
Capítulo 37 - ¿Quién es el monstruo?
Al día siguiente, durante el desayuno, John la recibió entusiasmado por hablar con ella. Valentina le dio los buenos días y tomó asiento en silencio. Pidió el té como solía tomarlo, con una rodaja de limón y azúcar. Sintió la incomodidad en la mesa después de la charla que había tenido ayer pensó que quizá su mentira había alentado las esperanzas del caballero. Tratando de evitar que mencionara el tema habló del buen clima que hacía esa mañana. Los minutos transcurrieron con lentitud hasta que la doncella anunció la visita del señor Blair. El semblante de John se oscureció, se levantó tan precipitado que volcó su té.
―¿Cómo se atreve usted a presentarse en mi casa? ¡Farsante!
Vincent ignoró sus palabras y se dirigió hacia ella.
―He venido por la señorita Hayward. La acompañaré hasta el juzgado
―De ninguna manera ―intervino John―. Valentina no permitiré que vayas con este caballero a ningún sitio. ¿Es que no tiene usted vergüenza? La señorita Hayward guarda luto por la trágica muerte de su hermana y mi esposa, y usted quiere inmiscuirla en asuntos que no le conciernen.
―¿Disculpe? Señor Brownson no tiene usted derecho a decirme lo que debo hacer ―objeto ella.
―¡No puedo creerlo! Después todo lo que te hizo este hombre, ensució tu nombre y jugó con tus sentimientos, ¿piensas ir con él? Actúa con sensatez.
―Así es, debo ir a ese juicio y si el señor Blair está dispuesto a acompañarme iré con él.
El semblante pálido de John enrojeció, como un niño caprichoso arrugó las cejas y gruñó golpeando la silla. Llamó a la doncella embravecido, alzando la voz por la tardanza de la misma.
―Enséñele la salida al señor Blair, ¡por favor!
―Le agradezco ―dijo Vincent, calmado―. Conozco bien la salida. Señorita Hayward, estoy a su disposición.
Valentina asintió abochornada. El corazón le latía con rapidez, se perdió observando la puerta por la que salió Vincent arrepintiéndose por no tener la firmeza para irse con él.
―Me decepcionas ―susurró John, antes de encerrarse en su habitación.
Cerró los ojos con fuerza y apretó los puños. Estaba cansada de los celos y las peleas entre Vincent y John. Sin embargo, ese día no se trataba de amores pasados ni de traiciones. Tenía que estar presente en el juicio de Adelaida Beaton, y nadie se lo impediría.
Dieron las ocho en punto cuando John salió a toda prisa con su maleta. El coche estaba preparado para llevarlo al juzgado. Valentina lo siguió y pidió que la llevara con él.
―Este no es tu asunto, Valentina. No eres una detective, ni nadie con el poder de ayudar en el juicio.
―Tengo derecho a dar mi testimonio.
―Entonces, ¿testificaras contra Adelaida? ¿qué pruebas presentaras?
―Eso no te incumbe ―respondió, fastidiada.
John la tomo de los hombros y dijo tratando de suavizar su voz:
―Valentina, esto no es un juego. No es un lugar en donde deberías estar. Ya perdí a Elizabeth, no te perderé a ti también. No podría soportarlo. Prométeme que te quedaras aquí.
Valentina tragó saliva, miró hacia el suelo y no habló.
―Por favor, no me hagas esto. No quiero perderte...
―No puedes perder algo que no tienes ―declaró ella, frívola.
John asintió con tristeza. Besó su frente, y apresuró al cochero para marcharse.
Valentina lo observó mientras se perdía en el camino. Sintió como si fuera la última vez que lo vería. Porque siempre en sus recuerdos revivía aquel instante que su pequeño mejor amigo se marchaba de su vida en un carruaje y ella no podía hacerlo volver. Nunca pudo, cuando regresó ya era tarde, no eran los mismos. El amor de su vida fue ese niño pequeño, ese mismo por el qué guardó por tantos años miles de ilusiones que fueron rotas por el egoísmo, la avaricia y las circunstancias de la vida, pero aquel hombre que se marchaba no era el mismo niño que amo.
