Mikołaj Walukiewicz suspiró. La noticia que le acababan de dar lo dejaba preocupado. No confiaba mucho en la habilidad de los muchachos a su cargo para caminar por varias horas, sobre todo si es que era cierto que el camino estaba enlodado. Esos adolescentes a los que tenía que guiar a veces a ni siquiera habían caminado alguna vez del colegio hasta su casa, así que era inevitable preocuparse al saber que el camino entre Cangallo y Huancaraylla estaba bloqueado por un deslizamiento reciente. Aunque los vecinos de Cangallo y el hermano Silvestre le informaron de que para la mañana siguiente al menos liberarían un paso para que pudieran continuar a pie con tranquilidad, Mikołaj no dejaba de preocuparse por los diez muchachos que habían venido con él. Su grupo anual de valientes, de aquellos que sacrificaban dos semanas de sus vacaciones en la playa en Lima para venir con el cura polaco a hacer labor social. Los únicos que no detestaba entre los más de cien niños engreídos que tenía que ver año tras año.
Sabía que esta era su única oportunidad para hacerlos entrar en razón, pero también sabía por años pasados que, si la actividad era muy intensa desde un inicio, los adolescentes se asustaban y terminaban pensando en regresar sin realmente aprender. Y eso no podía pasar, ya suficiente consideraba que estaba perdiendo el tiempo en ese colegio, que con mucha esperanza no había pedido su traslado a Perú hacía más de quince años para trabajar con las comunidades afectadas por el terrorismo, que le hacía recordar a su familia y a su pueblo durante el régimen comunista de su país. La primera vez que escuchó a mediados de la década del ochenta en Madrid, donde había hecho el seminario porque en Polonia no se podía, de lo que pasaba en Perú sintió una corazonada, como si el cielo lo hubiera atravesado, de que ahí era a donde tenía que ir, que todos los senderos de su vida lo formaron para ese momento. Por su historia personal y ante el visto bueno de los provinciales de ambos países es que su pedido fue aceptado. Lo enviaron a Cangallo a ser el párroco, debido a que solo había un hermano ahí, Silvestre, quien seguía en ese mismo lugar dos décadas después. Cuando llegó, las cosas ya estaban calmándose en la región.
Cuando le faltaba pocos años para cumplir una década allí, el provincial lo decidió mover al principal colegio de la compañía en la capital. Esta decisión tomó a Mikołaj por sorpresa, ¿por qué lo estaban moviendo a él si su misión en el Perú era clara?, además, él no tenía experiencia alguna en colegios. Sin embargo, como buen soldado obedeció las órdenes que le habían dado. No encontró como rebatir el razonamiento del provincial, el país requería de buenos líderes, que pudieran entender la complejidad del territorio y se requería de alguien que fuera capaz de enseñarles esto, así fuera a la mala, para justamente que no se repita la situación que lo había traído al Perú. Al provincial jamás se le pasó por la cabeza que sería más sensato y prudente que se quede en Cangallo para formar a los líderes que conozcan la complejidad del territorio que puedan hacer los cambios necesarios. Al padre Nicolás, como le decía la inmensa mayoría que no podía pronunciar su nombre, luego de su primer año en el colegio, sí se le pasó por la cabeza la idea y se horrorizaba pensando que esos adolescentes cuando crecieran fueran a eventualmente tener el poder en un país al que no conocían en lo absoluto. A veces se reía ante la dificultad de la misión encomendada, porque si ni siquiera conocían el centro de la ciudad, ¿cómo iban a ser capaces de conocer otras realidades?
