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Capítulo 34 - Corazón malherido

El lunes en la mañana Valentina se esforzaba por despertar tras una noche en vela, cuando oyó los gritos fuera de la casa. Desde la ventana observó a los empleados apresurándose para entrar las maletas de su amo. John lucía más adulto con su barba temporal. Exhibía una sonrisa plena y no dejaba de derrochar felicidad por regresar a su hogar. Recogió su cabello como pudo y salió a husmear.

―¿Dónde está mi preciosa esposa? ―dijo él sosteniendo un enorme ramo de rosas.

Elizabeth se lanzó a los brazos de su esposo, él la besó apasionado y la levantó. Contemplar esta escena hizo que se le revolviera el estómago. Había creído que su matrimonio era pura formalidad y que ambos se ignoraban, pero tras el pasar del tiempo las cosas habían cambiado. La esposa le pidió que se comportaba ya que había visitas. John no había notado la presencia de Valentina.

―Cariño, ¿no has leído las cartas que te envié? ―dijo Elizabeth, sonrojada―. Valentina ha sido mi dama de compañía en tu ausencia. Acompáñame a la sala, te lo contaré.

―Bienvenido, señor Brownson ―susurró Valentina, recordando haber pronunciado las mismas palabras hace un año atrás.

El almuerzo resultó de lo más incómodo, Elizabeth y John compartían un lenguaje propio de un matrimonio, hablaran del trabajo, la esposa conocía perfectamente cada caso y los nombres de los colegas y clientes del abogado. A él le gustaba contarle todo, parecía que no estuviera presente nadie más que ellos dos. Eran una familia.

―Elizabeth me contó lo que ocurrió en el baile de Northfolks.

Valentina no quitó su mirada del plato que no podía terminar.

―Lo lamento mucho, cuñada ―dijo, con la boca llena―. De haber estado, hubiese interferido.

―No sería necesario ―respondió, tajante―. Pude encargarme yo misma, puse a esa dama en el lugar que corresponde. Dudo que regrese a Coxwell.

―Lord Barlow ha sido muy amable en apaciguar la disputa.

―¡Ah! Ese vizconde es todo un héroe ―exclamó John, irónico.

Elizabeth comenzó a reprocharle porque tenía esa imagen del aristócrata. John admitió que no le agradaba y que su esposa se la pasaba alabando al político. Con dulzura ella besó su mejilla asegurándole que no tenía motivos por el cual estar celoso. Luego se retiró para buscar el postre que había hecho especialmente para su regreso.

―Te advertí que Vincent Blair era un farsante ―comentó él, después de beber su vino.

―Tenías razón, ¡felicidades! ―Valentina lanzó su servilleta y se levantó de la mesa―. Disfruta el postre que preparó tu esposa. Me retiro.

En el cuarto de huéspedes Valentina caminó de un lado al otro tratando de calmar su furia. La escena de John como un esposo perfecto y romántico le asqueaba. ¿Desde cuándo le había tenido tanto afecto a su esposa? No bastaba con sufrir la humillación de la familia Blair que ahora con el regreso de John había alterado sus nervios. Arrojó con fuerza la almohada.

―El postre estuvo delicioso, querida. Pero no puedo estar toda la tarde holgazaneando, iré a ver si puedo arreglar ese caballete.

Valentina salió sospechosamente de la casa con un pequeño maletín. Nadie se dio cuenta que no estaba en su habitación, pero si bien pudo escuchar los gritos de Elizabeth desde el jardín: «Hay un ladrón en Gretton, ¿Quién sería capaz de llevarse toda la colección de cuchillas, querido?» Sonrió burlonamente y corrió hacia el bosque.

El señor Blair ya no estaba a sus espaldas para enseñarle y cuidarle que no se lastimara. No lo necesitaba, podía cuidarse ella sola. Después de todo así fue su vida antes de conocerlo. Volvería a comenzar de nuevo, y se levantaría de esto por sí sola. Sabía bien que le reanimaría.

