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Capítulo 32 - Una gacela herida

Faltaba un cuarto para las cinco de la madrugada. La doncella de Gretton le dijo que un caballero le esperaba fuera y se había negado a pasar, y que le había oído llegar cuando se levantó a encender la chimenea. Era una mañana fría. Se presumía que llovería, así que se llevó un gorro y una vieja capa de su hermana. El señor Blair la esperaba en la entrada, su rostro y manos estaban rojas por la helada.

Desde el coche avistó las pequeñas casas del pueblo de Hemfield. El granjero de una casita que estaba cerca del camino saludó a Vincent con alegría, no era la primera vez que paseaba por esos lares, pero si para Valentina. No conocía más allá de los límites del bosque de Undermoon. Fueron en una calesa, por supuesto, el viaje era largo y peligroso para ir a pie. Sintió la brisa fría del mar hacia su derecha. Algunos ya se acercaban para acampar, pese al clima, mucha gente disfrutaba de las vistas y las caminatas en la costa de Kempsey. Pensó que a su hermana le gustaría pasear por el pueblo y comer mariscos, quizá podría agendar una excursión futura junto a su prometido. Aunque, sabiendo lo mal que se llevaba su cuñado con el señor Blair preferiría que fuera una salida solo de mujeres. El mar se había quedado atrás del camino, y aun así faltaba un gran tramo para llegar al lugar de destino, Rowen Lake.

Cuando vieron a los caballeros vestidos con sus ropas de caza en la entrada del edificio, decidieron alejar la calesa unos metros más. Blair le había dicho que sería un día especial, pero que tenía que seguir sus órdenes al pie de la letra. Dentro del vehículo desenvolvió dos rifles y una bolsita que contenía una escasa cantidad de munición.

Vincent y Valentina se adentraron al bosque mientras los caballeros del club de caza se reunían. A corta distancia se podía oír la jauría alistándose, si querían tener la oportunidad de su entrenamiento sin que nadie los viera debían adelantarse. El señor Blair tenía buen conocimiento sobre los fusiles con llave de percusión. Había participado en cientos de eventos de cacería con su padre desde niño, y se destacó entre los más jóvenes por su buena puntería. Esto fue lo que comentaba a su prometida mientras ella se acomodaba para tomar el arma.

―Las niñas nunca eran bienvenidas en estos clubes de caza. En cierta forma, ninguna madre lo permitiría y no se le ocurriría jamás querer participar.

―Su padre estaría decepcionado ―se burló―. Ha revelado sus secretos a una mujer. ¡Cuanto peligro!

Vincent no pareció comprender la broma.

―Ay de mí, señorita Valentina. He perdido la cabeza, todavía no estoy seguro si sea buena idea seguir con esto. Debo admitirlo, no he conocido una mujer que tenga su osadía y no seré yo capaz de eximirla de sus deseos, por más descabellados que sean. Pero todo esto me llena de culpa y dudas.

Abrió la boca para decirle que él no era culpable y que se sentía dichosa de contar con su ayuda, pero Vincent hablaba tan rápido por la ansiedad que no la dejó hablar.

―Recuerde su promesa. Por favor, siga mis pasos. Aléjese del río, ahí se encuentran las presas fáciles y la podrían herir. Sus manos siempre adelante. ¡Déjeme mostrarle como sostener el fusil! Debe tomarlo con mucha fuerza. Vamos por aquel camino, no se tardarán en empezar.

Entonces, cargando el arma como él se lo indicó, se dirigieron al camino más alejado. A Valentina se le hacía un poco injusto asesinar un animal indefenso por mera diversión, pero su prometido le dijo que no habría forma de conocer su progreso si el disparo no daba al objetivo.

Vincent tenía la facilidad de encontrar una presa sin tener un sabueso para marcar el rastro. Estaba en su naturaleza reconocer los sonidos de los animales, conocer sus escondites y saber cuándo era necesario disparar. Observó cada movimiento, su postura, la calma en su respiración y la soltura con la que tomaba su rifle casi como si fuera una extensión de su cuerpo. Era digno de admirar, quería llegar a su nivel, aunque le tomaría mucho tiempo. Reconoció de donde provenía el sonido y disparó sin pensarlo, su tiro dio en una liebre, justo en la cabeza.

