Capítulo 18 - La carta.
No tenía planeado pasar el último fin de semana de abril en Harvey hall, pero no podía negarse a la invitación de su buena amiga. Por fortuna, Adelaida estaba de buen humor y dejó que cogiera el coche para llegar a Northley a tiempo. Esto tomó de sorpresa a Elizabeth y Emma, que en cierta forma deseaban volver a la mansión de los Price, pero la invitación estaba expresamente dicha en la carta para la señorita Valentina Hayward.
—El almuerzo fue exquisito —expresó Valentina, apenas salieron hacia los jardines—, ¡gracias por la invitación, señorita Catherine!
—No tiene que agradecer, queridísima amiga. —Adelantándose a su paso y con tono de incomodidad agregó—: Lamento la actitud de mi hermana Emily. No la culpe, ¡por favor! Ha tenido un malhumor desde que llegó una carta de Londres esta misma mañana.
—¿Ha recibido malas noticias?
—Muy malas me temo —se lamentó Catherine—. Parece que la señora Blair no está contenta con las amistades que tiene su hijo y eso la tiene bastante preocupada. Emily tiene alto estima por la señora Blair, me figuro que es algo mutuo. Siendo honesta esta noticia podría arruinar su buena relación.
—No comprendo, Catherine. ¿De qué se le acusa a la señorita Price?
—Entonces, ¿no lo sabe? —inquirió ella—. Bueno, para empezar el señor Blair ha rechazado un puesto en el regimiento de North Heddleston. La señora del general Findley lo comentó al salir de misa, y desde ese día el pueblo entero no ha dejado de hacer conjeturas sobre semejante imprudencia.
No estaba de acuerdo. Conocía la opinión del señor Blair sobre enlistarse al regimiento meramente por devoción a su padre. Estaba lejos de ser lo que él deseaba, y nadie tenía derecho a cuestionarle. Aun así, el asunto que involucraba a la señorita Emily seguía siendo confuso.
—¿Ustedqué opina, señorita Valentina? —continuó Catherine, librándola de sus cavilaciones—. No tenga miedo de expresarse. Lo que ha hecho el señor Blair no es poca cosa, ha deshonrado a su familia, y el renombre de su padre. ¡Ah! Pobre Emily. Es injusto que se le acuse de esa manera, ni en mil años podría imaginar que ella incitara a cometer semejante imprudencia. Por el mero cariño a la señora y al coronel Blair. Jamás se atrevería. Además, en la condición que se encuentra ahora el señor Blair, sería casi imposible unirse en matrimonio como ella lo desea.
—¡Tranquila, Catherine! Nadie puede acusar a la señorita Emily sin una sola prueba. El señor Blair es un hombre maduro, estoy casi segura de que nadie ha influido en esta decisión...
Con estas últimas palabras trajo a su mente una idea que la dejó atónita. El tan solo creer que fuera posible le parecía una tontería, pero los hechos coincidían a la perfección con sus sospechas.
—Tan solo espero que pronto se olvide el asunto. Es algo reciente, lo sé. Un pueblo tan pequeño como Hemfield se alimenta de los escándalos. ¡Ah! No dejo de pensar. Si Emily no ha visto al señor Blair desde el baile como dice, y como su hermana, confió en su palabra. ¿Quién podría ser esa dama misteriosa?
—¿Por qué esta tan segura que fue una dama? —cuestionó Valentina, cortando los pétalos del ramillete de flores—. Digo, el señor Blair es un caballero de muchas amistades, ¿no cree que pudiera haber sido algún amigo suyo?
—No. La misma señora Findley lo ha dicho: "Ningún muchacho se atrevería a cometer una imprudencia de esa clase de no ser por estar ligado a los encantos de una mujer".
Valentina sintió el peso de la culpa. Sus pies estaban inquietos, caminó con más prisa y llenó a su amiga de preguntas. Quería saber con detalles todo lo que sabía.
—¿Cree entonces usted que el señor Blair tiene un compromiso con aquella dama? —preguntó ella, con énfasis.
—Por supuesto.
La convicción de Catherine le inquietaba.
—Creo firmemente que el señor Blair no es ningún mentecato. Para haber actuado con tal insensatez no pudo tratarse del consejo de una dama ordinaria. Debe ser su prometida, si, ¡es seguro! Por eso ha evitado las invitaciones a cenar en Harvey Hall. Ahora tiene sentido.
Valentina asentía a cada una de sus afirmaciones, aun teniendo tantas ideas contrarias en su mente.