Era una tarde primaveral, el sol brillaba sobre el lago. Respiró el aire de la naturaleza. Buscó las cuchillas que se asemejaban en tamaño y filo. Trazó un círculo en el árbol, contó los pasos hacia atrás y lanzó la primera cuchilla justo en el borde del círculo. Luego la segunda dio arriba del objetivo. Estaba distraída recordando las palabras de John, tenía que concentrarse. Inhaló, cerró los ojos y lanzó la tercera cuchilla que dio al centro del círculo. Alzó la cabeza y celebró. Continuó practicando, a media distancia, a larga distancia y con el equilibrio de su mente en el punto lanzó en el blanco con los ojos vendados.

―¡¡Cuidado!! ―reconoció la voz de John―. Por poco casi me matas, ¿Qué haces con eso? No te pertenece.

―Lo lamento, señor Brownson ―se burló ella. Se quitó el pañuelo y juntó las cuchillas―. No tengo intención de dejar viuda a mi hermana, pero no debe atravesarse, estoy practicando.

―¿Has perdido la cabeza, Valentina? ―gritó él, recogiendo las cuchillas del suelo y quitándoselas de las manos―. Dame eso, podrías lastimarte.

―Déjame en paz. Sé lo que hago, no soy una niña. Ya vete. Te devolveré las cuchillas después de practicar. ―Lanzó de nuevo al centro del círculo―. ¿Qué haces ahí parado?

John estaba helado. La observaba lanzar estremeciéndose ante la idea de que fallara y pudiera hacerle daño. Valentina se mofaba de él, cada vez se alejaba más para sus lanzamientos.

―Gretton es aburrido ―dijo ella, calculando su próximo tiro―, tenía que divertirme un poco.

―¿Por qué actúas así?

―¿Así como?

―Como una descarada ―escupió John, cruzándose de brazos.

Valentina carcajeó y lanzó la última cuchilla que tenía en mano. Enfrentó a John cara a cara.

―¿Y cómo quieres que actúe? ¿Quieres que me encierre en mi cuarto a llorar? ¡Ay! pobre de mí. ¿Quieres oírlo de nuevo? Tenías razón, el señor Blair me engañó. ¡Ganaste! ¡Bravo!

John la tomó del brazo. Podía sentir su respiración acelerada, tenía la mandíbula apretada y su cuerpo tenso.

―No he ganado nada, Valentina ―susurró, apartando su mirada hacia sus labios.

―Entonces, ¿por qué te entrometes en mi vida? ―dijo ella, tragando saliva―. ¡Vete! Sigue con tu estúpido papel del esposo perfecto. Llévale rosas, bombones...

Jamás hubiera imaginado que se tomaría tal atrevimiento. Le arrebató un beso vehemente, una pasión que John y Valentina habían sentido por tantos años. Valentina sintió una fuerza que le oprimió el corazón, pero la culpa fue más fuerte. Lo empujó hacia atrás y con los ojos humedecidos se tocó los labios.

―Perdón, no sé por qué lo hice ―titubeó.

―¿Perdón? ―replicó, indignada―. Eres el esposo de mi hermana. ¡Como te atreves! ¿Cómo voy a explicarle?

―Es mi culpa, Valentina. Le diré que fui yo, que fue una equivocación.

―¿Crees que te va perdonar? ¿Y a mí? ―Valentina tapó su rostro con las manos―. No puedo creerlo, perdí la confianza de Emma por culpa del señor Blair y ahora Elizabeth va odiarme por haber besado a su esposo.

―Me siento un imbécil...

Estaba a punto de quebrarse por todas las emociones que sentía.

―Lo eres, eres un imbécil. Vete, John ―gritó, encolerizada―. ¡¡¡Vete!!!

John huyó mientras Valentina comenzó a tirar todas las cuchillas al árbol. Soltó un grito y dejó caerse sobre el pastizal desahogando toda su pena. La había besado sabiendo lo que para ella significaba, olvidándose de su esposa sin tener respeto por Elizabeth y a tan solo unos metros de su hogar.

