SIETE
Cuando se quedó solo, se puso a pensar en lo que le había propuesto el muchacho y en los motivos por los que lo había rechazado. No es que fuera más generoso que el guitarrista, sino, únicamente, más cobarde. El miedo de ser acusado de tomar parte en un asesinato no era menor que el miedo a ser acusado de paternidad. Se imaginó al coche atropellando a Lara, se la imaginó a ella tendida en un charco de sangre y lo atravesó una breve sensación de alivio y felicidad. Pero sabía que no tenía sentido dedicarse a jugar con ilusiones. Lo que le preocupaba era algo serio. Estaba pensando en su mujer. Dios mío, mañana es su cumpleaños.
Faltaban unos minutos para las seis, la hora en que cierran las tiendas. Se dio prisa por llegar a la floristería y le compró un gran ramo de rosas. Iba a ser un cumpleaños atroz. Tendrá que fingir que su mente y sus sentimientos están con ella, tendrá que dedicarse a ella, ser tierno con ella, divertirla, sonreírle y pensar mientras tanto permanentemente en un vientre lejano y ajeno. Se esforzará por decirle palabras agradables, pero su mente estará muy lejos, prisionera en la oscura celda de aquellas entrañas ajenas como en una celda de castigo.
Se dio cuenta de que pasar este cumpleaños en casa era algo superior a sus fuerzas y decidió no postergar su visita a Lara.
Pero, tampoco ésta era una perspectiva atrayente. Aquel balneario de montaña le parecía desolado como un desierto. No conocía a nadie. La única excepción posible era ese paciente norteamericano que se había comportado como en otros tiempos los burgueses ricos de las ciudades pequeñas, invitando después del concierto a toda la orquesta a su apartamento. Gracias a él se vieron rodeados de los mejores licores y del personal femenino del balneario, lo cual fue la causa indirecta de que Nöel se liase con Lara. ¡Ay, si al menos este hombre, que se había portado entonces con él de un modo incondicionalmente amistoso, estuviese aún en el balneario! Su imagen le parecía a Nöel la imagen de la salvación, porque en una situación como la que estaba pasando, no hay nada más necesario para un hombre que la amistosa comprensión de otro hombre.
Regresó al teatro y se dirigió a la portería. Le pidió al portero que le pusiera una conferencia. Al poco tiempo sonaba la voz de ella en el auricular. Le dijo que iría a verla mañana mismo. No hizo la menor referencia a la noticia que le había comunicado unas horas antes. Habló con ella como si fueran dos amantes que no tienen la menor preocupación.
En medio de la conversación le preguntó:
—¿Sigue el americano ése en el balneario?
—Sí, sigue aquí —dijo Lara.
Se sintió aliviado y le repitió, con mayor soltura que antes, que tenía ganas de verla.
—¿Cómo estás vestida? —dijo después.
—¿Por qué?
Hacía ya muchos años que utilizaba con éxito este truco cuando flirteaba por teléfono:
—Quiero saber cómo estás vestida ahora mismo. Quiero poder imaginarte.
—Llevo un vestido rojo.
—El rojo tiene que sentarte muy bien.
—Puede que sí —dijo.
—¿Y debajo?
Se rió.
Sí, todas se reían cuando se lo preguntaba.
—¿De qué color llevas las bragas?
—Rojas también.
—Tengo ganas de ver cómo te quedan —dijo y se despidió.
Le dio la impresión de que había encontrado el tono preciso. Durante un momento se sintió aliviado. Pero fue sólo un momento. Y es que se dio cuenta de que no podía pensar más que en Lara y que hoy debería limitar al mínimo la conversación con su mujer. Se detuvo junto a la taquilla de un cine en el que ponían una película americana de vaqueros y compró dos entradas.
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