Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Corazón de arena

Vibraban mis huesos con cada rugido. Ensuciaba de barro mi frente el desolado viento. Mis labios mustios encerraban una lengua cuarteada que extrañaba cualquier cosa capaz de escurrise entre tus dedos.

La arena podía, pero mi corazón estaba repleto de ella.

Hacía tiempo que estaba buscándola como quien picaba por oro; gambusino triste y ansioso por una gota de agua.
Agua. Whiskey. Vino. Ron. Lo que fuera...
El oeste de Arizona se asomaba hostil frente a mis ojos azules.

—Vamos, Allie, cariño... Solo un poco más.

Ella, mi fiel compañera, mi amiga, mi querida, mi yegua jadeaba apunto de desplomarse. ¿Cómo culparla? Cargaba encima de ella a un desgraciado vestido con guardapolvo y sombrero, y encima de este, de mí, fantasmas de fichas de un dólar cayendo sobre una mesa de apuestas. Pelearía por ella, por mi yegua, hasta el fin del mundo, así como estoy seguro que ella haría conmigo...
Era difícil mantener el norte con aquella sed.
Pero hay que cuidar tus palabras por estos lares, vaquero; las promesas de lealtad se desvanecen junto al polvo si no ves igual de importante al Winchester que tienes que llevar a tu espalda.

—¿No es así, Ramón...?

Lo maldecía; no a él, sino al sol. Ramón era tan solo el rifle Henry que llevaba a la espalda: mi salvoconducto y mi primera opción si algún temerario salía de aquellos matorrales a probar suerte. Le desearía suerte a ese pobre diablo, no obstante: las montañas a ambos de mis lados parecían servir de embudo para aquel calor que nos azotaba; alguien pleno de sí caería de bruces contra el polvo si emprendiese carrera hacia nosotros.

En frente y a mi espalda únicamente un camino extenuante de arena, abandonado por Dios, nos prometía con un jadeo sediento que pronto encontraríamos agua...

Porque aquella parecía haber desaparecido de la región.


Las cosas solo empeoraron cuando salimos de Brighton tres días atrás. El sheriff del condado: el respetado Bernie Jacks, aquel con su bigote rojo de medialuna, había pegado el grito al cielo sobre los suelos de la plaza del pueblo anunciando que, lastimosamente, se enfrentarían a la mayor sequía de los tiempos. No era de extrañarse aquella trémula noticia, pues aquellas casas y locales parecían haberse transformado en pequeños hornos cada uno oculto tras su fachada falsa respectiva. La noche antes de partir fue la más caliente que habían sentido mis huesos.
Cuando ensillaba a Allie afuera de la posada Steel Jar pude, incluso, escuchar cómo aquel puñado de granjeros marchitos por el sol, cuarteados por la agonía y de rajadas manos, se quejaban con Bernie Jacks al quedarse sin métodos de riego para la cosecha.
«¡¿Qué se cosechará, sheriff?!», exclamaban ellos. Un escupitajo pobre hacia el piso por parte del no tan querido Bernie les hizo ver que aquel estaba más preocupado por lo que beberían los siguientes días.

Era sensible aquel tema, la verdad; peliagudo cuanto menos. Honestamente, ni al diablo mismo le gustaría estar subsistiendo día sí y día también a base de cerveza... O veías al pobre Bernie cagarse en su muertos tambaleándose por las calles puesto como una cuba o veías a Roy Rogers, el sastre, cagándose en los de Ed Lee, el tendero y cantinero del Steel Jar, cuando se rehúsaba a servirle más bebida.
Aunque el pueblo de Brighton tenía un sistema de canales que conectaban con el río Turner que lo circundaba, aquel, oportunamente, se había secado.
Se sabía que el sheriff Bernie Jacks, dos noches antes de yo partir, había ido al río Turner a averiguar lo sucedido. «Está seco como la lengua de un lagarto», repetía él para luego escupir al suelo.
«¡¿Cómo cojones puede estar seco, Bernie?!», le espetó Ed Lee, el cantinero, aquella noche angustiante en mitad de la calle. «La semana pasada teníamos agua para arrojar al techo y bañar a todos los bisontes de la pradera, ¡¿y ahora está "seco"?!».
«¡Tan seco como los huesos de mi difunta madre, Ed! ¡Si no me crees, te reto a que la desentierres del cementerio y la veas con tus propios ojos!», le devolvió Bernie.

