Capítulo 10 - Sykes Road
Envolvió con la cubierta de la cama las pertenencias que creyó necesaria y ya estaba armando un gran nudo cuando oyó unos pasos en la escalera. Tocó la puerta pronunciando su nombre con tal suavidad que de inmediato reconoció que la voz pertenecía a su hermana mayor. No contestó y continuó reforzando el nudo.
―Necesito que hablemos, Valentina. Lo que hayas oído no es verdad. Nuestra madre está estresada por el viaje, no es consciente de lo que dice...
Notó una falta de seguridad en el tono de su voz.
―¿Quieres abrir la puerta? ―Emma pareció haberse alejado, ya que ahora la oía con menos precisión―. Estaré aquí, cuando te sientas lista para hablar.
Valentina no cedió a su postura. Pese a que su hermana parecía estar dispuesta a ayudar, no podía continuar metiéndola en líos. Sabía que Adelaida estaba firme con su decisión, y no permitiría que nadie sobrepasara su autoridad. Esta decisión ponía en peligro todos sus planes a futuro incluyendo, su felicidad y libertad.
No transcurrió más de quince minutos cuando abrió la blanda puerta de pino. El chirrido alertó a Emma. Cuando se encontró frente a ella sosteniendo su bolsa, no le dio tiempo para indagar que ya se había escurrido por las escaleras.
―¿¡A dónde vas, Valentina!? ―gritó Emma, perdiendo el equilibrio.
Vagó por las calles húmedas buscando cualquier sitio donde pudiera estar a salvo y, esencialmente, encontrar las respuestas. No podía ignorar el último escándalo que aconteció en Richmonts, y la actitud de su madre ante el mismo. Ahora que le aborrecía más que a nadie, y que no temía en confesarlo, supo que era momento de hallar la verdad.
Considerando el testimonio de las autoridades junto con las pruebas que inculpaban a la criada, se preguntó: ¿Era posible que Anna Rowe fuera la asesina? No la detuvo el hecho de ser una ordinaria niña de once años. Debía resolver el crimen, y descubrir a su verdadero autor. Si, la mulata podría ser la principal sospechosa, principalmente, por el comportamiento que tuvo en dicho momento en el que se descubrió el cuerpo de la víctima, pero ¿sería tan torpe en dejar una evidencia tan importante como el hurto de una joya tan valiosa?
Caminó bajo la neblina descubriendo poco a poco la vida nocturna en la ciudad de Grassborg, como algunas situaciones que no solía ver en un pueblo tan devoto como Hemfield, sea desde mujeres de mala vida a jóvenes adultos entregados a los vicios.
En una sola ocasión vio al sereno rondando por la zona, estaba claro que padecía algún tipo de obstrucción a la vista y una renguera en la pierna izquierda; aunque, se percatara de su presencia, no hubiese conseguido detenerla, ya que ella transitaba con más presteza que el robusto anciano. Le pareció de pronto oír de él alguna que otra injuria, pero no se trataba más de sus intentos por correr a los perros de su camino.
―¡Vaya ciudad! ―observó, y retomó sus anteriores pensamientos―. Alguien tuvo que tenderle una trampa. La señora Rowe sabía algo de Adelaida todo este tiempo. ¿Por qué nunca se atrevió a acusarla? ¿Por qué esperó a ese día? ¡Ay, abuelita! ¿Quién ha sido? ¿Quién se beneficiaría con la muerte de una anciana inocente?
Terminando estas cuestiones, puso en marcha su primera idea.
El hombre que reposaba sobre la pared de la cantina junto con otros individuos que no podían mantenerse en pie, fue considerado para descubrir el lugar donde se dirigía.
―¡Buenas noches, señor! ―exclamó Valentina―. ¿Usted sabe dónde puedo encontrar las oficinas de la jefatura?
El desconocido apartó su botella de ron y le respondió desconcertado:
―Doblando esta esquina hacia la izquierda se encontrará con Sykes Road, debe seguir unos pocos metros y a su derecha encontrará la oficina principal. ¿No es muy pequeña para transitar por esta zona sin compañía adulta?
―¡Ah! Es que voy a visitar a mi madre ―respondió, con evasiva―, debo verla antes del juicio...
―¡Vaya! ¡Espero que la absuelvan, señorita!
Se despidió y se adentró en Sykes Road. La neblina no le permitía ver demasiado, pero sabía que alguien caminaba tras sus pasos. Tuvo miedo. Apresurada continuó el camino hasta aproximarse a una esquina más iluminada. Alzó su mirada hacia atrás para no encontrarse con nadie.
