14. 𝖭𝖾𝗌𝗌𝗎𝗇 𝖣𝗈𝗋𝗆𝖺 /
𝖯𝗋𝗈𝗆𝖾́𝗍𝖾𝗆𝖾𝗅𝗈
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Finales de los ochenta, Erdély
❝𝗪𝗵𝗮𝘁 𝗵𝗮𝗽𝗽𝗲𝗻𝗲𝗱 𝘁𝗼 𝘁𝗵𝗼𝘀𝗲 𝘄𝗼𝗻𝗱𝗲𝗿𝗳𝘂𝗹 𝗮𝗱𝘃𝗲𝗻𝘁𝘂𝗿𝗲𝘀, 𝘁𝗵𝗲 𝗽𝗹𝗮𝗰𝗲𝘀 𝗜 𝗵𝗮𝗱 𝗽𝗹𝗮𝗻𝗻𝗲𝗱 𝗳𝗼𝗿 𝘂𝘀 𝘁𝗼 𝗴𝗼? 𝗪𝗲𝗹𝗹, 𝘀𝗼𝗺𝗲 𝗼𝗳 𝘁𝗵𝗮𝘁 𝘄𝗲 𝗱𝗶𝗱, 𝗯𝘂𝘁 𝗺𝗼𝘀𝘁 𝘄𝗲 𝗱𝗶𝗱𝗻'𝘁 𝗮𝗻𝗱 𝘄𝗵𝘆? 𝗜 𝗷𝘂𝘀𝘁 𝗱𝗼𝗻'𝘁 𝗸𝗻𝗼𝘄. 𝗦𝗹𝗶𝗽𝗽𝗶𝗻𝗴 𝘁𝗵𝗿𝗼𝘂𝗴𝗵 𝗺𝘆 𝗳𝗶𝗻𝗴𝗲𝗿𝘀 𝗮𝗹𝗹 𝘁𝗵𝗲 𝘁𝗶𝗺𝗲❞.
❝¿𝘘𝘶𝘦́ 𝘱𝘢𝘴𝘰́ 𝘤𝘰𝘯 𝘦𝘴𝘢𝘴 𝘮𝘢𝘳𝘢𝘷𝘪𝘭𝘭𝘰𝘴𝘢𝘴 𝘢𝘷𝘦𝘯𝘵𝘶𝘳𝘢𝘴, 𝘭𝘰𝘴 𝘭𝘶𝘨𝘢𝘳𝘦𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘩𝘢𝘣𝘪́𝘢 𝘱𝘭𝘢𝘯𝘦𝘢𝘥𝘰 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘧𝘶𝘦́𝘳𝘢𝘮𝘰𝘴? 𝘉𝘶𝘦𝘯𝘰, 𝘢𝘭𝘨𝘰 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘰 𝘩𝘪𝘤𝘪𝘮𝘰𝘴, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘭𝘢 𝘮𝘢𝘺𝘰𝘳𝘪́𝘢 𝘯𝘰. ¿𝘠 𝘱𝘰𝘳 𝘲𝘶𝘦́? 𝘕𝘰 𝘭𝘰 𝘴𝘦́. 𝘌𝘴𝘤𝘢𝘱𝘢́𝘯𝘥𝘰𝘴𝘦 𝘦𝘯𝘵𝘳𝘦 𝘮𝘪𝘴 𝘥𝘦𝘥𝘰𝘴 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘦𝘭 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰❞.
El día llegó tímidamente a Gyulafehérvár, capital de Erdély y símbolo de la unión de ésta con el Román Királyság. Sus calles tranquilas empezaron a recibir los primeros rayos de sol que culminaron en su esplendor al llegar a Szentháromság-katedrális, la catedral ortodoxa más impresionante de la zona. Con influencias valacas y rumanas, la gran catedral blanca se imponía al interior de las galerías formadas por arcadas abiertas sostenidas por columnas del mismo naranja que la yema de un huevo, que cumplían la función de muralla.