Mi nariz entumecida de arena había olido cientas de letrinas a rebosar de meados y aquello olía peor aún.

Aquella insistencia...

«¡Usted es el sheriff, Jacks! ¡Tiene que hacer algo!», reclamó la esposa del sastre Roy Rogers.
«Tal vez si preparásemos una expedición de caravanas para comerciar con los de Red River podríamos subsistir con licores y algo de agua», intentó proponer el doctor Wall, médico del pueblo.
«¡Eso solo servirá por unos pocos días! ¡¿Qué hay de las cosechas?! ¿O es que piensa aguantar comiendo cecina?», protestó Luke Price, jefe de los agrícolas de Brighton.
«¡Basta de una vez!», se le oyó pisotear al ritmo del grito al sheriff Jacks. «El río está seco. Mañana a primera hora se discutirá el asunto. De momento, vayan a echar una cabezada, que es tarde.».

Sin duda aquel era un pueblo unido.
Todos lo son hasta que, pensando lo impensable, se ven capaces de matar al prójimo por un trago de lo que sea.

Rompían mis pensamientos con un muro invisible; uno ondeante y retorcido flamante. Con una perspectiva correcta, se podía decir que aquel par de montañas a mis lados eran, quizá, lo más majestuoso del camino. En una correcta época del año, los árboles y la fauna se asomarían a lo alto de la ladera y al filo de la quebrada, observando impasibles a los aventureros que pasaban por ese camino de mala muerte; de noche, inclusive, se les podría ver sus ojos brillar entre la penumbra de la noche fría del oeste. 
Si me preguntasen a mí, aquel sería de los últimos caminos que tomaría solo por un poco de agua...
O de oro. 
Pero ahí estaba yo. Y ahí lo encontré a él.


Allie soltó un bufido. Una brisa fría sopló desde el norte. Empezó a picarme el dedo del gatillo.

Aquel no era mi primer rodeo. Me faltaban dedos para contar las veces que un grupo de malaventurados quería tirar una moneda al aire conmigo. Siempre salía cruz. 

Un pie en el estribo y otro en la arena; como era costumbre. Desenfundé desde mi espalda a aquel Rifle Henry del 60 con esa inscripción de mala gana en su culata de madera: «Ramón». Mi historia con ese rifle era simple, pero daba para dos libros. 
Abrí la palanca del rifle para ver la recámara: estaba cargada; siempre lo estaba. Susurros metálicos provenían de mi pistolera. Mi Single Action Army pedía turno por si la cosa se torcía. 

Un solo sendero completamente recto. Montañas como dos colosos a mis lados. El calor me quemaba los pulmones, y el sudor escurría el polvo de mi frente para meter barro en mis ojos. Algo se escondía detrás: detrás de las ondas del calor y el viento arenoso.

La brisa fría se convirtió en una ventisca. Arena empezó a bajar de las montañas y se unía junto a la del sendero para formar un ciclón cegador. Dejé de ver lo que había a partir de unos cortos cinco metros. La piel de gallina hizo acto de presencia.
Estaba en el ojo de un huracán de arena.

Lo que había más allá era incierto, pero allí, en mis manos, estaba el punto y final del infeliz que pudiera haber detrás de esa cortina marrón guiada por el viento y la miseria.
Como una neblina, o tal vez como un muro la arena se levantaba y revoloteaba. Apunté con el rifle desde la cadera. 
Una chispa azul se encendió tras mis ojos. Algo vi y algo debía morir.
Tres disparos desde la cadera, un palanqueo entre medias de cada uno. 
Tres casquillos cayeron a tierra y esperé que tras la cortina marrón algo hubiera caído también.
Al son de que el huracán se disipaba, mis esperanzas lo hicieron. 

Una sombra negra vestida de levita y sombrero igual de oscuros atravesó la disipante cortina como quien entra a una cantina seguro de ser el mandamás. El ala de su sombrero negro tapaba su rostro, y el primer gesto que tuvo como ser que parecía provenir del averno, fue sacudirse la levita; de ella, saltaron como canicas balas aplastadas cayendo al suelo a plomo.

