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31. 𝖢𝗈𝗆𝗉𝗋𝗈𝗆𝗂𝗌𝗈 𝖾𝗇 𝖲𝖺𝗇 𝖬𝗎𝗇𝗀𝗈

Quinto, Hogwarts (Curso 95-96)
────── 🌙 ──────

❝𝗣𝗿𝗼𝗺𝗲𝘁𝗲𝗺𝗼𝘀 𝗱𝗲 𝗮𝗰𝘂𝗲𝗿𝗱𝗼 𝗮 𝗻𝘂𝗲𝘀𝘁𝗿𝗮𝘀 𝗲𝘀𝗽𝗲𝗿𝗮𝗻𝘇𝗮𝘀 𝘆 𝗮𝗰𝘁𝘂𝗮𝗺𝗼𝘀 𝗱𝗲 𝗮𝗰𝘂𝗲𝗿𝗱𝗼 𝗮 𝗻𝘂𝗲𝘀𝘁𝗿𝗼𝘀 𝗺𝗶𝗲𝗱𝗼𝘀❞.

Con los nudillos de la mano, llamó a la puerta del despacho de la profesora McGonagall, en el primer piso de la Torre de DCAO.

No tenía ni idea de por qué su jefa de casa la hizo llamar a media mañana de un lunes. Cuando Demelza Robins, una chica de Gryffindor, entró en clase de Encantamientos y le dijo al profesor Flitwick que McGonagall quería que Enllunada fuera a su despacho de inmediato, todos se la quedaron viendo a modo «qué has hecho ahora». Ella misma recorrió los pasillos pensando qué podía ser tan importante como para que la profesora de Transformaciones la sacara de clase. Estuvo repasando mentalmente todos los últimos actos delictivos para saber por cuál de ellos podían haberla atrapado. Con una punzada de melancolía, volvió a tener nítidamente la visión de los gemelos marchándose de Hogwarts montados en escobas. Pero aquello había pasado hacía una semana y desde entonces el colegio había sido un caos. Todos los alumnos, el profesorado y Peeves, estaban contribuyendo a desesperar a la nueva directora de Hogwarts, Dolores Umbridge.

Entonces Enllunada recordó cómo, por Navidad, Dumbledore hizo salir de la escuela a los Weasley cuando el señor Weasley fue atacado por Nagini.

Aceleró el paso con el corazón desbocado dentro del pecho. No podía ser que le hubiera pasado algo a Remus… ¿verdad?

—Adelante —dijo la voz de McGonagall desde el interior de su despacho.

Cuando Enllunada abrió la puerta se encontró una estampa que nada bueno auguraba: sentada junto al escritorio estaba la profesora McGonagall flanqueada por Umbridge y Dawlish, el auror que intentó arrestar a Dumbledore semanas atrás.

—¿Me hizo llamar, profesora? —preguntó con un tono de voz más firme de como se sentía.

—Sí, señorita Lupin. Siéntese, por favor. —Le señaló una de las sillas de delante de la mesa. Si bien McGonagall parecía irritada por la presencia de los otros dos, su actitud con Enllunada era más tierna que de costumbre, cosa que encendió todas las alarmas en la joven Lupin.

—¿Qué pasa, profesora? —Se sentó donde le había indicado e intentó descifrar las expresiones de Dawlish y Umbridge.

Desde que Umbridge había empezado ese curso como profesora de DCAO, Enllunada había sido consciente que quería expulsarla del colegio por ser híbrida, pero no parecía estar gozosa, más bien se la veía estresada, como últimamente.

—No quiero alarmarla, pero…

—¡¿Remus se encuentra bien?! —la interrumpió con un ademán de levantarse, pero McGonagall lo impidió agarrándole la mano con delicadeza.

—No interrumpa, señorita Lupin —exigió Umbridge sin rastro de la voz de niña habitual.

