía muy débil.

―Valentina, por favor. Escúchame ―dijo, conmocionada―. No hay mucho tiempo. Es tu única salida. Sé que no confías en mí, no he sido una buena madre, pero no podía tenerte conmigo, no con ese hombre a mi lado. Sabía que en Twin Valley te acogerían, y tuviste la suerte de tener a tu padre cerca...

―Tú lo asesinaste ―exclamó, enfurecida―, ¿por qué?

―Era mi misión ―explicó la mujer, acongojada.

―¿Tu misión? ¿De qué hablas?

Rosemary miró a todos lados con prisa.

―Escucha bien lo que te voy a decir, hay un hombre, un monstruo que vigila las calles de todo el condado. Es muy peligroso. Fue un alienado de la sociedad corrompido por la venganza y el poder. Todo es cierto, hija mía. Sé de tu investigación. Los niños desaparecidos. Los sacrificios. Los homicidios. Fue él, Devon Wellford. El jinete sin rostro y sin corazón.

―¿Fuiste tú?¿Tu hurtaste los papeles que escondí en el bosque?

―Así es, tenía que hacer algo, tu investigación era peligrosa, quería evitar que Barlow y Devon te encontraran, pero no pude.

Todavía le costaba entender, su ajetreada forma de hablar le hacía doler la cabeza.

―Entonces, ¿por qué quieres que confié en ti? Dices que tenías una misión, ¿por eso mataste a mi padre? ¿y me abandonaste en la orilla de un río? ¡Qué clase de madre es usted!

Rosemary agachó la cabeza con vergüenza.

―Lo merezco, Valentina, pero permíteme explicártelo. Cometí muchos errores cuando era joven, padecí la crueldad de mi padre, y por una estúpida venganza le vendí el alma al diablo, yo lo asesiné y caí en este agujero del infierno hace años. Creí que Devon iba a ayudarnos, pero solo fue un truco para tener mi alma por siempre. William lo sabía. Por eso Devon lo quería muerto.

―¿Mi padre sabía de Devon y los niños? ―cuestionó, masajeándose la cabeza.

―Tu padre era una criatura curiosa como tú. No descansó un minuto de su vida hasta saber que sucedió con su amiga de Greenwalls, Melinda Collins. Devon trató de desviarlo, pero él era más inteligente. Lo resolvió. Sabía del jinete, de los niños que raptó y que Alice Collins asesinó a su hermana y a tu abuelo. Arthur no murió por causas naturales, pero nunca se pudo probar la verdad. Tu hiciste justicia por tu padre, pequeña. La mujer que vigilaba Greenwalls era Alice. Tú la mataste.

Los recuerdos de esa noche volvieron: Eres una traidora como tu madre. Los símbolos en las tumbas del panteón familiar y en Winterstone había sido obra de la lunática. Adelaida lo había confirmado William sabía que alguien había asesinado a su padre y que el jinete estaba detrás de ese crimen. El enfermero las interrumpió para pedirles que se apresuren, y salió por el pasillo a vigilar.

―Devon me envió a una misión, tenía que asesinar al hombre que sabía su secreto. Cuando conocí a William pensé que sería fácil, pero fui débil, me enamoré sabiendo que él nunca me aceptaría. Él amaba a su esposa y a sus hijas. Renuncié a mi trabajo como institutriz, Barlow me ayudó a fingir mi muerte y que la carta llegara hasta William. Fue todo su plan. Rebecca, tu tía, se encargó de Adelaida. La citó como su amante fuera de Richmonts. Yo entre por el elevador del sótano. Estaba cegada por el dolor, por su rechazo. ―Rosemary se angustió tanto que apenas podía entender sus palabras―. Vi a William sentado en el sillón, pensó que había visto un fantasma. Me pidió perdón, y sollozó en mi pecho. Le confesé que la niña que había adoptado era su hija, y se alegró. Me dijo que desde que te vio sintió que eras de su sangre, te amaba.

