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El ladrón de estrellas

(Dedicado a mi fiel amigo Julio
Y gracias a Carol por su continuo apoyo).


Vendía mis pulmones al destino.

Calada tras calada consumía mi suerte.

Pero siempre salía Cruz.

Aunque aquel día el calor del mes hubiese amainado como anunciando a voces el invierno, había algo que dentro de la voluntad humana jamás se apagaba: las ansias del juego.

Mirada al frente y alrededor se podría ver «La petaca y el jarro», aquella acogedora cantina dirigida por el taciturno Alessio «La Volpe»: «El zorro». Un sitio amigable en medio de parajes sin nombre.

Exhalando humo por mis fauces lanzaba un par de miradas azules al establecimiento. La madera del sitio relucía cuidada con celo, las lámparas estaban atendidas y las mesas yacían recias y estoicas. La barra, donde se ubicaba El zorro atendiendo a los desventurados, relucía como una afirmación: el respeto y el buen comportamiento pesaban tanto como cuarentaidós barriles llenos de ron -número que le gustaba presumir a aquel italiano-. El zorro limpiaba la barra como si fuera un espejo de su propio ser.
Los vaqueros, en un extremo de la cantina, bailaban celebrando el fin de un verano jodido, mientras que el sheriff, Coleson, bebía junto a su ayudante la paga del mes en otro extremo; en mitad las huestes del alcoholismo danzaban haciendo a un lado las mesas. El sitio se veía lleno y contento como si con cada eructo y con cada pisotón al unísono ritmo de los músicos, se esbozara una sonrisa en las caras coloradas de las gentes de Jake's Creek.

Mirando hacia abajo podía ver aquel bote jugoso, cuatro idiotas, ceniceros, un grupo de pintas espumantes y en mis manos: un sueño. Las monedas sobre la mesa parecían pequeñas montañas, simulacros de edificios como los que había en el este. Una tentación pintada de plateado y bronce.

Unas cuantas palabras con el dueño del lugar y ya se nos hubo apartado una mesa para nuestro juego de póker; aquel italiano era severo, pero esas monedas que arrojé sobre aquel jarro vacío le hicieron brillar los ojos como mil soles. Llevábamos rato jugando y el bote había crecido. Relamiéndose por aquel: cuatro sinvergüenzas.

-¡Dylan! -exclamó hacia mí Rick aquella fachada- ¡Que empiece esto ya y de una vez, joder! Esta mano, señores..., lleva escrito mi nombre -decía brillante agitando sospechosamente sus cartas-.

-¡Y una mierda! -le reprendió aquel jornalero rechoncho: Bronson-. Esta partida huele a gloria. ¡Mi gloria!

-No estarás oliendo el bistec que preparan en la cocina, ¿verdad, gordo? -rió Clay llevándose su cigarro a la boca- Ya veremos -sonrió-.

-Olvidan una cosa, imbéciles. Es el rubio quien reparte -arremetió, al final, Troy Coleson, hijo del sheriff hacia mí-.

-¿Y qué? -preguntó Bronson-

-¡Que jamás he visto su cara por aquí! Entre esto y el haber convencido al Zorro...

Yo simplemente sonreí un poco. Mi sombrero, descansando sobre la mesa, revelaba quizá un poco más de la cuenta.

-Si quieren llevarse bien con el Zorro, caballeros, comiencen por pagar a tiempo, dejar propina y no hacer desastre -dije liberando mi cigarro de su cárcel gris agitándolo sobre el cenicero-.

Estallaron las carcajadas. No lancé mi mirada azul hacia ninguno de ellos en específico, pero todos rieron sobre Troy, el hijo del sheriff, quien me retaba con sus ojos grises apunto de encenderse.

-¿Has escuchado, chico? ¡Hay que comportarse! -burló Bronson para luego llevarse aquella cerveza al gaznate-.

-Así es, Troy. Tu padre lleva la estrella, tú no. No eres invencible -dijo Clay tamborileando la mesa con sus dedos-

-¡Céntrate, muchacho! -le exclamó Rick- ¡El destino me llama y no hay que hacer esperar al destino!

«Que le den al destino», pensé. Dándole una mirada rápida a Troy, supe que él pensó lo mismo. Él tan solo cargaba con ser la sombra de su padre.
Yo cargaba con mil demonios con forma de Picas, Tréboles, Corazónes y Diamantes.
Y sin embargo ahí estaba yo, de nuevo.


Comencé a barajar los naipes. Entre mis dedos, como cortesanas coquetas, las cartas bailaron al son de «It Must be the Whiskey», la canción más famosa del grupo del pueblo. Era complicado no mezclar las cartas y cortar los mazos al ritmo de los pisotones bailantes.

Haciendo mi labor, paseé mi mirada por mis contrincantes. No eran buenas personas, pero les creía capaz de matar a alguien.
Rick era el mayor, el más eficiente y también el más engreído. Bronson era risueño y poco más. Clay era indiferente y dejado. Y Troy era un crío en el cuerpo de un hombre.
Sus ojos se clavaron en mí, como esperando un error. Solté una pequeña risa y miré a otra parte.