—Se esperaba más del Forajido ojizarco... —espetó aquella sombra, aquel hombre de negro—.

Tragué saliva.

—Nadie me llama así en este lado del arenal. —le respondí a ese hombre sin dejar de apuntarlo con mi rifle—.

—¿Cómo prefiere que lo llame, entonces?

Al pronunciar aquello lo que parecía ser una sombra, subió lentamente su mirada. El ala de su sombrero negro descubrió un rostro que en mi vida había visto.
Ciego de un ojo, de rostro limpio y un bigote negro y poblado. Parecía haber salido de la bañera, de haber comido como un rey y vestía como tal; mirándolo de arriba abajo aquella levita podía valer mucho. Un rey oscuro que nació de la arena.

Como cualquier hombre que ha peleado con y en el oeste, había escuchado historias sobre asaltantes misteriosos, jinetes sin cabeza e incluso animales fantasmales. Nunca oí de un hombre inmune a las balas.
Cabía la posibilidad de haber fallado por la maldita sed.

—¿Qué es lo que quiere? —pregunté—

—¡Oh, caballero! ¡Perdóneme usted! Pero este hombre pide un poco de cortesía. Dígame, ¿cuál es su nombre?

Guardé silencio un momento.

—John.

Su rostro soltó una mueca como si aquello no le sorprendiese. ¿Quién...?

—Verá, John, he venido de muy lejos tan solo para verlo a usted. Tiene pinta de que... —vaciló para limpiarse un poco el bigote, mirándome fijo—. Parece que usted tiene un objetivo en mente, y está muy lejos de aquí.

—Solo vago de aquí para allá, señor... —pensé por un momento en su nombre. Algo me decía que no cargaba un bautizo a sus espaldas—. No sé de qué me está hablando.

Aquel rey oscuro sonrió.

—¿Vaga o huye...? —musitó sabiendo que daba en la diana. Quedé en silencio; no mentiré que sostuve fuerte del rifle, impidiendo borrar su rostro a punta de plomo—. ¡Llámeme Míster Charles!

Lancé prontamente una mirada sagaz a Allie; más concretamente a las alforjas. Aquellas mochilas de viaje de cuero ocultaban en su interior lo que me traía hasta tan lejos de mi hogar. Su cara ruiseña y colorada me enfermaba.

—¿Qué es lo que quiere, Charles? —dije cargando el rifle— Creo que ya sabe que no me gusta repetirme.

—Puedo mostrárselo. Si me permite...

Aquel hombre, «Míster Charles», abrió su levita y metió su mano en uno de sus bolsillos. Apunté firme con mi arma. De ella sacó la gloria: una cantimplora gigante de cuero llena de agua, que fue arrojada al suelo hacia mis pies.

—A mi salud, John.

Miré a aquel hombre. En su semblante impoluto me pareció ver por sus ojos; sus supuestas ventanas hacia su alma; absolutamente nada. Sus ojos eran de un castaño tan oscuro que se podría decir que eran, incluso, de color negro. Su sonrisa se ocultaba tras un oscuro y frondoso bigote; inexpugnable del calor que me mareaba; limpio de la arena que me impedía respirar. Una mirada de reojo hacia Allie me hizo decidir.
Guardé a Ramón en su funda. Tomé la cantimplora.
Unos suspicaces pasos atrás; lo único que escuchaban mis oídos era el ruido de mis espuelas y del viento soplar, como si rugiese en su paso por las montañas.
Saqué rápido de las alforjas un cuenco grande y lo posé sobre el suelo cerca de Allie. Serví mucha agua. Se lo merecía.
Bebí. Bebí como si la vida me fuera en ello. Podía admitir muchas cosas sobre mí, podía contar las veces en las que estuve apunto de palmar. Jamás diría que aquella agua se sintió como encontrar oro en un valle de cenizas.

—¿Por qué? —le cuestioné. Si algo me había enseñado lo salvaje es que todo tenía un precio—.

—El «por qué» no importa, Zarco. Pero el «cómo»... Creo que le interesará saber que hay mucho más de donde viene esa agua.

—¿Qué...? ¿De dónde...?

—Agua del río Turner, John. Fresca e impaciente de ser bebida.