El camino hasta Richmonts le hizo perder al menos más de veinte minutos, no quiso correr y tuvo que tomar el camino del bosque porque hacía mucho calor para estar tan expuesta al sol. Llamó varias veces hasta que la atendió la doncella. Vincent se había ido esa misma mañana, supuso que estaría en el juzgado. Tenía que buscar un vehículo para llegar al juicio lo más pronto posible.
La ciudad de Oakside, al sur de Coxwell, era el lugar donde se ubicaba una de las tres prisiones del condado. Se retuvo a Adelaida Beaton en una de las mazmorras hasta el día de su sentencia. El juicio comenzaría a las diez y tendría fin una hora más tarde si no había inconvenientes de por medio.
Caminó hacia la posta más cercana de Hemfield. Eso le tomo más de media hora, lo que hizo que perdiera la diligencia de las nueve, siendo nueve y cuarto.
Valentina comenzó a sentir los síntomas de la ansiedad. Comenzó a rascarse los brazos desnudos, el sol brillaba con intensidad y hacía que su piel se enrojeciera. Se dirigió a la ciudad protestando por el tiempo perdido y la testarudez de John al no dejarla ir con él. El tráfico de Grassborg le aturdía, con tanto movimiento de coches y peatones. Tan ajetreada con la prisa de llegar a tiempo y nadie le cedía el paso para que cruzara la calle que daba a la estación de tren.
En esos momentos imaginó que ya el juicio habría comenzado ya que el reloj de la estación marcaba las diez y cuarto. Antes que cruzara la calle un carruaje bien adornado se estaciono frente a ella. El paje abrió la puerta y vio a Lady Barlow sentada haciéndole señal de que subiera. Tuvo miedo. Vaciló un segundo ante de actuar. Pese a sus buenos gestos la vizcondesa de Heddleston estaba bajo sospechas por los crímenes cometidos por su esposo y la esclavitud de las mujeres en Greystone Hill. Insistió en llevarle, sin otra alternativa más que perderse el juicio accedió.
Lady Barlow pareció notar su áspero comportamiento cuando la saludo. Le preguntó hacia donde iba, casualmente ella también se dirigía al juzgado de Oakside. Pasaron unos cuantos minutos en silencio antes que la vizcondesa hablara.
―Señorita Hayward, hemos sido buenas amigas, y me temo que no me he comportado como tal. He sido muy negligente al no acompañarla en su duelo. Ha perdido a su hermana, y no fui capaz de visitarle, le ruego su perdón.
Valentina escrutó a la mujer con recelo. La vizcondesa de Heddleston se veía preocupada, o al menos eso pensó ella. ¿Era una buena actriz o sentía sus palabras? ¿Qué tanto sabía de la relación de Elizabeth y Lord Barlow?
―No tiene usted que pedir perdón, mi señora.
El viaje continuó en silencio. El tráfico le ponía tensa, los minutos pasaban y si no llegaba a tiempo no se lo perdonaría jamás. En el cruce por Abbershine pensó en Adelaida, trató de imaginar esa noche, guiada por la imagen de William Hayward que tenía por sus pinturas y por el guardapelo de su abuela, descansando en el despacho. Como lo describió el ex inspector Needham con un puro en su escritorio y una copa de vino. Por último, la daga que le había quitado la vida, perteneciente de la víctima, una colección que guardaba en su despacho. Puertas cerradas. El testimonio de una empleada que vio a la esposa acostar a sus hijas e irse a la cama, mientras la contradictoria Anna expuso que la mujer se había ido de Richmonts el día del incidente y que la vio entrar por la puerta cuando se alarmó la muerte del señor Hayward. Existía un elemento que los detectives habían obviado y era la puerta secreta que llevaba hacia el sótano. ¿Podría Adelaida haber subido y regresado por el elevador para despistar a la policía?
