
Cap. 17 | Pánico
Respirando aceleradamente, Reese se despertó sentándose de golpe en la cama; de nueva cuenta, aquella pesadilla volvió a su mente. Aquel fatídico día era como la maldición de su vida, ojalá ése suceso jamás hubiese ocurrido y, aunque el resto del mundo desconociera la verdadera razón de aquello, él no podía dejarla de lado.
Durante muchos años, fue paciente y trató de llevar una buena relación con Law aún sabiendo que el culpable de aquel rapto había sido él... Reese intentó perdonar a su hermano por tanto tiempo, pero la actitud de Law no cooperó para que el resentimiento desapareciera.
Después de la tragedia, su vida no volvió a ser la misma aunque lo intentó y, cuando creyó que por fin lo había superado tras haber encontrado el amor y la felicidad al lado de Rebecca, ella terminó por volver a hundirlo en aquel agujero.
Salió de la cama, yendo directamente al cuarto de baño, donde templó la temperatura del agua y se miró al espejo antes de desvestirse por completo; el reflejo le mostró la carátula de un hombre abatido.
Media hora más tarde, bañado y vestido, salió de la habitación, encontrándose con la presencia de su esposa, quien lo miró con expresión apacible.
—Buenos días —saludó.
—Buen día —respondió.
Completamente en silencio, ambos bajaron las escaleras, dirigiéndose al comedor, dónde les sirvieron el desayuno.
—Por cierto, Athena —dijo, dejando el tenedor sobre el plato—. Hay algo que quiero preguntarte.
Ella parpadeó. —¿A mí?
—Sí. No es nada del otro mundo, solo quiero saber qué tal te va en el trabajo.
—Ah, me va bien.
—Sé que no tengo derecho de meterme en tus asuntos personales, pero... dado el hecho de que tenemos un bebé en común, me gustaría que pensaras en la posibilidad de dejar el trabajo. Realmente no tienes porqué trabajar, yo puedo...
—El dinero es tuyo, no mío —le recalcó—. Además, ¿no has pensado que cuando este matrimonio llegué a su fin, yo tengo que vivir de algo? No nos casamos para toda la vida, como bien lo has dicho antes, así que es mejor mantener las cosas tal y como están, no pretendo ni quiero vivir de tu dinero, mucho menos, darle razones a tu abuela para que siga pensando que me casé contigo por la fortuna de tu familia... yo estaba muy feliz viviendo en la ignorancia de que existías en éste mundo, jamás pensé o planeé quedar embarazada de ti porque ni siquiera te conocía.
Las palabras de ella fueron tan mortalmente desgarradoras, pero tan llenas de aciertos. La observó ponerse de pie para abandonar el comedor y, llenándose de valor, la detuvo.
—No es que quiera que no trabajes, es solo que... no me gusta que tu trabajo sea en la empresa de Angelis.
Su esposa parpadeó, completamente sorprendida ante su actitud; él se puso de pie y la atrajo hacia así mismo.
—¿Qué... qué estás haciendo? —tartamudeó, mirándolo fijamente.
—¿Sinceramente? No lo sé, Athena.
La sensación de pérdida era tan grande y cada vez que ella le recordaba que su matrimonio tenía fecha de caducidad, se habría una herida en su corazón.
Por vez primera, Reese Taylor se negó a dejarla ir, quería y ansiaba pasar un día con ella, sintiéndola a su alrededor, sabiéndola cerca.
—Te ayudaré a terminar de condicionar la habitación... —dijo, soltándola.
—No es necesario, puedo terminarla sola.
Haciendo caso omiso a lo que ella estaba diciéndole, la tomó de la mano y la llevó escaleras arriba, directamente a la habitación que le ofreció para su pasatiempo.
Tomó las cajas, apartándolas para posteriormente, colocar la escalera en el punto exacto; con una cubeta de pintura y una brocha, comenzó a deslizar la cosa sobre la pared, bañándola con un color cálido.
—No quería pintar la habitación —comentó su esposa, abriendo las ventanas.
—¿Por qué?
—Bueno, supongo que después de nuestro divorcio, vas a utilizarla como bodega o algo así.
De nuevo, el corazón de él se hundió y trató de ignorar sus palabras, aunque su cerebro se quedó estancado en ellas.