Nada hizo sentido y a la vez todo lo hizo. Aguardé en silencio a que se explicara.

—Supongo que podemos agradecerle todo esto al sheriff... Bernie, era su nombre, ¿no? —Dijo para acomodar su sombrero; el ala de este proyectaba en el piso un par de cuernos, como si cada extremo fuese un cacho. Nada bueno esperaba—. ¿Le suena los Norton? ¿Aquella panda de coyotes sin dueño que va saqueando hasta las piedras? Oh, querido John: se podría decir que esa banda de patanes le ha robado algo más que agua a Brighton, sino también su oro.

Mi mirada se advertía fría, pero mi oído pegó un brinco y prestó atención.
Aquel era otro cantar. ¡Si hubiera sabido que Brighton tenía oro me hubiera quedado un poco más! Pero algo dentro de mí; instinto, mi olfato de sabueso; me decía que ni siquiera Brighton lo sabía.
Una sonrisa taciturna de Míster Charles lo confirmaría, como si estuviera metido en mi mente.

—Esta montaña, el pico Jaguar, —nombró para apuntar con su dedo la montaña a nuestra izquierda—, oculta tras sus laderas un montículo de piedras; detrás de las piedras: grava; detrás de la grava: oro. Un yacimiento de vetas de oro peligrosamente cerca del pueblo, pero que todos ignoraban. Walt Norton, líder de la banda, tenía ese sitio ojeado desde hacía un tiempo. Sólo necesitaba un poco de ayuda de alguien del pueblo.

Estaba entendiéndolo. El sheriff Bernie ayudó a orquestar todo aquello, pero...

—Negociaron —continuó Charles—. Bernie se llevaría una tajada importante; todo lo que tenía que hacer era ayudarlos a redirigir el río, vender el cuento de la sequía, y evitar que alguien se acercase a husmear por los canales.

—Están usando el agua del río para las excavaciones y la limpieza del oro —supuse—.

—Y con ayuda del propio Bernie, taparon los canales con piedras y tierra. El canal principal está bloqueado por una gran piedra y algo de arena. Allí entrarás tú.

—¿Yo?

—Así es. —espetó él, por primera vez, con voz macabra— Te conozco, John. Sé quién eres; sé qué te persigue... Además, un hombre como tú no va a negar una buena bolsa de oro.

Quedé en silencio un momento... Su rostro, su semblante serio pero a su vez grandilocuente...

—¿Qué tengo que hacer?

—Ten.

Abrió su chaqueta nuevamente y está vez sacó de ella un puñado de cartuchos de dinamita. Más tarde, me entregó un saco de cuero vacío.

—Usa esta dinamita para volar por los aires la roca que encierra a Brighton en su sequía. Ve al sitio de excavaciones, despelleja a esos Coyotes.

—¿Y el saco?

El oscuro Charles sonrió.

—Carta blanca. Llévate todo lo que encuentres como pago: hasta el oro.

«Carta blanca»... Todo lo que puedas tomar. Todo lo que quepa dentro del saco.
No era un hombre pobre, pero aquello haría, en un primer instante, babear hasta al menos sensato; sólo para que al final temblasen al saber que los Norton intercedían en el camino al oro.

Cara o cruz.

—Lo haré, pero quiero saber una cosa: ¿por qué ayudar a Brighton? No es ni el mejor pueblo, ni el más unido, ni el más ejemplar. ¿Por qué...? ¿Quién eres?

—Sólo puedo decir que... Hice una promesa a alguien de ese pueblo de pacotilla... Adiós, Forajido ojizarco.

Tan pronto como aquella sombra apareció, así se fue, dándome la espalda y desapareciendo en la cortina de arena.

Tan sólo yo, Allie, Ramón y un Single Action Army. En nuestras manos: otro contrato sin firma.
Enfundé el rifle a mi espalda. Abrí la cantimplora que me dio aquel hombre y bebí otro trago. Una mirada azul al Monte Jaguar. Una acomodada al sombrero. Sería mío.


Una ladera árida a una hora de las afueras de Brighton. Árboles medio muertos zigzageaban hacia lo alto de aquella colina; un montículo alto que se escondía a faldas del Monte Jaguar. Con un chasquido ordené a Allie esconderse. Miré mi mano izquierda, aquella vestida de un brazal de cuero. «T.N.T», se descubría en aquellos cartuchos.