La petaca y el jarro veía su hora feliz en aquel atardecer; los mineros llegaban escurriendo grava por sudor y se les hacía agua la boca fantaseando con una comida caliente y un beso de Rosie. Aquella rubia, hija de una familia pobre, pero guerrera, era la camarera y atracción principal del lugar además de las pintas de cerveza. Era normal ver a algún pobre tonto que iba a pedirse un vaso de whisky o de bourbon tan solo para observar cómo ella les servía. A Rosie jamás le interesó nadie de Jake's Creek; trabajaba para vivir; vivía para trabajar. Barajando las cartas podía verla a ella danzar para no cortar el rollo y servir tan rauda y eficaz como pocas veces había visto.

El hombre que entró por la puerta batiente del salón probablemente venía por un trago, pero la sonrisa en su cara decía lo contrario.

Susurros se esparcieron por el salón; la música continuaba pero los pisotones se volvieron lentos y suspicaces. La sonrisa de aquel hombre jamás se borró de su rostro.
Un cuchicheo en nuestra mesa hizo que girara mis ojos hacia mis rivales del póker. Lo miraban intrigados, incluso hastiados.
No me hizo falta preguntarles para saber que lo conocían.

Un sombrero Gambler de ala ancha escondía sus ojos. Una camisa negra de botones de nácar se ceñía sobre su pecho. Unos pantalones de mezclilla con chaparreras de cuero acompañaban a sus espoleadas botas.

Y en su mano derecha, tres dedos vestidos de anillos con joyas brillantes y transparentes. Al sonreír era ardua tarea decir qué brillaba más.
Era un ganador. Alguien conocido. Venía a ganar aún más.
El sheriff Coleson recibió una mirada trémula de su ayudante; el hombre de la estrella bebió de un trago su cerveza y guardó frustrante silencio.

-¡Una pinta, cantinero! ¡Y que esté bien llena!

Al gritar aquello, con esa sonrisa perlada, el ambiente volvió a tomar furor y los vítores alzando sus cervezas celebraron su buen humor.
No sería la primera vez que algún demonio entrase por las puertas del salón disparando plomo hacia los desgraciados solo por un mal día en el rancho, y eso era de celebrar.

Se paseó por el establecimiento como si fuera el mandamás hasta que encontró asiento.
Rosie se acercó resonando sus espuelas con cada paso; fuera de la cantina ella misma era una vaquera también.
Tomó su orden.

-Entonces, una pinta, ¿no, forajido? -le espetó Rosie de forma casi burlona-. ¿Me puede decir su nombre?

-James. -dijo con una sonrisa-. ¿Y usted?

-Soy Rosie -respondió-. ¿Algún apellido?

-Si no es para compartirlo con usted en un futuro, entonces no.

Ambos rieron. A pesar de que Rosie no se lo tomó en serio, James no paraba de mirarla.

-Le traeré su cerveza.

Era curioso cómo los ojos de un hombre podían profesar tal admiración por un cuerpo yéndose lejos. Yo, por mi parte, no estaba interesado en esos temas; pero aquel hombre se le veía capaz de dar su vida por aquella mujer.
Una risa hastiada se escuchó en nuestra mesa. Bronson se veía decepcionado. No pude evitar preguntar.

-¿Quién es?

-Un idiota, ¡eso es! -respondió Bronson dándole un golpe a la mesa-.

-El idiota más rico de estos lares -indicó Clay indiferente observando sus cartas-.

-Será el cadáver más rico si sigue como va -completó Rick-.

-¿Es algo malo luchar por el amor de una mujer? -preguntó incrédulo Troy-

-¡Si te arruina la vida, pues, claro que sí, chico!

Al exclamar aquello Bronson, todos reímos. Troy se frustraba: no le gustaba que le tomasen por un niño. Esa partida de póker decidiría si se convertía en hombre.

Luego de haber barajado las cartas, las repartí; dos para cada uno y tres sobre la mesa. Se hicieron las apuestas.
El Flop fue mostrado: J de corazones, 5 de picas y Q de corazones.
El bote inicial llegó a cinco dólares.
Escondí boca abajo contra la mesa a mi mano de cartas. Había que esperar el momento adecuado.

Según pasaban las rondas iniciales de la partida, se pudo ver a Rosie volver a la mesa de James; el cotilleo y la confianza era igual de espumante en nuestra mesa así como las cervezas en sus jarros.

-Aquí tiene, señor James -dijo Rosie para entregarle su orden:-. Una pinta bien llena. ¿Puedo servirle algo más?

-Creo que sí -respondió James dándole un trago tímido a la cerveza-. ¿Qué tal un poco de información?

Rosie soltó una carcajada.

-¿Información? Creo que has leído muchas novelas de a centavo, James -rió ella-.

-Lo digo en serio, señorita Rosie. Me gustaría saber qué hace una mujer fuerte, como usted, en un pueblucho como este.