Los padres de familia tampoco ayudaban mucho. Todos los años siempre había un muchacho que no podía ir porque sus padres no lo dejaban, tenían miedo de que a sus hijos les pase algo. Este año no fue la excepción. Se aparecieron en su oficina varios padres preocupadísimos por el levantamiento de Antauro Humala, pensando que si sus hijos iban a Cangallo tal vez corrían peligro. A veces los chicos le daban pena por crecer en familias así. Pero luego recordaba de que ya estaban en edad de ir formando sus propias opiniones por lo que no toleraría si alguno salía con comentarios tan estúpidos como esos. Recordó que cuando los padres le dijeron eso lo único que hizo fue señalarles el mapa que tenía detrás de su escritorio y pedirles que al menos uno de ellos ubique Cangallo y Andahuaylas. Hubo alguno que le pidió que repitiera la pregunta, a lo que Mikołaj respondía que no era una pregunta, que les pedía que al menos de uno de ellos les señalara en el mapa del Perú dónde estaba Cangallo y dónde Andahuaylas. Un padre se irritó, diciendo que ellos habían venido, algunos faltando al trabajo, para saber si era seguro el viaje que sus hijos estaban a un par de días de realizar. Nuevamente el cura les dijo que esa respuesta la obtendrían si alguno de ellos señalaba en el mapa el punto exacto en el que está Cangallo y el punto en el que está Andahuaylas. Ningún padre se movió. Mikołaj suspiró, se puso de pie, estiró el brazo, puso su dedo índice en un punto en el mapa, diciéndoles a esos señores que ahí estaba Cangallo, y luego llevó su dedo hasta otro punto, mayor que el primero, diciéndoles que ahí estaba Andahuaylas y preguntándoles si es que alguno de ellos pensaba que alguno de sus hijos corría algún peligro. No les dio tiempo a responder porque agregó que ellos estaban aquí, señalando Lima, y que la ruta que iban a recorrer era la siguiente mientras pasaba el dedo por el camino que llevaba desde Lima hasta Cangallo. Les preguntó si eso contestaba a su pregunta. Los padres respondieron bajo que sí, le agradecieron por calmar sus dudas. Procedieron a retirarse. Mientras salían, Mikołaj pudo escuchar como la madre de Diego Bazán le decía a su esposo que si le hubiera hecho caso, no habrían pasado esa vergüenza. En su mente le dio la razón a la señora, pero también le echaba la culpa a ella por haberse casado con alguien tan ignorante.
Silvestre lo sacó de su ensimismamiento. Le dijo que pasara a la casa, que los muchachos ya se habían acomodado, que había que preparar la cena y que tenían que descansar porque mañana les tocaba caminar, que no lo decía por Nicolás, sino, por los chicos, que él ya sabía que Nicolás caminaba hasta el fin del mundo si se lo proponía. El sacerdote se rió. Entró a la casa pensando que al menos esta vez estaba bien que viniera con un grupo pequeño, no se imaginaba cómo habría tenido que hacer para que más de cien muchachos lleguen caminando de un lado a otro, cuando de por sí ya dudaba de la capacidad física de todos los que estaban con él, incluso de Carlos De la torre, el atleta condecorado del grupo. Sin embargo, no desistía de que en el futuro si realmente se quería hacer un buen trabajo era imperativo que todos los alumnos del colegio fueran a hacer labor social, así sean obligados, de lo contrario nunca saldrían de su burbuja, pero el rector, viejo cura español que estaba más preocupado con que todos los padres de familia paguen la pensión, le había dicho reiteradas veces que no, sin manifestarle que era temor ante la idea de que se vuelva obligatorio el tener que ir, más padres sigan retirando del colegio a sus hijos. Los números no pintaban nada bien y este año, por primera vez en la historia del colegio, los de primero de primaria eran menos que los de quinto de secundaria. Por lo que esta actividad para los de cuarto de secundaria tendría que permanecer siendo voluntaria.
Diez de ciento cincuenta. Mikołaj ordenó a un par de ellos que vayan a la cocina a ayudar a Silvestre, a otros que ordenaran la sala y a los demás que acomodaran la mesa. Él salió un momento al huerto a buscar su bastón. No lo usaba mucho cuando caminaba, pero le gustaba tenerlo, por si acaso. El artefacto de madera le transmitía una sensación de seguridad y de mayor equilibrio. Sentía que cargarlo consigo era tener a su lado a quien se lo dio, el padre Crespo, quien durante los años más difíciles de Huamanga siempre tenía las puertas de la iglesia de la compañía abiertas, incluso en paro armado, el hombre que lo guió esos primeros años, cuando sentía que haber pedido que lo envíen a Perú había sido una sabia decisión.