Los monjes llevaban horas despiertos, cumpliendo las plegarias y las rondas matutinas como cada día. Sitio de culto, era respetado por la SUREMAC como un lugar sagrado al que la Securitate solo asistía como comulgante, y Joana sabía aquello. Igual que conocía los túneles subterráneos en las catacumbas que conectaban la catedral con Bălgrad, el estamento gubernamental. Cuando era una cría le encantaba esconderse por aquellos pasillos oscuros llenos de cráneos, hasta que Sándor la encontraba y la llevaba de vuelta con sus apák para que la regañasen.
Cuando recibió la carta de Lyall contándole que al final habían accedido a dejarle viajar y a que ellas pudieran marcharse con él, Joana supo que era una artimaña para atraparlas. Y es que cuando más se acercaba la fecha, más llena de Securitate y hechizos defensivos estaba la ciudad. Por eso Joana había ideado el plan de presentarse a Gyulafehérvár bastantes días antes para permanecer ocultas dentro de la catedral.
El canto de un gallo sonó lejano entre aquellos muros de piedra indicando la hora, a lo que le siguió el campanario. Enllunada, quien dormía en el suelo con la cabeza en el regazo de Joana, se movió sin despertarse, y la bruja de melena castaña aprovechó para seguir acariciándole el rostro.
Joana no había pegado el ojo en toda la noche. Se la pasó admirando a su hija dormir plácidamente ajena a la situación, mientras reposaba entre sus brazos. Enllunada hacía pequeños ronquidos bajo la atenta mirada de Joana, quien sonreía, con el pensamiento divertido de que cuando creciera la pequeña Lupin se convertiría en una mujer atractiva. Toda la noche llevaba imaginando cómo sería Enllunada de mayor; a qué se dedicaría, si se enamoraría o en cómo sería su estancia en Hogwarts. Se la imaginó caminando por el Callejón Diagon, junto a ella, pidiéndole de apoderarse de alguna escoba de competición.
Cuando Joana era pequeña, había viajado bastante por Europa, y aunque Londres le pareció bonito, sobre todo echaba de menos viajar a Barcelona. Le hubiese gustado llevar a Enllunada allí, igual que los Dózsa habían hecho con ella en los veranos sofocantes. La playa, la gente, la magia de la calle... ¡Había tantas cosas que quería hacer todavía con Enllunada! Pero el tiempo se le escapaba entre los dedos.
Un enorme bostezo regresó a Joana a la actualidad. Enllunada empezó a frotarse los ojos.
—Buenos días, dormilona.
—Tengo sueño...
—Es casi la hora.
La voz aguda de los monjes más jóvenes cantando laudes llegaba hasta la cámara de piedra fría en la que ambas cigánys se escondían. La armonía resonaba por los muros cargados de siglos, erizando la piel de quien lo escuchase.
Joana hacía más de una década que había dejado de rezar aquellos salmos. Tantos como los que se había graduado en Durmstrang y se había fugado de casa.
—¿Tienes hambre? —le preguntó a Enllunada cuando regresó de lavarse, sacando unos cuantos friganeles que había robado de la cocina el día anterior.
Enllunada asintió en seguida; le gustaba ese pan dulce con huevo que preparaban los religiosos. Más cuando Joana lo calentaba con un golpe de varita y parecía recién horneado.
La niña notaba la mirada constante de su anya. No entendía a qué se debía aquella insistencia y la ponía nerviosa. Joana era una gran legeremante y aunque la niña le había dicho muchas veces que le enseñase, era una rama de la magia demasiado avanzada para ella. Lo que sí había aprendido eran los trucos para pararla: evitar el contacto visual y tratar de cerrar la mente. O pensar en tonterías para que su anya no encontrase aquello que estaba buscando.
Así que comió en silencio, concentrada en los friganeles, aparentando desayunar en un día cualquiera. Sin pensar en que estaba a punto de ver a su nagyapa, burlar el orden mágico de toda la SUREMAC y fugarse a un nuevo país.
—¿Te acuerdas en lo que hemos quedado?
—Si me dices que corra, corro. Si me dices que me esconda, me escondo. Si me dices que muerda, muerdo. Pero pase lo que pase no puedo hablar en voz alta —recitó esta vez sí mirando a los ojos oscuros de Joana.
—No hará falta que muerdas a nadie —se aguantó la risa la castaña—. Repítemelo.