Impresionada, y a la vez asqueada por la sangre lo felicitó. Vincent le cedió su rifle, era momento de poner en práctica lo aprendido. Sin embargo, el sonido del disparo trajo consecuencias y la jauría se soltó antes de tiempo.

―No podemos dejar que nos vean. Debemos irnos, ahora.

Valentina vaciló. Había llegado hasta muy lejos para renunciar, apenas empezaba a reconocer su arma y no quería irse sin haber atrapado una presa.

―Preparé la calesa, lo alcanzaré.

Ignorando las protestas de Blair, enfiló hacia el sendero contrario. Oyó a los sabuesos dispersarse por el bosque, luego avistó detrás de los pinos a un grupo de caballeros dirigiéndose detrás de la jauría. Para no ser vista se escabulló detrás de los árboles, asiló bien el fusil y se lo colgó en la espalda. Se alarmó al oír unos disparos cerca del río. El señor Blair tenía razón, debía irse de ese sitio. Era peligroso correr, el camino de piedra estaba resbaloso y no se podía escalar. Volvió a esconderse cuando escuchó al sabueso ladrar detrás de ella. Asomándose, pudo percibir que el can estaba solo y sus ladridos se dirigían al venado que había encontrado. El animal corrió y Valentina fue tras él. Encontró su oportunidad cuando la presa descendió la velocidad. Recordando los consejos de su prometido accionó el gatillo del fusil que logró herir al animal en su pata trasera.

Afectada por la culpa, pero orgullosa de haber dado al blanco se quedó perpleja viendo huir al venado herido.

―¡Pero como! ¿¡Quién demonios eres!? ―protestó un anciano de bigote. Luego dio un chiflido llamando a sus compañeros―. Esto no quedará así. Se ha robado mi presa. ¡Atrapen a esa mujer!

Valentina echó a correr. Con el fusil en su espalda era imposible agilizar el paso, casi podía oír a los hombres gritándole a sus espaldas. Atravesó la loma con dificultad. Temiendo por su vida mientras los disparos daban hacia los árboles. Los sabuesos estaban a punto de alcanzarle. Falta poco, ya casi podía ver la acera repleta de coches. Sintió como uno de los canes rozó sus colmillos en una de sus pantorrillas. Fue en el momento justo cuando vio la calesa de Vincent frente a ella, la tomó del brazo y trepo el vehículo en marcha.

Valentina se dejó caer en su hombro.

―No puedo creerlo ―dijo él, agitado―. Eso estuvo cerca.

La calesa salió a toda marcha que por poco voló el gorro de la joven. Valentina no paraba de reír, no sabía si era la adrenalina o la gracia que le causaba la reacción del hombrecillo indignado por haber perdido su presa. Cuando dejaron atrás el departamento del club de cacería lanzó un grito de vitoreo. Vincent contagiado por su locura gritó aún más fuerte y continuaron el camino hablando de su aventura.

Cuando llegaron a las tierras de Hemfield, Valentina sintió una sensación de satisfacción que nunca antes había experimentado.

―Si no fuera por mi vanidad como su maestro, estaría usted en graves problemas, señorita.

Valentina esbozó una amplia sonrisa. Su alegría era tan grande que apenas podían verse sus ojos.

―Ha sido usted un buen tutor. ¡Gracias, señor Blair! No voy a olvidar este día.

―Tampoco yo ―agregó él, risueño―. Estoy casi seguro que el pobre anciano al que le robó su presa tampoco lo olvidará, no son cosas que pasen todos los días.

Ambos no pudieron contener la risa, ese momento era único para ambos, hacia lo lejos Elizabeth la observaba desde la entrada.

―Espero verla pronto, señorita Valentina. Descanse. ¡Ah! ¡Casi lo había olvidado! Deme un segundo. ―Vincent escarbó en su bolso y le entregó un viejo cuaderno―. Quisiera que usted lo leyera antes que lo envíe.

―Es un honor ―Valentina se perdió examinando cada detalle del cuaderno como si tuviera un tesoro en sus manos―, lo leeré esta misma noche.

Vincent le dio un beso en la mejilla, enfiló su camino, volteando cada tanto para verla. Valentina movió su mano tímidamente para saludarlo. Había pasado unas semanas increíbles junto al señor Blair. Ese día fue excepcional, pudo ser libre y vivir una aventura peligrosa, podía haber salido mal, pero ahí estaba Vincent para ayudarla. No tenía dudas que cada vez le estimaba más. Abrazó el cuaderno, y acarició su mejilla ruborizada.