-Nací aquí. Este pueblucho me vio crecer -le espetó Rosie-. ¿Se ha parado a verlo, a respirar su aire limpio? Más hacia el oeste solo hay desierto y algunas praderas; al este solo hay montañas y bosques. Aquí tenemos árboles, tierra, una montaña... ¡Es perfecto! Jake's Creek, creo, no es ningún pueblucho.

James rió y tuvo la mirada baja un momento. Su corazón se aceleró. Le encantaba la pasión que tenía por su tierra; por su hogar. Volvió a verla con brillos en sus ojos.

-Creo que me refería más a que ninguno de estos hombres tiene nada qué ofrecerle.

-¿Ah, sí? -sonrió ella-. ¿Y qué tiene usted para ofrecerme?

James guardó silencio un instante.

-Estrellas -respondió al fin-. Todas ellas. Las que tú quieras. Solo tengo que estirar la mano y tomarlas.

Ella quedó callada unos momentos. Una sonrisa se dibujó en su rostro. Era completamente cierto que Rosie no sentía interés en ningún hombre oriundo Jake's Creek, porque sabía cómo eran: rastreros, dejados, conformistas... James tamborileaba la mesa con sus anillos de diamantes y eso le llama la atención...
Pero cayó en cuenta. Soltó otra carcajada.

-Lo siento, señor James -dijo-. Las únicas estrellas que conozco son las que están en el banco del pueblo, en la joyería, esas que brillan, ¡y qué caras son! Un collar de esos diamantes enamoraría a cualquier persona.

Ella se fue. Rosie se dio media vuelta y fue a atender otras mesas, a un paso risueño y encantador.
James quedó sin palabras. Viendo a la cerveza fijamente, en su espuma y en su color, se le ocurrió la idea.

Devuelta a nuestro juego, terminada aquella escena, una partida avanzada de póker se veía sobre la mesa.

Había pasado rato desde que Bronson y Clay se habían retirado al verse subir la apuesta y, también, por culpa de una no muy buena mano de cartas.
Los naipes sobre la mesa, habiendo transcurrido el Turn y el River eran las siguientes:
J de corazones, 5 de picas, Q de corazones, 5 de diamantes y As de corazones.
Solo quedábamos Rick, Troy y yo.

Llegó el momento de enseñar las cartas. Cincuenta dólares de bote; no era poco dinero. Rick soltó un suspiro y enseñó: había conseguido un Trío con dos ases en su mano más el As de corazones en la mesa; su farol de confianza no había servido de mucho.
Troy, por su parte, soltó un bufido. Soltó una pequeña risa propia de quien se creía vencedor. Enseñó sobre la mesa un Póquer. En su mano tenía un 5 de corazones y un 5 de tréboles; más el 5 de diamantes y de picas sobre la mesa, alzó la frente dándolo por hecho.

Aquellos, esa gente, no me conocía; creían que mi nombre era Dylan y que era de Texas.

No me conocían. No sabían que, para mí, siempre sale Cruz.

Mostré sobre la mesa algo que le arrebató el aliento a la misma; si aquella pudiera hablar estaría atragantada en palabras.

Escalera real.

En mi mano se enseñarían una K de corazones y un 10 del mismo palo.

Se había terminado. Bronson, quien se retiró rondas atrás, le volvió a dar otro golpe a la mesa. Un suspiro comunitario se expedió entre mis rivales. Yo, con una leve sonrisa, recogí las monedas y los billetes.

-Un maldito con suerte -repudió Bronson para soltar una carcajada colorida-.

-En efecto -respondí-. Y nada más.

Los billetes los guardé en mis bolsillos y las monedas en un pequeño saco que iría colgando en mi cinturón. En eso, Rick se levantó de la mesa y con la mirada ordenó a Bronson y Clay hacer lo mismo.

-Caballeros, nos van a tener que disculpar, pero nuestro jefe debe de andar buscándonos y, pues, ya es tarde -dijo para recoger su sombrero. Tras eso, nos dio una mirada a mí y a Troy-. La calle está muy tranquila. Ojalá se quede así.

Entonces, cayó la noche.
Al ritmo de las botas espoleadas de aquellos hombre, la fiesta en La petaca y el jarro fue en auge; el populacho de Jake's Creek salía de su horario de trabajo y, con caras cansadas, se unían al jolgorio.
Pero en aquella mesa no había risas, solo cervezas a medio acabar y un chico que me miraba profundo a los ojos.

-Fue un gusto, Troy -dije recogiendo mi sombrero y colocándomelo, en objetivo de ir hacia la salida-.

-Un momento... -espetó el chico-.

No le tembló la voz... Yo lo miraba desde arriba, fríamente, y aun así en sus ojos hallé determinación. Aquello se merecía que lo escuchase.

-Quiero un... todo o nada -condenó-.

-Lo siento, chico -dije llevándome un cigarrillo a la boca-. No traes nada encima para apostar.

-Yo... aún estoy vivo, canalla...

Encendía mi cigarro con una cerilla cuando aquello me tomó por sorpresa.

-¡Un duelo, Dylan! -exclamó él, con la fiereza digna de un oso. Su padre estaría orgulloso-. ¡Afuera, en la calle! ¡El que viva se lo lleva todo!