―Tribunal de Oakside ―exclamó el cochero, despertándola de sus pensamientos.
―¿Quisiera que la acompañara, señorita Hayward?
―No es necesario ―respondió ella, apresurada―. Le agradezco, Lady Barlow.
―No es nada, querida. Es lo menos que puedo hacer para compensar mi ausencia. De todas maneras, estaré aquí cerca, por si me necesitas, mi esposo se encuentra en el tribunal.
Valentina asintió con desgano. No podía ser de otra manera Lord Barlow no faltaría a un evento tan importante. Él era culpable de la muerte de Elizabeth, no era casualidad que se encontrara tan cercano al oficial que disparó contra las mujeres, ni tampoco se supo quien había dado la información de la fugitiva en Forethorne cerca de la mansión del vizconde de Heddleston. Claro, fue en el mismo momento que Thomas lo acusó. Él avisó al comandante mientras el inspector Crawford trataba de calmar a Vincent.
El tribunal estaba atestado de gente. No había un solo lugar ni siquiera en la escalera. El caso atrajo el interés de todo tipo de personas, era de lo único que se hablaba en el condado: un homicidio ocurrido hace veinte años, una prófuga y la muerte de su hija en el arresto. Reconoció la galera de Vincent en el segundo piso. Trató de avanzar hasta el barandal de la galería. Todos estaban callados. Había al menos cinco personas de prensa escribiendo cada detalle. Vislumbró a Adelaida esposada custodiada por dos policías. El juez Grimmer en el estrado, el señor Brownson y su hijo como defensa y unos caballeros que dedujo que eran los fiscales. Logró encontrar un espacio que la señora de su lado le cedió y saludó a Vincent. Cuando los ojos cansados de Blair se dirigieron hacia ella sabía que no tenía buenas noticias. No pudo hablar porque el juicio seguía en pie. Faltaba poco para el dictamen final.
―La fiscalía tiene algún testigo que presentar.
―No, señor.
―La defensa tampoco tiene testigos ―declaró el señor Brownson.
―Dado que la acusada se niega a declarar. No hay evidencia atenuante y la defensa no es suficiente...
Vincent se apoyó en el barandal y negó con su cabeza. Valentina no vaciló.
―Señoría, quisiera dar mi testimonio.
El gentío comenzó a murmurar y los representantes de la prensa se acercaron más a ella. El juez limpió sus anteojos, y observó detenidamente a la joven. Luego se dirigió a los fiscales y a la defensa.
―Señoría, la señorita Hayward no ha sido convocada por la defensa ―aclaró John, sin mirar hacia atrás.
El fiscal repitió las mismas palabras.
―Señorita Hayward, debo negar su petición, dada las condiciones que la defensa y la fiscalía no aprobaron su testimonio.
Valentina miró a Vincent estupefacta. Abrió su bolso en busca del diario de Needham, pero él la detuvo.
―No, necesito decirles la verdad ―masculló―. El inspector Needham no sabía del elevador secreto en Richmonts, el asesino debió usarlo para no dejar rastros.
―Valentina, no puedes hacer nada. El juez nunca creerá en tu testimonio, y cualquier acusación al vizconde de Heddleston podría llevarte a prisión. Imagina lo que ocurrió con Thomas. Es peligroso decir la verdad.
Vincent tenía razón, aunque la impotencia le impedía entenderlo. La petición de Valentina había alborotado a todo el público, todos querían acercarse para saber más sobre su declaración.
―Silencio en la sala ―gritó el juez Grimmer. Se retiro unos segundos, se colocó el birrete y continuó―: ¿Cuál es el veredicto del jurado?
―Culpable, su señoría ―dijo un hombre de baja estatura representando al jurado.