—En el mausoleo de Dracul, el túnel de la izquierda, luego a la derecha, dos veces más a la izquierda y subo por la trampilla del féretro de la dama blanca.
Joana asintió con los ojos cerrados, Enllunada se imaginó que para visualizar el trayecto que debía llevarlas hasta Bălgrad, donde les estaría esperando Lyall.
El cántico cambió y aquello hizo levantarse a Joana.
—Vamos.
Enllunada se incorporó y esperó que Joana se colocara delante de ella con la varita preparada:
—Cripsis.
Allí donde suavemente golpeó la varita en su cabeza, Enllunada notó como si Joana hubiese roto una cáscara de huevo. Seguidamente la sensación de un líquido frío bajó por todo su cuerpo a la vez que éste comenzaba a desaparecer ante los ojos de la pequeña licántropa. Toda ella se mimetizó con el entorno, volviéndola invisible.
Entonces Joana se apuntó a sí misma para realizar un idéntico hechizo.
—Dame la mano y no me sueltes.
Enllunada obedeció y alargó la mano derecha hacia donde imaginó que su anya tenía la suya. Palpó a ciegas hasta que la encontró. Era extraño aquello de no verse el propio cuerpo, pensó.
En sumo silencio salieron hacia las escaleras que bajaban en una oscuridad pesada.
Sin soltarse, Enllunada iba detrás de Joana intentando no romperse el cuello bajando los peldaños. Trataba de ayudarse del resto de sentidos lobunos para equilibrar la falta de visión, palpando la pared y arrastrando los pies con agilidad con tal de no hacer ruido.
Después de un rato en aquella situación precaria donde sus ojos se habituaron a la penumbra, la escalera de piedra terminó en una galería custodiada por una verja de hierro corroída por el tiempo.
«Yo era como tú y tú serás como yo» era la frase esculpida en la pared que coronaba la entrada que Joana abrió con cuidado y que Enllunada leyó gracias a las pequeñas velas de fuego azul que flotaban a pocos centímetros del suelo. A partir de aquella zona, había una vela a cada tres metros.
Después de cerrar, emprendieron el camino por la galería estrecha y de techo bajo en el que ambas paredes albergaban nichos abiertos llenos de calaveras. Anduvieron un rato en los que Joana parecía saberse aquel laberinto de memoria. En algunas galerías los nichos tenían lápidas ostentosas, en otros solo más restos desconocidos.
Enllunada tenía el olor a polvo y a esqueleto metido en la nariz. Era una mezcla extraña y nueva para ella. Le causó curiosidad notar que los cráneos humanos no tenían el mismo aroma que los de los animales que cazaba en las noches de luna llena. Era un olor como a soledad. A olvido.
De repente, Enllunada chocó con su anya, quien se había quedado quieta sin previo aviso. La niña frunció el ceño de forma inapreciable mientras se fijaba en cómo el suelo de piedra se tornaba de mármol negro solo unos metros más adelante. Imaginó que aquel lujo era señal de que la mortaja de los Dracul estaba allí mismo.
—¿Sigues escuchando a los monjes? —susurró Joana tan imperceptiblemente para que solo el oído licántropo de la pequeña la escuchase.
Enllunada le tocó con el dedo dos veces en la palma de la mano en señal de 'no'.
La lycan no sabía qué hacía Joana, pero notó cómo se movía y un leve destello salió de la varita de su anya para perderse galería allá.
Sin darse cuenta, la niña aguantó la respiración mientras esperaba que Joana prosiguiera el camino. ¡Estaban a la mitad! Pero ella no lo hacía y la niña no sabía qué es lo que estaban aguardando. La mano con la que cogía a Joana le comenzó a sudar, pero no se soltó.
Después de un instante que duró un siglo, la chispa regresó al arma de Joana. A Enllunada no le hizo falta preguntar, pues las palpitaciones aceleradas de su anya le respondieron.
Sacó la daga que escondía en el cinto y la agarró con todas sus fuerzas, a pesar de no poder verla.
Delante de ellas solo había la galería opresiva que comunicaba con la sala de los Dracul a la que desembocaban tres galerías más y, detrás, el mismo pasillo por el que venían.