En la noche, aprovechó el momento que Elizabeth se preparaba para la cena. Entró a su cuarto con la excusa de que necesitaba unos pendientes. Trató de ser concisa y comunicarle que debía irse por asuntos de comodidad.

―¿Cómo? ―protestó Elizabeth―. No puedes irte ahora, Valentina. Has sido una buena compañía en estos días y nos hemos divertido tanto. Por favor, quédate. Sé que todavía necesitarás de mi para sobrellevar esa gran desilusión amorosa. No regreses a Fayth Square, tío Bernard está enfermo y el primo Maxwell es aburrido, te cansaras. Piénsalo bien.

Valentina se colocó los pendientes que su hermana le prestó y agachó su mirada cuando se vio reflejada en el tocador.

―Mañana celebraremos el cumpleaños de John. Será divertido. Quiero que me ayudes con los preparativos.

En el espejo pudo observar los ojos suplicantes de su hermana, no podía negarse. Necesitaba confesarle la verdad mientras sollozaba rogándole su perdón, pero tenía que callar sus emociones y esperar el momento adecuado.

Había transcurrido un mes y siete días del cumpleaños de John. La celebración fue pequeña. Al enterarse la señora Price de la presencia de Valentina rechazó la invitación sin ninguna excusa, esto le contó Elizabeth a su hermana indignada por la mala predisposición de su tía. La señora y el señor Brownson, un colega del estudio jurídico y su esposa asistieron a la cena. Luego, como regalo sorpresa las hermanas Hayward prepararon una canción para John. Se le pidió al anfitrión que él mismo la interpretara, ya que según su esposa le gustaba cantar, las damas lo acompañaron con los instrumentos.

A la señora Brownson le emocionaba escuchar a su hijo. A diferencia del padre que sin limitarse a demostrar su mal humor salió a fumar afuera de la casa. Los demás invitados disfrutaron del espectáculo. El señor Hughes lo felicitó por tan maravillosa velada, su esposa agradeció a la señora de John Brownson por la buena atención y la exquisita cena.

―Ha sido afortunado, señor Brownson.

―Sin duda ―dijo él, risueño―, no hay una dama tan dulce y encantadora como mi Elizabeth.

El reloj marcó las once de la noche, los empleados trabajaron con rapidez para limpiar la casa. Elizabeth estaba agotada, así que le anunció a su esposo que se iría a dormir temprano y no bebería café con él. Valentina se encontraba en el jardín cuando él apareció, le trajo una manta y se acomodó en la silla contigua.

―Pensé que tendrías frío.

John acercó la mesa y apoyó su taza a medio terminar.

―Estoy bien ―Apartó la manta.

―Gracias por no decirle nada a Elizabeth, y por quedarte otra semana con nosotros. Me gustó que participaras en mi regalo de cumpleaños.

―Fue idea de Elizabeth, no te apresures, le contaré todo cuando encuentre el momento adecuado.

Recogió su taza protestando entre dientes.

―Dime algo ―inquirió ella, cínica―, ¿Cuándo empezaste a querer a Elizabeth? Siendo sincera creí que era algo que nunca iba a suceder, pero era inevitable que en algún momento de su vida llegarán a quererse, solo que no creí que sería tan pronto.

―Es mi esposa...

―No. ―Valentina estaba convencida de sus palabras y le molestaba que él lo negará―. Tú la amas, y ese beso fue una confusión por tu estúpida inmadurez. Lo sé, puedo verlo en tu mirada, en la forma que hablas de ella y le has confiado todos tus sueños y deseos. Tantas cosas que yo nunca supe por no haber prestado suficiente atención. Eres feliz cuando estas a su lado, pero no puedes admitir que te has enamorado.

―¿Qué es lo que cambiaría con mi respuesta? ―pronunció John, frotándose los ojos―. ¡Buenas noches!