―Adelaida Beaton, esposa del difunto William Adams Hayward, por el derecho que me concede las leyes de Inglaterra la condeno a ser colgada en la plaza pública hasta morir. Será llevada a su celda y luego cumplirá la condena.
Sintió un sinfín de emociones. Era lo que espero por tantos años, pero no se sentía contenta. Había algo desde la aparición de Lord Barlow que le hacía creer que Adelaida Beaton era inocente.
La mujer no se resistió. Tenía el rostro pálido como un cadáver. Los policías la arrastraron hasta una especie de jaula hecha de caño. Luego la multitud corrió hacia el carro que la transportaría a la mazmorra. Los adultos le gritaban groserías, y los niños golpeaban el vehículo con comida o algún elemento que encontraran en el suelo.
Se hospedaron en una posada cerca de la prisión. Valentina bebió su cerveza, con asco, ya que estaba caliente y miró hacia la ventana pensando en lo acontecido. Lord Barlow era más astuto de lo que creía, y tenía tanto poder que comenzaba a temerle. Pero no se rendiría hasta exponer los crímenes del aristócrata. Esos niños y Elizabeth merecían justicia. Vincent estaba apagado. Casi no hablaron durante la cena, hasta que el reloj marcó las once.
―Todo este tiempo ―confesó Valentina, abatida―, deseé que Adelaida pagará por sus crímenes, pero principalmente, quería que se supiera la verdad y esta no es la verdad. Ella no mató a William, y mañana morirá por un pecado que no cometió.
―Hay algo mucho peor que todo eso...
Alzó las cejas y lo escuchó con más atención.
―Al empezar el juicio, el fiscal nombró a los denunciantes de Adelaida Beaton. ―Vincent resopló antes de continuar con la noticia―: Fueron Annabeth Rowe, Caroline Hayward, y Mary Elizabeth Hayward.
Valentina se quedó paralizada repitiendo el nombre de su hermana una y otra vez.
―Lord Barlow estuvo planeando este momento por años, logró engañarlos a todos, incluso a Elizabeth, pero hay algo más. El primer testigo de la defensa fue Adam Crawford, dicen que él estuvo con Adelaida la noche que William Hayward fue asesinado.
Recordó el informe en el estudio de Halton de los Brownson en el cuál decía que él podía confirmar la ausencia de la acusada el momento del crimen. Crawford había mentido en su testimonio.
―Por eso Crawford le advirtió sobre la denuncia de la señorita Hayward esa noche a Adelaida ―pensó en voz alta―. Lord Barlow envió a asesinar a Caroline, pero no sin antes hacerla firmar. La señora Rebecca dijo que le vendió el alma al diablo, ¿se refería al aristócrata?
―No me cabe la menor duda.
―Engañó a Elizabeth para que firmara los papeles, seguro fue cuando desapareció. La señora Anna lo hizo a voluntad propia, aborrecía a Adelaida. Todo este tiempo ese asesino estuvo jugando con nosotros, con nuestra familia, ¿por qué? ¿qué relación tiene él con el crimen William Hayward? ¿Cuál es su beneficio?
Volvió a mirar el reloj ya se acercaba la medianoche así que se preparó para su siguiente destino.
El custodio policial los llevó a las mazmorras. En el camino se oían los lamentos de mujeres y hombres que serían condenados. Le abrió la puerta y les dio media hora para hablar. La mujer estaba postrada en el piso encadenada, sin fuerzas siquiera de levantar la cabeza. La imagen de una Adelaida Beaton bien vestida, tan preocupada por la apariencia se había remplazado por una mujer con las vestiduras sucias y un cabello largo que tapaba su rostro. Sus manos débiles y heridas rasguñaban el suelo.
―Adelaida ―murmuró, acercándose―. Adelaida, soy Valentina, ¿me recuerdas?
―Si has venido a burlarte, adelante...
Valentina buscó a Vincent. Él se mantuvo atrás en silencio ajeno a la conversación.
―No vine a burlarme. Necesito hablar contigo...