Regresó a la sala. Se topó con un espectáculo lamentable. Diego Bazán, joven rollizo de más de metro ochenta, no encontraba donde guardar su mochila, mochila que era casi tan grande como él. Le dijo que dejara su mochila afuera, que, sino, lo único que iba a hacer sería estorbar a los demás. Por un momento se le pasó por la cabeza que sería prudente abrir esa mochila y deshacer de todo lo que no fuera necesario, pero por otro lado pensó que para ese chico, que estaba claramente sobremimado y sobreprotegido, lo mejor sería que camine seis horas con todo el peso de las gollerías que le mandó su familia.
Entró a la cocina. Vio que ninguno de los dos chicos se había cortado todavía la mano, pero, a pesar de su buena voluntad, vio que no tenían idea de cómo pelar zanahorias rápido. Silvestre no corregía esas cosas porque no le molestaban, varias veces le había dicho que así una verdura esté mal cortada o pelada sabe igualito cuando está cocinada. Terminó de enseñarles a pelar las zanahorias. Mikołaj estaba convencido de que la única actividad manual que sabían hacer esos muchachos antes de viajar con él era masturbarse y era posible que eso incluso lo hicieran mal. Ya estaba por cumplir quince años en Perú. Los últimos cinco habían sido los más difíciles. La mayor parte del tiempo tenía que lidiar con los alumnos en el mundo habitual de ellos, donde sentía que los otros jesuitas y los profesores eran demasiado blandos y muy poco críticos, que en este aspecto era donde el colegio más cojeaba, que no importaba que lo trajeran a él, o a alguno de los que trabaja en Jaén o en Andahuaylillas o, coño, a todos los que trabajan en el Chad porque estos chicos no responderían si es que no se organizaba un buen plan de acción que involucrara a los demás responsables de educarlos. Aunque, a pesar de todo, como la esperanza es lo primero y lo último que se pierde, con que tan solo uno o, en el mejor de los casos, un par de los cientos de alumnos que le tocaban por año reaccionaran y abrieran los ojos al mundo que los rodea se daba por bien servido. Al menos un futuro líder no sería parte de las causas que lo trajeron al país en un inicio.
Para cuando la cena estuvo lista, le pidió a Silvestre que liderara la oración. Al momento de comer, también le pedió que les contara a los jóvenes todas las cosas que hacía en la zona, era una manera de ir introduciéndolos de primera mano a la rutina que iban a tener por las siguientes dos semanas. Se sentía mucho más a gusto acá, con un grupo pequeño de personas con las que trabajar, sin sonido de carros a lo lejos, ni un cielo más gris que el de Brzezinka, con la lluvia, el fango y algunos árboles.
Luego de cenar y de distribuir las tareas para limpiar, ordenar y guardar, Mikołaj sale al huerto con Silvestre a conversar. Le cuenta que cada año que pasa en ese colegio se siente más desesperanzado, que le pide al Señor que le de fuerzas para hacer lo mejor posible su tarea, pero que siente que está perdiendo la paciencia, que no sabe si es que no se hace entender y tiene que cambiar su aproximación o si es que no sirve para ser educador y que mejor regresa a ser párroco.
Al día siguiente Diego es despertado de una sacudida y ve el rostro del padre Nicolás diciéndole que ya tiene que irse alistando. Pregunta qué hora es y su amigo Carlos le dice que son las cuatro y media. A veces Diego se pregunta por qué el cura es tan duro con ellos, que no le han hecho nada en sus vidas. Bosteza. Va al baño, pero ve que hay cola, pide al último que le guarde su lugar. Decide ordenar sus cosas, meterlas a su mochila y ayudar con el desayuno. Un rato después lo llaman porque ya le toca entrar al baño. Solamente orina y se lava la cara, aunque quiere ducharse, pero sabe que no es una buena idea porque el primero que entró pensó lo mismo y luego fue gritado por el cura por demorar todo. Eso era lo que no quería que pasara, que les gritara, que le grite a él, ya demasiadas veces les ha gritado en el colegio, por eso es que casi nadie quiere venir, no lo aguantan. A él le costó mucho animarse a venir, si no fuera porque Carlos le estuvo insistiendo todo el tiempo, lo más probable es que no hubiera venido, no es que no quisiera hacer cosas por los demás, pero el cura se amarga rápidamente y así no se puede.