Se preguntó lo mismo. Nada cambiaría si él admitiera sus sentimientos, solo le dolería más saber que ahora era parte de su pasado, ningún beso la convencería de lo contrario. Tomó la manta y cubrió sus brazos. Continuó observando las estrellas tratando de sacar a John de sus pensamientos, hacia lo lejos pudo discernir las luces de Richmonts que se apagaban.

En la mañana, la doncella abrió las cortinas, y le dejo el desayuno en la mesa. Tan solo había logrado descansar unas horas. Bebió el té con prisa, y leyó la nota que había en la charola: «Debemos vernos pronto, te espero en "La margarita flotante" -Thomas»

Se vistió con lo primero que encontró, y se apresuró para no perder el tren de las nueve. Hovel Tales era un pueblo peligroso, pero con la ayuda de Thomas sabía cómo evitar a los gañanes y los niños traviesos que hurtaban en la plaza. Entró al bar, saludó al cantinero huraño y se dirigió a la mesa donde vio a sus amigos jugando a las cartas.

―¿Cómo va eso, Fred? ―preguntó Valentina, dándole unas palmadas en la espalda al grandullón que apostaba sus últimos centavos.

―Todo en orden, niña demente. Debo concentrarme para que Hadley no me haga trampa. Oye, te estoy vigilando, idiota.

En la última mesa encontró a Thomas conversando con otro caballero. Iba bien vestido para ser un pueblerino, demasiado ingenuo al dejar un sombrero de castor sobre la mesa, sospechoso y definitivamente llamativo. Vincent Blair se sobresaltó al verla. Por impulso tomó el cuchillo de la mesa y lo amenazó.

―¿Qué demonios hace usted aquí? ¿Me está vigilando? No me importa si el coronel pide mi cabeza, le cortaré el cuello si no habla.

―Preciosa, ¡tranquila! ―Estiró los brazos pidiéndole el cuchillo―. El señor Blair es nuestro aliado, yo lo invite.

Clavó el cuchillo sobre la mesa, sacudió la cabeza y caminó por el bar.

―¡Vaya! Qué carácter tiene esta chica. ¿Y ustedes iban a casarse? ―murmuró Thomas, alzó la mano llamando al cantinero―. Dos cervezas, por favor.

―Que sean tres ―agregó Valentina, golpeándolo para sentarse―. ¡Y que sea rápido!

―Perfecto ―Thomas sonrió incomodado.

―Así se habla, muchacha.

Vincent huyó de la mirada hostil de la joven, se aflojó la corbata y limpió su sudor con una servilleta. El cantinero trajo las cervezas.

―Bien, te escuchó, Thomas. Dime, ¿Por qué razón debería confiar otra vez en este imbécil? ―Bebió la jarra de cerveza y sin dejar hablar a su amigo agregó―: Es que no puedo creerlo. ¿No le pareció suficiente con que su madre me humille frente a todos? ¿Qué es lo que quiere? ¿Saber nuestros planes ilegales para delatarnos con su padre? ¿o con el inspector Crawford? Dígame, ¿cuál es su plan?

―Detente, Valentina. Dame eso. ―Thomas le quitó la jarra―. Entiendo. Sé que tienes tus razones para desconfiar del señor Blair, pero él me ayudó. No me mires así. Después del baile hablamos, lo reconozco quería darle una buena paliza hasta que me prometió que me ayudaría con el caso de los niños desaparecidos. Lo siento, pero es importante para mí saber que paso con mi hermano. Puedes golpearlo si quieres, pero después de que nos ayude.

Vincent protestó.

―Está bien ―dijo ella, apoyando la cabeza en su mano―. ¿Qué más da? Pero no me pidas que confié en él, no volveré a cometer ese error.

Sus palabras parecieron afectarle, se mostró totalmente desanimado y no habló hasta que Thomas se lo pidió. Vincent hurgó en su maletín hasta sacar unos papeles.

―El señor James me dijo que ustedes buscaban información del club Goldfish. Pues, envié un recado a mi primo, hace varios años atrás sir Henry y su padre pertenecían al club de caza. Estos son los nombres de los miembros, entre ellos correctamente se encuentra el señor Lavie.