Cuando creyó que estaba lejos del peligro, fue embestida por un sabueso. El animal embravecido no detuvo sus ladridos, alertando a toda la cuadra. Acto seguido, se presentaron una banda de rufianes. No alcanzó a huir, ya que la tenían rodeada.
―¿Estás perdida, chiquilla?
Retrocedió topándose con el pelirrojo que le quitó su bolsa.
―¿Qué traes ahí? ¡Mira, Leech! ¡Una joya! Debe ser muy valioso. ¿Cuánto nos darán por ello?
Valentina le quitó el medallón y lo cubrió contra su pecho.
―Les pido que se alejen o gritaré...
―¡Mira! La mocosa sabe hablar. Te vamos a enseñar a que no debes andar sin tu papi por Sykes Road.
Los pandilleros se abalanzaron para arrebatarle el medallón. Se negó a renunciar al único obsequio que le quedaba de su mejor amigo, pero los rufianes eran bruscos, y estaban dispuestos a golpearla hasta que entregará la joya.
―¡Ya basta! ¡Leech! ¡Mice! ¡Fox! ¡Suficiente! ―protestó el joven que apareció en las penumbras del callejón―. Es solo una niña.
Valentina lloriqueaba por el golpe que le propinó el bandido más pequeño en la cara.
―¡Rave! Esto debe valer una fortuna, y se niega a cooperar con nosotros...
―A ver, déjamelo a mí.
Era un muchacho joven, no tenía más de catorce años, cabello castaño, barbilla larga, un rostro sombreado por la suciedad y una cicatriz prominente en el borde de su ceja derecha.
―¿Dame una buena razón para que no te corte en pedazos y los arroje a los perros hambrientos?
Era su fin. No había quien podría ayudarla de aquellos bandidos. Tal vez fue su culpa por no haber considerado el peligro que abundaba en esas calles. ¿Qué podría hacer para conservar aquella reliquia?
Abrió lentamente su mano, y besó el medallón antes de tendérselo al joven. ¿Cómo podría hacerle entender lo valioso que resultaba para ella aquel simple objeto? Valentina era una niña ingenua. Hemfield era un lugar tranquilo, nunca oía de los bandidos y el peligro de las calles como en la ciudad. Creía que tal vez podía convencer al niño de devolverle su collar.
―Es de mi mejor amigo, se marchó hace unos días y no volverá en muchos años. Ya no me queda nada ―dijo ella, sollozando―. Mi abuela y mi padre fueron asesinados, y mi madre me aborrece.
La pandilla se había alejado hurgando la bolsa para buscar algo de valor o comida, pero el que parecía ser el líder se quedó escuchándola, como si una parte de su relato lo habría conmovido. Valentina lo notó.
―¿Sabes lo que se siente perder a un ser querido?
―Sí, lo sé ―contestó, bajando la cabeza.
―Debo irme al ayuntamiento, sé que mi madre es una asesina. Ella asesinó a mi padre y ahora a mi abuela...
―¿Y cómo estas tan segura, niñita? ―cuestionó Rave, curioso―. La policía no te ayudará. No te servirá de nada, no pueden atrapar siquiera a un ratón.
―Pues tienen que ayudarme. Han pasado cosas muy extrañas este año. Desde la muerte de mi querida abuela hasta cuando me topé con esa bestia en el granero...
El rufián abrió bien los ojos. Se acercó hasta ella y enloquecido le pidió que repitiera sus dichos.
―La bestia en el granero de Greenwalls ―dijo Valentina, confundida―. Era una mujer muy extraña, quiso atacarme, pero nadie me creyó. Ese granjero...
―¿Dices que has visto una bestia? ―repitió él, pensativo. Como si no fuera la primera que mencionara sobre la existencia de aquella mujer.
Los rufianes apresuraron a Rave, pero este les hizo callar.
―Dime niña, ¿has visto en ese granero a un niño pelirrojo de baja estatura y con una bufanda azul?
―No, señor ―respondió, desconcertada―. En Greenwalls solo estaba esa mujer, esa bestia encadenada...
El rufián negó con la cabeza y con gran pesar resopló. Estaba desesperado por encontrar al niño que Valentina concluyó que sería familiar suyo. No entendía porque la bestia de Greenwalls tendría relación a ese muchacho, pero no pudo indagar demasiado cuando los bandidos se alertaron por la presencia de la policía. Todos le gritaron a Rave que huyera, pero este antes de huir con su galgo le advirtió:
―Mantente alejada de la bestia. No está sola. ¡Vámonos de aquí, pulgas!