—Bien, no podemos juzgar a un hombre enamorado —continuó ella—. Después de todo, ¿Quién no ha cometido una locura por amor?
Cuando Catherine dejó este asunto a un lado volvió a recobrar el aliento. ¿Cómo podría explicarle a su amiga que había sido ella quien aconsejó al señor Blair a cometer ese disparate? Estaba absorta. Recordando este momento sintió el férvido calor sobre sus mejillas. No era justo tomar responsabilidad por algo de lo que no estaba completamente segura. Quizá, se había apresurado a sacar conjeturas y dejarse liar por las habladurías. Pero, sin duda, le era difícil controlar sus pensamientos conociendo la relevancia que había tomado el asunto, que incluso había llegado a oídos de la familia Blair.
—¿Está bien, señorita Valentina? Le parece que nos detengamos. Me preocupa el color que tiene su semblante. El sol me produce picazón, ¿a usted no?
—Estoy a gusto aquí, pero si usted necesita descansar no me opondré.
Dicho esto, Catherine envió a que trajeran bebidas frescas y unos manteles a la glorieta. Ya reconfortadas con su refresco en mano la doncella interrumpió el descanso con una noticia para su señora.
—Me envían a informar a la señorita Hayward que el cochero ha llegado a las cuatro como usted lo pidió y está listo para partir tan pronto como usted lo disponga.
Valentina dio un respingo que casi vierte el jugo sobre su pecho. Debía haber un error, el cochero no se presentaría antes de las cinco y media.
—¿Cómo? Se va tan pronto. ¡Ah! Que lástima, tenía tantas ganas de continuar nuestra conversación.
—No recuerdo haber solicitado al cochero en ese horario. Debe haber un malentendido, hágale saber a George que no necesitaré el coche hasta más de una hora. ¿Sería tan amable de enviarle mis disculpas por la confusión?
—Como usted lo ordene, señorita.
—¡Ah! Que alivio, mi amiga —expresó Catherine, palpando su mano—. Tendremos más tiempo para conversar.
En el medio de un inquietante silencio que se produjo cuando Catherine servía la limonada Valentina tuvo la necesidad de aclarar lo que sabía del señor Blair. Sin la certeza de hacia donde la llevaría este dialogo comenzó relatando desde el día que le fue presentado en el baile y a todo lo que le siguió.
—¡Ah! Lo recuerdo, señorita Hayward —interrumpió, acomodando el mantel con delicadeza antes de dejar su copa—. Fue una velada grandiosa para todos. Usted tuvo la suerte de tener el cuarto baile. El vals fue una maravilla. El señor Blair es tan bueno en la danza. ¡Qué suerte ha tenido! Le solicité a mi padre que fuera por el mejor bailarín del salón y no podía escoger a otro caballero.
—¿De qué habla? —inquirió ella, desilusionada—. ¿El señor Price le ha obligado a bailar conmigo?
—¡Oh, no! He hablado demás. ¡Claro que no fue así! No piense usted de esa forma. El señor Blair le tiene estima, a usted y su familia. —Catherine agregó estas últimas palabras en un tono más apocado—: Pues, supongo que sin el aliento necesario no hubiese usted pasado una maravillosa velada, ¿no cree?
Valentina asintió. Catherine se mordió los labios y dejó caer sus manos.
Se sentía tan ingenua al creer que el señor Blair la había escogido como pareja de baile por propia voluntad. ¿Qué podía tener que le hubiese alentado a acercarse a ella? No existía ningún interés. No habían hablado en toda la velada. Todo había sido obra de Catherine que, sin malicia alguna, quería que su amiga tuviera un compañero de baile. Ese vals que había sido tan especial era una farsa. ¿Por qué le importaba tanto tener la atención del señor Blair? ¿Cómo no haberlo previsto? Si el mismo caballero le dejó plantada en la pista de baile sin felicitarle, ni con el ademán de escoltarla hasta el comedor.
Volvió a la situación de Blair y su renuncia al regimiento. Ya no tenía por qué preocuparle. Estaba claro que no fue ella quien alentó este comportamiento. Si, ella le dio un consejo; sin embargo, podía existir otros motivos que le retuvieran. Tal como los rumores de aquella dama que le había animado a quedarse.