―Eso ya lo sabemos ―interrumpió Valentina, intolerante―, pero parece que desapareció del país y nadie sabe al respecto.

―Bueno, pueden leer ustedes mismos la carta de sir Henry Lamber.

Thomas y Valentina tomaron la carta de los dos lados leyendo con atención. Por la información que brindaba sir Henry, él mismo aseguraba haber asistido al velorio del señor Lavie en el año 1847 meses antes de la desaparición de Oliver.

―No lo entiendo ―dijo ella, desconcertada―. Si el señor Lavie ha muerto, entonces, ¿para quién trabajaba Oliver?

Thomas empalideció.

―Sé que no debería entrometerme, pero cuando me hablaste de Lily y su padre, y al saber de Oliver encontré muchas coincidencias que los unen. ―Vincent carraspeó y comenzó a hablar con soltura―. Hay una brecha de nueve años entre las desapariciones, ambos en el mes de marzo, dos niños de Hovel Tales. ¿Una simple coincidencia? Quiere decir quien secuestro a Oliver y Lily volverá a hacerlo.

―No lo permitiremos ―aseguró Thomas.

―El jinete está detrás de todos estos crímenes, pero alguien lo está ayudando. Sabemos por lo que sucedió en Winterstone. ―Valentina cruzó una mirada con Vincent reconociendo en sus ojos cuanto le afectaba hablar de esa noche de tormenta―. Él no está solo, y es peligroso.

―Exacto ―exclamó Vincent, agachando su vista y revisando el papel―. Entre todos estos nombres se encuentra el cómplice del jinete, y el posible secuestrador de los niños.

―Tiene sentido, un amigo del señor Lavie pudo haber encontrado a Oliver en su hogar y ofrecerle trabajo. No sabemos mucho de la historia de Lily, y su padre ya no se encuentra con vida para ayudarnos.

―Él quería tener su propio dinero ―susurró Thomas, consternado―. Era un niño bueno y responsable, muy maduro para su edad. Quiero encontrar a ese maldito y hacerlo sufrir, por todos los años que me arrebató con mi hermano.

―Estamos cerca ―afirmó Valentina―, puedo sentirlo, lo encontraremos y lo haremos pagar. Necesitamos hallar más información sobre Lily.

Antes de irse, pidió disculpas a Vincent por su actitud inmadura y agresiva.

―Quiero agradecerle por ayudar a Thomas, desde que lo conocí ha estado buscando a su hermano y sé lo que significa para él.

―Bueno, es lo menos que puedo hacer. Sabe, accedí a ayudar al señor James porque la historia de Oliver me recuerda mucho a mi pasado. Sé que no he sincero desde el principio, pero necesito que lo sepa de mi propia boca. El coronel Blair y su esposa no son mis padres biológicos, nací y me críe en las calles de Londres como Oliver y Thomas. Sé lo que es sentir hambre, hurtar para subsistir y ser ignorado y pisoteado por la sociedad.

Estaba absorta por la honestidad de Vincent. Supuso que debió ser difícil para él confesar la verdad, así que no lo desestimo.

―Le agradezco por compartir su historia conmigo, no se lo diré a nadie, lo prometo.

Valentina lo observó hasta que se perdió en el andén. Thomas se apareció detrás alzando las cejas y con una sonrisa de picardía, ella lo golpeó en el estómago.

―¡Diablos! ¿Y eso por qué? ―se quejó.

―Por no advertirme que invitarías a mi ex prometido. ―Lo abrazó y corrió para no perder el tren―. Encontraremos al responsable, te lo prometo, Thomas.

―Me golpeas, y luego me abrazas. Estás demente, Valentina Hayward.

Cuando alcanzó el tren vio a Vincent subiendo del otro lado, lo ignoró y buscó un asiento lejos de él. Regresaron en la misma diligencia, era tarde y no podía esperar sola por tantas horas, no hablaron en todo el camino hasta que llegaron a Twin Valley y siguieron a pie.