Tras casi cuatro horas de estar con una brocha en las manos y el olor de la pintura cercenándole no solo las fosas nasales si no también el cerebro, finalmente suspiró y dejó las herramientas a un lado.
—He terminado la mitad... creo que lo más prudente es continuar mañana —dijo, cuando ella regresó a la habitación.
—Claro, aunque no tienes por qué hacerlo.
—El olor de la pintura no es bueno para el bebé...
—Lo sé. No pensaba pintar yo. Blessica me dijo que podía ayudarme a contratar a alguien.
—No es necesario. Eres mi esposa, Athena y no es ningún problema para mí el ayudarte.
Ella asintió y dio la media vuelta para salir de la habitación; cuando cada uno estuvo en su respectiva recámara, Reese dejó escapar un suspiro, porque cada día que pasaba, se estaba volviendo más consciente de la situación por la que atravesaba su corazón.
Ya en la ducha, cerró los ojos y la sensación del agua en su piel le relajó los músculos que se hallaban tensos, porque ya no podía seguir negando el hecho de que la presencia de Athena en su vida le traía felicidad.
Cuando bajó a cenar, la encontró ya sentada a la mesa, sosteniendo el Smartphone entre sus manos y sonriendo a lo que sea que estuviese viendo en él.
—¿Todo bien? —le preguntó.
La castaña levantó la cabeza y sus ojos se encontraron con los suyos. —Eh, sí... solo charlaba con Blessica —respondió, dejando el aparato a un lado.
Como cada noche, cenaron y conversaron sobre el bebé y acerca de los cursos para padres primerizos y de cómo aquello les ayudaría una vez que tuvieran al bebé en casa.
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Tener abundante trabajo ayudaba a Reese a mantener su concentración en otras cosas que no fueran su esposa, aunque, una vez que cruzaba las puertas del hospital y subía a su auto, el corazón se le aceleraba porque sabía que en casa, Athena lo esperaba para cenar y conversar.
—Hola... ¿tienes mucho trabajo para hoy? —preguntó Theodore, entrando al consultorio.
—Solo una cirugía menor... ¿por qué preguntas?
—Hay una conferencia en el Hotel Royal y me sobra un boleto, ¿me acompañas?
—¿Sobre qué es?
—Ah, es sobre la cirugía estética abarcando los injertos de piel, más específicamente, los xenoinjertos —informó, jugueteando con uno de los folletos que se encontraban en el escritorio.
—Dime la hora y te veré allí.
—Puedes ir en cuanto termine tu cirugía, no hay problema. Dejaré tu boleto y registro en la recepción.
—Bien.
Con un asentimiento de su cabeza, Darragh se despidió y salió del consultorio para dirigirse al suyo.
Suspirando, Reese volvió a concentrarse en el trabajo y en seguir atendiendo a los pacientes, para después, hacer su rutina de chequeos a quienes se encontraban ocupando una habitación; los minutos comenzaron a transcurrir tranquilamente y, en solo un parpadeo, llegó la hora de la cirugía que debía realizar.
Tras casi tres horas en el quirófano, finalmente su labor terminó y se despidió del personal para ir a darse una ducha y darle los pormenores a la familia del paciente que acababa de operar.
Después de hablar con la familia Bowen, se despidió de sus discípulos y salió del hospital; dentro del auto, ubicó la dirección en el GPS y puso en marcha el vehículo, el tránsito era poco a pesar de ser pasado el mediodía.
Una vez que llegó al lugar, le entregó las llaves al Valet y, tan solo dar unos cuantos pasos para entrar al hotel, se detuvo, dando media vuelta buscando con la mirada el edificio al otro de la calle.
—Reese —llamó Darragh, atrayendo su atención—. Llegaste justo a tiempo. Vamos, la conferencia está por iniciar.
Siguió al cirujano plástico y en cuanto ubicaron sus lugares, prestaron atención a lo que el orador estaba diciendo.
Las conferencias eran lo bastante informativas y muy atrayentes, pero, aunque tenían al público bastante inmersos, la mente de Reese se hallaba en otro lugar; la urgencia que tenía por ver a su esposa era algo con lo que ya no sabía cómo lidiar porque sus ansias por verla eran cada vez mayor.