―Valentina, ¿dónde has estado? ―pronunció Elizabeth, despertándola de su ensueño―. Desapareciste de tu habitación, y por lo visto no ha sido la primera vez. He tratado de ignorar los rumores de los vecinos, pero me preocupa y necesito saber lo que está pasando.

―El señor Blair y yo fuimos a una excursión en Kempsey. Quería avisarte, pero fue algo improvisado.

Caminó hasta el salón cabizbaja mientras su hermana la seguía acosando con preguntas. No quería decirle la verdad sobre su entrenamiento, eso la preocuparía más, ni tampoco quería dar lugar a otras sospechas poco decorosas. Se dejó caer en el sillón exhausta. Cerró los ojos tratando de ignorar la presencia de Elizabeth frente a ella.

―Mírame, hermana. No es mi intención censurarte, y me siento feliz por ti, pero ten cuidado. Los rumores en este pueblo se esparcen más rápido que las pestes.

―Lo sé, no te preocupes, Lizzy. El señor Blair es un caballero, de lo único que es culpable es de acceder a mis caprichos.

Elizabeth se tapó la cara con sus manos y pataleo de la emoción.

―Quiero saberlo todo, pero primero tienes que comer algo. Te espero en la cocina.

Valentina mordió sus uñas, se acomodó en el sillón y le dio una ojeada al cuaderno. Había varias palabras tachadas, pero la letra de Vincent era legible. Leyó varias páginas hasta que bajó al comedor para el almuerzo. Continuó en su lecho la atrapante historia, con tan solo un tramo de vela a punto de consumirse. Estaba obsesionada, todo era perfecto: la prosa, su caligrafía. Fue fácil empatizar con la protagonista de la historia, se le hacía sumamente familiar. Quería saber más, ¿Qué pasaría con ella? Una muchacha común y corriente, escapa de la crueldad de su hogar para convertirse en una cazadora de lobos y así salvar la aldea. Era algo peculiar que, siendo la mujer considerada como el sexo débil para la sociedad en aquel entonces, se la tomara como símbolo de lucha en un cuento de fantasía; eso convertía a la obra de Vincent Blair en algo novedoso y controversial.

Al día siguiente, después de haber visitado la iglesia de Calliesther, Vincent paseo junto a su prometida contándole los detalles que habían acordado para la boda. La ceremonia sería el martes en la mañana, no habría pastel ni un salón debido a la prisa por el casamiento. Se haría una cena con los más allegados a la pareja. Valentina estuvo de acuerdo, no tenía muchos amigos para invitar y no quería una boda ostentosa.

―¿El coronel y la señora Blair llegaran pronto a Hemfield?

―Si ―respondió él, con la voz cansada―. Supongo que su carruaje llegará el lunes por la mañana.

―¿Prefiere que dejemos de caminar? El sol está intenso esta tarde, podemos descansar un poco si quiere ―preguntó, a tan solo unos metros de Richmonts.

―Para nada, disfrutó mucho de nuestra caminata. ¿No le parece una linda tarde?

Negó con la cabeza.

―Prefiero los días nublados y lluviosos.

―También yo ―admitió él.

Vincent explicaba las emociones que le transmitían los días de primavera que solían ser donde más se daban las precipitaciones de lluvia en Hemfield, eran sus favoritos desde que había llegado al condado. Valentina lo escuchó atentamente, también le gustaban esos días. Cada tanto se perdía en sus propios pensamientos que repasaban la historia del señor Blair. Estaba fascinada, no podía creer que él escribiera tal maravillosa obra.

―Necesito preguntarle ―dijo, riendo por la cara de sorpresa de Vincent―, es sobre su libro, ¿qué son las cenizas de luna?

―¿Nunca las ha visto?

―No, en absoluto. Desearía tener ese don suyo para poder verlas, suena algo tan poético y romántico...

Vincent agachó su cabeza y se relamió antes de hablar.

―A veces hay momentos en nuestra vida donde todo es oscuridad, no puedes ver la luz.

―Lo he sentido muchas veces.