―Hablaré con Crawford sobre los antecedentes de cada miembro, descuide seré cuidadoso, no le diré nada sobre los niños.

―Le agradezco, señor Blair ―dijo ella, forzando una sonrisa―. ¡Adiós!

Para la hora de la cena ya no tenía apetito, los acontecimientos del día le habían afectado. Elizabeth hacia demasiadas preguntas, quería saber porque era amiga de un bandido y le advertía que no lo trajera a la casa porque había muchas cosas valiosas al alcance. Agobiada dejó su comida sin terminar y se dirigió a su habitación.

―Hermana, jugaremos charadas después del postre.

―Lo siento, Lizzie ―dijo, desganada―, quizás mañana.

Desde las escaleras escuchó a John tratando de animarla y diciéndole que no debería preocuparse tanto.

En la soledad pensó en Vincent. Hacia un gran esfuerzo por querer olvidarlo, pero como lograrlo si ahora estaba envuelto en la investigación. Era sorprendente que fuera tan condescendiente con Thomas, a quien apenas conocía. Quizá su disposición era movida por la culpa de la insolencia de su madre, no estaba segura, pero se recordaba así misma que no volvería a confiar en él, sabiendo bien que le fallaría y que no podría reponerse de otra desilusión. Alguien tocó la puerta, apagó la vela de un soplido y ocultó sus ojos humedecidos en la almohada.

En la mañana del día siguiente despertó alterada. Había estado soñando con los niños desaparecidos y la lunática de Winterstone, no estaba segura si tenían relación, pero cuando era niña había sido una situación traumática. Pensó en Oliver y Lily, el terror que sintieron, y se preguntó qué clase de demente estaría detrás de sus desapariciones.

La policía de Coxwell era tan inútil casi como si no existieran solo para la protección de los ricos o aprovecharse de las revueltas para golpear bruscamente a los obreros. El inspector Crawford era un mediocre, ni siquiera había sido capaz de resolver los desastres de su antecesor, no tenía madera para ser un funcionario de la justicia. Sorbo el té que le dejo la doncella. Estaba tibio, no advirtió que había dormido dos horas más de lo habitual. Debajo del platillo encontró una carta. Esta vez no parecía ser una de las notas de Thomas. Tenía buena caligrafía, y se dirigía explícitamente a ella sin un remitente. Abrió el sobre y leyó:

Querida Valentina,

lamento no haber sido sincera desde el principio. Hemos pasado dos semanas maravillosas. Sé que nunca fui una buena hermana y lo lamento. Debí estar para ti cuando me necesitabas. Mi orgullo me impedía ver que esto no era lo que deseaba, Gretton nunca fue para mí, sino para ti. Siempre supe que hubo un sentimiento más fuerte que cualquier capricho o deseo entre tú y John Brownson, y yo me interpuse entre ustedes. Debía cumplir mi deber para lo que mi madre me asignó para lo que fui criada. Sé lo que querías decirme la noche antes de mis nupcias y no quise escucharte. Hoy me invade la culpa. Es por eso que no puedo continuar con esta farsa, pero la única que merece una explicación eres tú. El mundo entero me condenará, pero con tu amor sincero, mi queridísima hermana, sé que jamás serías capaz de pensar mal de mí.

Encontré mi felicidad en otro lugar, un caballero noble que me ha ofrecido su comprensión, ayuda y cariño desde hace tiempo. Él me prometió que me cuidaría, y que estaríamos bien los tres. Por fin escucharé a mi corazón y no a la razón. Iré con él, estaré a salvo. ¡No te preocupes! Sé feliz, Valentina, no permitas que nadie se interponga en tu camino. Tú eres una Hayward, perdóname por favor, y recuérdame con amor. Hasta siempre,

-Elizabeth.

―No, Lizzy, ¿qué? ¿qué es lo que hiciste?