La jefa de Gryffindor cerró un momento los ojos, como armándose de paciencia, y prosiguió como si Umbridge no hubiera intervenido:

—Es su abuelo, Lyall…

—¿Mi nagyapa? ¿Qué le ha pasado? —exclamó alarmada Enllunada. Lyall no era tan mayor como para enfermar, y no era de la Orden, sin embargo…

—Está en San Mungo ingresado de urgencia. —Volvió a tomar la palabra la nueva directora de Hogwarts. McGonagall puso cara irritada, pero calló, todavía con una mano reconfortante sobre Enllunada, quien ahora miraba a Umbridge con el ceño fruncido—. Debido a las circunstancias, va a poder salir de Hogwarts para verle. Dawlish le acompañará.

Así que para eso estaba el auror allí, pensó Enllunada. «Ésta se cree que la llevaré donde están Sirius o Dumbledore».

—¿Ha hecho alguna vez la aparición conjunta? —le preguntó McGonagall, y Enllunada afirmó con la cabeza—. Bien, desaparecerá con el señor Dawlish a los límites del colegio. Tome su varita.

Enllunada se levantó con la varita firme en su mano izquierda y siguió al hombre callado de cabello corto fuera del despacho por la multitud de escaleras, hasta que llegaron a los jardines y el camino de tierra que les llevó a las puertas rejadas coronadas con jabalíes alados. Allí, el hombre, sin abrir la boca, le alargó el brazo y Enllunada vaciló un segundo hasta que le agarró con fuerza pero no demasiada, no quería romperle ningún hueso.

No era la primera vez que hacía eso, pero la desaparición, aunque útil, siempre le resultó desagradable.

Como si la pellizcaran por el ombligo, notó cómo todo su cuerpo era comprimido y por un instante se quedó sin aire. Los jardines de Hogwarts se esfumaron y, de repente, con un estruendo, ambos estaban en una avenida empedrada llena de muggles que iban y venían atareados.

Enllunada reconoció la calle de Londres de cuando fueron a visitar al señor Weasley. Sin esperar al auror, empezó a caminar con agilidad hacia los grandes almacenes Purge y Dowse S.A. «cerrados por reformas», con escaparates que mostraban ropa de una colección pasada de moda.

—No tan rápido, señorita —exclamó el auror visiblemente molesto. La adelantó y se aproximó al vidrio de un maniquí que vestía una túnica de nailon verde descolorido, con las pestañas postizas caídas—. Venimos a ver al paciente Lyall Lupin.

El maniquí asintió, y Enllunada cruzó el cristal sin esperar que le diera permiso. ¡Ni siquiera le habían dicho todavía por qué habían ingresado a su nagyapa, no iba a demorarse más!

Al traspasar, tuvo la sensación de cruzar una cortina de agua fría. Una vez dentro, cruzó la entrada hacia el mostrador donde había una pequeña cola de magos y brujas. Se abalanzó hacia la bruja que redirigía a los pacientes y visitantes, y sin esperar el turno, interrumpió a un hombre con hipo que soltaba un sapo cada vez.

—Lyall Lupin, ¿en qué planta lo tienen? —preguntó con ímpetu—. Lo han ingresado de urgencia.

Los que estaban esperando se quejaron, y la bruja del mostrador la miró con mala cara después de fijarse que vestía el uniforme de Hogwarts. Antes de que le contestara, Dawlish le mostró la placa. La bruja de cabellos oscuros y nariz alargada, ojeó un pergamino y les contestó a desgana:

—Tercera planta: Envenenamientos provocados por pociones o plantas —recitó cual autómata.

Enllunada torció por el pasillo directa a las escaleras con Dawlish en los talones. Ni prestó atención a los ocupantes de los cuadros que susurraban a su paso, ni a las esferas con luz que flotaban cerca del techo para iluminar el hospital. Cuando llegó a la tercera planta y abrió la puerta, enseguida vio a Remus sentado en una silla de la pequeña sala de espera, vestido con una túnica marrón raída.

Apa —le llamó Enllunada preocupada y, a la vez, alegre de verle.

Remus levantó la vista de inmediato al escuchar la voz de su hija. Los Lupin se abrazaron delante de la mirada incómoda de Dawlish.

—Gracias por traerla, Dawlish. Ya la llevaré yo de regreso cuando mi padre esté fuera de peligro —dijo Remus con voz autoritaria.

El auror, contrariado, vaciló un segundo antes de marcharse. Enllunada se giró a verle cruzar la puerta. Pensó en que debía tener instrucciones del mismísimo Cornelius Fudge de espiarles.