―También yo ―confesó él―. Me encontraba solo en la oscuridad de la noche, sin poder hallar la luz que me indique el camino. La luna desapareció, fue como si se hubiera quebrado en pedazos, tal como mi esperanza. Miré al cielo, y las reconocí al instante: eran cenizas de luna, pequeñas y diminutas cenizas de esperanza. Esas luces son las que me guían a casa.

No era consciente de la forma en la que lo había estado mirando en ese momento. Embelesada por su elocuencia y el encanto de cada una de sus palabras. Lo admiraba, era por eso que su pecho se hinchaba y se sentía tan ligera como una pluma escuchándolo. Podía quedarse así toda la vida, oyéndolo y contemplando su rostro agraciado. Todo de él le parecía curioso, la forma puntiaguda de su nariz, y el brillo en sus ojos color cafés cuando hablaba de su metáfora.

Vincent reparó en su atención, esto la puso nerviosa.

―Tiene mucho talento ―admitió Valentina, escondiendo su mirada. Continuó caminando en silencio hasta la entrada de la finca, y le entregó el cuaderno―: Sin duda alguna, tendrá mucho éxito. Debo admitir que ha despertado mi admiración por la protagonista: su astucia, fuerza y valor, será todo un ejemplo para muchas señoritas.

Blair sonrió a cada palabra, guardó silencio, se colocó frente a ella y le regresó el cuaderno.

―Es razonable ―dijo él, tomando su barbilla y mirándole fijamente―. He conocido a la mujer que me inspiró a escribir esta historia. Una heroína fuerte, bondadosa y valiente. Usted, mi dulce y queridísima Valentina. Usted es mi inspiración.

Vincent acarició sus pómulos prominentes y sonrosados. Sus ojos brillaban cuando se acercaba. Quería que la besara. Ya no había dudas de lo que sentía, estaba enamorada, quería ser la señora Blair y vivir en su querido Richmonts con él. Sus labios se rosaron apenas cuando el ruido de la puerta azotándose irrumpió.

―Querido, ¿Cuándo pensabas presentarme a tu prometida?

Una mujer de baja estatura, mediana edad, con un sombrero elegante bien adornado de seda azul los esperaba en la entrada. Su rostro adusto no mostraba expresión alguna. Vincent empalideció.

―Madre, ¡vaya sorpresa! No esperaba que llegará antes ―exclamó, retrocediendo―. Ella es Valentina Annie Hayward, mi prometida.

―Es un placer conocerla al fin, señorita Hayward. He oído bastante sobre usted ―dijo la mujer, con aspereza―. Entren, el coronel nos espera, tenemos mucho de qué hablar.

―¿Mi padre? ―replicó.

―Si, querido. Ya sabes que no le gustan que le hagan esperar. Entremos.

Vincent le cedió el paso a su prometida, ella quería entender que estaba ocurriendo, pero sus ojos se habían apartado.

En el salón conoció al coronel Blair, un anciano hosco, de alta estatura, vestía un uniforme del regimiento y el mismo lo adornaba con ciento de medallas. Estaba sentado fumando un cigarro cuando entró a la habitación. No se molestó en disimular su aversión por ella, siquiera se dejó estrechar la mano. Pidió a su hijo que se sentara a su lado y le ofreció un cigarro. Vincent fumaba de vez en cuando, o al menos eso decía él, no le gustaba y solía fumar cuando estaba bajo presión.

La señora Blair se había ubicado cerca de la ventana y se abanicaba con fuerza mientras miraba a la joven que permanecía perpleja en el umbral.

Hablaron con Vincent como si ella no estuviera presente, preguntaron por el inspector Crawford y porqué había abandonado la finca. Le contaron de su viaje a Coxwell como si hubiese sido un tormento. La señora Blair se quejaba de su espalda y decía que el condado era el chiquero del país. Vincent no emitía sonido, solo asentía y reía incómodamente.

Rebecca entró a la habitación para servir el té.

―Coronel Blair ―pronunció Valentina, intimidada―, si usted me lo permite quisiera enviar una esquela a mi tío y hacerle saber de su llegada. Estoy segura que le gustaría cenar con usted en Fayth Square.

El anciano hizo un gesto de disgusto con el puro en la boca y le dedicó una mirada a su esposa.

―Señorita Hayward, ¿Qué le hace creer que nos gustaría visitar a su familia?