Valentina perdió la cordura. Entró al salón, desarmó la biblioteca y buscó entre los bosquejos de su hermana. Después del bosquejo del jinete, halló unos dibujos de un caballero de ojos azules bien marcados. Bocetos sin terminar del rostro de un hombre de cara larga, joven y cabello negro. Definitivamente no eran retratos de su esposo. Buscó en los bordes y detrás de las pinturas una dedicatoria, una frase, una carta, pero no halló nada. Elizabeth había sido cuidadosa.

―El señor Brownson ―preguntó, agitada―, ¿Dónde está? Necesito hablar con él.

―El señor se marchó en la madrugada a su estudio, parece que olvido unos papeles de importantes. ¿Qué sucede, señorita? ¿A dónde va con tanta prisa?

―A Halton, no tengo tiempo que perder ―Valentina tomó su abrigo, la carta y pidió que prepararan el coche.

―¿Necesita que empaque sus cosas, señorita Hayward? El clima no es bueno para un viaje tan largo. Deberá pasar la noche en una fonda. No puede ir sola, la señora Brownson no lo permitiría.

Valentina se arregló el sombrero y dijo antes de cerrar la puerta:

―La señora Brownson ya no está aquí.

Salió a toda prisa con un carruaje rentado, la ama de llaves le dio unas cuantas monedas para que no tuviera inconvenientes en su viaje. La noticia de la desaparición de Elizabeth la había trastornado bastante, pidió que no hablara con nadie sobre lo que sabía hasta que regresará. La mujer tenía razón, los caballos no podían soportar el viaje y por el temporal los caminos se habían cerrado.

Descansó un día en una posada, tres chelines por la noche, una comida caliente y una habitación. El dueño de la posada era un anciano de mal aspecto, el lugar estaba en malas condiciones y había demasiados hombres bebiendo. Valentina no tenía miedo, si bien era fastidioso oír los piropos en el bar, tenía que mostrar una actitud fuerte y determinante. Fue así cuando un ebrio se sentó en su mesa durante la cena, balbuceando palabras impertinentes la joven no temió en golpear las patas de la silla y dejarlo caer a la burla de los demás. Terminó rápido su comida, y el ebrio todavía se esforzaba por levantarse cuando salió del bar. La mujer del posadero le sonrió maravillada por su coraje y le entregó las llaves de su habitación.

Por fortuna, la mañana fue tranquila. La tormenta había cesado y en la tarde pudieron reemprender el viaje. El coche la dejó en una calle empedrada, preguntó al guardia de seguridad por la oficina de los Brownson y la envió a las oficinas del otro lado. No había cruzado la pequeña plaza cuando John la retuvo en el camino, iba con un joven de buen porte, seguramente colega suyo. Estaba sorprendido de encontrarla en Halton, y se dio aires de grandeza creyendo que buscaba una excusa de verlo. Valentina conocía sus intenciones, le gustaba hacerse notar con los suyos. Hastiada, le contó la desaparición de Elizabeth.

―¿Desaparecida? ―repitió él, riendo―. Seguro fue de compras. ¡No te preocupes! ¡Hasta luego, señor Fox!

―¿Puedes dejar de comportarte como un imbécil? Desapareció, huyó, ella no volverá.

John se tornó serio. Valentina estaba perdiendo la paciencia. Empezaron a llamar la atención de la gente que transitaba por la plaza.

―Espérame en mi estudio, debo resolver algo y hablaremos con calma.

Entró al primer edificio y tomó asiento en un sillón gastado por los años. La secretaria le hizo muchas preguntas, era insufrible. Sabía que era cuñada del abogado, pero era de las damas de cierta edad que querían saberlo todo y disfrutaban con la incomodidad ajena.

―El señor Brownson dijo que podía esperar dentro, con permiso.

Abrió la puerta de la oficina ignorando las protestas de la secretaria.

Vaya desastre, pensó. La oficina era un caos: papeles fuera de la basura, colillas de cigarro sobre los libros y cientos de archivos desparramados en un pequeño escritorio. Caminó de brazos cruzados de un lado hacia el otro echándole un vistazo cada tanto a la puerta. Leyó los nombres de los expedientes, algunos iban por números; otros por apellido.