La apuesta definitiva.
Pero aquel muchacho no pensaba con claridad.

-No lo hagas, chico. Creeme que no vale la pena meterle una bala a un hombre por dinero -dije-.

-¡No es por dinero! No...

Sabía perfectamente a qué se refería. Era todo, era el cómo lo trataban, el cómo lo veían. ¿Su padre? Aquel borracho de allá, compartiendo tragos e hipos junto a su ayudante, absorto de todo. Troy quería demostrar algo... Aunque fuera alto el precio, no era nadie para quitarle su valía.

-Afuera, entonces -le espeté para darle una calada al cigarro-. Pero, Troy...

-¿Sí?

-Llámame John.

Dirigimos nuestro paso hacia la calle de Jake's Creek.
La noche caía estrepitosa; los insectos de la oscuridad empezaban a tocar sus sonatas compitiendo con los músicos del bar. Las luces de farol en vigas de soporte de la calle envolvían la velada en tintes de negro, naranja y azul. Los caballos en sus abrevaderos abrazaban la fría penumbra bufando de tanto en tanto.
El silencio... Punzaba como una daga recién afilada.
Era una noche estrellada. Hermosa.
De las peores para elegir morir.

Tomamos distancia del otro, dándonos la espalda. La gente del pueblo estaba ya en sus casas, pero los pocos transeúntes que vagaban por los entarimados empezaron a observar.
Los pájaros asomaban sus miradas brillantes de entre la penumbra desde los árboles y estos, como flores de lirio de un perdido oasis, susurraban al pasar el viento; susurraban que aquello estaba mal, que no debía ser.
Yo les daba la razón.

Nos dimos media vuelta; nos encaramos desde la distancia.
Removí un poco el polvo del suelo con la punta de mi bota. Al fondo en una de las aceras, estaba el grupo de esos desgraciados de hace un rato, mirando mientras cuchicheaban.
Seguramente se preguntaban dónde estaba la ley: la que protegía el pueblo de todo mal. Estaba dentro de la cantina, emborrachándose hasta perder el conocimiento.
Rick, Bronson y Clay nos observaban fuera del banco de Jake's Creek, calle arriba desde el salón de La petaca y el jarro.

Las estrellas, del cielo nocturno e infinito, nos contemplaban y, si pudieran, voltearían para no presenciar el horror. El frío viento de los parajes de Jake's Creek dio la señal.
El rostro de Jake se torcía del terror; sus pupilas temblaban despavoridas. ¿Él quería hacerlo? No tenía ni idea, pero estaba dispuesto: tímida línea en la arena que diferenciaba entre el mayor miedo del ser humano y lo que creía que era su deber.
La mano del chico se acercó vacilante a la pistolera a su cintura; yo solo fumaba.
Esperaba.
Pues, lo respetaba. Su voluntad era tan letal como una bala.
Y yo no era aprueba de plomo.
Sin plan.
Había que joderse.

La primera decisión que tomaría aquel chico como hombre, sería matar a otro hombre.
Uno que parecía habérsele agotado la suerte hacía tiempo...


Un par de disparos. La noche gritó por ayuda.

Intactos. Provenían del fondo de la calle.
Se dejaron oír unos chillidos de terror provenientes del banco del pueblo. Las puertas grandes de madera de roble cedieron de golpe cuando aquel hombre, James, se abrió paso a disparos del lugar.
Llevaba una gran bolsa colgando del hombro y corría hacia la otra acera, para subirse a su caballo. Una gran sonrisa y un par de ojos soñadores clamaban hacia el pueblo que esas balas que empezaban a zumbar por su oído, esas de los guardias del banco, no eran sus primeras ni mucho menos.
Llegó a su caballo. Rick, Clay y Bronson quedaron histéricos y sin palabras cuando les pasó por un lado al salir victorioso del banco.

-¡Viva! -gritó James a todo pulmón para todo el pueblo, antes durmiente, de Jake's Creek. Disparó dos veces hacia el cielo a la par que chillaba emocionado-. ¡Viva el amor! ¡Y vivan las estrellas! -exclamó para alzar el saco en su mano-

Se alzaba frente a todos y su caballo relinchaba alzándose también. James dirigió su mirada al trío de hombres que antes jugaron una partida de póker conmigo.

-¡A moverse, canallas! -clamó- ¡Un hombre enamorado no puede morir así!

Mi mente quedó muda cuando vi a aquel trío subir a sus caballos, fieles como soldados y listos para partir.
Los que hacía momentos estaban festejando, salieron de la cantina a observar aquello. El zorro, el sheriff Coleson y Rosie yacían en el público.

-¡Todas las que quieras, Rosie! -profesó James hacia aquella mujer. Miró al cielo. Las contempló. Y la contempló a ella-. ¡Todas las que quieras! ¡Solo tengo que estirar la mano y tomarlas...! ¡Nos volveremos a ver!

Gritó. James espoleó a su corcel y junto a su banda galoparon hacia la salida del pueblo.

Troy y yo nos arrojamos a un lado cuando vimos que aquellos caballos casi nos arremetían y pisaban cual estampida.

