Capítulo 14 - El jinete
Durante la fiebre de las fiestas la ciudad de Grassborg adornó sus puertas con lirios blancos. En las esquinas se podía oír la cantinela de los vendedores de panecillos de Pascuas. Emma estaba bien entretenida en su caminata. La llegada de la primavera traía alegría al pueblo. Para Valentina fue diferente. Sin poder liberarse de las sensaciones con las que había despertado a causa de su pesadilla, consultó a su hermana de inmediato.
—Siento como si esa mordida hubiese sido real —confesó, rascándose el brazo—. Y ese sitio se me hace tan familiar, podría creer que tiene relación con...
—¡Detente! —espetó Emma—. No lo menciones. Pensé que ya lo habías superado, Valentina.
—También yo. —Recordó esa escena espantosa en el granero y sintió escalofríos—. Pero cuando veo sus ojos, siento miedo. Aunque no sea real.
—Tú misma lo dijiste, no es real. Todo está en tu mente, y ya dejemos de hablar sobre ello...
Parecía como si Emma se burlara de sus miedos infantiles. Pero nadie más que ella sabía lo que había visto dentro de los corrales de Greenwalls.
La caminata continuó en silencio. Dieron la vuelta a la derecha y continuaron el camino por la acera. Justo en la esquina de Ribble Street donde se ubicaban las mejores tiendas, entre ellas, la pastelería del señor Elliot.
—¿Recuerdas cuando de niñas pintábamos huevos con la tía Edith?
—Sí, y luego nos lo comíamos y Adelaida se enfadaba por no compartir con Elizabeth.
Emma soltó una carcajada.
—Mi momento favorito de las Pascuas.
Después de comprar los ingredientes necesarios en el mercado cruzaron por el paseo de los aldeanos tratando de acortar el camino a casa. Casualmente del otro lado avistó a los dos caballeros del baile en Northley. Sir Henry pareció haberlas reconocido, pero no las saludó hasta que Emma lo hizo primero. Con un ademán con el sombrero Vincent Blair correspondió al saludo de las Hayward.
Valentina resopló, y apartó su mirada de ellos.
—¿Qué opinión tienes sobre el caballero que acompaña a sir Henry Lamber?
—¿El señor Blair? —Se detuvo en un puesto de frutas. Lo miró de reojo fingiendo estar ocupada examinando la mercancía—. No lo sé, no lo conozco.
Valentina entregó dos peniques al vendedor y siguió su caminata.
—Según oí, es hijo del coronel Blair y se espera a que se una al regimiento a fines de julio como su padre. ¿No te parece extraordinario que una persona como él haya decidido trasladarse a nuestro querido Richmonts?
—No —profirió ella con aspereza—. Honestamente no me complace.
—¡Ay, queridísima Valentina! Deberías reconocer su encanto. Tu misma has sido una de las pocas afortunadas en bailar con el señor Blair. No creo en la posibilidad de que te hayas formado una mala opinión de él.
—Puedes decir lo que tú quieras. A mí no me agrada. Es rico, ¡sí! Pero también arrogante, grosero, desagradable y un poco...
—¿Atractivo?
—¡¡Cierra la boca, Emma!! —protestó Valentina, sonrojada—. Jamás me expresaría de tal forma respecto a ese joven. ¿Atractivo? ¡Bah! ¡Qué tonterías dices!
Pronto vio que los caballeros desaparecieron de la acera. Eso le sugirió que habían cruzado la calle y se dirigían hacia el otro lado del puente. Por más que Valentina agilizará el paso se unieron a ellas al final del recorrido.
Emma adoptó una actitud más formal al toparse con sir Henry. Este, hizo sus comentarios sobre el clima y la monotonía de la ciudad. Entre tanto, Vincent se ubicó detrás como un auténtico chaperón, su humor parecía complementarse con el de Valentina; ella, irritada; él, abochornado.
