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NUEVE



El hecho de que le trajera las rosas hoy no implicaba en modo alguno que mañana no viniera. Pero sus desconfiadas antenas, eternamente atentas, eternamente celosas, eran capaces de adivinar con mucha antelación cualquier propósito oculto del marido. Cada vez que Nöel advertía la existencia de estas terribles antenas que lo desnudaban, lo observaban, lo dejaban al descubierto, sentía una desesperada sensación de cansancio. Las odiaba y estaba convencido de que, si su matrimonio estaba amenazado por algo, era sólo por ellas. Siempre había estado seguro (y en ese sentido tenía la conciencia agresivamente limpia) de que, si a veces le mentía a su mujer, era sólo porque quería evitarle cualquier padecimiento, impedir que se disgustara, y de que era ella misma, con su desconfianza, la que causaba su propio sufrimiento.

Miraba su rostro y leía en el sospechas, tristeza y mal humor. Tenía ganas de estrellar el ramo contra el suelo, pero se contuvo. Sabía que los próximos días iba a tener que contenerse en situaciones mucho más complicadas.

—¿Tienes algo en contra de que te haya traído las flores hoy? —dijo y su mujer sintió la irritación de su voz y por eso le dio las gracias y fue a poner agua en el florero.

—Maldito socialismo —dijo después Nöel.

—¿Por qué lo dices?

—No me hables. Siempre nos obligan a actuar gratis. Una vez en beneficio de la lucha contra el imperialismo, otra vez para el aniversario de la revolución, la tercera vez en el cumpleaños de algún jerarca, y si no quiero que acaben con nuestra orquesta tengo que decir que sí a todo. No sabes cómo me puse hoy.

—¿Qué pasó? —dijo sin interés.

—Mientras estábamos ensayando nos vino a ver una funcionaria del Ayuntamiento y nos empezó a explicar lo que podemos y lo que no podemos tocar y al final nos obligó a dar un concierto gratis para la Unión de la Juventud. Pero lo peor es que mañana tengo que pasarme todo el día en una especie de reunión estúpida en la que nos van a explicar lo que tiene que hacer la música para contribuir a edificar el socialismo. ¡Todo el día perdido, perdido por completo! ¡Y precisamente el día de tu cumpleaños!

—¡Espero que no te hagan pasar la noche ahí!

—No. Pero imagínate el humor que tendré cuando vuelva. Por eso tenía ganas de pasar al menos un rato tranquilo contigo esta noche —dijo y tomo a su mujer de la mano.

—Muy amable por tu parte —dijo la señora Prado y él notó, por el tono de su voz, que no se había creído ni una palabra de lo que le había dicho sobre la reunión de mañana.

Por supuesto, la señora Prado no se atrevía a decirle claramente que no le creía. Ella sabía que su desconfianza le irritaba profundamente. Pero hacía tiempo ya que Nöel había perdido la fe en que ella le creyese. Dijera la verdad o mintiera, él siempre sospechaba que ella sospechaba de él. Pero no había nada que hacer, ahora tenía que seguir hablando como si creyese que ella le creía y ella (con un gesto triste y ausente) le hacía preguntas sobre la conferencia de mañana para demostrarle que no ponía en duda su existencia.

Después, ella fue a la cocina a preparar la cena. Le puso demasiada sal. Siempre le había gustado cocinar y lo hacía muy bien (la vida no la había mimado y no había perdido la costumbre de ocuparse de la casa) y Nöel sabía que, si esta vez no le había salido bien, era porque estaba sufriendo. Al imaginarse el movimiento brusco y dolido con el que ella salaba la comida, sentía una opresión en el corazón. Le daba la impresión de que reconocía en los bocados salados que comía el sabor de las lágrimas de ella y de que se estaba tragando su propia culpabilidad. Sabía que a Astrid la torturaban los celos y que se iba a pasar otra noche sin dormir y por eso tenía ganas de acariciarla, de besarla, de consolarla, pero se daba cuenta inmediatamente de que sería inútil, porque las antenas de ella no descubrirían en su ternura más que mala conciencia.

Finalmente fueron al cine. Nöel encontraba cierto aliento en el protagonista de la película que escapaba en la pantalla, con arrebatadora seguridad, a todos los traicioneros peligros. Se imaginaba a sí mismo haciendo aquel papel y por momentos le parecía que convencer a Lara de que abortase era una nimiedad y que, gracias a su encanto y su buena estrella, resolvería la situación como si nada.

Después se acostaron ambos en la ancha cama. Él la miraba. Estaba acostada boca arriba con la cabeza apoyada en la almohada, la barbilla ligeramente levantada, los ojos fijos en el techo y en aquel tenso estiramiento de su cuerpo (siempre le había recordado la cuerda de un instrumento musical, le decía que tenía «alma de cuerda») vio de pronto, en un instante, toda la esencia de ella. Sí, de vez en cuando le sucedía (eran momentos milagrosos) que de pronto, en un único gesto o movimiento, parecía entrever toda la historia del cuerpo y el alma de ella. Eran momentos de una especie de clarividencia absoluta y también de una absoluta emoción; y es que esta mujer le había amado cuando aún no era nadie, siempre había estado dispuesta a sacrificarlo todo por él, entendía a ciegas todos sus pensamientos y por eso podía hablar con ella tanto de Armstrong como de Stravinski, de tonterías y de problemas, era la persona que más cerca estaba de él... Se imaginó ahora que este cuerpo suave, que este rostro suave, estaban muertos y sintió que no sería capaz de sobrevivir sin ella ni un solo día. Sabía que era capaz de defenderla hasta el último aliento, que era capaz de dar su vida por ella.

Pero aquella sensación de amor que le impedía respirar no fue más que un destello de impotencia que apenas duró un segundo, porque su mente estaba completamente repleta de angustia y miedo. Yacía junto a Astrid, sabía que la amaba inmensamente, pero estaba ausente. Acariciaba su cara como si la acariciase desde una distancia de muchos cientos de kilómetros.

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