Enllunada tiró de la mano a Joana para rehacer sus pasos y dar la vuelta por algún otro camino, porque ella no sabía que el resto de pasajes que habían desestimado solo llevaban a culs-de-sac. Pero Joana sí conocía ese lugar como la palma de la mano y a pesar de los años no había cambiado en nada. Así que se giró hacia donde estaba su pequeña Lupin para ponerle un dedo sobre los labios.
—Siempre te gustó demasiado este sitio... Zsa Zsa.
La voz grave y calmada de un hombre que Enllunada no conocía se hizo audible desde la lejanía. Lupin estuvo a punto de soltar un chillido del susto si no hubiese sido porque Joana le tapaba la boca.
—Veo que la maternidad te desguarnece. —El hombre seguía hablando con voz autoritaria, pero al mismo tiempo con una tranquilad inquietante—. Te creía más inteligente.
La mordaza improvisada que le había hecho su anya desapareció con la misma rapidez que Enllunada escuchó cómo Joana susurraba un conjuro.
Desde el punto exacto en el que se encontraban, un estruendo que hizo daño a los tímpanos de Enllunada empezó a agrietar los muros, destruyendo paredes, lápidas y calaveras, en dirección a la voz que las acechaba.
La niña se tapó los oídos a la vez que Joana volvió a aparecerse corpórea y nítida delante de ella.
Todas las galerías que había por delante de ambas se desmoronaban con aquella fuerza invisible que Joana había invocado y destrozaba todo a su paso. No tardaron en oírse los gritos en la lejanía mientras su alrededor se convertía en un nido de polvo y escombros que amenazaban con sepultarlas.
Enllunada se cubrió la cabeza instintivamente, pero Joana había conjurado una cúpula protectora a su alrededor antes de que el techo comenzase a caerles encima.
Cuando levantó el rostro, se fijó en que Joana no había bajado la guardia, y es que en un abrir y cerrar de ojos Enllunada tuvo el pánico de descubrir que el estruendo que había comenzado Joana regresaba a ellas, pero esta vez con un sonido distinto, y a medida que lo hacía era mayor.
Enllunada notó el fragor del agua, pero su anya se había dado cuenta antes que la niña se delatase advirtiéndola.
Blandió la varita delante de su cuerpo, y el tsunami que se dirigía imparable hacia ambas brujas se frenó, hasta que con un golpe seco Joana lo condujo hacia el techo y la estructura que poco a poco se desmoronaba encima de sus cabezas.
Con ambos ataques pareció que años de túneles subterráneos no pudieron hacer frente a la magnitud del poder de aquella embestida. Todo se derrumbaba sin remedio, y Enllunada solo notaba cómo los escombros le caían encima. Pero entonces, cuando pensaba que no podría respirar, notó que algo la elevaba y se la llevaba dentro de un aura blanca hacia el exterior.
Más gritos, una ola mortífera, runas... Enllunada no entendía nada de lo que pasaba; el agua la empapó hasta los huesos, pero antes de siquiera notar que se ahogaba, siguió volando literalmente en brazos de aquella luz blanca que se la llevaba lejos de las piedras, rocas y huesos que amenazaban con aplastarla.
No fue hasta que sus pies tocaron tierra firme, que la luz reveló a Joana, quien se agachó delante de ella para agarrarle la cara entre las manos:
—Sigues siendo invisible, corre hasta el edificio blanco...
Ambas estaban empapadas, aunque la pequeña licántropa solo podía ver a Joana con la ropa mojada y sus rizos desechos pegados a la cara.
—¡Contigo!
—¡Me has dicho que me obedecerías! Sabrás quién es Lyall en cuanto le veas. Abrázate a él para que sepa que has llegado mientras yo les distraigo.
—¡Pero no me iré sin ti!
Enllunada no entendía nada de lo que estaba pasando, ni que aquellos que las habían atacado seguían tratando de no morir aplastados o ahogados. Ni se había dado cuenta que estaba en el exterior bañada por el sol, y mucho menos que había comenzado a llorar delante de aquel nuevo plan en el que debía separarse de Joana.
—Yo iré enseguida. Pero tienes que...