—¿Necesita ayuda con eso? Podríamos encargarnos. —Sir Henry codeó a su acompañante.
—Le agradezco, sir Henry, pero no quisiera que se tomara semejante molestia.
—¡Ah! No, absolutamente no. Será un placer. Blair, ¡no te quedes ahí parado! Ayuda a la señorita Hayward con esas bolsas.
En un ademán de este por recoger las bolsas Valentina lo apartó su mano con indiscreción.
—Puedo sola, ¡gracias!
Vincent se encogió de hombros y continuó caminando a la par.
—¿Se quedará más tiempo en la ciudad? —indagó Emma.
—¡Lo dudo! Será una visita breve. El tiempo corre, señorita Hayward. Las clases inician a finales de abril, y no puedo continuar abusando de la hospitalidad de mi querido primo.
—¡Oh! —declaró, desilusionada. En un momento de silencio agregó—: Bien, pero... usted no puede partir sin antes haber cenado en Wallet Crescent con nosotras.
Su acompañante era de pocas palabras, y a ella no le interesaba iniciar una conversación. Tanto él como Valentina notaron los nervios de Emma que habían afectado a su lengua.
—Me refiero por supuesto, a que no puede marcharse sin haber probado la tarta de fresas de Valentina. ¡Es una receta familiar!
—Suena delicioso —acotó sir Henry.
—¿Qué le parece el viernes? —inquirió Emma, ansiosa.
Él consultó a Vincent antes de responder.
—El viernes en la tarde me parece perfecto.
Aún más cohibida por el silencio, Emma se volvió al otro caballero que estaba demasiado apartado de la conversación.
—¿Tendremos el placer de contar con su presencia, señor Blair?
—Temo que no será posible —se disculpó Vincent—, estoy obligado a otros compromisos, pero sin duda, estaré ansioso por probar esa tarta cualquier otro día. Si la señorita Hayward no tiene inconvenientes...
Emma le aseguró que no era alguna molestia y buscó ratificar sus declaraciones con ayuda de Valentina.
—¡Ninguna! —expresó ella, con leve ironía. Tras percibir el coche del doctor McDowell transitando por Hade road se aproximó hasta él mismo con completa ansiedad por conocer el motivo de su visita—. ¡Buenos días, señor! ¿Viene de Wallet Crescent?
—¡Buenos días, señoritas! Así es.
—¿Se trata de nuestra madre? ¿Le ha ocurrido algo grave?
—¡Gracias al cielo no, señorita Emma! Me figuro que la señora Hayward querrá explicarles ella misma. Si me disculpan, debo ir por el boticario.
El doctor McDowell dio riendas a su calesa sembrando la intriga. Se despidieron de los caballeros así sin más. El señor Blair ofreció su ayuda, pidiendo encarecidamente que lo mantuvieran al tanto de las circunstancias. Emma acogió de buen modo su generosidad. A diferencia de Valentina que le prohibió totalmente a su hermana dejar que se mezclase con los asuntos familiares.
Cuando llegaron la misma Adelaida las estaba esperando en la entrada, jamás la había visto tan preocupada.
—¡Es Elizabeth! Se descompuso esta mañana... —explicó tras cerrar la puerta.
La encontraron reposando en la habitación de su madre, se veía tan frágil tan diferente a la Elizabeth risueña que avivaba a todos con sus ocurrencias y cantos incesantes. ¿Pero qué había ocurrido con ella? Si hace unos pocos días gozaba de buena salud. Valentina tenía sospechas. Esa misma madrugada cuando despertó a causa del mal sueño notó que Elizabeth se encontraba fuera de la habitación. No tardó en comentárselo a Emma. Ella se apresuró a sacar conjeturas lo que provocó la furia de Adelaida.
—No voy a permitir que mancilles el nombre de mi hija —vociferó Adelaida, retorciendo la manga del vestido de Valentina. Ante a las protestas de Emma terminó por soltarla y salió de la habitación profiriendo insultos.