Hojeó con curiosidad el primer archivo: demanda de un patrono hacia una fábrica, no le parecía interesante.

El siguiente archivo decía: delegación de bienes a la señora Marshall.

¡Qué aburrido!, pensó.

Dejó caerse en el sillón, y examinó los papeles del escritorio, uno en particular le llamó la atención, llevaba el nombre de William Adams Hayward y Adelaida Beaton. Testimonios antiguos de Adelaida, la señora Rowe, y la señora Atwood. Testigos que podían probar que Adelaida no estaba en Richmonts:

―Adam Jefferson Crawford ―pronunció en voz alta, boquiabierta―. ¿Qué demonios...?

―Lamento la tardanza. ―John se paralizó al verla leyendo el archivo―, ¿por qué estás husmeando en nuestra oficina? ¡es confidencial, señorita Hayward! Podrían arrestarla.

―Déjate de formalidades ―gritó Valentina, golpeando la mesa con el papel―, ¿estás ayudando a Adelaida? Sabiendo lo que he sufrido por culpa de esa mujer. No me sorprende del señor Brownson, pero tú, ayudarás a la asesina de mi padre.

―Eso no está probado.

―¿Ah no? ¿Y entonces quien fue? Dímelo.

―No lo sé ―respondió John, quitándole el papel de la mano―. Mi padre lleva el caso, yo solo lo ayudo con algunas particularidades. La señora Adelaida no asesinó a tu padre, Valentina. Sé que estas decepcionada, pero créeme hay testimonios que lo prueban...

―Entonces, ¿por qué huyó? ―replicó―. Nadie que fuera inocente huiría.

―Estoy cansado, no quiero discutir sobre esto. ―John se tocó la frente haciendo un gesto de sufrimiento―. ¿Dónde está mi esposa?

Valentina guardó silencio. Era difícil soportar tanta ira. ¿Qué relación tenía el inspector Crawford con la inocencia de Adelaida? ¿Por qué John estaba tan seguro que era inocente? Insólito, su mejor amigo de niña el que había jurado protegerla de la crueldad de su madre defendiéndola de las acusaciones. No vaciló en entregarle la carta que guardaba en su bolsillo, la que destrozaría su orgullo y hombría.

―Elizabeth, huyó con otro hombre. Léelo tú mismo. Iré a buscar a mi hermana, puede estar en peligro.

La secretaria la saludó amablemente pidiéndole que volviera con más tiempo para tomar el té, pero Valentina salió a toda prisa azotando la puerta del estudio. Detrás oyó a la mujer hablando con John quien corrió hasta alcanzarla.

―¿Qué es esto, Valentina? ―cuestionó él, bajando el tono de su voz al percibir la mirada de las señoras que paseaban por la plaza―. ¿Escuché a mi corazón? ¿Estaremos bien los tres? Explícame.

John se desplomaba por dentro, lo conocía, quería llorar, pero era lo suficiente orgulloso para hacerlo. Su traición la había vuelto fría, no le importaba lo que sintiera.

―No lo sé, tendrá que averiguarlo usted solo, señor Brownson. Iré con mi primo, él sabrá como actuar sin que el rumor se disperse por todo el condado. La reputación de mi hermana está en peligro, pero me temo que hay algo mucho peor que la estúpida opinión de la sociedad. ―Valentina comenzó a escupir toda la rabia que estaba reteniendo―. No sé quién es ese hombre, ni que intención tiene con Elizabeth. ¡Es tu culpa! Maldito seas, ella vio cuando me besaste y pensó que estaba haciendo lo correcto al hacerse a un lado.

John permaneció cabizbajo y no habló.

―Si hubieses sido un buen esposo no se habría ido...

―Partiremos hoy mismo a Coxwell ―dijo, con el rostro hinchado por la angustia―, solo dame unos segundos, iré por mis cosas y tomaremos la primera diligencia.

―Está bien ―murmuró, quitándole la carta de las manos―, lo haré, solo por Elizabeth.

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