Joana no pudo terminar de hablar porque una estela negra sobrevoló directa hacia donde ellas se escondían. Le apuntó con la varita y gritó sin titubear:
—¡Avada Kedavra!
El rayo color esmeralda impactó en el objetivo, que cayó inerte lejos de ellas. Enllunada jamás había visto a su anya matar a nadie con una maldición imperdonable, pero el estrés que la hacía temblar no tenía nada que ver con lo que acababa de presenciar.
—Mama, ¡no me iré sin ti! —suplicó—. Me prometiste que iríamos juntas con el nagyapa...
—Enllunada, necesitamos tiempo o ninguna de las dos llegará allí —expresó tratando de sonar razonable mientras señalaba Bălgrad—, y todavía faltan muchos años para que tu alma se una a la luna para siempre, ¡¿me escuchas?!
El suelo comenzó a tambalearse debajo de sus pies, así que Joana volvió a incorporarse. El aire empezó a arremolinarse alrededor de su varita, y poco a poco fue invocando una ráfaga de viento que aumentaba más y más de volumen hasta convertirse en un huracán infernal que mandó directo a aquellos que estaban tratando de escapar de bajo tierra.
Enllunada hincó los zapatos en el suelo mientras se agarraba de la cintura de Joana, tratando de no salir disparada debido a la fuerza del viento. Entonces su anya volvió a agarrarla para correr detrás de un gran muro todavía en pie que les favorecía un poco de privacidad:
—Esto nos dará unos minutos, pero la Securitate no tardará en venir. Seguro que él les ha ordenado que no intercedan —condenó cargada de rabia antes de escupir al suelo como si le mandase mal de ojo—. Kiscim —dijo a Enllunada para terminar con lo que quería decirle antes de que las interrumpiesen—, cuando llegue el día (dentro de muchos años), mirarás atrás y recordarás cada una de las personas y sucesos que influyeron en tu vida; todo lo que te fortaleció y te hizo tal y como eres. Porque siempre vas a seguir adelante. Pase lo que pase.
Una sonrisa tierna relucía en el rostro de Joana, y entonces Enllunada tuvo la certeza de que se estaba despidiendo.
—Nunca... Nunca te arrepientas del pasado ni de lo que hagas. Y aún menos te avergüences de quién eres. Prométemelo.
—Mama...
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
Joana la besó en la frente antes de volver a hablar:
—Ahora corre.
Las manos de Joana soltaron a Enllunada a la par que el suelo se abrió y cuatro estelas negras surgieron de él. La cigány se giró con la varita en ristre para plantar cara a los que después de más de una década de búsqueda, por fin la habían localizado.
—¿Dónde está Bajai? —preguntó Sándor después de ojear su alrededor.
—Muerto —respondió Joana con la ira exudando en su rostro—. No creo que nuestro señor apa esté muy contento de que regreses sin su peluche particular.
Recordaba a aquel mercenario que siempre acompañaba a su apa Balázs Dózsa y le hacía el trabajo sucio. De pequeña odiaba cómo le ofrecía avutardas de chocolate a cambio de besos. Igual que recordaba al hombre que tenía delante y la apuntaba con la varita.
—Ha pasado mucho tiempo, hermanita —dijo el mago de ojos azules y porte altivo—. Cuando te fuiste eras tan solo una niña que predicaba su odio a matar y, mírate...
Joana seguía quieta a veinte metros de los cuatro magos vestidos de negro que la apuntaban, esperando órdenes de Sándor Dózsa. Dos eran los mejores hombres que su hermano tenía en sus filas y el tercero era Tivadar, el primo faldero de Sándor.
—... matando por una niña que solo le recuerda al mundo lo que eres: una puta folla-lobos.
Una risa estridente salió de Tivadar, quien no paró de repetir lo que había dicho el mayor mientras la señalaba.
—Puta folla-lobos, puta folla-lobos.
—Veo que tienes a tu perro bien adiestrado, Sándor. Como en los viejos tiempos.
—¡Puta! —chilló Tivadar ya sin risa en su insulto, quitándose la capucha para dejar ver sus rizos castaños y una mirada desviada de loco.