Valentina borró su sonrisa, desconcertada por la descortesía de la mujer. La criada sirvió con lentitud la última taza de té atendiendo a la conversación.

―Me temo que ha habido un pequeño mal entendido ―pronunció la señora Blair, con cinismo―. Desde que supimos la insensatez de nuestro hijo al querer proponerle matrimonio a una chiquilla insulsa del condado como usted, nos hemos negado a darle la bendición.

Trataba de buscar los ojos de Vincent para que lo desmintiera, pero no había quitado su vista del suelo desde la llegada de sus padres.

―Disculpe, mi señora ―dijo Valentina, tratando de no derrumbarse―. ¿Puedo conocer sus razones?

―Oh, querida ―exclamó la mujer, soltando su abanico de plumas―. ¿Cuál es la sorpresa? Sabemos que su madre está prófuga de la justicia, y que su tío aceptó ser su tutor por mera compasión. No tiene usted linaje, ni siquiera tiene el apellido Hayward.

La señora Blair dejó escapar una risa, se contuvo y siguió:

―¿¡Como siquiera podríamos considerar una unión con una muchacha como usted!? Sea sensata, jamás permitiría que una sucia hijastra de una asesina se casará con mi hijo.

Valentina tomó una bocanada de aire intentando retener sus lágrimas. Rebecca dejó la charola sobre la mesa, fue hasta ella, masajeo uno de sus hombros mirándola apenada y luego enfrentó a la mujer.

―Conozco a la señorita Hayward desde que nació y puedo decirle que es una muchacha de bien. Su familia, a pesar de las tragedias que han tenido que soportar, han sido buenos conmigo desde que puse un pie en esta casa. No tiene usted derecho a calumniarla de esta manera.

Estaba absorta, la criada a la cual había acusado de asesina la estaba defendiendo de la vanidosa esposa del coronel. La señora Blair perdió el juicio, se levantó y le propino una cachetada a la mujer.

―¡Insolente! ¿Se le olvida a quien sirve usted? Debería ponerla en la calle ahora mismo.

―No es necesario, madame. Renuncio. ―Rebecca se quitó el delantal y lo arrojó contra la señora Blair.

El coronel Blair dejó su puro a un lado para calmar a su esposa. Por primera vez en esa tarde se dirigió a Valentina.

―¿Pero qué clase de servidumbre es esta? Y tú muchacha, ¿qué haces todavía aquí? ¿qué es lo que quieres?

―Padre, suficiente ―reaccionó Vincent, trastabillando ante su formidable figura.

―¿Te parece suficiente? Sé un hombre, y acaba con esto ya. Debería darte vergüenza, abandonaste el regimiento por influencias de esta mujerzuela. Tu madre y yo no toleraremos que persistas con este compromiso, de lo contrario, lo perderás todo. ¡Válgame el cielo! ¿Cómo un hombre, mi muchacho, el que yo crié se ha hecho ideas de vivir de la escritura y manchar el apellido Blair? ¡Has abandonado el regimiento del general Findley! ¡Me has deshonrado!

Con cada palabra Vincent se volvía más pequeño, no tenía la fortaleza para enfrentarlo, por un instante sintió lástima de él, pese a sus mentiras, y le recordó a esa antigua Valentina que solía hundirse con las palabras de su madrastra.

―El señor Blair será un excelente escritor, tiene mucho talento y posee el alma de un artista, algo que ustedes nunca podrán entender.

Los ojos de Vincent se llenaron de lágrimas.

―Suficiente, ya no quiero oír a esta niña.

―Hijo, querido ―continuó la señora Blair, con aire compungido―. ¿Qué te han hecho? Has perdido los deseos de grandeza, todo lo que soñamos por años. Eso no es verdad, ningún Blair puede ser un artista. Has sido educado para servir a nuestro país, para la grandeza de un soldado y en un futuro sucederás el renombre de tu padre.

Vincent estaba afectado por lo sucedido, parecía que las palabras de la mujer lo herían cada vez más. La señora Blair miró a Valentina con desdén y le gritó:

―Desengáñate de esta mujer que no ha hecho más que embrujarte y engañarte con sus ideas, esta mujerzuela no merece que renuncies al amor de tus padres.

―No toleraré ni un minuto más de sus injurias ―exclamó Valentina, hastiada―. ¡Con su permiso, mi señora!

