DIEZ
Eran aproximadamente las nueve de la mañana; en el aparcamiento fuera del balneario (los coches no podían pasar más allá) se detuvo un elegante automóvil blanco y de él bajó Nöel.
Por el medio del balneario se extendía un parque alargado con árboles ralos, césped, caminillos de arena y bancos de colores. A ambos lados del parque se alzaban las instalaciones del balneario, entre otros el Edificio Marx, donde vivía la enfermera Lara en la habitación en la que el trompetista, una noche, pasó dos horas fatales. Frente al Edificio Marx, al otro lado del parque, se elevaba el más hermoso del balneario, estilo Art Nouveau de comienzos de siglo, cubierto de estucados decorativos y con un mosaico encima de la entrada. Era el único edificio que había tenido el privilegio de conservar sin cambios su nombre original: Richmond.
—¿Sigue viviendo aquí el señor Bertlef? —preguntó Nöel al portero y, al recibir respuesta afirmativa, subió corriendo por la alfombra roja hasta el primer piso y llamó a la puerta.
Al entrar vio a Bertlef en pijama que venía a su encuentro. Le pidió disculpas por no haberle anunciado su visita, pero Bertlef le interrumpió:
—¡Amigo mío! ¡No se disculpe! Me brinda usted la mayor alegría que jamás me haya dado nadie aquí a estas horas de la mañana.
Estrechó la mano de Nöel y continuó:
—En este país la gente no aprecia la mañana. Se despiertan por la fuerza, con la ayuda del despertador, que destruye su sueño como el golpe de un hacha, y se entregan repentinamente a una lastimosa prisa. ¡Ya me dirá usted qué clase de día es el que empieza con semejante acto de violencia! ¡Qué puede pasarle a la gente cuando recibe diariamente, con la ayuda del despertador, un pequeño shock eléctrico! Diariamente tienen que acostumbrarse a la violencia y desacostumbrarse al goce. Créame, lo que decide el carácter de la gente son sus mañanas.
Bertlef cogió a Nöel suavemente por el hombro, lo sentó en el sillón y siguió hablando:
—Y a mí me gustan tanto esas horas matinales de inactividad por las que cruzó lentamente, como por un puente lleno de estatuas, de la noche al día, del sueño a la vigilia. Ésa es la parte del día en la que agradecería tanto un pequeño milagro, un encuentro imprevisto, que me convenciera de que los sueños de mi noche continúan y de que entre la aventura del sueño y la aventura del día no se abre un abismo.
El trompetista observaba a Bertlef paseando en pijama por la habitación, alisándose con la mano su cabello cano, y se daba cuenta de que su sonora voz tenía un inevitable acento norteamericano y las palabras que elegía resultaban agradablemente anticuadas, lo cual podía explicarse fácilmente porque nunca había vivido en su país de origen y había aprendido su idioma materno únicamente a través de su familia.
—Y nadie, amigo —se inclinó ahora hacia Nöel con una sonrisa de complicidad—, nadie en todo este balneario es capaz de complacerme. Incluso las enfermeras, por lo demás tan dispuestas, ponen mala cara cuando pretendo seducirlas para que pasen conmigo un rato de alegría durante el desayuno, de modo que debo posponer todas las citas para la noche, cuando ya estoy realmente un tanto fatigado.
Se acercó a la mesilla del teléfono y preguntó:
—¿Cuándo ha llegado?
—Ahora, por la mañana —dijo Nöel—. En coche.
—Seguro que tendrá hambre —dijo Bertlef y levantó el auricular.
Encargó dos desayunos:
—Cuatro huevos pasados por agua, queso, mantequilla, pan, leche, jamón, té.
Mientras tanto Nöel observaba la habitación. Una mesa redonda grande, sillas, sillones, un espejo, dos divanes, una puerta que conducía al cuarto de baño y otra a una habitación contigua en la que, por lo que recordaba, había un pequeño dormitorio. Allí, en ese maravilloso apartamento, había empezado todo. Aquí es donde estuvieron emborrachándose los muchachos de su orquesta, para cuya diversión el rico norteamericano invitó a unas cuantas enfermeras.
—Sí —dijo Bertlef— ése cuadro que está mirando no estaba aquí la última vez.
Fue entonces cuando el trompetista advirtió la presencia del cuadro, el retrato de un hombre con barba y un extraño círculo de color azul pálido alrededor de la cabeza, con un pincel y una paleta en la mano. El cuadro no parecía muy perfecto, pero el trompetista sabía que muchos cuadros que no parecen muy perfectos son famosos.
—¿Quién lo pintó?
—Yo mismo —respondió Bertlef.
—No sabía que pintaba.
—Me gusta mucho pintar.
—¿Y quién es? —se atrevió a preguntar el trompetista.
—San Lázaro.
—¿Lázaro era pintor?
—No es el Lázaro bíblico, sino San Lázaro, un monje que vivió en el siglo noveno en Constantinopla. Es mi patrono.
—¿Cómo es eso? —preguntó el trompetista.
—Fue un santo muy curioso. No lo torturaron los paganos por creer en Cristo, sino los malos cristianos porque le gustaba demasiado pintar. Probablemente sabrá que durante los siglos octavo y noveno se impuso en el sector griego de la Iglesia un firme ascetismo que no toleraba ningún tipo de goce terrenal. Incluso los cuadros y las estatuas eran considerados manifestaciones de un sibaritismo vicioso. El emperador Teófilo mandó destruir miles de hermosos cuadros, y a mi Lázaro le prohibió pintar. Pero Lázaro sabía que con sus cuadros glorificaba a Dios y no se sometió. Teófilo lo encarceló, lo torturó; pretendía que Lázaro abjurase del pincel, pero Dios se compadeció de él y le dio fuerzas para soportar los crueles sufrimientos.
—Es una hermosa historia —dijo el trompetista cortésmente.
—Hermosa. Pero seguro que usted no ha venido a verme para contemplar mis cuadros.
En ese momento llamaron a la puerta y entró el camarero con una gran bandeja. La puso encima de la mesa y les sirvió el desayuno a los dos hombres.
Bertlef invitó al trompetista a sentarse y dijo:
—El desayuno no es tan exquisito como para que no podamos seguir charlando mientras lo tomamos. ¡Cuénteme sus problemas!
Y así el trompetista, mientras masticaba, fue relatando su historia, que incitó en varias ocasiones a Bertlef a plantearle inquisitivas preguntas
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