» Cuando le conté la verdad, lo que él ya sabía sobre Melinda y Alice Collins sintió que había finalizado su búsqueda. Era todo lo que él deseaba. Le dije que esa noche había sido enviada para asesinarlo y lo aceptó. Sabía que no podría contra Devon, que si no lo hacía ambos moriríamos. No sé cómo tuve la fuerza, pero él tomó conmigo la daga que se hundió en su pecho. Hasta su último aliento me pidió que protegiera de nuestra hija, y así lo hice, Valentina.

Rosemary acarició sus mejillas. Conmovida por oír las palabras de su padre dejó caer unas lágrimas y se dio la vuelta para no ver a los ojos a esa mujer, no podía aceptarla como su madre, después de lo que había hecho.

―Todo este tiempo, intenté mantenerte lejos de Barlow y de Devon; pero eres una Hayward, pequeña y tu curiosidad te llevó a ellos. Debí decirte la verdad cuando te vi, debí detenerte, debí saber que robar los papeles no sería suficiente.

―Ahora lo entiendo ―pensó en voz alta―. Mi padre inicio una investigación peligrosa y toda nuestra familia fue parte de un juego macabro. Caroline, mi abuela, mi abuelo, Elizabeth, Adelaida, todos fueron peones de ese juego.

Rosemary asintió. No podía procesar todos los sentimientos que la golpeaban. El jinete tenía nombre y era Devon. Había perseguido a su padre a causa de la investigación, estaba detrás de todas las muertes incluidas la de su familia y los niños de Hovel Tales.

―¿Por qué? ¿Por qué ese jinete asesinó a todos esos niños?

―Hay un relato mucho más oscuro ―explicó ella―, pero ya no hay tiempo. Solo tienes que saber que Devon corrompió nuestras almas.

Era lógico que Valentina dudara de la mujer que la encerró y que asesinó a su padre, pero verla le recordaba a ella. No lo sabía, pero desde que conoció a Lady Barlow algo la unía y hacía que la admirara sin conocerla. No podía odiarla, aunque quisiera, aunque fuera una asesina.

―Joseph está tardando, iré a vigilar ―avisó Rosemary.

Su único escape era ella. Quizá era una mentirosa y la llevaría con Barlow, pero podría luchar cuando hubiera algún indicio de su engaño. No estaba del todo fuerte, las emociones y el encierro en esa caja de tortura la habían debilitado. Todavía tenía muchas preguntas para Rosemary y su relación con el jinete misterioso.

Rosemary cerró la puerta lentamente y se tapó la boca con la mano.

―El enfermero ha muerto. Levántate. ¡Hay que luchar!

Valentina se sobresaltó. Reconoció el temor en el rostro de Rosemary, tal parece que su plan había fracasado. Le indicó que se escondiera tras el escritorio mientras ella se preparaba detrás de la puerta.

Todo era oscuridad y silencio, hasta que oyó unos pasos aproximándose en el corredor. Cuando la puerta se abrió avistó los zapatos de los dos enfermeros que comenzaron a buscar por toda la sala. El más alto envió a su compañero a revisar las habitaciones del área oeste. Se fue sin notar la presencia de Rosemary. Valentina trató de no hacer ningún ruido, pero desafortunadamente golpeó la pata del escritorio dejando caer el jarrón con agua.

Huyó de su escondite, pero el enfermero logró interceptarla. Rosemary no dudo en enfrentarlo. Le dio una patada en el brazo haciendo que soltara a su hija y luego luchó contra el gigante. Estaba pasmada. Sus movimientos eran de una asesina profesional. Aunque el hombre tenía mucha fuerza y la había dejado caer contra el suelo. Se levantó y aprovechó su distracción al querer atrapar a la joven clavándole un cuchillo en el cuello. El gigante se desplomó al instante.

Si había una prueba de lealtad, Rosemary acababa de salvarle la vida. Valentina confió en ella. Le repitió que no había mucho tiempo, y debía seguir sus instrucciones.

―Hija mía, necesito que confíes en mí. Esto es un juego, no debes asustarte. Jugaremos como cuando eras una pequeña, ¿está bien? Así como jugaba con tu hermana mayor...

―¿Una hermana?