Antes de que Tivadar fuese a mandar ninguna maldición, Sándor levantó el brazo, ordenándole que no atacase.
—¿Es la única palabra que le has enseñado? —preguntó Joana con sorna. No le interesaba en absoluto ese reencuentro familiar, pero cuanto más tiempo estuvieran charlando, más opciones tendría Enllunada.
—¿Dónde está la cría, Zsa Zsa?
—Ya no me llamo así.
—Sé cómo te haces llamar —juzgó Sándor, dando un paso hacia adelante—. «Joana» es el nombre de fulana por el que nos abandonaste.
—Quizás hubieras preferido que fuera una fulana incestuosa, ¿verdad, Sándor? —vomitó cada palabra Joana, aguantando la mirada al hombre que una vez formó parte de su familia mientras distinguía cómo la expresión fría de Sándor se volvía en aquella de odio que presidía sus acciones homicidas.
De uno de los bolsillos de la capa que vestía el mayor de los Dózsa, sacó algo, cosa que hizo que Joana levantase más la varita antes de darse cuenta de qué era lo que él le enseñaba.
—Vender el Stradivarius que te regaló nuestra anya por un par de entradas al Romanian Dragon Sanctuary no fue muy avispado, Zsa Zsa.
Allí estaba, colgando de la mano de Sándor, uno de los violines más buenos y caros que existían en todo el mundo. Había sido el bien más preciado que Joana había tenido y recordaba cómo le había dolido desprenderse de él. Cuando lo vendió después de tantos años, no imaginó que fuera aquello lo que la delataría al fin.
—Vuelve a casa conmigo. Dime dónde está la niña y todo esto nunca habrá pasado.
—Vete a la mierda, maldito cabronazo. Ni soy ni volveré a ser jamás una Dózsa.
Durante una décima de segundo pareció que el tiempo se detenía antes de que ambos hermanos empuñasen la varita a la vez:
—¡Incendio!
—¡Abicus Fulime!
Mientras que de la varita de Joana salió una llamarada colosal rumbo a sus oponentes, quemando todo aquello que tocaba y reduciéndolo a cenizas, la de Sándor trazó un recorrido desde el cielo hacia su hermana, invocando un rayo más poderoso que el de cualquier tormenta normal, directo a electrocutarla.
Las llamas llegaron a su objetivo justo cuando Sándor usó a uno de sus hombres de escudo humano. El grito del mago que se estaba quemando vivo quedó rápidamente en silencio cuando el rayo se mezcló con el fuego, antes de que Joana se protegiera de él con una potente barrera en la que la electricidad rebotó directa a los que seguían vivos.
Los tres magos desaparecieron para volver a aparecerse a espaldas de Joana, rodeándola. A la vez mandaban sus ataques mientras Joana plantaba cara sin desfallecer. Rayos rojos, verdes, llamaradas, serpientes... todo tipo de maldiciones iban dirigidas a Joana, quien las desviaba o las devolvía. Cada vez estaba más cansada, su magia se resentía y ella lo notaba, pero no podía parar. No hasta que supiera que Lyall se hubiese llevado a Enllunada, y faltaban un par de horas para eso. No tenía tiempo para pensar en nada más, pues otro Crucio o Avada Kedavra iban directos a ella.
Con un hechizo no verbal invocó la tierra que les separaba para armar un muro contingente que la salvara de aquello antes de desaparecer y volver a materializarse cerca de Sándor para darle un puñetazo en toda la cara.
Al mago, sorprendido, se le clavaron en la cara la multitud de anillos de Joana y le rompieron la nariz en un desagradable ruido. Lo que Joana no esperaba era que el que seguía encapuchado aprovecharía aquello para mandarle una maldición en forma de látigo de llamas moradas.
Enllunada ya no pudo permanecer escondida esperando a que Joana la siguiera hacia el edificio blanco delineado por el sol. No era la primera vez que la desobedecía y en ningún momento pensó en huir dejando a su anya atrás.