Para cuando la ponencia terminó, él dejó escapar un suspiro y se puso de pie al instante, con la intención de salir lo más rápido posible.
—¿Vas a volver al hospital? —preguntó Theodore, siguiéndolo.
—Sí. Debo ir a corroborar a mi paciente y ver como sigue después de la cirugía.
Cuando salieron del hotel, no contó con que Theodore Darragh lo siguiera, pero, para cuando llegaron al cruce de peatones, poco le importó porque, en la acera del frente y a las puertas del edificio de Colin Schmitz sus ojos captaron una escena que no le gustó en lo absoluto.
—¿Qué mierdas? —masculló, antes de cruzar la calle con el pequeño grupo de personas que también esperaban la seña.
—Reese, espera... tranquilízate —pidió Darragh, pero él lo ignoró.
La escena frente a sus ojos no hizo otra cosa más que elevar su rabia a niveles estratosféricos; la expresión en el rostro de la madre de su bebé era una que indicaba dolor y le molestó aún más darse cuenta que la causa de ese dolor era una mano masculina sobre el delicado brazo de su esposa.
Antes de detenerse a pensarlo, se lanzó al hombre y lo apartó de Athena, ejerciendo más fuerza de la que pretendía.
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A Athena el día le pareció bastante agradable, pero, tan pronto como el pensamiento llegó a su mente, se desvaneció en un parpadeo.
—No puede ser —susurró, con la mirada fija en el grupo de solicitantes que esperaban para sus respectivas entrevistas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Blessica, mirándola con preocupación.
—Michael está aquí... ¿qué está haciendo aquí?
Los ojos de Blessica se movieron al grupo de personas y su expresión se transformó; tomó del brazo a Athena para llevársela antes de que el tipo se diera cuenta, pero fue demasiado tarde porque él las vio y una sonrisa sardónica apareció en su despreciable rostro.
No tuvieron el tiempo de salir huyendo puesto que él fue más rápido y llegó a ellas en un parpadeo.
—Vaya, miren a quién tenemos aquí —comenzó, con un toque de burla en su voz—, a la nerd de los nerds.
—Michael...
—No estoy hablando contigo, Blessica —cortó—. Me sorprende encontrarte aquí, Athena.
—No veo por qué —espetó Bayani—. Sabías que ella volvería a su país al terminar la universidad.
La castaña apenas tuvo tiempo para parpadear cuando Blessica la tomó del brazo y se la llevó con ella; a solas en la oficina, soltó el aire que había estado conteniendo, porque, obviamente, ni en sus peores sueños se habría imaginado volver a encontrarse con Michael, sobre todo, por como terminaron las cosas con él.
—Athena, quédate aquí... —pidió Blessica—... no se te vaya a ocurrir salir. Yo debo ir a una reunión con un cliente que ya está esperando en la sala de juntas, pero no quisiera dejarte.
—No te preocupes —dijo, agradeciendo el haber recobrado la voz—. Voy a estar bien.
En cuanto se quedó sola, respiró hondo y se sentó en el sillón de cuero, recostándose contra el respaldo y dejando salir el aire en lentas exhalaciones; estaba contando del cero al diez cuando la puerta de la oficina fue abierta y la presencia de Michael se presentó ante ella.
—¿Qué estás haciendo aquí? —espetó, poniéndose de pie al instante.
—Tú me debes, ¿lo olvidaste? —gruñó.
Leyendo sus intenciones, la castaña dio un paso atrás como un acto reflejo de supervivencia; apartó el la silla de cuero y trató de huir pero Michael fue más rápido y logró atraparla.
—No, por favor —suplicó, con la cara contorsionada debido al dolor por el agarre que él ejercía en sus brazos.
—Mírate, sigues siendo tan insípida... eres un insulto para las mujeres, Athena Roux —rechinó, invadiendo su espacio personal.
—Entonces suéltame... si lo soy, déjame ir.
—Tú. Maldita perra, me vas a pagar por los meses que me hiciste esperar.
Y, antes de que pudiera parpadear, él la empujó contra la ventana, deslizando la mano debajo de su blusa, pero, tan pronto como lo hizo, la retiró como si ella se hubiese prendido en llamas.
—¡Qué mierda! —exclamó, mirándola con los ojos abiertos de par en par—. Estás embarazada —no fue una pregunta.
Ante el momento de sorpresa y conmoción, Athena supo que era el momento para salir corriendo y escapar de Michael.
No pudo. Tan pronto como puso un pie fuera de la oficina, su ex salió a toda prisa detrás de ella y volvió a acorralarla antes de que llegara a los ascensores; la furia de Michael era tanta que poco le importó estar rodeado de personas que servirían como testigos si es que él se atrevía a hacerle daño.
—Suéltame, me haces daño —lloriqueó, cuando él la tomó fuertemente del brazo y se la llevó directamente a las escaleras de emergencia, importándole muy poco la congregación de personas que había a su alrededor.
Su espalda chocó contra la pared y el dolor la cruzó de lado a lado; sí, el miedo y el pánico se hicieron presentes cuando el cuerpo masculino la aprisionó.
—Te revolcaste con otro —rugió, tomándola por el cuello—. ¿A qué imbécil le diste lo que era mío?
—Por... por favor...
—Me hiciste esperar por meses y no me diste lo que me pertenecía... entonces, ahora lo voy a tomar.
Los ojos castaños parpadearon, luego, se abrieron de par en par al entender la situación y las palabras de Michael. No sabía qué más hacer, así que permitió que el pánico se adueñara de ella y se encontró gritando a todo pulmón cuando su ex comenzó a quitarse el cinturón.
Fue tarde cuando él le cubrió la boca con la palma de su mano, porque la puerta de metal fue abierta y la presencia del señor Angelis apareció ante sus ojos asustados; en menos de un parpadeo, se vio apartada de Michael para ser encerrada en los brazos de su mejor amiga, quien intentó consolarla.
—¡¿Quién diablos es usted?! —escuchó gritar a Angelis—. Bueno, eso no tiene importancia, váyase de aquí si no quiere que llame a la policía.
—No... yo... soy uno de los solicitantes, estoy aquí por la entrevista y...
—Verdaderamente está mal de la cabeza si piensa que voy a contratarlo después de lo que le intentó hacer a la señorita Roux.
—Mire... mire mi currículo, yo soy...
—Ya le dije que me importa una mierda quién es usted, se larga de mi empresa... ¡Ya! —espetó el hombre, luego, sus ojos se movieron a los guardias de seguridad que llegaron al cabo de unos segundos—. Sáquenlo de aquí y recuerden su rostro, porque no quiero volverlo a ver en mi empresa.
Quince minutos más tarde, el señor Angelis se encontró caminando de lado a lado en su oficina mientras esperaba que el médico del edificio la revisara y comprobara que se encontraba bien.
—Creo que debemos llamar a tu esposo —comentó Blessica.
—No. Por favor, lo que menos quiero es causarle una molestia, además, no creo que Michael vuelva.
—Athena...
—Señorita Roux, me temo que su amiga tiene razón, además, si no llamo a Reese y le digo lo que ocurrió, me voy a meter en un gran problema con él.
—Yo... Yo no quiero que lo molesten, él debe estar bastante ocupado en el hospital... pero les prometo que hablaré con mi esposo yo misma.
A regañadientes, tanto Blessica como el señor Angelis asintieron en acuerdo.
Mientras la mañana transcurría de lo más normal, se dijo que el peligro ya había pasado, así que se concentró en seguir adelante con su trabajo.
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Las equivocaciones suelen pagarse muy caras y la inocencia puede convertirse en un problema aún mayor; para Athena, las cosas tendían a complicarse desde que pasó de ser una chica feliz y soltera, a ser la esposa de Reese Taylor y, aunque todavía no comprendía cómo es que su vida cambió tanto con ese hecho, sí sabía que su inocencia y estupidez eran los causantes de tales cambios.
Durante mucho tiempo, tuvo un flechazo por Michael Burnes, después, ese flechazo se convirtió en amistad y finalmente, afloró a una relación en la que invirtió más de un mes y en la que entregó su corazón por completo, hasta descubrir que él siempre la había engañado.
La noche del cumpleaños de Blessica había sido la decisiva, porque aquella ocasión, mientras se miraba al espejo en el baño del antro, se dijo a sí misma que dejaría de ser aquella chica temerosa y mojigata; se había dicho que su vida cambiaría y, meses después, sí que su vida cambió en grande.
