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27. 𝖲𝗂𝗇 𝗇𝗈𝗋𝗍𝖾


2000, Aberystwyth (Gales)
────── 🌙 ──────

❝𝗟𝗮 𝗴𝗿𝗮𝗻𝗱𝗲𝘀𝗮 𝗱'𝘂𝗻𝗮 𝗽𝗲𝗿𝘀𝗼𝗻𝗮 𝗲𝘀 𝗺𝗲𝘀𝘂𝗿𝗮 𝘀𝗲𝗴𝗼𝗻𝘀 𝗾𝘂𝗮𝗻𝘁𝗲𝘀 𝘃𝗲𝗿𝗶𝘁𝗮𝘁𝘀 𝗲́𝘀 𝗰𝗮𝗽𝗮𝗰̧ 𝗱𝗲 𝘁𝗼𝗹𝗲𝗿𝗮𝗿❞.

❝𝘓𝘢 𝘨𝘳𝘢𝘯𝘥𝘦𝘻𝘢 𝘥𝘦 𝘶𝘯𝘢 𝘱𝘦𝘳𝘴𝘰𝘯𝘢 𝘴𝘦 𝘮𝘪𝘥𝘦 𝘴𝘦𝘨𝘶́𝘯 𝘤𝘶𝘢́𝘯𝘵𝘢𝘴 𝘷𝘦𝘳𝘥𝘢𝘥𝘦𝘴 𝘦𝘴 𝘤𝘢𝘱𝘢𝘻 𝘥𝘦 𝘵𝘰𝘭𝘦𝘳𝘢𝘳❞.

Enllunada apareció con un leve chasquido en la playa de piedras de Aberystwyth, el pueblo galés de Lyall. Con un mareo considerable, tintineó, a lo que la violencia del viento ayudó a tirarla de rodillas antes que una fuerte ola empapara sus piernas y la minifalda negra que vestía.

Con esfuerzo, tratando de no perder la varita ni las gafas de sol en el proceso, fue saliendo del agua a trompicones hasta llegar a la carretera poco transitada en aquella hora de la mañana, que separaba la playa de la fila de casas de dos y tres pisos cuyas fachadas lucían colores vivos; algunas eran verdes, otras azules, alguna amarilla... Enllunada emprendió un camino zigzagueante hasta una de color celeste, descalza y con los tacones en la mano.

A la derecha, a lo lejos, quedaba el pequeño puerto y a la izquierda los restos de castillo que cada verano los turistas muggles iban a visitar. Sin embargo, ella no prestó atención a nada de aquello, solo esperaba no encontrarse a ningún vecino. Sobre todo, esperaba que Lyall siguiera dormido.

Cuando llegó a la puerta de madera con el número 9, soltó los zapatos de cualquier manera para palparse el cuerpo en busca de las llaves. Un buen rato estuvo haciendo aquello antes de acordarse de que no había cogido ningún bolso. Usó una de las ventanas de espejo para peinarse infructuosamente un poco la melena dorada y comprobó que no se había dejado la ropa interior, cuando abrió con un toque de varita.

Cruzó el rellano directa a la sala de estar, donde se dejó caer en el sofá de tres plazas antes de taparse con una manta felpuda de color burdeos y amenazar con dormirse allí mismo.

—Pensaba que habíamos quedado que hoy llegarías temprano —dijo en galés la voz cansada de Lyall.

«Fuck», pensó.

—Es temprano.

—Son las seis, Enllunada. En una hora tengo que estar en Birmingham por trabajo. Te lo pedí ayer.

—Ya, ya... —Se quitó las gafas de sol que le dificultaban la visión dentro del hogar esperando que no le echase la bronca—. Pues estoy aquí, ¿vale? Tienes tiempo de sobra.

—¿Como quieres que confíe en dejarte a Teddy en estas condiciones?

—Estoy bien, ¿vale? Puedo hacerme cargo del maldito niño.

—Hueles a alcohol desde aquí.

—He salido un rato, ¿vale? ¿Acaso eso es un crimen?

—¿Solo has bebido?

Ante aquella pregunta, Enllunada se levantó indignada.