―No quiero hablar.
―He venido porque necesito saber la verdad. Sé que hemos sido enemigas, pero esta vez estoy de tu lado. ¡Créeme!
No habló. Valentina se consumía por dentro, no era capaz de creer en sus propias palabras. Tantos años creyendo en un monstruo que no existió, Adelaida tuvo muchos errores como madre, pero no era una asesina.
―Señora Hayward ―intervino Vincent―, sé que casi no nos conocemos, pero hemos estado investigando y sabemos que usted no asesinó a su esposo.
―¿Cómo lo saben? ―cuestionó, con la voz rota y dejando ver apenas uno de sus ojos azules.
―La investigación del inspector Needham fue desviada por su compañero, Adam Crawford. Sabemos que usted no estaba en Richmonts cuando William Hayward murió. ―Valentina miró a Vincent antes de seguir hablando―: Estaba con Crawford.
―Te equivocas ―dijo, apenas con un hilo de su voz―. Quizá, yo lo asesine. Quizá, merezco estar aquí. Yo arranque su corazón...
Adelaida comenzó a sollozar con desesperación, sus palabras la desconcertaban.
―Yo asesiné a William, yo asesiné a Elizabeth... ¡mi pobre Lizzy!
―Eso no es verdad ―espetó ella―. Lord Barlow mató a Elizabeth, inculpo a uno de los hombres de Crawford, pero él accionó el arma. Sabía que el disparo no daría contra ti, su objetivo era Elizabeth.
Adelaida corrió el mechón de su rostro y se sentó. Parecía estar cediendo a escucharla.
―Fue Lord Barlow quien estuvo ayudándote, ¿cierto? Estuviste en su mansión, en Greystone Hill.
Adelaida negó con su cabeza.
―El señor Beaufort Lavie nos escondió en una de sus cabañas en Forethorne.
―¿El señor Lavie? ―replicó Vincent, absorto.
Valentina maldijo y golpeó la pared. El nombre del difundo Beaufort Lavie había sido utilizado para cometer los crímenes.
―Antes de que la policía me capturara, y... ―No pudo contener su angustia―. Elizabeth muriera. Fue el señor Lavie quien nos llevaría fuera del condado. Debí saber que era una trampa, pero Lizzy confiaba en él.
―El señor Lavie falleció hace años ―explicó indignada―. ¿Puedes describir la apariencia de ese hombre?
Adelaida sufrió al traer ese momento a sus recuerdos, pero su descripción fue exacta: un hombre canoso, alto y de bigotes. Vestía un overol y unas botas, pero dijo que era para no ser reconocido. Trajo a su memoria el día que Thomas y ella visitaron la casa del difunto señor Lavie. La descripción de Adelaida encajaba a la perfección con el mayordomo de la familia Lavie, o mejor dicho uno de los cómplices del vizconde.
―Desgraciado, estuvo detrás de cada uno de nuestros pasos.
Mientras Valentina se recuperaba de su cólera, Vincent continúo haciendo preguntas a Adelaida.
―William no conocía a Lord Barlow, ni yo tampoco. Había escuchado por la señora Brownson que el vizconde de Heddleston estaría en el baile, pero no lo había visto en persona hasta esa noche.
―Elizabeth bailó con él ―recordó Valentina―, también estuvo cerca en el baile de Northfolks, y estaba bastante interesado en juicio el día que cenó en Richmonts.
―Así es, ¿pero por qué lo haría? ¿por qué asesinar a mi dulce y querida Lizzy?
―¿Es verdad que William Hayward aseguró que un jinete lo perseguía?
―Sí ―respondió Adelaida, desconcertada―. Fue un año antes que falleciera Arthur Hayward. Se paso varias noches en vela observando por la ventana, dijo que volvería por él.
Valentina dejó escapar una risa nerviosa.
