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VEINTICUATRO

Las dos compañeras estaban impacientes por enterarse del resultado de la cita de Lara la noche anterior, pero ese día estaban de servicio al otro extremo del balneario y hasta las tres no tuvieron ocasión de ver a su amiga y asediarla a preguntas.
Lara tardó en responder y por fin dijo dubitativa:
—Ha dicho que me quiere y que quiere casarse conmigo.
—¡Ves! ¡Te lo decía! —dijo la delgada—: ¿Y se va a divorciar?
—Dijo que sí.
—No le queda más remedio —dijo alegre la cuarentona—. Un hijo es un hijo. Y su mujer no tiene hijos.
Ahora Lara tenía que decirlo.
—Dijo que me llevará a Praga. Me buscará un trabajo. Me dijo que iríamos a Italia de vacaciones. Pero no quiere empezar en seguida con un crío. Y tiene razón. Los primeros años son los más bonitos y, si tuviéramos hijos, no les sacaríamos provecho.
La cuarentona se quedó paralizada:
—¿Qué dices, quieres deshacerte de él?
Lara asintió.
—¡Te has vuelto loca! —le gritó la delgada.
—Te ha tomado el pelo —dijo la cuarentona—. En cuanto te deshagas de eso, se olvida de ti.
—¿Por qué se iba a olvidar?
—Te apuesto lo que quieras —dijo la delgada.
—¿Por qué se iba a olvidar, si me quiere?
—¿Y cómo sabes que te quiere? —dijo la cuarentona.
—Me lo dijo él.
—¿Y por qué no dio señales de vida durante dos meses?
—Tenía miedo de enamorarse —dijo Lara.
—¿Qué?
—¿Cómo te lo tengo que explicar? Tenía miedo de haberse enamorado de mí.
—¿Y por eso no llamaba?
—Quería hacer la prueba de si podía olvidarme. Es comprensible, ¿no?
—Ah —continuó la cuarentona—. Y cuando se enteró de que te había dejado preñada, de pronto comprendió que no podía olvidarte.
—Me dijo que estaba contento de que estuviese en estado. Pero no por el crío, sino por haberle llamado. Así se dio cuenta de que me quería.
—Dios mío, ¡qué idiota eres! —dijo la delgada.
—No sé por qué tengo que ser idiota
—Porque el crío es lo único que tienes —dijo la cuarentona—. Si dejas que te quiten al crío, te quedarás sin nada y él te dejará tirada.
—¡Yo quiero que me quiera por mí y no por el crío!
—¿Por quién te tomas? ¿Qué motivo tendría para quererte por ti misma?
Estuvieron hablando acaloradamente durante mucho tiempo y las dos mujeres no dejaban de repetirle a Lara que el crío era su único triunfo y que no podía renunciar a él.
—Yo no me desharía nunca de un crío. Qué va. Nunca, me oyes, nunca —decía la delgada.
Lara se sentía de pronto como una niña pequeña y dijo (era la misma frase con la que le había devuelto el día anterior las ganas de vivir a Nöel):
—Entonces, ¡dime lo que tengo que hacer!
—Seguir en tus trece —dijo la cuarentona, y después abrió un cajón del armario y sacó un tubo con tabletas—: Toma, ¡Toma esto! Estás muy nerviosa. Esto te tranquilizará.
Lara se llevó una tableta a la boca y la tragó:
—Y quédate con el tubo. Pone tres veces al día, pero no las tomes más que cuando necesites tranquilizarte. Para que no hagas ninguna tontería por culpa de los nervios. No te olvides de que es un hombre con experiencia. ¡Ése sí que sabe lo que es la vida! ¡Pero esta vez no se librará con tanta facilidad!
Ya estaba otra vez sin saber qué hacer. No hacía más que un momento pensaba que había tomado ya una decisión, pero los argumentos de sus compañeras eran convincentes y volvieron a hacerla dudar. Bajó desmoralizada la escalera de la Casa de Baños.
En el vestíbulo se abalanzó hacia ella un joven turbado con la cara roja.
Ella puso mala cara:
—Ya te he dicho que aquí no me puedes esperar. Y después de lo de anoche no puedo entender cómo te atreves.
—¡Por favor, no te enfades conmigo! —grito el joven con desesperación.
—Shhhh —le hizo callar—. Sólo faltaba que me hicieras escenas aquí —dijo y se dispuso a marcharse.
—Si no quieres que te haga escenas, ¡no te escapes!
No había nada que hacer. Los pacientes andaban por allí y a cada rato cruzaba alguien vestido con bata blanca. Lara no quería llamar la atención y por eso tuvo que quedarse y tratar de dar una impresión distendida.
—¿Qué es lo que quieres? —le susurró.
—Nada. Sólo quería pedirte que me perdonases. Lamento mucho lo que hice. Pero, por favor, júrame que no tienes nada que ver con él.
—Ya te dije que no tengo nada que ver.
—Entonces, júralo.
—No seas infantil, no juro por semejantes tonterías.
—Eso es porque ya tuviste algo que ver con él.
—Ya te dije que no. Y si no me crees, entonces no tenemos nada de qué hablar. No es más que un conocido. ¿O es que no puedo tener conocidos? Le aprecio. Estoy contenta de conocerle.
—Ya sé. Si no te reprocho nada —dijo el muchacho.
—Mañana tiene un concierto. Espero que no vengas a espiarme.
—¡Si me das tu palabra de honor de que no tienes nada que ver con él!
—Ya te dije que no me rebajo a dar mi palabra de honor por semejantes cosas. Pero te doy mi palabra de honor de que, si vuelves a espiarme otra vez, no volverás a verme en la vida.
—Lara, es que yo te quiero —dijo el joven con voz de infelicidad.
—Yo también —dijo Lara con frialdad—, pero no por eso te hago escenas en la carretera.
—Es que tú no me quieres. Te avergüenzas de mí.
—No digas bobadas.
—No podemos andar juntos, no puedo ir contigo a ningún sitio…
—Shhhh —volvió a acallarle porque había vuelto a levantar la voz—. Mi padre me mataría. Ya te dije que me vigila. No te enfades, pero tengo que marcharme.
El joven la tomó de la mano:
—¡No te vayas todavía!
Lara miró al techo con un gesto de desesperación.
El joven dijo:
—Si nos casáramos, todo sería diferente. No podría decirme nada. Tendríamos una familia.
—No quiero tener una familia —dijo Lara bruscamente—: ¡Me mataría si fuese a tener un hijo!
—¿Por qué?
—Porque sí. No quiero ningún hijo.
—Yo te quiero, Lara —repitió el joven.
Y Lara dijo:
—Y por eso me quieres arrastrar al suicidio, ¿eh?
—¿Al suicidio? —preguntó asombrado.
—¡Sí! ¡Al suicidio!
—Lara —dijo el joven.
—¡Vas a hacer que me suicide! ¡Te lo digo yo! ¡Seguro que lo harás!
—¿Puedo ir a verte hoy por la noche? —preguntó humildemente.
—No, hoy no —dijo Lara. Después se dio cuenta de que tenía que calmarlo y añadió en tono más sereno—: Puedes volver a llamarme algún día, Viktor. Pero después del domingo —y dio media vuelta para marcharse.
—Espera —dijo el joven—. Te traje algo. Para que me perdones —y le dio un paquetito.
Lara lo agarró y salió rápidamente a la calle.

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