Afectada por la agresividad de la madre no quiso volver hablar del asunto. Ninguna habló hasta la cena donde Adelaida se mostró más calmada que en el día, aunque su impasibilidad para con la hija menor seguía intacta.
Los recuerdos regresaron como fantasmas en la noche, apoderándose de sus miedos, habitando en los sueños haciendo de la luz, oscuridad. A veces se mezclan con la realidad sin permitir la lucidez ni conocer cuando ha de despertar. No hay razón, ni comparación con la sensación que esa pesadilla le dejó:
Dentro del cuerpo de un niño, bien lozano y en rasgos definidos, huía por el prado de una manada de lobos hambrientos. Figuras sin rostros se cruzaban por el camino, pero el niño no perdía su rumbo. Sabía hacia dónde iba. El granero de Greenwalls fue su escondite. Sufría con el pequeño que malherido buscaba los corrales para resguardarse. Las figuras se volvieron a presentar, pero no querían ayudar al niño. Los animales salvajes lograron encontrarlo. El lobo blanco lo acorraló con astucia. Mientras el lobo negro embravecido hincó sus dientes sobre su pierna.
Valentina dio un alarido. Despertó tan agitada como la noche anterior.
Era una noche ventosa. Las maderas crujían con fuerza haciendo caer el polvillo sobre su litera. Prendió una vela y salió del cuarto en dirección a la cocina. Estaba empapada de sudor. Nuevamente al pasar por la habitación de sus hermanas encontró la puerta abierta. ¿Sería posible que Elizabeth haya vuelto a salir? Deambuló por los pasillos en busca de respuestas. La noche afloraba sus peores miedos. La casa estaba tan solitaria que apenas podía vislumbrar el camino de los escalones para no caer.
Encontrándose en el vestíbulo pudo oír el viento azotando la puerta de la entrada. ¿Quién había burlado la cerradura desde afuera? Pero revisando las habitaciones de abajo no halló nada fuera de lo normal.
Entonces, armándose de valor salió. La ventisca se encargó de apagar la única fuente de luz que disponía, pero aun en la noche cerrada pudo avistarla. Era una dama de cabellera rubia y vestida con un simple camisón. Sin entrar en más detalles la reconoció de inmediato. ¿Qué hacía Elizabeth a esas horas deambulando por las calles? En vano llamó a su nombre, porque esta parecía envuelta en un sueño profundo que le impedía verla.
Dudó si correr a la casa en busca de ayuda o seguirla para asegurarse que no corriera peligro. Siguió la opción más sensata. Elizabeth caminaba descalza por la carretera. No había vehículos en ese horario, pero esperaba que despertara lo más pronto antes que llegara la próxima diligencia.
Pronto escuchó un relinchido hacia lo lejos. Tenía que mover a Elizabeth de ahí, pero ¿cómo lo haría si ella no estaba consciente? Dentro de la neblina emergió un jinete descontrolado. Sucedió demasiado rápido pero el impacto logró despertarla. Las dos cayeron al costado de la carretera. Elizabeth sufrió un ataque de nervios mientras que Valentina estaba mareada por el golpe, por poco ocurre una tragedia. Elizabeth no paraba de gritar, vio desde las ventanas las luces de las casas prendiéndose.
—¡Es solo un sueño! —murmuró ella—. Tranquila, no es real, solo fue un sueño.
El jinete se detuvo hasta mitad de camino donde Valentina pudo avistarlo. Llevaba el rostro cubierto por vendajes que se oscilaban con la ventisca. El pobre animal que montaba estaba bastante descuidado. No pudo examinar demasiado ya que se perdió en la oscuridad de la carretera.