La doncella regresó más agitada que antes. Decía que el cochero no aceptaba las disculpas, y continuaba insistiendo en el horario de partida. Valentina no quiso irritarse con la empleada, pidió que enviaran a George. Este se encontraba del otro lado del umbral. Sin demoras, caminó hacia ella tan ufano que le dio la impresión de que no se trataba de la misma persona que la había acompañado durante el viaje a Northley. En un panorama más próximo notó que sus sospechas eran ciertas. El supuesto George llevaba una barba larga, un traje desaliñado y una levita más ancha que su cuerpo. Catherine le miraba tan patidifusa como ella.
—Estoy a sus órdenes, mi señora —dijo él, con un acento exageradamente falso.
Valentina se cubrió la boca para que nadie notará su risa. No podía no haber reconocido las imitaciones del embaucador de Thomas James. Era increíble su descaro por aparecerse en los lugares menos inesperados. Si bien ella sabía de qué se trataba, Catherine parecía asustada por la presencia del joven.
—Señorita Valentina, ¿está usted segura que su cochero es de fiar? —masculló.
—¡Oh! Si, George es casi parte de la familia.
Thomas seguía metido en su personaje pese a que oía bien los comentarios.
—Es que me da mala espina. No me agrada su aspecto, y su olor... ¡Oh, dios! Le puedo conseguir otro carro, y puede quedarse más tiempo si usted quiere.
Valentina se negó. Thomas no se quedó callado.
—Señorita, ¿está usted lista para partir? Su madre la espera.
—¡Cuánta insolencia! Por favor, querida, permítame que la lleve uno de mis cocheros.
Conteniendo su risa fundió a su amiga en un abrazo y le agradeció por su hospitalidad. Así, marchó escoltada por su falso cochero. Este no dio riendas fuera de Harvey hall sin antes tener la audacia de dedicarle un gesto a la señorita Catherine.
Lejos de la alameda se quitó su barba falsa y destapó al sabueso que se escondía en el estrecho espacio del pescante.
—¿Podías haber enviado un recado antes? —reprochó.
—Se trata de una emergencia, y tú... prometiste ayudarme con esto, ¿lo recuerdas?
—Nunca olvido una promesa. Al menos hubieses actuado con un poco de decoro. ¡Has asustado a la pobre de Kathy!
—¡Bah! Esa niña rica no ha conocido los encantos del buen George... —expresó Thomas, apresurando al animal con la fusta.
—¡Cuidado! —gritó Valentina, asilándose de los adrales del faetón—. Nos vas a matar.
—Tranquila, preciosa. Sé lo que hago. Debemos llegar a Abbershine antes de las cinco. Recibí información sobre el señor Lavie.
—Eso está a más de tres horas de aquí...
—Serán dos horas —corrigió Thomas, con picardía—. ¡Agárrate fuerte!
Tal así fue como llegaron al pueblo de Abbershine un poco más de cinco millas de Northley. Valentina quiso saberlo todo sobre su plan, pero él estaba demasiado ocupado buscando el nombre de la calle que le había indicado el jornalero.
—¿Qué has hecho con el señor George? ¡Por dios dime que está bien!
—Ya te dije. Él está bien, dimos un paseo y creo que se hizo unas buenas migas en la margarita flotante.
Valentina ladeo la cabeza. Contempló los edificios del vecindario. No había visto semejante caserón en ningún sitio del condado. Estaba muy lejos del ajetreo y el humo del Grassborg.
—Esta debe ser —espetó él, animado. Se acomodó el sombrero, y se apresuró a tocar.
—Espera, Thomas. ¿Qué es lo que le dirás?
Antes de que se lo pensara, el mayordomo abrió la puerta. Thomas estaba helado, así que Valentina respondió por él.
—Venimos para una entrevista con el señor Lavie, ¿se encuentra él en casa?
—Me temo que no señorita...
—Entonces —dijo Thomas, animado—, ¿sería posible esperarlo hasta que regrese?
El mayordomo abrió los ojos y se pellizco los guantes antes de quitárselos. Era un hombre alto, canoso y de buen porte.
—No será posible de ninguna forma —expresó acariciándose el bigote—. El señor Lavie ha partido hacia su ciudad natal en Beauvais hace varios meses. La casa se encuentra ahora bajo órdenes del señor Harrison Lavie y familia. ¡Si me disculpa!
—¡Espere! —expresó Thomas, sosteniendo la puerta—. Hace unos años un niño llamado Oliver James vino hasta su puerta por trabajo. El señor Lavie lo ha tenido bajo su custodia por un año. Él desapareció...
—¡Lamento oír eso! —dijo él, con la misma expresión gélida—. No hay nada que pueda hacer yo por ustedes.