―Lo sabía. Lord Barlow y el jinete son los autores de la muerte de William Hayward. Todavía no sé qué es lo que querían de él, pero tiene relación con el incendio del sanatorio Laane's y una niña llamada Alice.
Adelaida asintió confundida.
―Tiene que decir la verdad, señora Beaton. Debe decir que no estuvo la noche que William murió, y que Adam Crawford mintió en su declaración.
―No, ya no, Valentina. ¿Para qué? Vi a dos de mis hijos morir. La muerte ya no es un castigo para mí, sino una salvación.
―¿Qué? ―replicó ella, desesperada―. No puede resignarse, usted es inocente. Solo así podremos hallar al verdadero asesino de William Hayward.
Adelaida negó con la cabeza y dejó caer su espalda contra la pared. Los minutos de la visita se terminaban. No podía aceptar semejante injusticia, quería salvarla, aunque no lo merecía después de tantos años de maltrato.
―Eras muy pequeña cuando el párroco te entregó a mis brazos ―confesó, hablaba con tan poca fuerza que parecía estar a punto de desmayar―. Te quería como si fueras de mi propia sangre, como si hubieses estado en mi vientre, pero no podía engañarme. Mi Valentine estaba en el cementerio, y cometí el mayor pecado que una madre podría hacer. No podía remplazarlo. No, no podía.
Valentina se conmovió con su relato. Observó a Adelaida por un instante. Sintió lastima de esa mujer por primera vez en su vida. Esa misma mujer que aborreció por tantos años, la que se interpuso entre su primer amor y que hizo de su vida miserable. Podía entender su angustia, podía llorar con ella por Elizabeth, por todos aquellos que murieron.
―No fui la madre que merecías...
―No ―dijo ella, con los ojos humedecidos y calmando la respiración―. Ahora ya sé quién es usted señora Beaton.
―Cuida de Emma por mí, ¡por favor!
El carcelero abrió la puerta y anunció que se había acabado el tiempo. Valentina tomo la mano fría de Adelaida y tratando de mantenerse fuerte le dijo:
―Voy hacer justicia, se lo prometo.
Era medianoche cuando Valentina terminó de escribir una carta para su hermana. La misma era breve, le confesó haberse reunido con Adelaida y haberle perdonado. Pedía que no volviera al condado y que ella viajaría a Cambridge lo más pronto que pudiera. Dio varias vueltas por la habitación, no podía dormir. Ni siquiera se había desnudado ni distendido la cama. Miró hacia la ventana y luego caminó hacia la litera.
Por impulso abrió la puerta y se dirigió hacia la habitación contigua de la posada. Tocó dos veces, y Vincent abrió alarmado. Valentina se metió a la habitación, con la mano en la frente camino hacia todos lados. Notó que Vincent continuaba con la vela prendida escribiendo.
―Lamento interrumpir así, no puedo dormir. No dejó de pensar.
―También yo ―confesó él―. Siento mucha ira, y culpa por no poder salvar a la señora Beaton. ¿Quiere sentarse?
Valentina tomó asiento sobre la litera mientras que Vincent volvió al escritorio.
―Sé que había otro hombre, Adelaida no asesinó a William, pero si lo engañó.
Vincent asintió. Escribió unas líneas en su cuaderno, lo cerró y movió la silla hacia su dirección.
―Ese hombre es un cobarde...
―Y es el padre de Valentine ―resolvió ella―, creo que todo fue una venganza, o no podría soportar perder su cargo.
―No lo sé ―declaró, afectado―. Jamás me había desilusionado. Fue mi mentor, mi tutor, mi mejor amigo...
―Lo lamento, Vincent.
Valentina recordó cuando el inspector Crawford la cuido y le devolvió a su hogar. Había sentido desconfianza por su actitud sobreprotectora, quizá él mismo ya lo habría descubierto. No era su padre, pero por un tiempo lo creyó. Era injusto que Adelaida fuera condenada a morir por un crimen que no cometió. Elizabeth, pensó en voz alta. ¿Qué pensaría de ella si estuviera viva y supiera que dejó a su madre morir sabiendo que era inocente? No logró frenar el desconsuelo.