Esa misma semana asistieron a la parroquia de Twin Valley. La reunión con los antiguos vecinos le sentó bien a su ánimo. El aire de Hemfield le traía buenos recuerdos. Los sermones del párroco le resultaban aburridos, excepto por ese día que con mucha emoción Damian Marshall se despedía de su iglesia. Esta sería su última misa de pascuas antes de retirarse. Esta fecha evocó la memoria de su querida abuela, siempre estaba presente. Sus ojos se humedecieron durante el último sermón. Casi podía oírla pronunciar ese mismo versículo. Luego de la misa, como en los viejos tiempos, se unieron a la cena de Pascuas en Barworth.
Los Brownson eran extremadamente severos con los vehículos. No podían permitirse utilizar un coche que no fuera el suyo. Normalmente este era de amplias dimensiones para cumplir con las comodidades de un hombre de la edad del señor Brownson. Esperaron al menos unos quince minutos hasta que este llegara. Tiempo que Valentina utilizó para compartir su opinión sobre el sermón. El párroco le dio sus bendiciones antes de partir.
—Espero volverlas a ver pronto, querida señorita Hayward —pronunció él, con la voz afectada.
Salieron en caravana. En primer lugar, los Brownson y Adelaida. El segundo grupo lo comprendían Emma, Valentina, y Elizabeth. Pasaron este corto viaje en silencio. Libre de sus habituales discusiones. Elizabeth no tenía energía, y Emma estaba demasiado ensimismada en sus propios pensamientos como para notarla. Fue un alivio, en cierto modo, no oírlas pelear.
Desde un principio se advirtió que John se uniría después de recoger al señor y la señora Halket, quienes como bienhechores tenían la tarea de ayudar con la parroquia, por ese motivo aguardaron en la sala antes de dar inicio al festín.
En ese momento, la señora Brownson hablaba de las familias que rechazaron su invitación para la cena de Pascuas. Entre ellas, el señor Smith (cliente del señor Brownson), el señor Leonard Price (su hermano menor) y un nombre que le resultó muy familiar.
—El señor Blair es un caballero bastante reservado. ¡Ah! Me figuro que tendrá otro compromiso importante por atender. ¿Sabía usted que el coronel Blair y su esposa residen en Londres? Increíble que rentara una propiedad al norte de Inglaterra. ¡Tan lejos de su familia!
—¡Caray! —espetó Adelaida—. ¿Qué clase de joven rechazaría una vida de lujos en la gran ciudad por un insignificante pueblito como Hemfield? ¡Debemos ser muy afortunados!
—¡En verdad! —opinó Emma.
La señora Brownson pareció notar, como todos, la falta de ánimo de Elizabeth.
—Lizzy, querida. ¿Tendremos el honor de escucharte tocar?
Ella vaciló antes de responder.
—Si mi hermana me acompaña en el pianoforte estaría encantada.
—Excelente sugerencia. Las dos tocaran para nosotros. ¡Oh! Señor Brownson, le he dicho que no fume sobre las cortinas brocadas. Las conseguí en mi último viaje a París a un precio inasequible.
En breve el señor Brownson se retiró gruñendo con su pipa en mano al salón contiguo. Entre tanto Valentina, ocultando su mal humor, revisó la partitura. Elizabeth cogió débilmente el violonchelo hasta ubicarlo sobre su falda.
—¡Ah! John, querido. Llegas a tiempo para oír a las señoritas Hayward.
Tras indicar a su hermana comenzaron a tocar. Se conocía que desde niña Elizabeth tenía un don para la música, en especial los instrumentos de cuerda; sin embargo, la sintonía no resultó como esperaban. Elizabeth abandonó su lugar y se disculpó por no poder continuar.
—Sigue tocando, niña —ordenó Adelaida, entre dientes.
John la interceptó en el camino, pero ella insistió en marcharse. Esto dio que hablar para los señores Halket que apenas llegaban. Valentina no pudo atender a las excusas que dio Adelaida, ya que estaba obligada a cumplir con el entretenimiento y no podía distraerse.
¿Qué estaba ocurriendo con Elizabeth? Valentina pensó en el momento que estuvieron a punto de enfrentarse a la muerte. ¡Pobre criatura! Si alguien hubiese sido testigo de la agitación que provocó ese infortunado evento. No permitirían que anduviera sola con tanta libertad.