Cuando los polizontes ahuyentaron a los bandidos Valentina había quedado ensimismada por los dichos del joven. Entonces, ¿existía más de una bestia? El policía insistió en averiguar su nombre, pero sabiendo las represalias que tendría cuando volviera a Wallet Crescent no respondió. El inspector Crawford bajó del coche, denotaba preocupación al reconocerla.
―Eres la hija de William Hayward, ¿cierto?
Valentina miró al inspector Crawford con recelo. Asintió con desgano.
―Tranquilo, oficial. Me encargaré de llevar a la niña con su familia.
El inspector Crawford alzó a la pequeña y la llevó hasta el coche, le preguntó si la herida en su mejilla le dolía, Valentina solo contestó con gestos. Durante el camino le explicó con suavidad los peligros de las calles en Grassborg y la suerte que tenía de que había un guardia cerca, quiso saber porque estaba sola y hacia dónde se dirigía con tanta prisa. Valentina decidió romper el silencio y cuestionó a Crawford:
―Usted arrestó a la persona equivocada. La señora Anna es una mujer noble y dulce, ella no le haría ningún daño a mi abuelita...
El inspector Crawford sonrió como si le diera ternura la forma en la que la pequeña se expresaba.
―¿Cuál es tu nombre, niña?
―Valentina, señor ―dijo endurecida, y viendo que no le tomaba en serio―. Y soy muy inteligente para mi edad, así que no he de equivocarme cuando le digo que la señora Anna es inocente.
―Pues no se necesita ser inteligente, pequeña Valentina. Los homicidas pueden engañar por su apariencia. La señora Annabeth Rowe es una homicida, y será juzgada por lo que hizo.
Valentina bufó y se cruzó de brazos.
―Edificio número ocho... ―indicó, desanimada.
Cuando abrió la puerta pensó que lo primero que haría sería gritarle, pero de manera alguna reconoció cierta emoción en Adelaida, no supo si estaba fingiendo ante el inspector, o si realmente dentro de ese cruel y frío corazón le guardaba estima. Los sentimientos de su madre eran difíciles de comprender. A veces dejaba volar su imaginación infantil creyendo que no podía tratarse de una misma persona y si realmente exageraba, pensó en aquel momento: ¿Cómo puede engañarnos a todos?
―¡Gracias al cielo! ―exclamó Adelaida, apretándola contra su falda. Valentina se quejó por no poder respirar―. Inspector Crawford, lamento que nos volvamos a encontrar en otra desafortunada situación. Temía que mi pequeña estuviera perdida. ¡Vete a la cama, niña! Luego hablaremos de tu castigo.
Valentina se despidió. Subió a pisotones las escaleras, recibiendo las protestas de la mujer que terminaba de agradecer al funcionario.
―Si, madre ―masculló, y ya se encontraba al final del segundo piso, cuando se detuvo a oír.
―Muchas gracias, inspector Crawford. No tenía que tomarse la molestia de traerla usted mismo...
―De todas formas, debía venir en persona para darle la noticia ―interrumpió Crawford, apresurado―. Se trata de su cuñada, la señorita Caroline Hayward.
Le tendió un informe que Adelaida leyó con las manos temblorosas.
―Lo siento mucho, señora Hayward. Estamos haciendo todo lo posible por encontrarla y que responda ante la justicia por sus actos.
―¿Cómo pudo? ¿Su propia madre? ―replicó Adelaida, conmovida―. Fue entonces quien envió a la señora Rowe a ejecutar su plan, quería quedarse con el dinero de mis hijas y las propiedades de los Hayward.
Valentina trataba de buscar otra explicación a lo que estaba oyendo. Adelaida estaba poseída por la ira y la angustia.
―Hay algo más, señora Hayward ―dijo Crawford indicando el documento posterior que tenía Adelaida en sus manos―. Antes de su desaparición la señorita Caroline Hayward mediante un escrito pidió al juez la investigación de la muerte de su hermano.
―¿Qué quiere decir? ―exclamó Adelaida, al borde del colapso.
Crawford vaciló, sin saber que decir volvió su mirada hacia la barandilla notando su presencia. Valentina se frotó las mejillas humedecidas por sus lágrimas, solo bastó con una mirada de Adelaida para que huyera hasta su cuarto. En el camino vio la figura de Elizabeth asomándose por el umbral, supuso que los gritos la habían despertado.
Fue hacia el cofre que había logrado abrir con una aguja de su tía Edith. En un papel que encontró escribió la fecha de aquel día y remarco con la pluma: Annabeth Rowe y Caroline Hayward asesinaron a mi abuela. Guardó el papel en el cofre y se dejó caer en su cama.
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