Todavía podía oír los gritos suplicando que se quedará. Había jugado con sus ilusiones sosteniendo la mentira de un falso compromiso, una unión sin la bendición de los padres del novio no podía ser. Para colmo, había permitido hacerle dudar de la palabra de su hermana mayor quien le había advertido de sus artimañas. La señora Blair era una mujer cruel, llena de avaricia y prejuicios con aquellos que consideraba de menor posición que ella. El coronel Blair tenía sus mismos principios, el dinero y el poder era lo único que les importaba. Era difícil entender como Vincent podría tener esa sensibilidad para el arte con unos padres como ellos, pero él era experto en engañar. El amor que le tenía la cegó para no poder verlo al principio, creyó en él y en sus artífices palabras.

Corrió por el bosque, herida como esa gacela a la que le disparó. Sin fuerzas, pero tenía que escapar por su vida, por su orgullo. Tal vez no lo había planeado así, pero la vida se encarga de decidir, o eres el cazador o eres la presa. Era indiscutible que Vincent sabía cómo encontrar a sus presas, por eso debía huir de él.

Las nubes cubrían el radiante sol, los pajarillos escapaban ante su presencia y se movían por todo el bosque. El lazo de su cabello se enredó con una de las ramas, se desarmó la trenza y siguió corriendo. En cada suspiro podía oírlo pronunciando su nombre, cada vez estaba más cerca. Se desvío del camino tratando de perderle el rastro. Tuvo que atravesar el camino de campanillas de invierno, a simple vista parecían copos de nieve que adornaban el prado.

Recordó con amargura todas las palabras que la habían herido. Estaba cansada, se había quedado sin aliento, ya no podía correr. Dejó caerse y sollozar hasta que pudiera deshacerse del dolor. Escuchó los ruidos de los zapatos del señor Blair haciendo crujir las ramas. Recordaba el sonido de sus pisadas, como la noche que la había descubierto merodeando en Richmonts.

―¿¡Quién eres!?

―Vi-Vincent Blair ―tartamudeo él.

―No ―gritó ella―. Usted es un embustero. ¿Quién es usted en realidad?

―Permítame explicarle, se lo suplico, señorita Valentina. Sé bien que no soy digno de su perdón, pero no podía decirle la verdad. No podía perder a la mujer que amo.

Valentina continuaba dándole la espalda aferrada a la corteza del árbol.

―¿Todo fue una mentira? ¿El libro? Todo lo hizo para despistarme, para que nunca supiera la verdad. ¿Qué pasaría cuando llegara el día de la boda? ¿Qué haría? ¿Cómo justificaría la ausencia de su familia? Me abandonaría frente al altar porque no podría sostener el engaño.

―Jamás le mentiría sobre mis sentimientos ―expresó él, tomándole la mano―. Todo lo que he dicho, lo que hemos pasado, todo fue verdad. No permita que las palabras de mi madre la hagan pensar lo contrario.

Apartó sus manos y comenzó a caminar aturdida.

―Emma quería protegerme de usted ―pensó en voz alta―. John sabía que era un farsante, aposté todo por usted, le creí antes que a mi familia. ¿Cómo pudo ser capaz? ¿Cómo?

Vincent asumía su culpa, agachó su mirada y temblando suplicó perdón. Valentina se quitó el anillo, lo enfrentó tratando de recobrar las fuerzas para no ceder.

―No puedo ser su esposa, señor Blair. Me ha mentido, ha herido mi orgullo y no seré capaz de cometer una locura. Su madre tiene razón. Jamás será posible que alguien como yo se una a su familia.

―Valentina, ¡por favor! Perdóname ―masculló―. Usted me dio la fuerza y el valor de vivir mis sueños. No me odie. Quédese, por favor.

Vincent sollozó, oprimió con fuerza el anillo que ella le entregó y se dejó caer de rodillas. Tenía que aceptar la decisión por más que le doliera. ¿Cómo volvería la confianza que había perdido?

De repente, volvió a su memoria el momento en que la dejó sola en Harvey hall, recordó ese rencor que le embargó y como el tiempo convirtió el rencor en amor.

―Estamos destinados a odiarnos, y no pretendo burlarme del destino.

No volteó a verlo, solo caminó hacia adelante, deseando así también poder dejar a Vincent Blair y todo lo que sentía en el olvido. 

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