Valentina perdió la paciencia. Fue contra sus principios y se metió a la casa, ni siquiera Thomas lo habría previsto. El mayordomo enloqueció de nervios. Buscó la forma de detenerla, pero ella ya había llegado hasta el salón. No había nadie dentro. Era un sitio bastante amplio, contemplando la magnitud de la vivienda podría decirse que era la habitación más grande. El salón estaba bien abastecido de armas de casería. Un imponente tapete de oso pardo bajo la chimenea y una colección de animales disecados, solo tuvo oportunidad de examinar una de las vitrinas. Esta llevaba en su inferior una lámina grabada que estaba a punto de desprenderse del roble.
—¡Por favor! No me obligue a llamar a las autoridades. Le suplico que se retire.
Thomas le animó a salir antes de que la situación pasara a mayores. Ella estuvo bien predispuesta a irse habiendo logrado su cometido. Pese a que él no entendía lo que ocurría pasó a explicarle.
—Lo tengo —exclamó Valentina, orgullosa—. Si Oliver servía al señor Lavie con la tarea de entregar recados debemos saber quiénes han sido ellos.
—¡Excelente idea! —celebró él, vacilante—. Avísame cuando pierdas la cordura y quieras meterte a la casa de un ricachón. ¿Has perdido la razón, muchacha? No podemos volver a este lugar. Creo que no te gustará para nada pasar la noche en un calabozo.
—¡Tranquilo! No es necesario regresar. Te lo explicaré, es simple. El señor Lavie es un aficionado a la caza. ¿Dónde más podría hacer amistades? ¡Exacto! Un club de cacería. —Sacó la lámina de su manga y añadió—: La comunidad Goldfish.
El rostro de Thomas expresó todo su asombro.
—Debemos lograr dar con alguno de sus miembros —pensó él, en voz alta—. Solo así encontraremos a quien se llevó a Oliver.
—Será como buscar una aguja en un pajar, pero lo encontraremos...
Thomas que manejaba el coche muy sereno de camino a casa, se detuvo antes de la manzana de Wallet Crescent. Había sido una tarde extraña. Casi había olvidado el mal rato que pasó en Harvey Hall y los asuntos del señor Blair. Estaba entusiasmada. Abrazando esa nueva actitud suya, sin miedos y bien determinada. Le gustaba la aventura, ser libre por una tarde, y ayudar a su nuevo amigo.
—Es mucho más de lo que pude obtener en casi diez años, Valentina —dijo Thomas, conmovido—. Sé que no me he mostrado muy positivo en este viaje, pero no podría haberlo hecho sin ti. ¡Gracias!
Valentina bajó la cabeza con modestia.
—Te prometí que te ayudaría y no voy a parar hasta que encontremos a ese desgraciado.
Dicho esto, se bajó del coche y caminó hasta el edificio; no sin antes advertir a su amigo sobre las consecuencias que tendría si no devolvía el vehículo a su dueño.
Apenas entró, se dejó caer en su cama. Sonrió al recordar sus aventuras. No quería volver a pensar en el señor Blair, así que cerró los ojos. Cuando escuchó las risas de Elizabeth en el salón, no fue capaz de contener su curiosidad. Se levantó de la cama y enfiló hacia las escaleras.
Desde el umbral pudo verla regocijándose por el obsequio de su prometido. Él contemplaba el brillo que irradiaba la joya en las delicadas manos de la joven. No supo cómo reaccionar. Hubo un tiempo que no lo habría soportado. Siendo honesta era mejor así, Elizabeth no se merecía otro disgusto. John parecía haber olvidado la idea de fugarse e hizo lo correcto. De a poco se acostumbraba a la idea, él sería el esposo de su hermana.
Dio la vuelta y siguió su camino tratando de no hacer ruido.
—¿Eres tú, Valentina? —preguntó Elizabeth—. Ven, querida. No te quedes ahí afuera.
—Lo siento, Lizzie —espetó ella, cohibida—, no quise interrumpir.
—No tienes que disculparte. Ven aquí, siéntate. Tengo algo que mostrarte.
Estiró su mano dejando ver el anillo de diamantes.
—¡Vaya! Tiene un gusto exquisito para la joyería, señor Brownson.
John le agradeció con apatía, y añadió tomando la mano de su prometida:
—Es una de las mejores joyas de la ciudad, supe que a la señorita Elizabeth le gustaría.
Valentina sintió un sabor amargo en sus labios. Se levantó de un salto, y elogió con efusividad el anillo de su hermana.