Después de un buen rato viendo cómo Joana aguantaba pese a la desventaja numérica, sin poder acercarse a ninguno de aquellos individuos para clavarles la daga, aprovechó que seguía invisible para abalanzarse encima del mago del látigo ignífugo para hincarle la dentadura en el cuello con todas las fuerzas de las que disponía. Como si en lugar de ser una niña escuálida tuviera su cuerpo lobuno y ese hombre no fuera más que un ciervo asustado.
El grito de dolor del encapuchado se acopló al de su anya.
Cuando Enllunada notó que el corazón del hombre dejó de latir y ya no brotaba más sangre de la arteria carótida, levantó el rostro hacia Joana, a quien el látigo del hombre le había partido el brazo en dos, con la varita perdida entre los escombros.
—¡Mama!
La sangre foránea delataba la ubicación de Enllunada, goteándole por la barbilla, el pecho y las manos. Pero ya poco importaba porque Sándor tenía a Joana cogida por el cuello.
—¡Nunca debiste marcharte! —chilló Sándor a oídos de Joana, perdiendo ya su compostura fría.
Enllunada corría hacia su anya cuando Tivadar la agarró de la cintura para pararla.
—Avada...
La niña le pateó con todas sus fuerzas en el pecho y notó cómo le rompía las costillas. Aprovechó que la soltó para saltar (más que correr), en dirección adonde su anya forcejaba con Sándor con las fuerzas que le quedaban.
—... Kedavra.
El haz de luz verde cegó a Enllunada antes de que llegase adonde aquel hombre seguía apresando a Joana en un abrazo violento. La licántropa le arañó la cara justo en los ojos, provocando que éste se alejase de ambas. Fue entonces cuando la niña se dio cuenta que su propio cuerpo volvía a ser visible.
—¡Mama! —la llamó mientras la zarandeaba—. Tenemos que correr. ¡Mama!
Pero Joana ya no respondía. Sus ojos la miraban sin verla. El encantamiento desilusionador había dejado de funcionar.
—¡Mama! Levanta —lloraba, suplicando—. ¡Mama!
—¿Qué hacemos con la niña? ¿La mato? —balbuceó Tivadar a pesar del dolor, acercándose a Sándor quien también miraba a la infante rubia cubierta de sangre.
—No, es licántropa. Ya has visto qué ha hecho. Puede sernos útil, nos la llevamos.
Y ajena a todo aquello, Enllunada seguía llorando al cuerpo mutilado de su anya, esperando que se levantase. ¡Ella siempre había podido con todo! Pero no se movía, y fueron otras manos, más grandes y ásperas, las que la agarraron como tenazas para apartarla del cadáver de Joana.
—¡Déjame! ¡Mama!
Volvió a dar patadas y golpes al hombre que había matado a su anya, pero de repente notó cómo algo le quemaba en brazos, piernas y cuello. Sándor había invocado cadenas de plata que ardían en la piel de la pequeña loba, aunque a ella parecía importarle poco: Pese al dolor atroz, Enllunada solo podía notar que se la llevaba a peso lejos de Joana y de Bălgrad, el edificio donde Lyall Lupin jamás llegaría a poder salvarlas.
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ᵀʳᵃᵈᵘᶜᶜᶤᵒᶰᵉˢ ᵈᵉˡ ᵐᵃᵍʸᵃʳ:
Gyulafehérvár: Alba Iiula, capital de la provincia de Alba en Transilvania.
Román Királyság: Reino de Rumanía.
Szentháromág-katedrális: La catedral de la coronación.
Bălgrad: ciudadela blanca.
Apák: padres.
Friganeles: tostadas de Santa Teresa/ torrijas.
Apa: padre.
Mama: sin acento porque es la grafía internacional de mamá.
**La familia Dracul que se menciona sí, es la que dio origen a la leyenda del Conde Drácula. En mi fanfic, su hija Zaleska contrajo nupcias con György Dózsa, personaje histórico real y patriarca de la familia de mi creación.
**La pieza que da título es 'Nessun Dorma' de la ópera Turandot y popularizada por Pavarotti. "Que nadie duerma" es el aria que canta el príncipe Calaf, quien lanzó el desafío a la princesa Turandot de que no descubriría su nombre antes del alba. Es la esperanza de la victoria antes de que salga el sol: Tramontate, stelle! all'alba vincerò.
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