Aunque cuando hablaba de Cangallo al cura le cambiaba la cara y se ponía más amable. Parecía otra persona. Cuando se sienta a la mesa piensa en que lo que van a comer es diferente a lo que suelen servir en su casa. Pero esa es la idea, el fin de la experiencia, salir de su mundo conocido. Cosa con la que su madre no había estado muy de acuerdo, no quería que su hijo fuera con el cura loco, el polaco ese que les había dicho a todos los papás que sus hijos eran demasiado engreídos y que los únicos culpables eran ellos, que los consentían demasiado. Estaba convencida de que el cura le haría daño a su hijo. El papá de Diego pensaba diferente, que era necesario que su hijo se fuera, que tuviera una experiencia fuerte lo ayudaría a dejar de ser tan blando y aniñado, a ver si el cura lo desahuevaba en el fin del mundo. Diego le dijo que no era el fin del mundo, pero para su padre todos los pueblitos de la sierra están en el fin del mundo.
Fue el primero en terminar de comer y esperó que alguien le hiciera la broma de que se lo había comido todo rápido por estar gordo, ya le había pasado varias veces en el comedor del colegio, pero nadie le dijo nada, solo el hermano Silvestre le pidió que vaya lavando las cosas y Mikołaj que luego sacara su mochila para comenzar con la caminata. Diego obedeció. La idea de caminar lo entusiasmaba, lo consideraba un reto personal, además, luego de que al final de todo el camino desde Lima sintió que ya no tenía culo, prefería poder demostrar que era capaz, que estaba preparado para el reto.
Cuando están todos listos, se despiden de Silvestre y comienzan la marcha. Mikołaj lidera al grupo, todos los demás se van acomodando detrás de él. Carlos decide quedarse a la altura de Diego, al último, sabe que lo más probable es que sea el que se canse primero, no por algo era alguien que con las justas aprobaba educación física. Desde que salieron de Lima le había hecho bromas sobre el tamaño de su mochila, que ya no era el niño elefante, sino, elefante de guerra cargando un ejército sobre sus hombros. También le había preguntado si era cierto que algunas ballenas llevaban a sus crías sobre sus espaldas. Por último, en la mañana, le dijo que cuando llegaran a la comunidad iban a soltar a las vacas y lo iban a poner a él a arar el campo porque seguro veían que podía arrastrar un buen peso. Diego se tomaba todas las bromas deportivamente. Ni se reía, ni ponía cara de molestia. Existía un acuerdo tácito entre él y Carlos de que podía ser molestado siempre y cuando el otro lo defendiera de bromas de otras personas. Pero ese acuerdo no siempre se respetaba y Carlos también se reía cuando alguien bautizaba con un nuevo apodo a Diego. Ahí sí ponía cara de poto, pero se quedaba callado porque no sabía cómo responder con un apodo ingenioso al otro.
Cerca de la zona del deslizamiento, la única maquinaria presente detiene su trabajo para que puedan pasar. Mikołaj saluda a todos los que están trabajando, los conoce de años. Uno le pregunta si el domingo va a haber misa, el jesuita responde que sí, que claro que va a haber misa. Le molesta un poco que no todos los estudiantes respondan al saludo que los vecinos de Cangallo les han hecho. Más adelante los reúne y les dice que cada vez que pasen al lado de alguien tienen que saludar. Se sorprende un poco de que Bazán todavía no haya desfallecido por lo rojo que está. Les ordena continuar. El sol está saliendo y eso va a secar rápido el camino, por lo que la subida se les va a hacer más tranquila. Lo que sí detecta son unas nubes grises a lo lejos, pero son pocas, tal vez se vayan y el día de hoy no tengan lluvia o, con un poco de buena suerte, que al menos la lluvia los coja cuando ya hayan llegado a Huancaraylla. En cualquier caso, lo mejor era que no pasara cuando estaban realizando la subida.
Luego de una hora caminando, Diego sentía que el corazón le iba a explotar. Ya se había bajado casi toda la botella de agua de dos litros y medio que su mamá le había dado. Miró a Carlos y vio que este estaba de lo más tranquilo. Le daba cólera no ser así. En el bus casi vomita toda la comida que había llevado, tuvo que regalar la mitad. Hubiera preferido que le envíen solo un pan con pollo, una granadilla y un jugo, pero su mamá no le hizo caso y su papá solo salió de su cuarto para llevarlo a la estación de bus. Sus compañeros recibieron contentos los chocolates, los dos panes y la mitad del tamal que no se llegó a comer. Luego de la repartición de comida, Carlos dijo que Diego era el niño dromedario, por qué, porque llevaba toda su comida en la espalda. A Fantito, como a veces también le decían para que se molestara menos, no le hizo mucha gracia que mientras sentía que todo se le venía encima se estuvieran burlando de él, pero tampoco podía decir nada. El cura no intervino, nunca intervenía cuando pasaban esas cosas.