El silencio volvió a arroparnos, pero la oscuridad seguía.
El pueblo entero de Jake's Creek no tardaría en congregarse en la calle.

Me levantaba del piso sacudiéndome el polvo cuando Troy se acercó a mí, pasmado y sin palabras. «Otro día será», le dije.
No tuvo tiempo para digerir lo que pasaba, pues, su padre, su sheriff, se acercó a nosotros despotricando. Desde que se bajó del entarimado para llegar a nosotros en la calle, pareció haber balbuceado todo el camino.

-¡Becker! -exclamó el sheriff, hediondo a whisky y un sombrero mal colocado-. ¡Supe que era él desde el momento en que entró al bar!

Estaba borracho, sin duda, pero hectáreas de desierto y parajes en el oeste me habían enseñado cuando alguien mentía; se dio cuenta a la par que todo el pueblo. Aquel, James, era James Becker y eso concordaba. Buscado en todo el terreno de Arizona y de Utah por robar numerosas joyerías; el precio por su cabeza alcanzaba los doscientos dólares. Una buena pieza. Jamás supe cómo se veía, pero aquellos anillos de diamante en sus dedos eran, a mi pesar, un indicativo fuerte. No supe verlo y ahora tenía las consecuencias en mi cara.
Se dirigió hacia nosotros el sheriff.

-¡Tú! -apuntó hacia mí con su dedo temblante-. Eres fuerte, ¡eres un mercenario! -exclamó luego de un hipo-. ¡Ve a por ese malnacido y te daré diez veces su precio como pago! ¡Nadie se mete con mi ciudad!

Reí bajo. Bien sabía que aquel ladrón tenía buena recompensa, pero ese sheriff jamás me la iba a entregar como se debería, menos aún diez veces su suma. Además, yo mismo pude haber causado problemas por esos lares; el momento en que el sheriff Coleson volviera en sí podía verme en problemas.
No obstante, pensé en aquella estación de alguaciles a las afueras de Buffalo, un pueblo apenas pasada la frontera con Nevada. Utah era un lugar hostil para mí en ese momento y probablemente aquel grupo de bandanas negras, esos que me persiguen desde que vivía en el este, estaría cerca de dar con mi rastro. En Buffalo mi viejo amigo Creed sí que me daría una buena recompensa.
Tan solo tenía que traer conmigo algo que probara que Becker no robaría más joyerías.

-¿Diez veces? -pregunté como farol-.

-¡Diez veces! -respondió el sheriff-.

Le di la mano a aquel hombre de bigote espumoso y aliento apestoso. Le daría caza a James Becker.

Pero entonces, Troy se vio sobresaltado. En su rostro de veinteañero se volvieron a dibujar esas líneas y esos pliegues alrededor de sus ojos: esos que en el bar se vieron motivados para dejar orgullo tras su nombre; esos que se vieron ansiosos de convertirse en un hombre.
Palabras parecieron atragantarse en su gaznate, pero supo espetar lo que quería.

-Iré yo también -dijo-.

Su padre, el sheriff, soltó un bufido. Bajando el ala de su sombrero intentó esconder su decepción tras un par de ojos rojos y perdidos.
Canalla...
Quise escuchar lo que Troy tenía que decir.

-Eres un inútil, ¿lo sabías...? -le escupió en la cara Troy Coleson, aquel pequeño halcón que por fin batía las alas-. Eres un patán que durante el día se la pasa bebiendo en el bar del Zorro, para que al llegar la noche desees atragantarte con tu propio vómito... ¡Esta ciudad no te necesita, viejo! ¡Está tan ocupada en cuidarse su propio culo que tú solo te dejas desaparecer en el licor! Es... Es hora de que tenga mi propio camino.

El viejo sheriff Coleson quedó sin palabras. Tras su arrugada garganta, como perros rabiosos, insultos y maldiciones se peleaban por salir; su boca tan solo escupía susurros pestilentes a whisky.

Observé a aquel chico con una sonrisa... El cachorro salía de la cueva.
Entonces le lancé una mirada al sheriff, al hombre que construyó la cueva. Él tembló de terror. Esos ojos amarillos bailaron sin cesar.
Arrojé mi mano a su pecho y tomé aquella estrella con todas mis fuerzas; mi otra mano lo empujó para que cayera de bruces contra el polvo. Estando el pobre desgraciado en el suelo, le quité el arma de su pistolera.
Volviéndome, encaré a Troy. Le puse la estrella. Le entregué la pistola.
Jake's Creek tenía un nuevo vigilante.

-Vamos, sheriff.

Sus ojos brillaron como todas las constelaciones puestas en una.
Nos iríamos de cacería.


Salímos del pueblo. Mirando hacia atrás se podían ver topacios sobre terciopelo negro; las luces de Jake's Creek se despedían de mí cálidamente.
Parajes nos rodeaban. Bajaba de yegua, Allie, para inspeccionar los matorrales de la verde pradera, ahora azul por la noche que nos arropaban. Tímidas huellas de pezuñas herradas se marcaban en las pisoteadas ramas de los arbustos.
Dirección norte. Lo teníamos claro.