—¿En serio vas a hacerme un interrogatorio?

—Cariño, no es solo Teddy lo que te juegas con esto. Si en la brigada saben que...

—¡¿Saben el qué?! —chilló a su nagyapa.

En lugar de replicar, Lyall solo guardó silencio, como si tratase de elegir bien sus palabras.

—Remus y Tonks te dejaron a cargo de Teddy porque...

—Porque pensaban que no se morirían, pero ¡fíjate! Ambos están en el otro barrio, así que si tanto les hubiese importado su puto hijo o yo misma, no estaríamos teniendo esta conversación.

—Enllunada... Teddy no tiene la culpa de todo lo que pasó.

Pero Enllunada ya no le escuchaba. Su pie derecho empezó a moverse con nerviosismo y ella solo tenía unas ganas locas de meterse en la cama y dormir.

—Me doy una ducha y duermo un par de horas. Cuando se despierte estaré fresca como un leprechaun.

—Puedo pedirle a la señora Tonks que se lo quede este fin de semana —pensó Lyall en voz alta.

—A esa mala puta no la necesitamos para nada. ¡Que yo me hago cargo, joder!

—No consiento que me hables en ese tono, señorita, y me da igual lo borracha y enfadada que estés. ¿Me oyes?

—Vale... ¡Que vale!

—Al final nos va a pedir la custodia —susurraba Lyall mientras recogía las pertenencias que Enllunada había ido soltando tras de sí—. Puedo decirle a Harry que venga...

—No —dijo taxativamente Enllunada.

—¿Por qué?

—Volvimos a cortar hace nada, ¿vale? No puedo pedirle ahora que venga...

—¿A cortar? —se extrañó el mayor.

—Nos acostamos otra vez y ya sabes cómo es él. Si fuera por Harry ya me habría pedido matrimonio, y yo paso.

Lyall suspiró. Estaba demasiado mayor ya para criar a un bebé y hacerse cargo de una jovencita que no se dejaba ayudar, a la vez que seguía trabajando y tenía que hacer frente a la muerte de su único hijo.

«Hope, ojalá estuvieras aquí conmigo».

—Necesito que me prometas que estaréis bien los dos hasta que regrese, Enllunada. No pienso permitir que vuelva a ocurrir lo de la otra vez.

—Que me doy una ducha y listo. Si hay café, aguanto todo el día con el crío.

—Con Teddy. Deberías empezar a llamarle por su nombre.

Enllunada puso los ojos en blanco antes de darle la espalda para salir de la habitación y subir al piso de arriba. Se quitó la ropa de cualquier manera para tirarla en el suelo de su habitación, antes de encerrarse en el baño en ropa interior.

Era una habitación más amplia de lo que cabría esperar desde el pasillo que dividía las estancias. De azulejos blancos, había olas pintadas que se movían tranquilamente. Y aunque aquel baño se encontraba en la parte trasera de la casa, desde la ventana que iluminaba el bidé y el lavabo, se escuchaba el auténtico mar.

Enllunada encendió unos cinco grifos de los diez que abastecían la gran ducha. De uno empezó a salir un gran chorro de agua violeta, de un par burbujas de colores y de otros dos agua en distintas presiones y temperaturas. Todo junto provocaba suficiente ruido como para que Lyall no supiera que ella todavía no había entrado a bañarse, que seguía en la esquina más apartada de la puerta.

Mientras estaba pendiente de lo que hacía su nagyapa, se quitó del sujetador, bajo el pecho, una bolsita diminuta, del tamaño de un garbanzo; era lo único que le quedaba de aquella noche.

Lo desenroscó con manos torpes pero expertas, para dejar al descubierto el interior de la papelina verde manzana. Con el dedo índice de la mano izquierda, arrastró el par de copos de nieve de color azul eléctrico hasta la boca. Se chupó el dedo con parsimonia, con los ojos cerrados, para disfrutar de aquel sabor amargo que le adormecía la lengua y que en breve se apoderaría de su cuerpo. Ya no sentiría dolor, ni siquiera tendría ganas de pensar. Tan solo aquella sensación tranquila, apática, en la que ni la tristeza ni la felicidad tenían lugar.