Subí a paso feroz y cuidadoso, cual lobo en cacería, moviéndome detrás de los árboles y las rocas. Un sombrero marrón chocolate era lo único que me defendía del sol impertinente.
A lo alto de la colina un tumulto rocoso servía de protección para ver desde arriba aquel escenario.
Debajo, a espaldas de la protectora colina, una pequeña cantera se descubría como un valle entre montañas. Borrachos de piel grasa cocinaban conejos desollados al fuego de las hogueras; pieles de bisonte y alforjas aparecían arrojadas por el suelo indicando que habían estado durmiendo al aire libre entre descansos en su excavación. Los más fuertes picaban y paleaban; los más débiles estudiaban las formaciones de las rocas para saber dónde colocar la dinamita. Sombreros los protegían del sol y bandanas cubrían sus narices y boca.

Mirando hacia mi derecha y hacia lo bajo de la colina, podía ver el canal improvisado redirigido del río Turner, rodeando la colina. Si se seguía el canal con la mirada, podías ver la encrucijada bloqueada por la gran roca. El canal de Brighton no había visto agua hacía días. Yo tenía un cronómetro y aquella roca también.

Aquel rubio de allá, el de la chaqueta de mezclilla y flecos, era Walter Norton; bocón y engreído como el que más, pero nadie lo batía en un duelo a puños. Severo y estúpido. Sus hombres ayudaban a cargar los pedruscos prometedores, mientras con el agua licuaban y lavaban la arena para descubrir aquel dorado.

Se veían organizados.
Yo estaba esperando a mi señal para aguarles el asunto.

Una explosión; vibró el cielo y se estremeció la tierra. A mi derecha la gran roca se hacía añicos para dejar correr por fin el agua hacia Brighton, cortando el suministro para los bandidos. Piedras llovieron al suelo al son del rugido de la dinamita.

Esa era mi señal.

Gritos no tardaron de imitar el bullicio de la explosión. Los bandidos soltaron las piedras y los cuencos de agua para llevarse las manos al arma. Miraron hacia todos lados.
Les llovería fuego.
Saqué de mis bolsillos el sobrante de la dinamita usada en la roca. Un raspón a la mezclilla del pantalón y aquella llama encendía. Arrojé por encima de las rocas, de mi cobertura, los cartuchos.
Muerte se sirvió desde arriba.
Extremidades se partían en piezas al mismo tiempo que los gritos de horror se amontonaban. Los bandidos se lanzaban cuerpo a tierra esquivando la desgracia.
Eran como hormigas: corrían sin cesar buscando cobertura; la mayoría la habían picado o dinamitado. Curiosa ironía bañada en pólvora.
Lanzando mi penúltimo cartucho me dispuse a disparar con el rifle, asomando mi cuerpo leve desde lo alto de la colina.
Un disparo: cayó comiéndose la grava del piso.
Un disparo: se estrelló contra los barriles de agua.
Un disparo: lo envió de bruces contra la hoguera.
Tomé cobertura.

Los silbidos. Dulce y vieja compañía. Vieja amiga. Vieja amante rencorosa.
Esas balas, aquel plomo empezó a estrellarse contra la roca que me daba cobijo. A pesar de haberles llovido fuego y balas, empezaban a devolver los disparos hacia todos lados y a ninguno; todo fue demasiado rápido para ellos darse cuenta.

—¡¡Arriba!! ¡¡Arriba, en las piedras!! —se le escuchó gritar a Walt Norton, cubierto tras una carrera volteada—.

Asomé un poco mi mirada azul para tantear. Vi un grupo de piedras aún intacta al pie de la colina. Cercano y personal. Había que hacerlo.

Tomé mi último cartucho de dinamita y lo arrojé. «¡A cubierto!», clamaron.
Tan pronto corrieron a por protección salí a enfrentarme. Me dejé caer arrastrándome de espaldas ladera abajo a la par que sacaba mi Colt y empezaba a disparar a los mal parados. Amartillaba raudo con mi mano libre.
Caí rodando un poco torpe hacia las rocas, pero estaba cubierto.