Vincent se sentó a su lado. Si no estuviera presa de tal angustia hubiese reparado en la cercanía de ambos, pero como una niña pequeña se escabullo en sus brazos llorando hasta quedar dormida. Cuando despertó tenía el saco del señor Blair sobre sus brazos. Sonó la puerta y se precipito.
―Sera a las nueve ―avisó él―, iremos caminando si esta lista.
Se levantó de inmediato, un poco mareada, pero, aunque el señor Blair le aconsejo que no debía ir si se sentía débil ella se negó, tomó su abrigo de la habitación y se dispusieron a salir.
Poco a poco la gente que se arrimaba a la plaza comenzó a aglomerarse, se sintió como si estuviera a punto de asfixiarse. Vincent le tomó con fuerza la mano, como si temiera que fuera a caerse. Los campesinos disfrutaban del morbo de las ejecuciones públicas, para ellos era necesario el cumplimiento de la justicia y aborrecían a aquel que faltaba a las leyes de Dios. Ese día, se ejecutaría a seis personas en total, pero la persona que causaba revuelo en el pueblo era la asesina del arrendatario William Hayward. Su condición por ser mujer causaba mayor repudio. Valentina se limitó a responder los improperios que soltaban los campesinos, debía guardarse la impotencia que sentía al entender que nadie sabía la verdad.
―El día 16 de abril de 1856 se le ha condenado a morir en la horca a Arthur Lennox, Charles Márkov, Joseph Floyd, Daniel Bennet, James Martin, Adelaida Beaton...
La última en subir fue Adelaida. Estaba irreconocible ante sus ojos, extremadamente delgada y demacrada por las horas en el calabozo. El verdugo le colocó las sogas en el cuello a los acusados.
―Los cargos son homicidio, homicidio y violación, homicidio, homicidio y robo, homicidio, homicidio y evasión de la justicia. ¡Qué Dios se apiade de sus almas!
Antes que taparon su rostro con la bolsa, Adelaida le dedicó una mirada, con sus ojos brillosos, y los labios temblando murmuró: perdón. Valentina no lo soportó. Se abrió paso a la gente con prisa y gritó que detuvieran la ejecución. El gentío expresó su sorpresa, pero el alcalde pidió al verdugo que prosiguiera. No logró llegar. El verdugo terminó de quitar los tablones uno por uno y los seis condenados permanecieron colgados retorciéndose hasta morir.
―Es inocente. Suéltenla, ¡por favor!
Los sonidos de la mujer agonizando la trastornaron lo suficiente que se desplomó en el suelo. Vincent la ayudo a levantarse y la alejo de la muchedumbre que la abucheaba por defender a la asesina.
No había palabras para tal iniquidad que terminó por destrozarla. El dolor de no haber podido salvar a la mujer que con desidia la había criado, podía culparla de todos sus males, pero era quien la había hecho la mujer que era hoy. Adelaida lo había elegido así, se había rendido ante el dolor de haber perdido a la gente que amo. Para Valentina eso no era así, su muerte la hacía más fuerte y estaba determinada a acabar con el juego que había empezado. Tal y como se lo había prometido haría justicia, por Elizabeth, por William y ahora por Adelaida.
En ese momento se perdió en su imaginación, veía a Lord Barlow retorciéndose de dolor implorando piedad. Deseaba que fuera verdad, quería verlo sufrir y asesinarlo con sus propias manos. Entonces, supo que ya no había retorno, que su corazón se había endurecido como una piedra que pesaba dentro de su cuerpo.
Vincent la sostuvo para que volviera a la realidad, implorando que mantuviera su mirada en él. Podía sentirlo tan cerca, pero a la vez tan lejos. Todas sus emociones se habían esfumado, ya no importaba nada, más que su sed de venganza.
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