En ese momento un topacio fue arrojado hacia nosotros: una deflagración se hizo desde nuestra izquierda.
Cuerpo a tierra. «¡Abajo!», exclamé hacia el sheriff Troy.
Desenfundé a Ramón, mi rifle Henry, de mi espalda. Dejé el sombrero sobre el pasto, necesitaba ver mi entorno con claridad.

Estábamos echados sobre el piso. Arrojé un vistazo por la pradera: un árbol se veía solitario a unos cuantos metros de allí. Al sureste, a nuestra derecha, habría un grupo de rocas estoicas y duras como un remordimiento. Había que moverse.

-Sheriff, -susurré hacia Troy, echado sobre el pasto conmingo- necesito que vaya arrastrándose hacia aquella piedra. Yo iré hacia el árbol. Cuando llegue allí le daré una señal y en ese momento tendrá que disparar a ese desgraciado. ¿Podrá hacerlo?

Asintió. Así se haría.

Reptando por los matorrales me moví como una serpiente en dirección al grueso árbol a la distancia. Lancé un par de miradas hacia donde estaba Troy mientras me arrastraba; era un peleador nato.
En ese instante aquel hombre volvió a abrir fuego.
Las balas pasaban por encima de mí zumbando como abejas infernales; igual de amarillas; igual de malditas. Allie galoparía en círculos por la pradera intentando atraer el fuego: no era su primer rodeo.

Había llegado al árbol. Desde allí podía ver cómo Troy había alcanzado las rocas también. Asomé un poco la mirada: aproveché la oscuridad de la noche.
Una figura delgada caminaba como un espectro por la espesura.
Observé a Troy. Era momento.

Un silbido daría inicio a la contienda. Troy subió la pistola por encima de la roca y abriría de fuego cubierto lo máximo que podía; mirando a la silueta negra en los matorrales, advertí que empezó a correr en zigzag.
Era mi entrada.
Hincé la rodilla y puse mi rifle al hombro.
Lo seguí con la mira. Como a un pato. Como a un ciervo. Como a una presa.
Solo había que respirar. Mirar al objetivo.
Y matarlo.

Un disparo. De rojo se pintó la pradera.

Con un grito ordené a Troy mantener la distancia. El cazador debía despellejar al jabalí, y, a veces, estos solían pelear devuelta.

Un paso tras otro por la espesura. Poco a poco aquellos quejidos se hicieron más claros.
Una hendidura roja se veía en mitad del prado.

Era Clay, el disparo había atrevasado su pecho y ahora boqueaba por aire. Su Colt estaba a unos pocos centímetros de su mano. Pateé lejos el arma.

Troy se acercó a ver el escenario. Casi vomita. Clay dibujaba una sonrisa de dientes empapados en carmesí.
Reía como si lo hubiera disfrutado.
Ojalá lo hubiera hecho.
Sus ojos quedaron perdidos en los míos cuando dio su último respiro.

Uno menos. Había que continuar.


Continuando en nuestra cacería seguímos varios rastros de pisadas, las cuales se hacían más visibles conforme avanzábamos. Confiando en él fue cómo llegamos a aquella arboleda.
Bosque, más bien y uno espeso como la penumbra misma.
Dejé a Allie en el momento en que empezaron los árboles a alzarse.
Tuvimos que entrar.

Al adentrarnos nuestro mayor aliado fue nuestro oído. A pesar de que entre las hojas se escurría la luz plateada de la luna, era como entrar a un pozo negro: uno que no tenía salida.
Procuramos caminar juntos, contando nuestros pasos y estando al tanto de lo ruidos.

La naturaleza apareció burlándose de nosotros. Los grillos soltaban chascarrillos, los árboles reían al son del viento y los búhos, esos que sus ojos brillaban en la oscuridad, cantaban algo que nosotros no parecíamos entender.

Al final lo hicimos.
Era una advertencia.

Una luz naranja. Aquella giró hacia nosotros.
No era un disparo... Era el infierno.

Nos lanzamos hacia un lado y rodamos por las hojas secas. Aquellas, no muy lejos de nosotros, se encendieron en un rojo vivo.

Nos habían lanzado temerariamente una lámpara de aceite. Se había desatado el averno en aquel bosque. Las llamas aparecieron amenazando con alzarse más alto que aquellos árboles. Pronto su crujido aberrante callaría las voces del bosque.

Cuando me vi reincorporado desenfundé mi Colt: aquello iba a ser cercano y personal.
Pero caí en cuenta.
Al otro lado de aquella muralla de fuego que nacía, había quedado desamparado Troy.

Pronto se escucharon los disparos.

Corrí hacia los árboles a tomar cobertura. Pensé en él, pensé en el chico; no podía dejarlo luchando con aquel, o con aquellos.
Pensé también en que era una pésima primera misión para Troy.
De estar jugando Póker a estar rodeado por llamas.
Grité por él.

-¡Sheriff! ¡Corra, joder!

