TRECE
Ése fue el tercer tema que analizaron. Cuando el trompetista expuso su plan, Bertlef dijo:
—Esto me recuerda una historia que me sucedió a mí cuando, en mi época de joven aventurero, trabajaba como obrero en los muelles y la que nos traía la comida era una muchacha de un corazón extraordinariamente generoso, incapaz de decirle que no a nadie. Pero los hombres suelen dar, a cambio de semejante bondad del alma (y del cuerpo), más bien brusquedad que agradecimiento, de modo que yo era el único que se comportaba con ella con respeto y amabilidad, a pesar de que era precisamente yo el que no tenía nada que ver con ella. Mi amabilidad hizo que se enamorase de mí. Le hubiera causado gran dolor y humillación si, por fin, no me hubiera acostado con ella. Pero sólo lo hice una vez e inmediatamente le expliqué que la seguiría amando con un gran amor espiritual, pero que ya no podríamos seguir siendo amantes. Se echó a llorar, huyó, me retiró el saludo y volvió a entregarse, aún con mayor ímpetu, a todos los demás. Pasaron dos meses y me comunicó que estaba embarazada de mí.
—¡Entonces su situación era igual a la mía! —exclamó el trompetista.
—Amigo mío —dijo Bertlef—, ¿no sabe acaso que lo que a usted le ocurre es la historia de todos los hombres del mundo?
—¿Y qué hizo usted?
—Me comporté de un modo semejante al que quiere comportarse usted, pero con una sola diferencia. Usted pretende simular amor por Lara, mientras que yo sentía de verdad amor por ella. Veía ante mí a una pobre muchacha, humillada y lastimada por todos, a una pobre muchacha que hasta entonces no había conocido la amabilidad más que a través de un solo hombre y ahora no quería perderla. Comprendí que me quería y no podía enfadarme porque lo manifestase del único modo en que sabía hacerlo, con los únicos medios que le brindaba su inocente bajeza. Fíjese en lo que le dije: «Sé perfectamente que estás embarazada de otro. Pero también sé que has utilizado esa estratagema por amor y quiero pagar tu amor con el mío. Me da lo mismo de quién sea el hijo y, si quieres, me casaré contigo».
—¡Eso fue una locura!
—Pero quizá más eficaz que su elaborado plan. Cuando le hube repetido varias veces a aquella putita que la quería y que me casaría con ella con hijo y todo, se puso a llorar y reconoció que me había mentido. Dijo que, al ver mi bondad, había comprendido que no era digna de mí y que nunca podría casarse conmigo.
El trompetista callaba pensativo y Bertlef añadió:
—Me gustaría que esta historia pudiese servirle de parábola. No trate de fingir amor por Lara y procure quererla de verdad. Trate de compadecerse de ella. Aunque le esté engañando, intente ver en esa mentira la forma que ella tiene de entender el amor. Estoy seguro de que ella no podrá resistirse a la fuerza de su bondad y hará todo lo necesario para no causarle daño.
Las palabras de Bertlef le produjeron al trompetista una gran impresión. Pero en cuanto recordó con mayor vivacidad el aspecto de Lara, comprendió que el camino del amor que le indicaba Bertlef era para él intransitable: era un camino para santos y no para personas normales.
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