—¿Cómo está? ¿Puedo verle?

Remus asintió y, con un brazo alrededor de la espalda de Enllunada, la condujo a través del pasillo hasta la Sala de Regurgitaciones.

Era una habitación amplia, de techo alto, con una veintena de camas divididas en boxes con cortinas de color verde manzana que proporcionaban un poco de privacidad a sus ocupantes.

En una de las primeras camas, un hombre de mediana edad con la cara llena de fístulas como pequeñas setas, vomitaba un líquido púrpura dentro de un cubo ayudado por un medimago.

Enllunada paseó la vista por la estancia donde había un par más de brujas que hacían el mismo sonido detrás de las cortinas. A Enllunada se le revolvió el estómago con ese ruido que debido a su fino oído de loba, escuchaba demasiado detalladamente.

Al fin descubrió a su nagyapa tumbado cerca de uno de los grandes ventanales que iluminaban la sala. Una medibruja estaba al lado de Lyall, practicándole lo que parecía una observación rutinaria. Cuando Enllunada y Remus llegaron a su lado, la chica se dio cuenta que la medibruja era Emmeline Vance, una mujer de piel pálida y porte majestuoso, miembro de la Orden del Fénix. La había conocido ese verano.

Los recibió con cara seria vestida con la túnica típica de los sanadores de San Mungo, del mismo color que las cortinas con el emblema de un hueso y una varita cruzados en el pecho.

—¿Qué le ha pasado, ma'am? ¿Está bien? —preguntó Enllunada en un susurro, intentando ver el rostro de Lyall que le tapaba la señora Vance.

—Ya está fuera de peligro. Hemos conseguido que expulsara todo el veneno que había inhalado. Ahora está estable, pero necesita descansar. Deberá quedarse al menos una noche para asegurarnos que no queda rastro de doxycida en su organismo.

—¡¿Doxycida?! —chilló incrédula.

—Sí… Fue un accidente. Suerte que estaba en casa con él —dijo Remus—. Gracias por todo, señora Vance —añadió aparentando que no la conocía de nada.

La bruja se alejó de ellos para ir a ver a una de las dos pacientes que no paraban de quejarse.

Remus corrió la cortina para quedar resguardados y bañados por la luz del sol. Enllunada, extrañada, se acercó a Lyall. Se sentó a su lado encima de la cama y le cogió una de las manos temblorosas. Una fina capa de sudor cubría la frente de su nagyapa y los cabellos canosos estaban empapando la almohada.

Enllunada tomó la esponja de dentro de un bol lleno de hielo que había encima de la mesita de noche y la pasó por la cabeza ardiente de Lyall. Pareció que él agradecía el agua fresca y, después de balbucear, abrió con pereza aquellos ojos tan parecidos a los de Enllunada.

—Mi pequeña farkas lány… —Su voz sonaba ronca, como si hiciera mucho que no la usaba.

—Hola —dijo Enllunada en galés, con una gran sonrisa—. Nos has dado un susto de muerte, ¿cómo estás?

—Bien. Ha sido una tontería; me hago mayor… —respondió alegremente Lyall.

—Pero ¿cómo ha pasado? No eres de la clase de magos que sufren este tipo de accidentes.

A Lyall se le escapó una mirada delatora hacia su hijo, quien aunque se parecía a él, tenía más rasgos de su difunta madre, Hope.

—Estaba distraído hablando conmigo —respondió apresuradamente Remus en inglés.

—¿Ha pasado algo? ¿Padfoot o…? —tanteó la rubia ante el extraño comportamiento de los magos.

—No, no… Eh…

Ambos Lupin se removieron inquietos, mirando a las cortinas, como si alguien estuviera detrás escuchando a hurtadillas.

Enllunada se estaba poniendo nerviosa.

—Necesi… Necesi —trató de decir Remus en galés.

—Necesitábamos sacarte de Hogwarts —terminó Lyall por él.

Un mal hábito de los ingleses era que solo hablaban inglés sin importarles el resto de idiomas de los estados que lo conformaban. Algo que Enllunada consideraba muy imperialista, pero que les ofrecía discreción cuando no querían que su entorno les entendiera. Aunque por desgracia Remus ya no fuera capaz de hablarlo con propiedad.