No podía decir mucho más. Sería imposible coordinarnos.
Pude ver cómo corrió por su vida.
Una voz se escucho a la distancia.

-¡Yo iré por él! ¡Bronson, tú ve por el otro!

Reconocí la voz de Rick. A su lado estaría Bronson y no habría rastro de James Becker.
Sería un juego del gato y el ratón.
Pero aún no se habían decidido los roles.
En ese momento empecé a moverme feroz entre los árboles sin saber quién iría detrás de mí.

Salté sobre ramas y árboles muertos y esquivaba a los que aún vivían. Había pasado demasiado tiempo caminando entre muertos, y eso te hace olvidar lo peligroso y hostil que puede ser la vida misma.
Llegué a cubrirme detrás de un roble todavía robusto. Aquellos cañonazos se escucharon enseguida.
Reconocí el clásico rugido de una escopeta: probablemente de doble cañón. Ante aquel dragón de perdigones no tenía mucha oportunidad, ni siquiera detrás de un roble antiguo y de madera recia.

Intenté devolver el fuego. Asomándome levemente disparaba ráfagas rápidas con mi Colt. Los estruendosos pasos de Bronson se oyeron llegar de la distancia.
Otro rugido. Los perdigones de esa escopeta reventaron y resquebrajaron parte del árbol, haciendo estallar astillas por doquier.
No tenía tiempo; no me quedaba. Bronson ya me tenía fichado: un movimiento en falso y podía acabar partido en dos.

Tomé un riesgo. Asomé parte de mi cuerpo y disparé dos veces a la oscuridad.
Un chillido de puerco y un disparo en falso de la escopeta resonaron entre los árboles del bosque.

-¡Hijo de perra!

Era un cabrón duro. En un duelo mano a mano no lo vencería.
Pero algo llamó mi atención.
El disparo en falso de la escopeta de Bronson había impactado en una rama alta y gruesa cerca de donde estaba él. Era lo suficientemente grande como para aplastar a un oso y dejarlo malherido.
Era mi plan.

Disparé a la nada incitando a que volvier a disparar.
Lo hizo. Trozos de madera estallaron peligrosamente cerca de mí.
Fingí un grito.

-¡Te tengo, maldito!

«Acércate... Acércate, vamos», pensé para mis adentros.

Escuché una rama romperse.
Actué.
Me di vuelta y por uno de los agujeros que había hecho en el árbol de mi cobertura disparé.

Crujidos. La rama se rompió.
Luego... silencio.

Me acerqué lentamente hacia Bronson. Mis espuelas tintinearon conforme llegaba hacia él.
Jadeaba. Sufría como lo haría un gran oso Grizzly.
Su barba frondosa y negra se teñía de rojo. Tosía sangre.

-Un maldito con suerte... -espetó él, finalmente-.

-Y nada más -respondí-.

Un disparo de misericordia... Era el más agradable de esos canallas.

Una estrella de latón se plasmó en mi mente. Tenía que buscar a Troy. Rick iba detrás de él.


El fuego se propagó rápido por el bosque: las hojas muertas y los árboles secos y caídos sirvieron de motivación suficiente para las llamas tomar fuerza.

Corrí bosque adentro. El humo y el calor inminente mermaban mis sentidos.
Quería gritar por su nombre, quería encontrarlo. Era responsable. Yo lo había traído a una cacería; ahora él servía de presa.

Entonces escuché aquellos disparos a la distancia. Un grito ahogado rebotó con los árboles, pero no pude distinguir.
Y así, como un desquiciado haría, corrí hacia los disparos.

La penumbra nos rodeó. En aquella parte del laberinto de hojas y madera no había fuego.
Las luces trémulas de la luna se escabullían entre las hojas.
Una pintura de azul, negro y rojo.

El silencio lo rodeó a él y me rodeó a mí.
Caminó lento cuidando sus pasos así como yo lo hacía.
Miraba a todas partes. Mascullaba el apodo de: «chico».
Se tomaba del hombro ensangrentado.
Y así fue como lo vio. A la muerte. Se dibujaba su silueta negra con la luna a sus espaldas.
O así pareció verme a mí... La luz de mi cigarrillo, como una luciernaga, fue su punto y final.

Tres disparos. No vacilé.
Enfundé mi Colt con una floritura al mismo tiempo que el cuerpo de Rick caía sobre las hojas.

Aún respiraba. Un disparo en el hombro y tres en el abdomen lo decoraban cual colador de gambusino.
Yo tenía que encontrarlo.

-¿Dónde está? -pronuncié bajo al moribundo a mis pies-.

Él tan solo rió.

-Será un buen sheriff... -fue todo lo que alcanzó a decir Rick-.

Solo quedaba James.


Grité por su nombre. Clamé por Troy. El susurro de los árboles dejaban paso al silencio como respuesta.
No tuve una buena sensación... Si ahora el sheriff era parte del bosque, solo desearía que descansara en paz.
Pero tenía cuentas pendientes, pues el responsable aún vagaba y se escondía más allá del bosque.
No descansaría hasta escribir mi nombre con plomo sobre su pecho...