—¡Oh, Valentina! No te vayas. Estaba a punto de mostrarle mis bocetos al señor Brownson y quería que los veamos juntos.
Elizabeth tenía mejor aspecto. El tratamiento le había ayudado bastante a su condición. No había rastros de los síntomas y la abulia que padeció días atrás, aunque, había que estar atentos a que los desórdenes durante el sueño no regresaran. Con mucho entusiasmo fue a la vitrina en busca de sus dibujos. Sin poder hallarlos se dirigió hacia el librero donde tropezó y dejó caer casi la mitad de los libros del segundo anaquel.
—¡Lizzie! ¿Estas bien? Deberías tener más cuidado —protestó ella, recogiendo las hojas y los libros.
John la ayudó a levantarse.
—¡¡Ay, Valentina! No me regañes —se burló Elizabeth—. Deja eso, nos ocuparemos más tarde. ¿Por qué mejor no nos acompañas a dar un paseo?
A Valentina no le hacía ninguna gracia. Mucho menos cuando encontró en su cuaderno un dibujo bastante inusual. Generalmente los retratos de su hermana se volcaban a los animales, flores y toda la belleza de la naturaleza. Este era un boceto remarcado con grafito que representaba a un jinete en medio de una oscura ciudad. En la siguiente hoja se encontraba el mismo personaje, persiguiendo a una doncella de vestido blanco. Claramente tenía relación con lo que ocurrió esa noche. Elizabeth no lo había borrado de sus recuerdos.
—No, estaré ocupada —respondió, turbada—. Los alcanzaré luego...
—¿Estas bien? —preguntó Elizabeth, desconcertada.
Ella asintió, guardando para si las emociones que le causaba ver esos dibujos. Elizabeth y John no retrasaron ni un minuto más su paseo. El silencio fue un alivio. Sin la incómoda presencia de John Brownson ni la tenacidad de su hermana para hacerla partícipe de sus actividades. Recogió los bocetos que faltaban para así guardarlos en la libreta. Era casi seguro que Elizabeth no era consciente de la historia que escondía esos garabatos. Finalmente, colocó los últimos libros en el anaquel.
Ya todo en orden se disponía a dejar el salón cuando vio el sobre que se había pegado a la suela de su zapato. Lo había olvidado por completo. Era el sobre que ocultó de su madre. ¿Debería volver a guardarlo en el libro? Por un momento ese insignificante papel se apoderó de su mente. Repasó cada letra que componía el nombre de su padre en el sobre una y otra vez. No soportó. La curiosidad era su debilidad. Lo desplegó. Encontrándose con una breve esquela, un papel antiguo y doblado a un centímetro demás de la mitad. Lo leyó con el afán de encontrar una prueba para el misterio:
«Querido William,
Le escribo esta carta porque ya no puedo ocultar la verdad. Antes que usted regrese a Richmonts debo confesar algo muy importante. Lamento no haber sido capaz de decirlo antes, pero espero que usted pueda entender que esto no ha sido fácil para mí. Hace unos días decidí hacer una visita al médico. Tal parece que las dolencias que aquejaban a mi cuerpo tenían una simple razón. Estoy embarazada. Sé que nunca podremos estar juntos como quisiéramos y me duele saber que este niño crecerá lejos de su padre. ¡Pobre criatura inocente! No sabe cuán arrepentida me siento. Sabía yo que usted ya tenía una familia, siento pena y vergüenza por las niñas y la señora Hayward que ha sido tan noble al dejarme entrar a su casa. Por eso, hoy mismo presentaré mi renuncia y con el dolor que llevo en mi ser partiré de Hemfield lo más antes posible.
Deseo con todo mi corazón que esta carta llegue a usted sin intermediarios. Ya no quiero seguir causando más daño a su familia. Solo espero que algún día esta criatura que crece en mi vientre pueda encontrar a su padre, y sea capaz de perdonarme por no ser lo suficiente fuerte.
Tuya siempre, Rosemary Field»
Sin duda, el contenido de esa esquela había sido una gran revelación. Había crecido con una falsa idea de su progenitor. Primero la enfermedad, una farsa creada para ocultar el deshonor que logró desmentir por mérito propio cuando encontró ese fragmento de una carta de suicidio.
¿Quién era Rosemary? ¿Qué ocurrió con ella y su hijo? Había varios cabos por unir: Una traición a su esposa, la muerte de su amante, un hijo bastardo, ¿un suicidio? Todo había quedado sepultado con William Hayward hasta ese día.
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