Enllunada se giró para observar a su apa y vio cómo éste le sonreía de una manera sospechosa antes de sentarse en la repisa de la ventana. Volvió el rostro otra vez hacia su nagyapa con una mirada de inteligencia. Lyall empezó a jugar con la sábana en una especie de tic.

Acababa de decir que «necesitaban sacarla de Hogwarts». ¿Qué tenía que ver aquello con que Lyall se hubiera intoxicado mientras podaba las plantas?

Entonces la joven Lupin se acercó a la cara de Lyall sin respetar el espacio vital del mayor, cual loba rastreadora.

Olía el aroma de su nagyapa, el de sábanas limpias, hielo y vómito, pero para nada quedaba pizca de rastro de doxycida. Sin embargo, otro muy distinto que le sonaba de algo, se escapaba de los labios del mago…

Dejó de acariciar al mayor de los Lupin y se levantó cabreada. ¡Obvio que conocía ese olor! En Hogwarts había sido muy popular durante los últimos meses.

Con el ceño fruncido encaró a Remus, quien le tapó la boca antes que ella le abucheara. Seguidamente apuntó con la varita al otro lado de la cortina y exclamó con un susurro:

—¡Muffliato!

Enllunada no conocía ese hechizo, pero tampoco le importó, estaba demasiado enfadada.

—¡¿Tú sabes lo mal que lo he pasado, Remus John Lupin?! —reprendió en un susurro enérgico—. ¡Pensaba que os habían matado o torturado!

—Tu padre tiene una buena razón, cariño…

—Será mejor que no le defiendas, Lyall Paul Lupin —Le soltó—. ¡Y encima tenéis las narices de usar las pastillas vomitivas de Fred y George!

—Lo siento, édesség —intervino Remus en inglés—. Pero no tenía manera de hablar contigo de forma segura en Hogwarts. Umbridge controla el correo, las chimeneas y cualquier entrada y salida de información.

—¿Y qué es tan importante? Has dicho que Padfoot…

—Él está bien.

Enllunada pensó para sí misma que Sirius encerrado en esa casa que odiaba, estaría de muchas maneras menos bien. Encontraba cruel que hubiera escapado de Azkaban para terminar encerrado igual.

—¿Entonces? ¿Para qué has envenenado a tu propio apa con Surtidos Saltaclases?

—Es sobre Harry —prosiguió Remus con voz baja, calmada pero apresurada—, y sus clases de «refuerzo de pociones».

Enllunada se quedó un segundo en silencio con cara de no entender nada.

—Espera… ¿Todo esto es por lo de Harry? Me contó que cuando usó la chimenea de Umbridge, le dijiste que tú hablarías con Sna…

—No me hace caso y me evita. Ya sabes lo terco que puede llegar a ser.

—Ya, ¿y yo qué quieres que haga?

—Tienes más acceso a él que yo.

—¿Quieres que haga de lechuza? Estoy convencida que al llegar me van a registrar, y olvídate de que me meta nada en…

—Me refiero a hablar, Enllunada, a que intentes convencerlo tú.

La información le llegó lentamente al cerebro, como si se resistiera a comprender las intenciones de Remus.

—Estás de coña, ¿verdad? —preguntó pálida.

—Es importante, tesoro. Ya sabes de quién fue idea que Harry recibiera esas clases y es necesario que vuelva a…

—¡Por las bragas de Merlín, Remus!

—Esa lengua, señorita —exigió Lyall.

—¡¿Qué os hace pensar que Snape va a ni siquiera escucharme?! Tú mismo has dicho que te evita. Va a degollarme en cuanto le saque el tema, ¡sabes por qué echó a Harry de su despacho!

—Sí, por eso no te lo pediría si no fuera una última opción, cariño. Eres mi hija, Snape sabe que conoces el malhadado pasado que compartimos en Hogwarts.

—Que sepa que erais unos capullos con él, y él con vosotros, no significa que no vaya a destriparme solo por sacarle el tema. Pensará que Harry es un chivato y que yo me meto donde no me… ¿concierne? —preguntó mirando a su nagyapa para saber si usaba bien la palabra.