Crucé el final del bosque con el Colt en mano. Pendiente a cualquier ruido paseaba mi mirada azul lentamente por aquella llanura que se extendía frente a mí.

Era una bella noche, no obstante. Si se veía hacia arriba podías ver las constelaciones y las estrellas brillando como nunca antes.
Si se miraba hacia el horizonte, un único árbol, de copa extensa y solitario yacería en medio de la llanura. Era un paria, era un falso coloso de Rodas, era un gran niño castigado y apartado de los demás.
La manzana no cae lejos del árbol. Me dirigí hacia allá.

Llanura adentro, aquel árbol renegado se alzaba ante mí. La luna dibujaba una sombra sobre el pasto de la llanura que aún me quedaba lejos.

De detrás del árbol solitario, salió un hombre aún más solo.

-Los has matado, ¿verdad? -preguntó aquel hijo de puta cuando se descubrió con las manos en alto-.

Yo sencillamente quedé en silencio... Él tomó una bocanada de aire, como si estuviera decepcionado.

-Las cosas que hacemos por amor, ¿no...?

Un reflejo en falso. Había sentenciado su destino.
James intentó llevar su mano al arma.
Pero cayó al pasto.
Un disparó resonó en la llanura...
Y aquel no fue mío.

Di media vuelta. Era Troy, con su pistola en mano y humeante, con su ojo derecho bañado en sangre por el roce de una bala.
Su camisa se tornaba roja poco a poco, gota a gota, pero su placa: impoluta.
No pude evitar sonreír.

-Sheriff... -saludé con mi sombrero-.

Había terminado. Becker y su banda había cruzado el charco a manos del hombre de los ojos azules y del hombre de la placa. Porque aquel chico ahora era un hombre.

Descansando al pie del árbol se vería aquel saco lleno de joyas, oro y diamantes que Becker había robado. Enfundando mi arma, me acerqué y tomé el saco. Volví y se lo puse en manos a Troy.

-Lleve esto devuelta, sheriff -le dije- y diga que usted mató al Ladrón de estrellas.

El sheriff asintió. Se dio vuelta y volvió a su hogar.
Había sido un día largo para él, pero estaba seguro, de que Jake's Creek ahora estaba en mejores manos.

Al fondo y saliendo del bosque, advertí a mi yegua, Allie, en trote hacia mí.
Una última calada al cigarro. Había que descansar.

En eso caí en cuenta. Tenía que llevar la prueba a Buffalo para cobrar por mi recompensa.

Cuando me volví hacia el cadáver de James Becker, me di cuenta que aún no era un cadáver.

Pues, allí estaba: el Ladrón de estrellas observándolas a ellas con decoro, con pasión, dedicándoles sus últimos respiros.
Con una mano en su camisa negra de botones de nácar, intentaba tapar un charco de sangre que se hacía de su abdomen.

-Una noche hermosa, ¿verdad...? -susurró él-.

Yo también las miré. Pude entenderlo. Aquellas brillaban con tal intensidad, que si yo mismo fuera un ladrón, también las robaría.

Me senté sobre el pasto, a un lado de ese moribundo.
Yo estuve enamorado en un tiempo también, y lo que más se podía temer en ese entonces era morir solo. No se lo desearía ni a él.

-Oh, el amor... -balbuceó-. Qué estúpido me ha hecho. Si tan solo me hubieran dicho que así acabaría... -pensó para luego reír-, ¡no cambiaría nada...! A pesar de que... -tosió sangre- Apesar de que siempre fui un chico muy solitario, he dedicado mi vida a ellas: ¡a las estrellas y a las mujeres! Señor, en esta me habrán llamado de todo, pero siempre fui un Don Juan. Pero... Pero quiero que sepa una cosa... ¿Esa mujer? ¿Rosie? Por ella lo daría todo... Incluso mi vida... ¡Incluso robaría todas las estrellas del cielo, y dejaría al mundo en una oscuridad eterna por ella! Supongo... Supongo que fue rápido e intenso, pero su sonrisa... Ella lo sentía también... Íbamos a ser... muy felices juntos, pero creo que no todos tenemos tanta suerte...

-Si tan solo pudiera darte un poco... -le dije a aquel moribundo, exhalando humo de mi cigarro-. No necesito tanta.

Mirando al cielo estrellado dije aquello con esperanza de alegrarle los ánimos. La muerte era tan conocida para mí que era como una vieja pareja sentimental.
Y en ese momento estuvo allí conmigo. Se manifestó.
Pues, aquel hombre viendo a las estrellas, había muerto con una sonrisa en el rostro.

Le di una última calada al cigarrillo...


Me levanté del pasto. Arrojé el cigarro acabado. Con una última mirada a aquel pobre diablo decidí hincar mi rodilla y tomar su mano. Retiré de ella esos tres anillos de diamante.
Así tendría mi recompensa.

Subiendo la mirada vi a Allie. Era momento de partir.
Sería un largo camino hasta la frontera. Buffalo sería mi siguiente destino.
Y allí me esperaría una buena recompensa.



El ladrón de estrellas


Fin.

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