―Tiene tus ojos, y el cabello tan rojo como el mío. Pero no puedes confiar en ella, es la mano derecha de Barlow. ¿Entiendes?

Valentina asintió. Rosemary le dio una palmada en el hombro. Sucedió de repente cuando vio al otro enfermero aparecer detrás de su madre, ella no advirtió su presencia y reaccionó cuando sintió el cuchillo sobre su estómago. No dudo un segundo, cogió el vidrio del suelo y se lanzó hasta el hombre clavándolo en su pecho. Luego imitó los movimientos que le enseñó el señor Blair y golpeó su cabeza dejándolo inconsciente.

―Vendrán más, Valentina. Ya no hay tiempo ―susurró Rosemary, gimiendo de dolor―. Necesito que cuentes hasta ciento cincuenta ¿de acuerdo? no más ni menos, debe ser ciento cincuenta. ¿Puedes ver ese tubo, el que está en el rincón? Hay cuatro en total en el ala oeste, dos en la sala de conferencia y otro al final del pasillo en la enfermería. Yo colocaré este en el pasillo, y tú te encargarás de los otros tres. Necesito que los abras y corras. No mires hacia atrás. El gas los va a distraer y no podrán atraparte.

Rosemary se levantó sujetándose de su herida, tomó las llaves del cuerpo del enfermero y le indicó con su pulgar manchado de sangre la llave que abriría la salida del asilo.

―Debes irte, hija mía. Sé libre

―Tengo muchas preguntas ―aseguró ella, ansiosa.

―Las hallarás con el tiempo. Mantente alejada de Devon. Es un hombre muy peligroso. Cuando salgas no dejaran de buscarte, procura no llamar la atención. Y hay algo más, corre hacia el bosque, aléjate de Wallace Leap y los aldeanos. Mantente en el bosque. No somos las únicas que luchan contra Devon. Ellos van a encontrarte y te darán asilo como lo prometieron...

―¿No vendrás conmigo? ―preguntó, apenada.

Rosemary sonrió. Besó su frente y tocó el collar de su cuello.

―Esta es tu lucha, Valentina. Yo ya cumplí con mi deber. ―Rosemary le arrancó el collar―. Debes esconder este medallón, tiene una maldición, no debí dártelo, solo logré enfurecer a Devon. Cuando encontré a su hijo, tenía este medallón, quería protegerlo y que nunca pudiera encontrarlo, pero fue inútil. Dicen que pertenece a una tribu Cherokee, el lobo negro representa el mal, y el lobo blanco representa el bien. La leyenda dice que solo aquel lobo que alimentes ganará la lucha interna que hay en tu ser. Sé que escogerás el bien, hija, tienes que ser fuerte.

Había escuchado esa frase tantas veces que podía oírla como un eco de todas las voces de los fantasmas de su pasado.

―Ya no hay tiempo, tienes que irte.

―Adiós. ―Valentina se asomó por el umbral, fue difícil para ella aceptarla; pero como un consuelo antes de su muerte se esforzó al pronunciar―: Adiós, madre.

Rosemary mostró una débil sonrisa mientras sus ojos se empaparon de lágrimas. Se esforzó para levantarse y comenzó a mover el tubo hacia el pasillo. Valentina encontró la sala de conferencia como se lo indicó su madre. Trató de moverlos con la mayor rapidez que pudo, los tubos eran pesados, le hacían doler los brazos. Ya cuando logró sacarlos al pasillo, giró la perilla y dejó escapar el gas. El olor era nauseabundo, y le hacia picar la garganta. Tosió unas cuantas veces antes de alejarse.

En el pasillo vio por ultima vez a Rosemary que le animaba a seguir, llevaba un pañuelo en la boca para no oler los gases. Pese a su pena por la mujer que la había dado a luz, y también quien había sido la autora del crimen que investigó por tanto tiempo continuó. Arrastró el último tubo de gas hacia la entrada.