—Sé lo que te estoy pidiendo…

—Creo que no… —le cortó, negando con la cabeza. Se apartaba de ellos sin darse cuenta, y las manos empezaron a sudarle.

—Después del ataque al señor Weasley no sabemos si Voldemort descubrió el vínculo con Harry, édesség. De ser así, estaríamos todos en grave peligro. ¿Lo entiendes?

Ella lo único que entendía era que si no la mataba Voldemort, lo haría Snape.

—Harry necesita practicar Oclumancia.

—Tu apa está convencido que tienes mano izquierda con el profesor Snape.

—Me tolera, que es distinto. Y después de pasar media vida castigada con él.

—Conseguiste que no pidiera que te expulsaran en tercero y te escucha. Sí, lo sé —añadió ante la evidente queja que iba a decir Enllunada—, a su manera, pero eso ya es mucho.

—Me parece que sí que os habéis intoxicado. Ambos. —Miró a su nagyapa, que seguía en la cama con mal aspecto—. En tercero… fue distinto… Él se chivó de tu secreto y tenía tanta culpa como yo de lo que pasó cuando… —«Llegamos a las manos». Terminó la frase mentalmente—. Luego solo intenté empatizar con él y darle a entender mi posición porque te recuerdo que tú me imploraste que siguiera en Hogwarts.

—Pero es eso mismo, Enllunada. Tú supiste empatizar con él y a la vez decirle las cosas claras de cómo nos había tratado. Seguro que si le hablas mal de James, te escucha.

—Solo con nombrarlo ya soy loba muerta. No me dejará que siga hablando, apa

—El compromiso es la respuesta valiente de aquellos que quieren ser protagonistas de sus propias vidas.

—Al menos inténtalo —susurró Lyall—. Tómalo como una misión de la Orden del Fénix.

Enllunada puso cara de indignada; eso era jugar sucio.

—De acuerdo —dijo cansada.

Remus resopló, como quitándose un peso de encima, y luego la abrazó.

—Ya podéis ir buscándome un buen carromato…

Lyall rió.

—Exagerada —sonrió Remus.

—Solo por ser tu hija, si le saco ese tema... Mira Harry: Lily bien que defendía a Snape e igualmente Snape le odia sin razón.

—Sí, pero él y Lily eran amigos de pequeños y la cosa se torció.

—Tu madre siempre decía que a Snape le gustaba Lily y que por eso empezó la guerra contra James —rememoró Lyall.

—Mamá pensaba que todos estaban enamorados de Lily, hasta yo.

—Espera, espera… ¿Quién eran amigos?

—Lily y Severus.

—¿Y qué decía la nagymama que estaba enamorado?

—El profesor Snape de Lily.

—¡¿Qué?!

El grito fue tan fuerte que ella misma se dañó los tímpanos. Suerte que la señora Vance pudo curarla antes de regresar a Hogwarts con la cabeza más abrumada que una snitch en una convención de buscadores.

Si conseguía no delatarse antes de la cena, habría sido toda una proeza.

No solo sus Lupin le habían dado el chisme del siglo, sino que ahora estaba convencida de que Snape la torturaría antes de deshacerse del cadáver.

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ᵀʳᵃᵈᵘᶜᶜᶤᵒᶰᵉˢ ᵈᵉˡ ᵐᵃᵍʸᵃʳ:
Nagyapa: abuelo.
Apa: papá.
Farkas lány: niña loba.
Édesség: dulzura/ cariño.
Nagymama: abuela.

***Muffliato: es un hechizo que crea un zumbido en las orejas de la gente que está alrededor, provocando que no puedan escuchar nada de la conversación que se quiera mantener cerca.
Irónicamente fue inventado por Snape en época escolar y muy usado en Hogwarts durante esos años. Remus ni siquiera sabe cuál fue el creador.

Harry descubre este hechizo en HP6 cuando tiene el libro de pociones del Príncipe Mestizo.

***Enllunada dice que le busquen un carromato en lugar de una caja de pino, porque es una costumbre gitana muy antigua que los muertos sean quemados dentro de uno.

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