La papelina del mismo color que San Mungo desapareció de su mano a la par que la sustancia era absorbida por el cuerpo; sin dejar rastro.

Después de unos minutos sentada en el frío suelo del baño con ganas solo de dormir, se obligó a levantarse, quitarse las bragas y meterse a la ducha. Sabía que Lyall no se iría tranquilo hasta verla salir algo más despejada, así que cumplió la parte que le tocaba.

Con el albornoz que había pertenecido a Remus, salió hacia su habitación donde se encontró a su nagyapa esperándola de pie junto al gran ventanal.

Al girarse no le dijo nada, aunque la mirada de decepción dolió más a Enllunada que cualquier bronca que quisiera retomar.

—Puedes irte tranquilo —dijo aún en galés, mucho más calmada de como había llegado-. Estaremos bien.

Los ojos azules de Lyall la escrutaron en un duro juicio, mucho más difícil de superar que el de Robards, Harry, Lee o Hermione.

Suspiró. Resignado. Con ganas de decirle que la amaba más que a nadie, más que al mismo Teddy, pero que si le pasaba nada al niño, no se lo perdonaría jamás. Pero se quedó mudo, sabiendo que si verbalizaba aquello, solo provocaría más repulsión de Enllunada con su hermano. Así que solo pasó por su lado sin decir nada más, hacia la chimenea de casa para usar la Red Flu directo a su destino.

Enllunada no miró cómo su nagyapa se marchaba, fue a echarse sobre la cama deshecha para tumbarse en posición fetal sin quitarse el albornoz húmedo. Quería poner música, pero no tenía ganas de levantarse y ni siquiera sabía dónde había tirado la varita.

Desde aquella posición solo llegaba a ver las sábanas a rayas turquesas y la pared repleta de pósters de Las Brujas de Macbeth, de Joan Jett y del Señor de los Anillos. En el suelo, las botas de piel de dragón que Remus le regaló para su decimoséptimo cumpleaños que tantos galeones y esfuerzo le costaron a su apa. Y aunque trataba de ignorarlo, con la puerta abierta le llegaba la respiración acompasada y el latido tranquilo de Teddy, quien seguía durmiendo en su habitación ajeno a todo; a la posguerra, a la muerte, a que su hermanastra estuviera puesta hasta las cejas...

Aquello era lo que Enllunada agradecía a las sustancias que consumía fin de semana tras fin de semana, hasta que las excusas eran buenas hasta en los días laborales: la indiferencia.

Había empezado con aquellas que avivaban una euforia desmedida. Y aún lo hacía. Sin embargo, solo terminaban aguzando unas emociones que la llevaban a sentirse depresiva o violenta. Todo se magnificaba. En cambio, había algo atrayente en la nieve azul... La ayudaba a no sentir dolor, a no pensar... a no recordar.

Ya no lloraba por haber perdido a Remus o a Fred. No se pasaba horas regodeándose una y otra vez en todo aquello que no había podido vivir junto a Joana, Remus o Sirius. Ni siquiera pensaba en las borracheras que se pillaba con Tonks. En las atrocidades que a veces le pasaban por la cabeza o cómo los medios de comunicación la crucificaban a menudo de mano de Rita Skeeter.

No.

Gracias a aquella mierda que se metía, conseguía una tranquilidad falsa igual que real. Una insensibilidad a todo aquello que la rodeaba y, sobre todo, lo que mentalmente la torturaba a diario.

Daba igual que hiciese horas que Teddy se había levantado y llorase. Que ella le hubiese tirado lasaña congelada a la cuna, ni que se quedase sentada al suelo apoyada a la pared, mirando cómo Teddy la reclamaba, sin inmutarse.

Remus era quien debía atender a aquel niño, no ella. Igual que ella merecía tener a su apa y su anya a su lado, sin ninguna preocupación más que la de tener lista el montón de informes que Robards le había encomendado aquella semana.

Pero seguirían transcurriendo las horas y llegaría Lyall. El efecto pasaría y Teddy permanecería llorando. Y ella... ella solo seguiría adelante, tal y como le prometió a Joana.

Aunque no supiera cómo.

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