DIECISÉIS
Lara se había ido a vivir a la pequeña habitación del Edificio Marx hacía aproximadamente medio año, dejando la casa de sus padres en un pueblo cercano. Esperaba que la vida independiente le deparara quién sabe qué maravillas y el tiempo transcurrido le había demostrado que utilizaba la pequeña habitación y la libertad con menos fortuna y menos intensidad de lo que antes soñaba.
Al regresar hoy a las tres de la tarde de la Casa de Baños a su habitación, se encontró con la desagradable sorpresa de que allí la esperaba, apoltronado en el diván, su padre. Era un fastidio, porque tenía la intención de dedicarse por entero a su vestuario, a peinarse y elegir el vestido que iba a ponerse.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó malhumorada y pensando con rabia en el portero, que conocía a su padre y estaba siempre dispuesto a abrirle, en su ausencia, la puerta de su habitación.
—Tenía un rato libre —dijo el padre—. Hoy tenemos prácticas aquí.
Su padre era miembro del Servicio de Orden Voluntario. Los médicos se reían de aquellos viejos que iban por la calle con un distintivo en el brazo, dándose importancia, y por eso a Lara le daba vergüenza que su padre se dedicase a semejante actividad.
—No sé cómo te puede gustar —murmuró ella.
—Deberías estar contenta de tener a un padre que nunca ha sido ni será un vago. ¡Ya les demostraremos los jubilados de lo que somos capaces!
Lara pensó que lo mejor era dejarle hablar y se concentró en la elección del vestuario. Abrió el armario.
—Me gustaría saber de qué son capaces —dijo Lara.
—De muchas cosas. Éste es un balneario de fama internacional, hijita. ¡Y hay que ver cómo está! ¡Los niños corren por el césped!
—Por Dios... —dijo Lara revolviendo los vestidos. No había ninguno que le gustase.
—Si fuesen sólo los niños, pero ¡y los perros! ¡Hace ya mucho tiempo que el Ayuntamiento ordenó que los perros fuesen con correa y bozal! Pero aquí no obedece nadie, todo el mundo hace lo que quiere. Fíjate en el parque.
Lara cogió un vestido y empezó a desnudarse, oculta tras la puerta entreabierta del armario.
—¡Lo mean todo! ¡Hasta la arena donde juegan los niños! Imagínate que un niño está jugando y se le cae el bocadillo a la arena. ¡Y después te extraña que haya tantas enfermedades! ¡Mira! —el padre se acercó a la ventana—: Ahora mismo hay cuatro perros sueltos.
Lara salió de detrás del armario y se miró al espejo. Pero no tenía más que un espejo pequeño en la pared, en el que no podía verse más que hasta la cintura.
—A ti esto no te interesa, ¿eh? —le preguntó el padre.
—Me interesa —dijo Lara alejándose de puntillas del espejo para comprobar cómo quedaban sus piernas con aquel vestido—, pero no te enfades, es que salgo dentro de un momento y tengo prisa.
—Entiendo que haya perros de policía o de caza —dijo el padre—. Pero no comprendo a la gente que tiene un perro en un piso. ¡Dentro de poco las mujeres dejarán de parir y llevarán a sus chuchos en los cochecitos!
Lara no estaba contenta con la imagen que le devolvía el espejo. Volvió al armario y se puso a buscar un vestido que le quedase mejor.
—Hemos decidido que para que pueda haber un perro en una casa tienen que dar su autorización todos los demás inquilinos en la reunión de vecinos. Además subiremos las tasas por tener perros.
—Veo que tienes problemas muy graves —dijo Lara y pensó que estaba contenta de no tener que vivir en su casa.
Desde pequeña había sentido rechazo por la costumbre de su padre de estar siempre dando lecciones y mangoneando. Ansiaba encontrar un mundo en el que la gente hablase de otra manera.
—No es necesario que te rías de mí. Los perros son un problema verdaderamente serio y no es que lo piense yo solo, lo piensan las más altas personalidades políticas. A lo mejor es que se han olvidado de preguntarte a ti lo que es importante y lo que no lo es. Claro que tú les dirías que lo más importante del mundo son tus vestidos —dijo al darse cuenta de que su hija se había vuelto a esconder detrás del armario para cambiarse de ropa.
—Seguro que son más importantes que tus perros —dijo en tono seco y volvió a ponerse de puntillas ante el espejo.
Y seguía sin gustarse. Pero el disgusto consigo misma se iba transformando lentamente dentro de ella en rebeldía: pensó con inquina que el trompetista iba a tener que contentarse con aceptarla aunque fuera con este vestidillo barato, y eso le produjo una especial satisfacción.
—Se trata de la higiene —prosiguió el padre—: Nuestras ciudades nunca estarán limpias mientras los perros sigan cagando junto a los bordillos. Y se trata también de moral. No es correcto que la gente tenga perros mimados en sitios que están hechos para que vivan personas.
Había sucedido algo de lo que Lara no era en absoluto consciente: su rebeldía se iba fundiendo misteriosa e inadvertidamente con la indignación de su padre. Ya no sentía hacia él aquel fuerte rechazo de antes, por el contrario extraía inconscientemente energía de sus airadas palabras.
—Nosotros nunca tuvimos perros en casa, ni falta que nos hicieron —dijo el padre.
Seguía mirándose al espejo y sentía que su embarazo le daba una superioridad hasta entonces desconocida. Se guste o no a sí misma, el trompetista ha venido a verla y la invita con gran amabilidad al bar. Además (miró el reloj) ahora mismo ya la está esperando.
—¡Pero nosotros pondremos las cosas en orden, hija, ya verás! —rió el padre.
Y ella le dijo ahora con suavidad, casi con una sonrisa:
—Estupendo, papi. Pero ya me tengo que ir.
—Yo también. Dentro de una rato vuelven a empezar las prácticas.
Salieron juntos del Edificio Marx y se despidieron frente a la puerta. Lara fue lentamente hacia el bar.
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