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OCHO


Aunque Astrid Prado era una mujer mucho más bella que enferma, estaba, pese a todo, enferma. Por culpa de su mala salud tuvo que dejar, hace unos años, su carrera de cantante que la había llevado a los brazos de su actual marido.

Una mujer joven, acostumbrada a ser admirada, se encontraba de pronto con la cabeza llena de olor a desinfectante de hospital. Le daba la impresión de que su mundo y el de su marido habían quedado separados por nueve colinas.

Cuando Nöel vio entonces la tristeza de su rostro, sintió que se le destrozaba el corazón y extendió hacia ella (a través de aquellas colinas ficticias) sus brazos amorosos. Astrid comprendió que había en su tristeza una fuerza desconocida que atraía, enternecía y hacía llorar a Nöel. No es extraño que comenzara a emplear (quizás inconscientemente, pero por ello con mayor frecuencia) ese instrumento repentinamente descubierto. Porque los momentos en los que él se veía reflejado en el rostro doliente de ella eran los únicos en los que ella podía estar más o menos segura de que no había otra mujer que compitiera con ella en la cabeza de él.

Porque esta hermosísima señora temía a las mujeres y las veía por todas partes. No se le escapaban nunca y en ningún sitio. Era capaz de descubrirlas en el tono de voz con el que Nöel la saludaba cuando regresaba a casa. Era capaz de sentirlas en el olor de su traje. Hace poco encontró en su mesa un trozo de papel, recortado del borde de un periódico, en el que había una fecha escrita a mano. Por supuesto que podía referirse a las circunstancias más diversas, al ensayo de un concierto, a una reunión con su agente, pero ella estuvo un mes entero sin pensar más que en la mujer con la que se encontraría Nöel ese día y durmió mal durante todo ese mes.

Si la aterrorizaba tanto el traicionero mundo de las mujeres, ¿no podía ir a buscar consuelo en el mundo de los hombres?

Difícilmente. Los celos tienen el asombroso poder de iluminar con rayos penetrantes únicamente a uno solo, dejando en total oscuridad a la masa de los demás hombres. La mente de la señora Prado no era capaz de seguir más que la dirección de aquellos mortificantes rayos y su marido se había convertido en el único hombre del mundo.

Ahora oyó el sonido de la llave en la cerradura y vio al trompetista con un ramo de rosas.

Al principio se alegró, pero inmediatamente aparecieron las dudas: ¿por qué le lleva un ramo hoy, si el cumpleaños es mañana? ¿Qué novedad es ésta?

—¿Mañana no vendrás? —le preguntó a modo de saludo.

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