El intercambio de disparos fue cerrado y agobiante; los disparos a mi cobertura hacían saltar chispas y arenilla. Recargaba tan rápido como podía en los entretiempos sacando los cartuchos de mi bandolera y devolvía el fuego tan certero como sabía.

Las voces se fueron apagando una a una.

Cayeron... Casi todos.

Silencio se dejó arropar en el ambiente. Miles de llantos y destellos fueron apagados dejando detrás sangre y carne agujereada. Sombreros tirados por el piso y revólveres descansaban por fin de una vida de saqueo.

Una nube de polvo, humo y arena se levantó en el campo de batalla y detrás... yo.
Siempre salía cruz.

Walt Norton, su hermano Abe y un lacayo el cual ni se acordaban de su nombre era todo lo que quedaba de la banda de los Norton. Coyotes amansados por el lobo. Salieron a inspeccionar, uno al lado del otro, como un muro.

Se detuvieron en seco y tragaron saliva cuando vieron la silueta del Forajido ojizarco dibujante tras la pantalla de humo...

—¡¡Maldito...!! —desgarró Walter hacia la sombra en la arena—. ¡Maldito hijo de perra...! ¡¿Qué quieres de nosotros?! ¡¿Quieres oro, quieres munición...?! ¡¿Qué coño es lo que quieres?!

Quedé en silencio... pues, sólo tenía una cosa en mente.

Verlas.

Tragaron saliva. Lo vieron: su muerte.
Desenfundé. Mano izquierda en el martillo. Tres disparos. Tres muertos.
Enfundé.


La grava se tiñó de rojo. El agua volvió a correr hacia Brighton. Observando a los cadáveres no me sentí orgulloso. Con un Corazón lleno de arena, sólo quedaba cobrar.
Pensé en pasar por Brighton. Probablemente se me haya olvidado algo allá.
Sí. Probablemente...


La plaza volvió a tomar color. El árbol antiguo que allí permanecía como centinela de los orígenes; atracción principal y orgullo de Brighton.
Salieron todos de sus casas a darle color, pues una explosión y el susurro del agua fluyendo por los canales devolvió la vida a un pueblo moribundo.
Roy Rogers, el sastre del pueblo y su mujer, bailaban por el entramado de las aceras retumbando sobre la madera pasos de buen porvenir.
Luke Price y su grupo de agrícolas se abrazaba y vitoreaban por una cosecha rica.
El doctor Wall yacía sentado en su porche observando todo dando un suspiro de alivio.
El cantinero Ed Lee convocó a los afortunados a beber como condenados.
Pero el sheriff Bernie Jacks escondió sus labios bajo el frondoso bigote de medialuna al ver a aquel forajido que expulsó del pueblo días atrás.

Al fondo el pueblo celebraba; a las entradas el sheriff, con las manos en la hebilla de su cinto, fue a recibirme.

—¡Tú...! —exclamó Bernie—. Te di rienda suelta, canalla, pero, ¡dije que si volvía a ver tu rubio por aquí te iba a poner entre rejas!

Yo, montado sobre Allie, puse un pie sobre el estribo y otro en la arena. Lo encaré.

—Lo sé, sheriff... Entiendo ahora su mano blanda con los criminales.

Bernie abrió los ojos como si la vida fuera en ello. Probablemente lo hacía.

El sheriff se llevó la mano al arma, pero fui más rápido. Un par de sus dedos salieron volando cuando desenfundé.

El pueblo cesó de golpe su celebración y velozmente se congregaron alrededor de la escena de terror.

—Disfruten de su agua —le dije a aquellas personas horrorizadas—, pero no le den ni una gota —Vi a Bernie, sufriendo en el suelo—. El ladrón no volverá a poner un dedo sobre sus cosas.

Volví a subir en mi yegua, mi vieja amiga y me puse de cara al sol. Otro día, quizá, encontraría un sitio más hogareño, que me recibiera mejor, pero siempre sería lo mismo: siempre partiría al amanecer.
Pues, no puedo parar.
Ni debo.
Acomodándome aquel saco de cuero sobre mi hombro, lleno ahora de oro, solté un chasquido, ordenando a Allie partir otra vez.




Corazón de arena

Fin.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro