7. 𝖢𝖺𝗋𝗆𝖾𝗇 𝖲𝗎𝗂𝗍𝖾 𝖭𝗈 1, 𝖫𝖾𝗌 𝗍𝗈𝗋𝖾́𝖺𝖽𝗈𝗋𝗌 /
𝖤𝗅 𝗏𝗎𝖾𝗅𝗈 𝖽𝗂𝗌𝗂𝖽𝖾𝗇𝗍𝖾.
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1988, Vaskapu
❝𝗜 𝗲𝗺 𝗿𝗲𝗯𝗲𝗹·𝗹𝗼 𝗰𝗼𝗻𝘁𝗿𝗮 𝗹𝗮 𝘃𝗶𝗱𝗮 𝗰𝗼𝗺 𝘀𝗶 𝗻𝗼 𝗵𝗮𝗴𝘂𝗲́𝘀 𝗱'𝗮𝗰𝗮𝗯𝗮𝗿-𝘀𝗲'𝗺 𝗺𝗮𝗶❞.
❝𝘠 𝘮𝘦 𝘳𝘦𝘣𝘦𝘭𝘰 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘳𝘢 𝘭𝘢 𝘷𝘪𝘥𝘢 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘴𝘪 𝘯𝘰 𝘴𝘦 𝘮𝘦 𝘵𝘶𝘷𝘪𝘦𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘳𝘮𝘪𝘯𝘢𝘳 𝘯𝘶𝘯𝘤𝘢❞.
Hacía días que el campamento había tomado tierra en Vaskapu, el desfiladero en el río Danubio que constituía parte de la frontera entre Jugozlávia y Románia. Cada año, centenares de feriantes se unían a las fiestas nacionales mágicas de Románia que conmemoraban la victoria de la URSS contra Grindelwald, y ellos, como székelys, tenían las puertas abiertas por encima de otras etnias cuyos clanes estaban casi extintos por circunstancias no oficiales y secretas.
Aunque de cara a la Europa mágica, Erdély era un país distinto a Románia, la Suprema República Mágica Comunista (SUREMAC) gobernaba en todo el territorio y por ello no existía más frontera que la de la Securitate que les pidió a todos y cada uno los papeles al llegar.
Llevaban días trabajando sin parar, comercializando con otros magos y brujas, vendiendo ungüentos, pociones, artículos raros, leyendo las cartas, la bola, las manos... o hasta algunos tenían sus pequeños espectáculos.
Enllunada había estado cumpliendo con su venta ambulante de amuletos creados por ella misma. Con un cajón colgado de los hombros con una cinta, se paseaba entre los transeúntes mostrando su arsenal de collares, brazaletes y piedras mágicas que aseguraba ahuyentaban el cien por cien de los males de ojos.
Muchos le habían comprado interesados por el producto, otros solo porque encontraban adorable a una niña de enormes ojos azules y sonrisa radiante (expresión que había estado practicando diligentemente). Algunos habían tratado de estafarla, y como no faltaba nunca, también había tenido que aguantar las burlas de otros niños de casa buena solo por ser cigány.
Una tarde especialmente malaventurada, lanzó por los aires a cuatro chicos que ya tenían edad para ir a Durmstrang y que estaban amenazando con la varita a un Árpád asustado. No tardaron en llegar los adultos y reñirla, hasta uno la coaccionó con denunciarla a la Securitate, pero llegó su anya y el resto de líderes del campamento y aplacaron la disputa.
Enllunada tuvo miedo a que Joana se enfadase y no cumpliera la promesa por la que llevaba insistiendo un año entero, pero Joana pareció estar mucho más cabreada con los niños y sus padres que no con la pequeña Lupin. Así que aquella mañana de verano su anya la levantó temprano para cumplir con su palabra.
En realidad, Enllunada no había dormido en toda la noche de la ilusión que le hacía, y es que, como amante de los dragones, desde que descubrió que existía el Romanian Dragon Sanctuary, había fantaseado con visitarlo.
Se vistió apresuradamente con una falda larga y una blusa, y desayunó solo porque su apetito siempre era superior a ella.
Estaba alimentado a Beethoven (el hipogrifo de la familia que conducía el carromato por los cielos), cuando Edina, una de sus amigas un par de años más jovencita, se le acercó soñolienta.
—¿Es hoy?
—Sí, ¡nos vamos ahora! ¿De verdad que no quieres venir?
—Mi anya dice que es peligroso ver un dragón de cerca. Que da mala suerte mirarle a los ojos.
—Eso es con los basiliscos —intervino Joana, quien salía equipada con una mochila y un sombrero—. Y no da mala suerte, provoca la muerte.
Edina se quedó con la boca abierta sin saber qué decir hasta que Joana se le acercó y le cerró los labios con dulzura.
—No tienes que temer; hace siglos que están extintos —susurró—. ¿Nos vamos, kiscim?
—¿Vais a ver también la Fortaleza de golu... algo? —volvió a preguntar la niña de trenzas.
—Golubac —la corrigió Joana, quien se tensó al escuchar aquello—. No, está para el otro lado, en Szerbia.
—¿Es un castillo? —quiso saber Enllunada.
—Sí. Es de los Dózsa. Me ha dicho mi anya que allí esconden su ejército de vampiros.
—Chupasangres... —insultó Enllunada con desprecio, suficiente bajito para que su propia anya no la escuchase.
—Va, que vamos a llegar tarde —instó Joana antes de hacer una reverencia para poder montar a Beethoven y ayudar a Enllunada para que se sentara detrás de ella.
—¡Joana! —la llamó Bartos desde lejos mientras seguía cocinando el desayuno en un fuego de color azul—. A las ocho tienes que estar aquí para tu recital.
Joana asintió más bien asqueada. Enllunada dijo adiós a su amiga antes de agarrarse de la cintura de su anya. El hipogrifo batió las alas provocando un torrente de aire que revoloteó la ropa y la melena de ambas brujas. Enllunada hincó con cuidado sus rodillas entre las plumas marrones del lomo del animal, en el momento que éste levantó sus pezuñas de águila para quedarse de pie con todo el peso en su lado de caballo. Después de una sacudida emprendió la carrera entre carromatos y, cuando parecía que iban a chocar, Beethoven dio un salto y emprendió el vuelo.
Enllunada no cerró los ojos en ningún momento para poder disfrutar del viaje. Si había algo que adoraba la pequeña cigány aparte de transformarse en loba, era volar. Desde enana, cuando su anya le regaló una escoba de juguete que no se levantaba más de tres palmos del suelo (cuya procedencia era dudosa), no había parado de querer ir más arriba, más allá en el cielo.
Beethoven voló por el Danubio en medio de aquellas altas montañas rocosas y verdes que lo limitaban por ambas partes. Era un paisaje precioso de ver, y más con los primeros rayos de sol.
—Mama, ¿es verdad lo de los vampiros?
—Sí, pero hace ya un siglo que esa fortaleza está deshabitada. Lo del ejército era en época de su fundador, cuando se casó con la hija de Vlad Dracul. Además, desde la caída de Grindelwald, la familia Dózsa ya no es lo que era.
Enllunada levantó el rostro para tratar de mirar a su anya. El cabello ondulado revoloteaba suavemente bajo el sombrero, y aunque no le podía ver bien la cara, a Enllunada le pareció que Joana estaba seria.
La niña sabía que la familia Dózsa había sido temida desde tiempos inmemoriales por todos aquellos que no poseían lo llamado «sangre pura», y aunque apenas había oído hablar a Joana sobre ellos, sí que conocía a ese tal Grindelwald y su intento de dictadura mágica décadas atrás, de las pequeñas clases de historia que recibían en el campamento y, sobre todo, de la propaganda extrema que hacía la SUREMAC sobre su victoria (ya que parecía que nadie quería recordar demasiado la intervención de Albus Dumbledore). Pero Enllunada quedó un poco confusa con aquello último que había dicho Joana, pues según la profesora Greta, si bien pareció que los Dózsa caían en desgracia cuando la dictadura comunista vencía al fascismo de Grindelwald, se habían recompuesto aliándose con la Securitate y el Dirigente Mágico Supremo Ceauşescu. Para Enllunada era complicado toda esa serie de términos, nombres y fechas. No terminaba de entender la diferencia entre el fascismo y el gobierno que actualmente mandaba en Románia y en Erdély, solo sabía que a pesar de que Ceauşescu se llenaba la boca de que vivían en una República comunista y libre, su palabra era ley y el incumplimiento de esta era penado por la Securitate. Y nadie quería problemas con la Securitate.
Antes de que tuviera tiempo de preguntar nada más, Joana señaló algo con un tono de voz mucho más alegre.
—¡Fíjate! ¿Ves esa reverberación en el aire? Encima de las montañas de allí delante.
Enllunada concentró la mirada donde Joana le estaba señalando. A ojos de cualquier muggle, en aquella zona no había nada más que montañas deshabitadas a las que si se acercaban demasiado recordarían que tenían mil cosas pendientes por hacer y darían la vuelta. Pero Enllunada vio aquello a lo que se refería Joana; si uno miraba con atención, podía entrever cómo algo translúcido partía el cielo.
Joana sacó la varita y apuntó hacia allí. Un rayo de luz dorada fue directo y, al impactar, una cúpula azulada de tamaños colosales quedó visible por unos instantes.
El semblante de Enllunada exudaba emoción por todos los poros. Era allí. Un sinfín de especies vivían en libertad y por fin podría verlos.
Joana dirigió a Beethoven para descender en el vuelo y aterrizar suavemente encima de una roca de tamaño descomunal, de más de cuarenta metros de altura en medio del frondoso bosque que desembocaba en las aguas glaucas del Danubio, y donde estaba esculpido el rostro de un hombre barbudo.
Desmontaron del hipogrifo y ambas le acariciaron antes de que éste volviese a levantar el vuelo.
Aunque la cima de aquella roca era grande, Joana agarró de la mano a Enllunada con tal de que no se acercase al acantilado.
—¿Quién es el de la roca?
—El rey Decébalo. Fue el primer mago del que se tiene constancia que descubrió los dragones.
Joana buscó algo en su saco antes de caminar hasta el lado más alejado de la cara esculpida. Enllunada la siguió de la mano sin saber muy bien qué iba a pasar.
Cuando la niña creía que se precipitaban al abismo, apareció delante de ellas la enorme cabeza de un Longhorn Rumano a tamaño real. De escamas color verde oscuro y grandes cuernos dorados (muy conocidos por ambas brujas), las miraba de manera amenazante con unos ojos amarillos y las pupilas negras verticales.
Las dos dieron un paso hacia atrás y Enllunada ahogó un grito. La niña se agarró más fuerte de la mano de su anya antes de apartar el miedo a un lado para dar paso a la emoción.
—¿Son así de grandes? —preguntó con los ojos casi fuera de las órbitas.
—Claro. Aunque el de mayor tamaño es...
—El de casa, el Colacuerno Húngaro —recitó alegre Enllunada, a quien le encantaba ojear el libro de dragones que Joana tenía en su diminuta librería personal.
—Bienvenidos al Romanian Dragon Sanctuary —una voz de mujer resonó en el aire, como si viniese de dentro del dragón—. Por favor, muestren sus entradas. —Primero lo dijo en rumano, luego lo repitió en ruso y por último en inglés.
Joana mostró el par de tickets escamados de color verde. Los ojos amarillos del Longhorn las miraron con atención para luego abrir la boca de una manera extraña. Pero donde habría tenido que haber sus colmillos, no había nada, solo lo que parecía un tobogán que se adentraba a la oscuridad de su garganta.
—¿Y ahora qué?
—Pues parece que nos tenemos que tirar. ¿Las dos a la vez?
Enllunada miró el agujero oscuro por el que tenían que descender y asintió con la cabeza.
—A la de tres —enumeró Joana antes de sentarse dentro de la boca del dragón y esperar que Enllunada hiciese lo mismo a su lado sin soltarse de la mano—: una, dos... ¡y tres!
Empezaron a descender por aquel tobogán a gran velocidad. El eco de sus risas resonaba dentro de la oscuridad que las rodeaba hasta que de repente una luz las deslumbró. Aunque seguían bajando decenas de metros, la carcasa se había vuelto transparente, dejándoles ver toda la inmensidad de bosques y montañas que conformaban el santuario.
Después de unos diez minutos de trayecto, la pendiente disminuyó pronunciadamente hasta que terminaron sentadas justo delante de una pequeña cúpula de cristal. Dentro de ésta había un mostrador de madera lleno de enredaderas donde un mago se encontraba sentado escribiendo algo con una larga pluma roja. Vestido con una túnica marrón, no levantó los ojos del pergamino hasta que ambas brujas estuvieron suficientemente cerca.
—Bienvenidas al Romanian Dragon Sanctuary —dijo en un rumano muy forzado.
—Hablamos inglés, si prefiere —se apresuró a decir Joana, quien notó el acento del mago pelirrojo.
—Oh, es muy amable, señora. ¿Van a querer la guía en inglés también?
—¿La tiene en magyar? En húngaro.
—Eh... sí. —Rebuscó por las pilas de pergaminos que tenía en precaria estabilidad, hasta que pareció encontrar lo que buscaba—. Aquí tienen el libro con todas las especies detalladamente explicadas y este es el mapa del recinto. Están marcadas las zonas de cada una.
Aunque Enllunada era alta para su edad, tuvo que ponerse de puntillas para poder mirar encima del mostrador el mapa donde una cantidad de dragones dibujados iban moviéndose.
—¡Mira, mama! ¿Son todos los que hay?
El mago, que no había entendido el magyar de Enllunada, miró a la niña como si fuera la primera vez que veía a una criatura humana.
—Necesitaremos que firme la cláusula 34; que si un dragón confunde a su hija con comida será su propia responsabilidad y no demandará al santuario.
—Claro, sin problema.
—Y deberán presentar la documentación de identidad antes de que mi compañero Samir Umar les acompañe en el tour.
—Ya lo hice cuando compré las entradas —indicó Joana.
—Es el protocolo, no se preocupe.
Mientras Joana rellenaba el pergamino que le entregó el mago, Enllunada estuvo distraída observando el mapa en el que no paraba de poder abrir nuevos escondites de los que salían más dragones, aunque el mago no tardó en llamarla para que se subiera encima de una báscula. La niña obedeció mientras una cinta métrica empezaba a medirla por todos lados. El mago se acercó y apuntó en un pergamino algo parecido a «50 libras de carne».
—Tranquila, estás demasiado flaquita.
—¿Flaquita para qué? —le preguntó también en inglés, pero la puerta que les daba acceso al santuario ya se había abierto y Joana la estaba esperando.
Un bosque nada inusual se abría ante ellas y a la entrada de éste había un pequeño carruaje blindado con piel de dragón violeta, quemado por distintos puntos y bastante gastado en general. Tirado por dos pares de caballos blancos alados, aguardaba tranquilamente.
—¿Eso son abraxans, mama?
—Sí —respondió Joana, que se había puesto en tensión, pues ella a quien miraba era a los tres magos que esperaban cerca del carruaje.
Específicamente a los dos que vestían con túnica granate y sombrero de piel de estilo soviético, con una S y una varita inscritas en él. En el cinto llevaban varias herramientas mágicas que cualquier ciudadano civilizado preferiría no averiguar para qué servían, aparte de la misma varita. Con el rostro cubierto por una mascarilla de cuero negra, solo mostraban los ojos, que enseguida atrajeron la atención de las dos brujas.
—Pentru Securitate şi Ceauşescu —dijeron ambos miembros de la Securitate al unísono, levantando el puño izquierdo.
Enllunada no tardó en callar y pegarse a Joana, quien había saludado a los Securitate con educación. Miró al suelo para no llamar la atención, como le había enseñado Joana que debía hacer cuando tenían la desgracia de cruzarse con alguno.
—¿Les muestro la documentación? —preguntó Joana en magyar con los papeles en la mano.
—Por supuesto —le respondió el Securitate de más cerca, quien sonó menos robótico al ver que las cigánys eran szekélys.
—Señora Kovács y señorita Cilia Kovács —recitó al cabo de una eternidad el segundo Securitate después de leer los DIMs de ambas brujas.
Enllunada nunca se acostumbraba al nombre que le habían escrito en los papeles falsos, para ella era horrible. Y menos se acostumbraba a tener que estar supeditadas a los designios de aquel poder magicomilitar.
—¿Motivo de la visita?
—Educativa.
—Es extraño que una cigány pueda pagarse la entrada aquí.
—Soy buen músico. Pagan para verme.
—¿Eso no lo hacen todos los cigánys? —dijo con desdén el otro Securitate.
Joana se quedó un momento en silencio para medir sus palabras, quizás para no empezar un duelo allí mismo.
—El año pasado la SUREMAC ofreció entradas limitadas a un módico precio como regalo de buena voluntad de nuestro querido Dirigente Mágico Supremo Ceauşescu. —Enllunada observó cómo su anya estaba apretando la mandíbula al decir aquello—. Pueden comprobarlo en las entradas.
Como toda respuesta, los Securitate le devolvieron los DIMs e hicieron un gesto de cabeza para que ambas brujas siguieran el camino.
—Bien —dijo sin perder el tiempo el tercer mago que vestía con la túnica marrón del santuario que se parecía a su tono natural de piel—. Creo que ya podemos empezar nuestra ruta. —Se frotó las manos con una gran sonrisa, esperando que los Securitate se fueran y les dejasen solos por fin—. Yo soy Samir Umar, procedente de Nigeria y draconólogo desde hace veinte años, diez años de los cuales he tenido el privilegio de trabajar aquí. Sí son tan amables de subir, por favor.
Les abrió la pequeña puerta del carruaje y esperó que entraran para hacerlo detrás de ellas.
—Tiene un magyar muy fluido, señor Umar.
—Oh, no hace falta que mienta, señora Kovács —bromeó con educación el mago—. ¿Están preparadas?
—Pero con esto tan cerrado, señor, ¡no vamos a poder ver dragones! —se quejó Enllunada, quien empezó a mirar por la única obertura rectangular que rodeaba todo el carruaje.
—Oh, la señorita no tiene miedo. ¡Eso es bueno! Es una medida de protección para que no se sientan amenazados al ver humanos y quieran atacarnos. Pero haremos un par de paradas.
—¿Atacan a los carruajes muy a menudo? —preguntó Joana, quien cada vez se la veía más relajada.
—Solo cuando tienen hambre y cazan a los abraxans.
El señor Umar agarró las riendas del carruaje y con la varita púrpura en la mano, dio la señal para que los caballos alados trotaran hasta que emprendieron el vuelo. Enllunada se agarraba de la barra que tenían delante del asiento, pues el carruaje tenía un vuelo desigual y no paraba de deslizarse de un lado hacia otro mientras iba pegada a una de las rendijas.
—Primero pasaremos por la zona de los Bola de Fuego chinos. Los tenemos separados ya que cada especie necesita de unas condiciones concretas y tratamos de recrear su hábitat natural lo mejor que podemos —iba contando el draconólogo.
Como si les hubieran estado escuchando igual que un actor antes de su gran escena, una figura de tamaño colosal sobrevoló el carruaje dejándose ver a la perfección. Enllunada dejó escapar una pequeña exclamación al ver el primer dragón de su vida. La niña casi sacó toda la cabeza por la franja descubierta del carruaje.
A metros de distancia pudo comprobar que aquel no era el único. Había dragones de todos los tamaños. Algunos tomaban el sol, otros comían carne que ellos mismos se dedicaban a quemar...
Umar fue explicándoles detalles y curiosidades de cada especie cuando llegaban a las zonas de estos, y cada vez Joana tenía que tirar más de Enllunada para que la pequeña no cayera por el agujero del carruaje de lo mucho que sacaba el cuerpo.
Una de las dos paradas programadas fue en el lago de aguas congeladas que había a gran altitud entre las cimas rocosas. Allí pudieron dejar el carruaje y los abraxans camuflados con un par de hechizos, y acercarse a ver cómo un ejemplar mediano de Colacuerno Húngaro bebía agua tranquilamente.
—No nos quedaremos mucho. La madre no tiene que andar lejos y las dragonas son muchísimo más crueles y peligrosas —susurró Umar, aunque Enllunada apenas lo escuchaba.
La cría de dragón estaba muy cerca del escondite en el que se encontraban. Bella y salvaje, se refrescaba sin ser consciente que Enllunada la miraba sin pestañear mientras se imaginaba que se le acercaba para acariciarla. No fue hasta que un grito seguido de la voz seria de Joana llamándola la sacó de su ensimismamiento, que la niña se percató de que se había quedado sola entre los arbustos.
Cuando empezó a correr hacia Umar y Joana para no quedarse atrás, el draconólogo le levantó la mano para que frenase justo cuando el Colacuerno Húngaro soltó un alarido de queja. Enllunada paró en seco sin saber qué es lo que tenía que hacer aparte de convertirse en una estatua.
El carruaje se encontraba a casi veinte metros de distancia hacia la colina de la cima más cercana y, aunque aquel trecho podía no parecer demasiado en cualquier otra circunstancia, era considerable cuando tenías la mirada de un dragón clavada encima.
—Espera —susurró Umar al lado de una Joana con el rostro descompuesto—. Vale... Ahora ven, muy poco a poco.
Enllunada obedeció y caminó lentamente hacia ellos, tratando de hacer los mínimos gestos posibles. Detrás de ella, los gruñidos agudos del dragón aumentaron y la niña no tardó en detectar cómo éste empezaba a batir las alas. Así que en un abrir y cerrar de ojos, Enllunada ya estaba corriendo a la desbandada por un camino de piedras que la hacían retroceder dos pasos cada vez que daba uno.
—¡Maldición de conjuntivitis!
—¡Enllunada!
No supo si Umar acertó en el objetivo, pues ella decidió dejar ese camino y saltar hacia el acantilado donde varias rocas de gran tamaño estaban dispuestas creando una vía escarpada al igual que suicida, pegada a la montaña.
Enllunada usaba su don lobuno para dar brincos de una roca a la otra mientras sus manos escalaban la pared rocosa para ayudarse a no caer hacia el precipicio. Actuaba por puro instinto, sin pensar que aquel estruendo solo hacía más que llamar la atención de dragones, pues los escuchaba aletear cada vez más cerca.
Hasta que de repente algo le tapó el sol que la iluminaba: una inmensa sombra con forma particular que obligó a Enllunada a levantar la cabeza hacia el cielo.
De escamas negras como el carbón, púas de acero afiladas que le cubrían todo el lomo y se perdían en una cola de varios metros de longitud, y unos cuernos de bronce coronando la cabeza, un Colacuerno Húngaro adulto la sobrevolaba directo hacia ella.
Los ojos amarillos de la bestia se encontraron con los azules de Enllunada antes de que uno de los tobillos de la niña fallara y empezara a descender a gran velocidad sin remedio. Con el resto de extremidades trató de frenar la caída justo cuando el carruaje voló encima de ella y otro flash fue directo a la vista del nuevo dragón, que tuvo que cambiar la dirección.
—¡Salta! —le ordenó Joana desde dentro del carruaje, esta vez con la puerta completamente abierta.
Sin pensarlo dos veces, Enllunada dejó de tratar de sujetarse a la piedra que no paraba de romperse y con la pierna buena se propulsó para saltar hasta donde Joana esperaba para agarrarla. Enllunada alargó los brazos hacia su anya, aproximándose a gran velocidad, hasta que una llamarada atacó a los abraxans. Estos dieron un cambio brusco en el vuelo, provocando que Joana cayera dentro del carruaje y que Enllunada estuviera demasiado bajo para poder entrar. Estiró ambas manos, y cuando parecía que no lo iba a conseguir, su cuerpo se dio un doloroso golpe con el vehículo.
Pese a aquello, pudo sujetarse de una de las ruedas y quedó allí colgada mientras Umar seguía mandando maldiciones de conjuntivitis. Las manos sudadas de Enllunada resbalaban en el metal y el vuelo brusco de los abraxans no ayudaba demasiado.
Varios magos vestidos con la misma túnica marrón aparecieron montados en escobas, tratando de mantener al dragón a raya y que ningún otro se acercara, pero el Colacuerno Húngaro seguía con el propósito de atacar el carruaje.
Enllunada notaba que no podría seguir ni un segundo más aguantándose de aquella manera tan precaria. Tenía que soltarse, pero bajo sus pies solo había kilómetros de caída libre hasta roca y árboles. Entonces las escamas negras pasaron debajo de ella.
El corazón le latió descontrolado, el cerebro no pensó en que era una niña escuálida y sin varita de unas 50 libras de carne... Y mucho menos fue consciente de la locura que estaba a punto de hacer.
Soltó la rueda directa a un único objetivo: el lomo escamoso y peligroso del dragón.
Antes de lo que esperaba, chocó contra la piel dura como el metal. Salió despedida hacia atrás y dio una voltereta involuntaria hasta que pudo agarrarse a una de las púas que delineaban la columna vertebral del animal. Aunque entonces no se dio cuenta, las espinas afiladas le habían causado varios cortes que estaban dejando rastros de sangre en la bestia. Pero Enllunada solo intentaba asirse como fuera. Sin importar la aspereza o el daño. A pesar de los kilómetros por hora a los que estaban volando o que los magos les siguieran para noquear al animal.
Los ojos empezaron a escocerle. La respiración se le entrecortaba. Pero en medio de todo aquello, de los gritos de su anya o de los empleados del santuario, Enllunada Lupin estaba volando en dragón.
El Colacuerno Húngaro, al notar que la niña estaba aferrada a él, empezó a sacudir el cuerpo y a dar latigazos hacia Enllunada con la cola. Lupin esquivó una vez aquellos cuchillos infernales, pero volvió a dejarse ir y aquella vez la caída al abismo fue inevitable.
—¡Arresto momentum! —chilló Joana desde el carruaje, apuntando a Enllunada.
De lo que pasó entonces Lupin no sabría explicarlo. De hecho, le costaría acordarse después. Solo supo que la adrenalina de la caída le despertó algo dentro. Una especie de cosquilleo que se propagó por todo su cuerpo, culminando en una luz blanca que explosionó y la dejó sana y salva en el suelo.
Esa fue la primera vez que hizo magia.
Pero antes de que pudiera recomponerse, un movimiento a su espalda la sobresaltó. No sabía si era el mismo ejemplar u otro, pero cuando se giró lentamente volvía a tener unos ojos amarillos encima de ella. Y aunque sabía qué iba a pasar y tuvo miedo, no cerró los ojos; pues las brujas no ardían.
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ᵀʳᵃᵈᵘᶜᶜᶤᵒᶰᵉˢ ᵈᵉˡ ᵐᵃᵍʸᵃʳ:
Vaskapu: Puertas de hierro.
Szerbia: Serbia.
Románia: Rumanía.
Székely: país sículo. Es el pueblo/etnia de habla húngara originarios del antiguo Reino de Hungría que hoy en día siguen habitando tierras rumanas.
Cigány: zíngaro, gitano.
Kiscim: Mi pequeña.
Mama: No lleva tilde porque es el uso universal de Mamá.
***La escultura en la roca del Rey Decébalo es del año 2004, pero me he dado la licencia de hacerla anterior.
***Todo lo perteneciente al Rumanian Dragon Sanctuary y la SUREMAC es de mi autoría.
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