Mirando su mano, dio vuelta al anillo en su dedo anular y el pequeño diamante le golpeó directamente en el rostro. Ahora era una mujer casada con un hombre al que apenas conocía, pero que, sin lugar a dudas, eclipsaba demasiado al crío que era Michael.
Exactamente a la hora de la comida, Blessica la convenció de ir a un restaurante cercano, porque quería que se distrajera un poco y olvidara lo ocurrido durante la mañana.
—¿Lista? —preguntó Bayani.
—Vamos —respondió, tomando su bolso y saliendo de la oficina.
Antes de cruzar las puertas dobles del edificio, el teléfono de Blessica sonó y con una seña, le pidió que consiguiera un taxi.
Tan pronto como estuvo fuera del enorme edificio, sintió que una corriente eléctrica le recorrió la espina dorsal, como si de un mal presentimiento se tratara.
—Me vas a pagar lo que me hiciste —rechinó la voz masculina que supo reconocer al instante.
Intentó forcejear con Michael, pero la fuerza de él fue mucho mayor y se vio siendo arrastrada a la fuerza y, justo cuando creyó que su vida se convertiría en nada, una fuerte sacudida le hizo abrir los ojos que cerró con fuerza, solo para encontrarse con unos orbes azul intenso.
—Athena, ¿estás bien? —la preocupada voz masculina se coló a través de su sistema auditivo, pero en la lejanía.
De repente, aquellos zafiros desaparecieron y el pánico volvió a hacerse presente, llenando cada rincón de su cuerpo.
—¡¿Cómo carajos te atreves a ponerle una mano encima a mi esposa?! —el rugido fue estruendoso, tanto que le cercenó la cabeza.
Leves parpadeos le permitieron notar la presencia de algunos uniformados, sí, la policía se encontraba allí, manteniendo a Michael inmóvil.
La imagen de su esposo volvió a colocarse en su línea de visión y se encontró pegándose a él, empuñando su saco y respirando su deliciosa fragancia masculina.
—Athena, mírame... —por más que intentó mantener la vista fija en esos ojos cual mar enfadado, no pudo.
No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando abrió los ojos de nueva cuenta, se encontró parpadeando ante la visión de una recámara que no era la suya.
Allí, recostado en el sofá, se encontraba su marido, abrazando la almohada y dormido por completo.
Quiso evitar despertarlo, pero no fue posible, porque, aunque intentó no hacer ruido, el vaso de cristal no cooperó.
Inmediatamente, su esposo se despertó y en menos de un parpadeo, estuvo a su lado, inspeccionándola cómo lo que era: un médico.
—Tienes un ligero golpe en la cabeza y un moretón que va a desaparecer en unos días —informó, tomándola del brazo para colocar el brazalete inflable del baumanómetro.
Después de comprobar su presión arterial, quitó el brazalete y se colocó el estetoscopio, al cabo de unos minutos y después de inspeccionarla minuciosamente, se acuclilló frente a ella y la miró a los ojos.
—¿Por qué no me dijiste que estabas siendo acosada? —preguntó, tomándole las manos entre las suyas.
La castaña parpadeó y los ojos comenzaron a llenársele de lágrimas contenidas que terminaron por salir a pesar de poner resistencia.
—Lo... lo siento —balbució.
Entonces, su atractivo esposo hizo algo que nunca hubiese esperado; se levantó y sentó a su lado en la cama para luego, encerrarla en un apretado abrazo.
Hubiese continuado haciéndose la fuerte, pero aquel acto la desarmó por completo y terminó cediendo a los sentimientos de pánico y miedo que Michael había provocado desde el segundo en que se reencontraron.
Su atractivo esposo se apartó de ella y le acunó el rostro entre sus manos, mirándola fija y seriamente.
—No es tu culpa, Athena —dijo, sin dejar de mirarla—. No quiero que me ocultes nada, si tienes un problema, no dudes en venir a mí, soy tu esposo.
—Es que yo...
Y antes de que pudiera terminar de hablar o de adivinar las intenciones de su marido, él se inclinó un poco más y en menos de un parpadeo, sus labios estuvieron sobre los suyos, acariciándolos de la manera más suave y dulce.
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