Carlos estaba preocupado porque veía que el polaco se iba cada vez más lejos junto con el resto de sus compañeros. Le dijo a Diego que pararan un rato, que mejor era ir descansar y seguir despacio a que se muriera por el camino. Diego se sentó y se quitó la mochila. Carlos le preguntó, ahora sí en serio, que qué chucha llevaba ahí. Diego, respirando agitado, le dijo que solo estaba su ropa. Carlos agarró su maletín y le dijo que esto era todo lo que estaba llevando para las dos semanas. Le ayudó a pararse, a ponerse su mochila y a seguir caminando.
Mikołaj estaba preocupado, veía que las nubes se estaban acercando rápidamente y que todavía no habían comenzado la subida. Además, estaba molesto con el chico Bazán porque se estaba retrasando mucho y lo estaba retrasando a De la torre. Por un momento pensó que lo mejor hubiera sido que se quedara en Cangallo las dos semanas ayudando a Silvestre con su huerto silvestre. Se río. Siempre le daba risa pensar en ese chiste estúpido que el hermano había inventado. Tomó la decisión de que una vez llegara al inicio de la subida, esperaría a que todos los muchachos lo alcancen y luego tendría que obligar a Bazán a vaciar su mochila, no había otra. Pero llegado el momento, vio a lo lejos que el muchacho ya no continuaba. Así que estaba con ocho chicos al inicio de la subida esperando a los otros dos. Mikołaj decidió que lo mejor sería que los ocho suban solos por adelante, mientras él tenía que hacerse cargo de los otros dos. Les indicó lo que iba a pasar y salió disparado a recoger al par de demorones.
Diego estaba sentado, altamente frustrado consigo mismo, diciéndole a su amigo que ya no podía más, que iba a tener que regresar. Carlos le intentaba dar palabras de ánimo, pero es una de esas cosas que nadie nunca le había enseñado cómo hacer y estaba fracasando en el intento. Cuando vio que el cura venía hacia ellos, le dijo a Diego que se parara, sabía que se les venía una gritada, con ese tipo no había piedad, así podrían estar los dos muriendo de soroche, el cura los obligaría a moverse. Siguió intentando animar a su amigo a pararse, pero Diego estaba convencido que no iba a poder continuar.
Cuando Mikołaj llegó donde estaban los dos adolescentes, sabía que iba a tener que vaciar la mochila de Bazán, que eso era el problema, que lo debió de haber hecho desde un inicio y no ahora cuando las nubes estaban casi por encima de ellos. Diego levantó la cara cuando sintió la presencia del cura cerca, lo miró diciéndole que ya no podía más, que estaba demasiado cansado. Furioso, el cura le ordenó que se quitara la mochila y se pusiera de pie. Diego lo hizo. El jesuita cogió la mochila y la vació sobre el suelo. Diego dejó escapar un sonido de sorpresa por lo que estaba pasando. Carlos no dijo nada, no pensó que el cura fuera a hacer algo así. A ver, ¿qué tenemos acá? ¿Diez calzoncillos? No, tres calzoncillos. ¿Tres pantalones? No, un pantalón. ¿Cinco polos? No, dos polos. Al final, la mochila del chico terminó con menos de un tercio de las cosas. Mientras que lo demás se quedó en el suelo, ensuciándose con el polvo y lodo. El chico preguntó qué iba a pasar con sus cosas. El cura le dijo que luego las iban a recoger, que ahora se pusiera la mochila encima y caminara. Diego dijo que le iban a robar sus cosas. El cura le dijo que no sea huevón, que nadie le iba a robar nada, que acá nadie robaba nada, que los conocía a todos y nunca nadie le había robado nada. Diego intentó replicar, miró su ropa tirada sobre el suelo, miró la cara del cura, obedeció y comenzó a caminar, lentamente, el único ritmo que podía mantener. El cura le gritó al muchacho que se apurara, que iba a comenzar a llover. De hecho, unas cuantas gotas ya estaban cayendo. Diego seguía avanzando lentamente, porque se sentía demasiado pesado, ya no por la mochila. Al ver que no se movía rápido, el cura estalló en cólera, golpeó su pierna con el bastón, le dijo que parecía un maricón. Carlos trató de ayudar a su amigo que casi se cae, pero el cura también lo amenazó con el bastón diciéndole que no se acerque, que más bien debería de estar ya arriba y que no tenía que quedarse ahí, que él se encargaría de hacer caminar a ese mariquita. Al ver la indecisión del adolescente, le dijo que se siguiera caminando, que ya no era necesario que se siguiera retrasando.