Exasperada revisó entre las partituras. Tan pronto cesó la música del piano la señora Brownson enfocó su atención a sus invitados, mientras que Adelaida intentó seguirle la corriente.
—¿Interrumpo?
Sin mirarle negó con la cabeza.
—La he estado observando. Tiene problemas con el pianoforte. Quizá, podría ayudarle.
John ocupó el asiento contiguo. Haciendo caso omiso a quienes se encontraban a pocos metros en la sala.
—¿Usted? ¿Quiere ayudarme? —replicó—. No se ofenda, pero quien necesita de su atención es mi hermana no yo.
—La señorita Elizabeth dejó bien claro que no precisa mi compañía. ¿Puedo?
Valentina accedió. Él estaba empedernido en demostrar sus dotes musicales. Dewbury College había despertado nuevas aficiones en él. Aficiones que antes ella ignoraba.
Toda esa situación era desconcertante. Empezando por el rechazo de Elizabeth hacia su prometido. John estaba siendo muy amable con ella, aun después de haberle herido con su indiferencia.
—Supongo que también sabe cantar.
—¡Por favor, señorita! No me comprometa. Digamos que soy tan bueno en el canto como lo es usted en el pianoforte.
—¿Como se atreve? —protestó ella, conteniendo una sonrisa.
Valentina trató de tomarle el pelo en varias oportunidades. A él no le molestaba. Esto lo alentaba a no temer a hacer esas bromas pesadas como cuando era niño. John siempre disfrutaba hacerla rabiar.
Aun cuando los invitados pasaron a la otra sala. John hurgó entre las partituras hasta dar con lo que buscaba. Explicó que la había compuesto hace años atrás fuera de sus clases matutinas. Sus ojos se iluminaron mientras hablaba de esos días lejanos, y ya no tuvo nada más que agregar.
Tocó dejando salir a flote sus emociones. La melodía era tan suave, capaz de acariciar el alma de quien la oyera. Más allá de las diferencias que los separaron ella comprendía la pena que lo embargaba. Compartieron una mirada por un instante haciendo inútiles cualquier palabra que podría expresar su sentir.
—Tiene mucho talento, señor Brownson —exclamó Valentina, tras levantarse de un sobresalto—. ¡Con su permiso!
No reparó en su reacción. Los sentimientos que su mirada provocaba en ella le aterraron tanto que tuvo que huir. Se dio un respiro lejos de Barworth. Sin importar cuánto costará, debía ser capaz de dominar su afecto por John.
Caminaba por la alameda pensando las excusas que daría a su madre cuando vio a Elizabeth, estaba tan débil que andaba a gachas. Le confesó que había perdido la cabeza, y no podía dejar de pensar en lo que presenciaron aquella noche. Valentina la escuchó atentamente.
—No quiero morir —titubeó Elizabeth, refregándose los brazos con el chal.
—¿Por qué dices esas tonterías, Lizzy? Estarás bien.
—Tu no entiendes. Antes de lo que ocurrió con nuestro padre, él... él tenía esas extrañas visiones. Todos lo comentaban. Caminaba dormido por la casa. ¡Él veía cosas, Valentina! Como yo.
Tuvo que asilarse firmemente a la columna. Esta declaración la dejó pasmada. Jamás Elizabeth se había tomado la libertad de mencionar a su padre, pero tal parece que su condición la acercaba más a él. Después de la cena en Barworth reparó sobre el asunto. ¿Podría ser posible que aquellos acontecimientos extraños tuvieran relación con el misterioso suicidio de William?
—Él veía cosas —masculló Elizabeth, perturbada—. Él sabía cosas, él sabía que su padre no murió por un accidente...
Sin darse cuenta Valentina había ignorado una premisa sumamente importante para su investigación: su abuelo, Arthur Hayward.
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