Comenzó a contar. Ciento cincuenta, ciento cuarenta y nueve, ciento cuarenta y ocho. Oyó a los guardias merodeando por el comedor. Algo andaba mal. Corrió hacia las mazmorras. Esperó hasta que los enfermeros se despistaran. Muchos de los pacientes dormían, menos una persona que pareció notarla. La escuchó hablar por la ventanilla de la puerta, se trataba de la joven que la había horcado para arrebatarle su collar.

―¿Cuál es tu nombre?

―Michelle ―exclamó la muchacha, atemorizada―. No deberías estar fuera de las habitaciones a estas horas.

―Vine para dejarte esto, es un regalo. ―Recordó las palabras de su madre, debía deshacerse del medallón―. No se lo digas a nadie.

Ciento veinte. Lanzó el collar hacia la celda y la oyó a la muchacha canturrear de alegría.

―Debo irme. ―Valentina miró hacia varios lados, no había guardias ni enfermeros por ningún lado.

Cien. Noventa y nueve. Cruzó el comedor y volvió hacia la entrada, reparó que uno de los guardias había cerrado el tubo. Volvió a abrirlo y se aseguró que no estuvieran esperándola tras las sombras. Noventa. Buscó la llave para abrir la entrada. Corrió por el sendero, era un camino largo. Ochenta y dos. Ochenta y uno. Ochenta. La llave de la entrada al sanatorio no abría el portón de hierro. Probó con varias hasta dar con la correcta. Escuchó gritos en el segundo piso. Treinta. Veintinueve. Oyó los gritos de los guardias. La desesperación hizo que se les resbalen las llaves. Veinticinco. Abrió el portón y volvió a cerrarlo. Contempló nuevamente los dos lobos del asilo, recordando la leyenda y se despidió del agujero del infierno.

Dieciocho. Diecisiete. Corrió hasta el bosque. Sus piernas flaquearon. Rosemary iba morir. Su madre iba morir. Tenía una hermana, no debía confiar en ella. El jinete era un lunático llamado Devon. Caroline y Rebecca mataron a su abuela. Rebecca era su tía. Adelaida era inocente. Se detuvo antes de atravesar el bosque. La niebla se esparcía por el monte. No podía dejarla allí, debía volver por Rosemary. Cinco. Cuatro. Tres. Dos. Uno. Una explosión, seguida por una segunda, tercera, y cuarta. El fuego se expandió en una enorme ola que golpeó a Valentina.

Tendida en el suelo. Observó el panorama. Las ramas se deshacían en brasas. El aire se volvió sofocante. El fuego lo consumió todo. El edificio se caía a pedazos. Había quedado sorda a causa de la explosión. Solo tenía su vista para ver como el fuego abrasaba todo a su paso. No quedaba nada, ningún sobreviviente. Lloró, pero se recordó a si misma: debía ser fuerte.

Era su destino cargar con la muerte de esa gente inocente, quizá ese era el precio de su libertad. No había marcha atrás. Atisbó un carro de aldeanos que se abrían paso con sus linternas. No podía dejar que la encontraran. Se esforzó para levantarse y huyó adentrándose a lo más profundo del bosque, no podía ver el camino. La luna se había escondido. Esa era la furia por lo que había provocado. Ahora estaba en la oscuridad. Continuó corriendo hasta que sus piernas flaquearon. Encontró un árbol como refugio y se dejó caer. Trató de quitar las espinas de sus pies, y no hacer ruido con sus lamentos. Allí se encontraba donde reinaba el silencio en las tinieblas. Podría ser capturada, podría perderlo todo y ser cautiva de Lord Barlow. Había quedado en manos del destino.

Ocurrió tan rápido, como la muerte misma. Un águila se posó frente a sus ojos. Atemorizada, se arrastró detrás del árbol alejándose del ave, fue en ese momento donde lo vio, un hombre corpulento, de barba larga y vestiduras de un soldado propio de la era medieval. Tras él, otros hombres y mujeres armados la miraban desde sus caballos. Estaba rodeada, no había forma de escapar o enfrentarlos.

El soldado bajó de su caballo y le tendió la mano.

Sin poder escuchar su propia voz, gritó varias veces:

―¿Quién eres? ¿Quién eres?

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