Diego quería llorar, pero se contenía y siguió caminando. Carlos al ver que su amigo no decía nada, decidió obedecer al cura y apurar el paso. Mikołaj iba al lado de Diego, de vez en cuando lo picaba con el bastón para apurarlo, diciéndole que parecía un maricón caminando así. Carlos caminaba cada vez más rápido porque quería evitar la lluvia, veía que sus compañeros ya estaban casi a la mitad de la subida, y pensó que podría alcanzarlos. Volteó a ver a su amigo, que caminaba cabizbajo con el cura picándolo. Sacudió la cabeza, pero decidió continuar, no era la primera vez que veía a un profesor o cura golpeando a un alumno, tampoco sería la última.
La lluvia se había intensificado. Mikołaj estaba cada vez más molesto. Eran más de las diez de la mañana, pero ese por culpa de ese chico recién estaba comenzando la subida. El camino se estaba poniendo fangoso de nuevo. Nada que fuera realmente un impedimento para caminar, por lo menos por ahora. Diego iba cada vez más lento, no importaba que lo picaran o que le dijeran constantemente que caminaba como un marica. Se sentía entumecido y caminaba como por inercia. Lo único que pensaba era que quería irse a casa, que no quería estar allí. Mikołaj lo apuraba, le decía que tenía caminar más rápido, que no lo iba a cargar, que si se caía lo iba a dejar en el camino. El chico varias veces estuvo a punto de resbalarse. Cada vez que pasaba, el cura le decía que era débil, que un hombre que le triplicaba la edad tenía más fuerza para caminar, que así no iba a llegar a ningún lado, que en la vida solo iba a ser la secretaria de alguien, porque era un maricón.
Carlos ya casi estaba en Huancaraylla. Algunos compañeros ya habían llegado y los habían llevado a la casa donde se iban a quedar. Miró hacia abajo. Vio a Diego y al cura recién comenzando la subida. Le pidió al señor que los estaba recibiendo que si tenían un carro los fueran a recoger, la lluvia cada vez estaba peor. El padre Nicolás era necio, pero seguro que no se oponía a su ayuda en esta situación. El señor estaba de acuerdo en que si un chico se enfermaba iba a ser un problema. Una vez que solo faltaban los dos retrasados, salieron a buscarlos en un vehículo, era claro que al ritmo al que iban llegarían todavía en un par de horas, cosa que se haría en menos de veinte minutos en carro.
Diego seguía caminando sin darse ya cuenta de su cuerpo. Sentía que llevaba toda la vida caminando. Ya ni escuchaba las cosas que le decía el cura. Evitaba pisar las piedras del camino, estaban resbalosas y le hacían perder el equilibrio, pero no vio una y terminó cayéndose porque no tuvo de qué sostenerse, ni tenía las fuerzas para mantenerse de pie. Se fue de cara contra el suelo. Se golpeó la cabeza. El cura se acercó y le dijo que se parara. Al no escuchar respuesta del chico, lo sacudió para que reaccione, lo volteó, vio que no tenía nada de sangre y le dijo que no se haga, que se levante y que camine. Diego se sentía muy débil y pesado, toda su ropa estaba empapada, su mochila también. No tenía fuerzas para seguir, solo quería dejarse caer, caer y dormir. No reaccionó, ni cuando el bastón golpeó su cuerpo, ni cuando le decían por enésima vez que era un marica y que lo mejor sería que regrese con su mamá.
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