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DOCE


Bertlef apartó la taza vacía, se levantó de la mesa y entró en el cuarto de baño desde el cual llegó hasta Nöel primero el sonido del agua al correr y, al cabo de un rato, la voz de Bertlef:

—¿Cree usted que una persona tiene derecho a dar muerte a un niño que aún no ha nacido?

En cuanto había visto el cuadro del barbudo con la aureola se había quedado un poco sorprendido. Recordaba a Bertlef como un hombre jovial y amigo de la buena vida y no se le había ocurrido pensar que pudiera ser creyente. Ahora se sentía angustiado porque temía oír una amonestación moralizante y que el único oasis en el desierto de estos días se le convirtiese en arena. Con voz apesadumbrada dijo:

—¿Es usted de ésos que lo llaman asesinato?

—Asesinato es una palabra que recuerda demasiado a la silla eléctrica —dijo—. Me refiero a otra cosa. Creo que hay que aceptar la vida con todo lo que conlleva. Ése es el primer mandamiento, anterior a los otros diez. Todos los acontecimientos están en manos de Dios y nosotros no sabemos nada del destino que les espera mañana, con lo cual quiero decir que aceptar la vida con todo lo que conlleva significa aceptar lo imprevisto.

Y un hijo es una concentración de lo imprevisto. Un hijo es la imprevisión pura. Uno no sabe en qué se convertirá, qué es lo que traerá de nuevo y, precisamente por eso, hay que aceptarlo. De otro modo uno viviría sólo a medias, viviría como quien no sabe nadar y chapotea junto a la orilla, a pesar de que el verdadero mar sólo está allí donde hay profundidad.

El trompetista argumentó que el hijo no era suyo.

—Aceptemos que no lo es —dijo Bertlef—. Pero acepte también usted sinceramente que trataría insistentemente de convencer a Lara de que abortase, aunque el hijo fuera suyo. Lo haría usted por su mujer y por el pecaminoso amor que siente por ella.

—Sí, lo reconozco —dijo el trompetista—, trataría de que abortase cualesquiera que fueran las circunstancias.

Bertlef estaba apoyado en el marco de la puerta del cuarto de baño y sonreía:

—Le comprendo y no trataré de convencerle. Soy demasiado viejo para pretender arreglar el mundo. Le he dicho lo que pensaba y eso es todo. Seguiré siendo amigo suyo, aunque actúe usted en contra de mis convicciones, y le ayudaré aunque no esté de acuerdo con usted.

El trompetista miró a Bertlef, que había pronunciado la última frase con la voz aterciopelada de un sabio predicador. La impresión que producía era grandiosa. Le parecía que todo lo que Bertlef decía podía cumplir la función de una leyenda, una parábola, un ejemplo, un capítulo de una especie de Evangelio moderno. Tenía ganas (comprendamos que estaba turbado y predispuesto a hacer gestos exagerados) de hacerle una profunda reverencia.

—Le ayudaré en todo lo que pueda —continuó Bertlef—: Iremos dentro de un momento a ver a mi amigo Skreta, el director de la clínica, que se ocupará del aspecto médico de toda esta cuestión. Pero dígame cómo va a obligar a Lara a que adopte una decisión en contra de su voluntad.

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